← Tatuaje de monstruo Ciudadano Vince → La Piedra Negra y otros relatos de horror sobrenatural junio 13, 2007 Sin opiniones Robert E. Howard Género : Terror Robert E. Howard nació en Peaster (Texas) en 1906, cuando todavía humeaba la guerra civil norteamericana, aunque fue en la localidad tejana de Cross Plains donde transcurrió la casi totalidad de su corta existencia pues se suicidó a los treinta años, en medio de viejos ranchos que aún recordaban las incursiones de los comanches. A pesar de su vida rural y apartada, Howard se convierte desde muy joven en uno de los principales colaboradores de las revistas pulp, y en discípulo destacado de H.P. Lovecraft, además de coautor, junto con otros muchos, de las Sagradas Escrituras del horror cósmico que constituyen el extenso ciclo de relatos denominado Los Mitos de Cthulhu. Aparte de su contribución a los citados Mitos, de la que recoge una amplia muestra el presente volumen, Robert E. Howard es sobre todo admirado por su aportación fundamental, con el héroe bárbaro Conan el Cimerio, al surgimiento y auge del género que se dio en llamar «fantasía heróica» o «sword & sorcery» (espada y brujería). La piedra negra y otros relatos de horror sobrenatural reúne nueve relatos de terror de Robert E. Howard, e incluye Los gusanos de la tierra (Weird Tales, 1932), de la que Lovecraft auguró que «pocos lectores olvidarán el repulsivo y fascinante poder de esta obra maestra de lo macabro». ANTICIPO: Lentamente recuperé la conciencia. Primero sentí una torpe sensación de ceguera y de absoluta pérdida de conocimiento respecto a dónde estaba o qué era; luego la difusa comprensión de vivir y de ser, y de algo duro apretándome las costillas. Entonces las brumas se aclararon y volví en mí por completo. Estaba rumbado de espaldas, bajo algunos arbustos, y la cabeza me palpitaba furiosamente. MÍ pelo estaba apelmazado y cuajado de sangre, pues tenía el cuero cabelludo abierto. Pero mis ojos descendieron por mi cuerpo y mis extremidades, desnudo excepto por un taparrabos y unas sandalias del mismo material, y no encontré ninguna otra herida. Lo que me apretaba tan incómodamente las costillas era el hacha, sobre la cual había caído. Un barboteo detestable alcanzó mis oídos y me aguijoneó hasta que recuperé la conciencia con toda claridad. El ruido se parecía lejanamente a un idioma, pero a ningún idioma al que los hombres estén acostumbrados. Sonaba como el siseo repetido de muchas serpientes grandes. Miré a mí alrededor. Yacía en un gran bosque en penumbra. El claro estaba en sombras, así que incluso durante el día estaba muy oscuro. Sí, el bosque era oscuro, frío, silencioso, gigantesco y completamente escalofriante. Y miré hacia el claro. Vi una carnicería. Cinco hombres yacían allí… o, al menos, lo que habían sido cinco hombres. Al fijarme en las repugnantes mutilaciones, mi alma se sintió asqueada. Y alrededor de ellos se apiñaban las… cosas. Eran humanas, en cierta manera, aunque no las consideré como tales. Eran cortas y rechonchas, con cabezas anchas demasiado grandes para sus cuerpos escuálidos. Su pelo era serpentino y elástico, sus rostros anchos y cuadrados, con narices chatas, ojos repugnantemente rasgados, una fina hendidura como boca, y orejas puntiagudas. Vestían pieles de animales, como yo, pero sus pieles estaban burdamente curtidas. Llevaban pequeños arcos y flechas con punta de sílex, y cuchillos y porras de sílex. Y conversaban en un idioma tan repugnante como ellos mismos, un idioma siseante y reptilesco que me llenaba de horror y aborrecimiento. ¡0h!, mientras estaba allí tumbado sentí que los odiaba; mi cerebro ardía con furia al rojo blanco. Y entonces recordé. Habíamos cazado, los seis jóvenes del Pueblo de la Espada, y habíamos vagado hasta perdernos en el bosque macabro que nuestro pueblo por lo general evitaba. Fatigados por la persecución, nos habíamos detenido para descansar; a mí se me había asignado la primera guardia, pues en aquellos días no había sueño seguro sin un centinela. La vergüenza y el aborrecimiento agitaron todo mi ser. Me había dormido; había traicionado a mis camaradas. Y ahora yacían acuchillados y destrozados, sacrificados mientras dormían, por alimañas que nunca se habrían atrevido a plantarse delante de ellos en condiciones de igualdad. Yo, Aryara, había traicionado la confianza depositada en mí. Sí; recordaba. Me había dormido y en mitad de un sueño de caza, el fuego y las chispas habían estallado en mÍ cabeza y me había zambullido en una oscuridad más profunda, donde no había sueños. Y ahora llegaba el castigo. Los que se habían deslizado a través del espeso bosque y me