La plaga de los zombis y otras historias de muertos vivientes

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Los muertos que vuelven de la tumba, a menudo con afán vengador, han adoptado diversas formas en la literatura fantástica de los dos últimos siglos, dotándola de sus iconos más populares: los fantasmas, vampiros y momias del siglo XIX, y los modernos zombis del XX.
El zombi, el muerto viviente en su sentido más literal y visceral, es el monstruo por excelencia de nuestro tiempo. Este extraño personaje, carente de personalidad y dominado por una furia ciega e insaciable, se ha renovado y revitalizado extendiéndose como una pandemia y penetrando en el nuevo milenio con fuerza demoledora. 
Esta antología de trece relatos, preparada con esmero por Jesús Palacios, pretende ofrecer al lector aficionado una visión evolutiva del mito en los últimos cien años. Así, este particular viaje comienza con el «Zombi Vudu», el muerto viviente de la religión y el folclore haitianos, con relatos como Yo anduve con un zombi (1942), de Inez Wallace, o La plaga de los zombis (1922), de John Burke. A continuación entramos en los dominios del «Zombi Pulp»: la criatura se convierte en personaje de la genuina pulp fiction de las revistas populares norteamericanas de los años 20, 30 y 40. Relatos como Cuando caminan los zombies (1939), de Thorp McClusky, o El imperio de los nigromantes (1932), de Clark Ashton Smith son representativos de esta época. Finalmente, y ya despuntando nuestro siglo, llegamos al «Zombi post-Romero» –en referencia al director de la película germinal del género actual, La noche de los muertos vivientes (1968)– con relatos contemporáneos como Dios salve a la Reina, de Marc Levintal y John Skipp, o Amores muertos, de Ian McDowell.

ANTICIPO:

EL IMPERIO DE LOS NIGROMANTES

[The Empire of the Necromancers] Clark Ashton Smith

111

La leyenda de Mmatmuor y Sodosma surgirá solamente en los últimos ciclos de la Tierra, cuando las felices leyendas de los tiempos de apogeo hayan caído en el olvido. Se sucederán muchas eras antes de que sea contada, los mares retrocederán a sus lechos y nuevos continentes verán la luz. Tal vez ese día esta leyenda sirva para distraernos del negro hastío de una raza que agoniza, sin más esperanza que el olvido. Cuento la historia tal como será contada por los hombres de Zothique, el último continente, bajo un sol mortecino y tristes cielos donde las estrellas asoman con terrible ful­gor antes del anochecer.

1

Mmatmuor y Sodosma eran nigromantes que llegaron de la oscura isla de Naat para practicar sus siniestras artes en Tinarath, allende los menguados mares. Pero no lograron prosperar en Tina— rath, porque la muerte era sagrada para las gentes de ese triste país, el silencio de la tumba no debía ser profanado a la ligera y el levantamiento de los muertos practicado por la nigromancia era tenido por algo abominable.
Así pues, tras un breve periodo de tiempo, Mmatmuor y Sodos— ma se vieron obligados por la ira de los habitantes a abandonar el lugar y huir hacia Cincor, un desierto del sur poblado tan sólo por los huesos y las momias de una raza que la peste había aniquilado en otro tiempo.
La tierra en la que se adentraron se extendía terrible, leprosa y cenicienta bajo un sol enorme y abrasador. Sus rocas desmoronadas y mortales soledades de arena habrían sobrecogido de terror los corazones de hombres corrientes; y puesto que habían sido expulsa­dos a aquel inhóspito lugar sin comida ni sustento alguno, la situa­ción de los dos brujos bien podría calificarse de desesperada. Pero, sonriendo secretamente, con el aire de conquistadores que pisan las proximidades de un reino largamente codiciado, Sodosma y Mmat— muor se adentraron en Cincor con paso decidido.
A través de campos despojados de árboles o hierba y de lechos de ríos secos, se extendía interminable ante ellos la gran carretera por la que los viajeros habían transitado entre Cincor y Tinarath en otros tiempos. Aquí no encontraron ni un solo ser vivo; pero pronto se toparon con los esqueletos de un caballo y un jinete en medio de la carretera, aún ataviados con los arreos y vestimenta que llevaban en vida. Y Mmatmuor y Sodosma se detuvieron delante de los lastimo­sos huesos, sobre los que no quedaba ni un solo trozo de carne podrida; y se miraron con malicia el uno al otro.
—El corcel será tuyo —dijo Mmatmuor—, ya que eres el mayor de los dos, y te corresponde este privilegio; y el jinete nos servirá a ambos y será el primero en jurarnos lealtad en Cincor.
Entonces, sobre la grisácea arena al borde del camino dibujaron un triple círculo; y poniéndose de pie en el centro realizaron los abo­minables rituales que obligan a los muertos a levantarse de su tran­quila vacuidad y someterse a partir de ese momento a la oscura voluntad del nigromante. Después espolvorearon una pizca de polvo mágico en las fosas nasales del hombre y del caballo; y los blancos huesos se alzaron de donde yacían, crujiendo tristemente, y se irguieron prestos a servir a sus amos.
Así pues, como habían acordado entre ellos, Sodosma montó el esqueleto del corcel, sujetó las riendas adornadas con piedras precio­sas y cabalgó en una diabólica parodia de la Muerte sobre su pálido corcel; mientras tanto Mmatmuor lo siguió arrastrando los pies, apoyándose ligeramente en un bastón de ébano; y el esqueleto del hombre, con sus ostentosas vestiduras aleteando contra su osamen­ta, los siguió a ambos como un fiel sirviente.
Después de un rato, en la baldía y gris inmensidad, encontraron los restos de otro caballo y su jinete, que los chacales habían respeta­do, en tanto el sol los amojamaba hasta convertirlos en viejas momias. También levantaron a éstos de la muerte. Mmatmuor montó el marchito corcel y los dos magos continuaron su marcha majestuosamente, como emperadores errantes con una momia y un esqueleto a su servicio. Otros huesos y restos de hombres y bestias con los que tropezaron fueron resucitados de la misma forma; de manera que reunieron a su alrededor una tropa en constante aumento conforme avanzaban a través de Cincor.
Por el camino, a medida que se acercaban a la que en otros tiempos fuera la capital, Yethlyreom, encontraron numerosas tumbas y necró­polis, aún intactas después de tantos siglos, que contenían momias amortajadas que apenas se habían marchitado desde el momento de su muerte. A todas ellas revivieron sacándolas de su noche sepulcral para someterlas a su voluntad. A algunas les ordenaron sembrar y labrar los desiertos campos y transportar agua desde los pozos subte­rráneos; a otros les asignaron diversas tareas, como las que hubieran realizado en vida. El silencio de un siglo fue interrumpido por el ruido y el alboroto de la intensa actividad; y los lánguidos cadáveres de tejedores trabajaban en los telares; y los cadáveres de los labradores trabajaban los surcos arando detrás de carroña de bueyes.
Cansados por tan extraño viaje y los innumerables encantamien­tos, Mmatmuor y Sodosma divisaron finalmente delante de ellos y desde una colina desierta las altas agujas y las claras e imperturbables cúpulas de Yethlyreom, bañadas por el rojo fulgor de sangre estanca­da y cada vez más oscura de la inquietante puesta del sol.
—Es una buena tierra —dijo Mmatmuor—; la compartiremos y rei­naremos sobre todos sus muertos, y mañana seremos coronados como emperadores en Yethlyreom.
—Por supuesto —replicó Sodosma—, porque no hay ningún ser vivo que pueda enfrentarse a nosotros aquí; y aquellos a los que hemos invocado y levantado de su tumba sólo se moverán y respira­rán a nuestras órdenes, y no podrán rebelarse contra nosotros.
Así pues, en el enrojecido crepúsculo que se tornaba morado, entraron en Yethlyreom y cabalgaron entre las altas y oscuras man­siones. Se instalaron con su siniestro séquito en el lujoso palacio abandonado en el que la dinastía Nimboth había reinado durante dos mil años, dominando desde allí todo Cincor.
En los polvorientos salones dorados encendieron las lámparas de ónice vacías mediante ingeniosos encantamientos, y cenaron vian­das reales procedentes del pasado, las cuales evocaron de la misma forma. Las manos descarnadas de sus sirvientes escanciaron imperia­les vinos añejos en copas de adularia, y bebieron y festejaron y dis­frutaron con pompa fantasmagórica, dejando para el día siguiente la resurrección de aquellos que yacían muertos en Yethlyreom.
Al alba, bajo un cielo de oscuro carmesí, abandonaron los lujosos lechos de palacio en los que habían dormido, pues quedaba mucho por hacer. Recorrieron minuciosamente de un lado a otro todos los rincones de aquella ciudad olvidada, practicando sus encantamien­tos en las gentes que habían muerto durante el último año de la peste y que yacían en tierra sin haber sido enterradas. Y una vez ter­