habían dejado sin sentido no se habían detenido para mutilarme. Creyéndome muerto, se habían apresurado a hacer su espeluznante trabajo. Ahora puede que se hubieran olvidado de mí durante un rato. Yo estaba sentado un poco apartado de los demás, y cuando me golpearon, caí bajo unos arbustos. Pero pronto se acordarían de mí. No volvería a cazar, no volvería a bailar en las danzas de la caza, et amor y la guerra, no volvería a ver las chozas de barro del Pueblo de la Espada. Pero no tenía ningún deseo de escapar de regreso a mi pueblo. ¿Acaso debía volver cabizbajo con mi historia de infamia y desgracia? ¿Debía oír las palabras de desdén que mí tribu me arrojaría, ver a las muchachas señalar con dedos despectivos al joven que se quedó dormido y traicionó a sus camaradas a los cuchillos de las alimañas? Las lágrimas afloraron a mis ojos, y un odio profundo se hinchó en mi pecho y en mi mente. Nunca podría blandir la espada que distinguía al guerrero. No podría triunfar sobre enemigos dignos y morir gloriosamente bajo las flechas de los pictos o las hachas del Pueblo Lobo o el Pueblo del Río. Encontrarla la muerte bajo una chusma nauseabunda, a la que los pictos hablan expulsado hacía mucho a sus madrigueras del bosque como si fueran ratas. La rabia furiosa me atenazó y secó mis lágrimas, sustituyéndolas por una llamarada salvaje de cólera. Si semejantes reptiles iban a provocar mi calda, haría que fuese una caída recordada mucho tiempo; si es que esas bestias tenían memoria. Avanzando cautelosamente, palpe hasta que puse la mano sobre el mango del hacha; luego invoqué a Il-marinen y me abalancé con un salto de tigre. Y con un salto de tigre, me encontré entre mis enemigos y aplasté un cráneo pequeño como un hombre aplasta la cabeza de una serpiente. Un repentino clamor de miedo salvaje surgió de mis víctimas, y durante un instante se acercaron rodeándome, lanzando hachazos y puñaladas. Un cuchillo desgarró mi pecho, pero no le presté atención. Una niebla roja onduló ante mis ojos, y mi cuerpo y mis miembros se movieron en sintonía perfecta con mi cerebro listo para el combate. Gruñendo, lanzando hachazos y golpeando, fui un tigre entre reptiles. En un instante se retiraron y huyeron, dejándome rodeado de media docena de cuerpos achaparrados. Pero no estaba saciado. Le pisaba los calones al más alto, cuya cabeza apenas alcanzaba la altura de mi hombro, y que parecía, ser su jefe. Huía por una especie de senda, chillando como un lagarto monstruoso; cuando estuve casi a la altura de su hombro, se arrojó, como una serpiente, entre la maleza. Pero yo era demasiado rápido para él, y le saqué a rastras y le hice pedazos de la forma más sanguinaria. A través de los bosques vi el camino que intentaba alcanzar; un sendero que zigzagueaba entre los árboles, casi demasiado estrecho para permitir que lo recorriera un hombre de tamaño normal. Corté la repugnante cabeza de mi víctima y, cargando con ella en mi mano izquierda, ascendí por el sendero de la serpiente, con el hacha enrojecida en la mano. Mientras avanzaba rápidamente a lo largo del camino y la sangre goteaba de la yugular cortada de mi enemigo ante mis pies con cada paso, pensé en aquellos a los que perseguía. Sí, los teníamos en poca estima, los cazábamos de día en el bosque por el que merodeaban. Qué nombre se daban a sí mismos, nunca lo supimos; pues ninguno de nuestra tribu aprendió jamás los malditos silbidos siseantes que utilizaban como idioma; pero los llamábamos los Hijos de la Noche. Y en verdad eran cosas nocturnas, pues se deslizaban por las profundidades de los bosques oscuros, y en cubiles subterráneos, aventurándose en las colinas sólo cuando sus conquistadores dormían. Era por la noche cuando realizaban sus actos infectos; el rápido vuelo de una flecha con punta de sílex o el rapto de un niño que se había alejado de la aldea. Pero era más que aquello lo que les otorgaba su nombre; eran, en verdad, gente de la noche y la oscuridad y de las antiguas sombras infestadas de horrores de eras pasadas. Pues estas criaturas eran muy antiguas, y representaban una época extinguida. Antaño habían dominado y poseído aquellas tierras, y habían sido obligados a esconderse y a sumirse en la oscuridad por los pictos pequeños, morenos y feroces con quienes contendíamos ahora, y que los odiaban y aborrecían tan salvajemente como nosotros. Los pictos eran distintos de nosotros en su apariencia general, al ser más corros de estatura y morenos de pelo, ojos y piel, mientras que nosotros éramos altos y poderosos, con pelo amarillo y ojos claros. Pero estaban hechos de nuestro mismo molde, a pesar de todo. Estos Hijos de la Noche, por el contrario, no nos parecían humanos, con sus cuerpos deformes y enanos, su piel amarillenta y sus rostros repugnantes. Sí, eran reptiles, alimañas. Mi cerebro estuvo a punto de estallar de furia cuando pensé que era con escás alimañas con quienes tenía que saciar mi hacha y perecer. ¡Bah! No hay gloria alguna en matar serpientes o en morir de su picadura. Toda aquella rabia y aquel feroz disgusto se dirigían hacia los objetos de mi aborrecimiento, y con la neblina roja ondulando ante mí, por todos los dioses que conocía juré que iba a provocar tal matanza roja antes de morir que dejaría un recuerdo de horror grabado en las mentes de los supervivientes. Mi pueblo no me honraría, tal era el desprecio que reservaba para los Hijos. Pero los Hijos que dejara vivos me recordarían y se estremecerían. Así lo juré, aferrando ferozmente mi hacha, que era de bronce, inserta en una hendidura de mango de roble y atada firmemente con cinta de cuero. Oí delante de mí un murmullo repelente y sibilante, y una peste vil se filtró hasta mÍ a través de los árboles, un hedor humano, pero menos que humano. Al cabo de unos momentos, emergí de las sombras profundas en un gran espacio abierto. Nunca había visto un poblado de los Hijos. Había una acumulación de bóvedas de tierra, con entradas bajas hundidas en el suelo. Y sabia, por lo que decían los guerreros viejos, que estos habitáculos estaban conectados por pasillos subterráneos, de forma que el poblado entero era como un hormiguero, o un conjunto de madrigueras de serpientes. Me pregunté si no habría otros túneles que partieran bajo el suelo y emergieran a larga distancia de los poblados. Ante las bóvedas se apelotonaba un enorme grupo de aquellas criaturas, siseando y farfullando a gran velocidad. Yo había acelerado mi ritmo y, ahora que ya no estaba a cubierto, corría con la ligereza de mí laza.. Un clamor salvaje surgió de la chusma cuando vieron al vengador, alto manchado de sangre y con ojos centelleantes, salta, desde el bosque, y yo grité con ferocidad, arrojé la cabeza goteante entre ellos y salté como un tigre herido en medio del tropel. ¡Oh, ya no tenían forma de escapar! Podrían haberse retirado a sus túneles, pero los habría seguido hasta las misma, entrañas del infierno. Sabían que debían matarme, y se estrecharon a mí alrededor, con la fuerza de un centenar, para hacerlo. No hubo ninguna llamarada salvaje de gloria en mi mente, tal y como la habría habido si luchara contra enemigos dignos. Pero la antigua locura desenfrenada de mi raza alborotaba mi sangre, y el olor de la sangre y la destrucción llenaba mi olfato. No sé cuantos maté. Sólo sé que se apiñaron alrededor de mi en un, masa convulsa y desgarradora, como serpientes alrededor de un lobo y que ataqué hasta que el filo del hacha se dobló, y el hacha misma se convirtió en poco más que una porta; y aplasté cráneos, abrí cabezas astillé huesos, derramé sangre y sesos en un sacrificio rojo a Il-marinen, dios del Pueblo de la Espada. Sangrando por medio centenar de heridas, cegado por una cuchillada que me atravesaba los ojos, sentí un cuchillo de sílex hundirse profundamente en mi ingle y en el mismo instante una maza me abrió el cuero cabelludo. Caí de rodillas pero volví a levantarme tambaleante, y vi en una espesa niebla roja un círculo de caras que sonreían impúdicas con los ojos rasgados. Lancé una cuchillada como ataca un tigre moribundo, y las caras se separaron en un horror rojo. Mientras me inclinaba, desequilibrado por la furia de mi acometida, una mano con garras me atenazó la garganta y una hoja de pedernal se hundió en mis costillas y se retorció ponzoñosamente. Bajo una lluvia de golpes volví a caer, pero el hombre del cuchillo estaba detrás de mí, y con la mano izquierda lo encontré y le partí el cuello antes de que pudiera escurrirse contorsionándose. Mi vida se esfumaba rápidamente; a través del siseo y el aullido de los Hijos, podía oír la voz de Il-marinen. Pero una vez más me alcé tercamente a través de un auténtico torbellino de porras y lanzas. Ya no podía ver a mis enemigos, ni siquiera sumidos en una niebla roja. Pero podía sentir sus golpes y sabia que me rodeaban por rodas partes. Afirmé los pies, agarré el resbaladizo mango de mi hacha con ambas manos, e invocando una vez más a Il-marinen, levanté el hacha y lancé un espantoso golpe final. Y debí de morir de pie, pues no tuve sensación de caer; mientras sabía, con una última emoción de salvajismo, que mataba, igual que sentía los cráneos destrozados bajo mi hacha. La oscuridad llegó con el olvido. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »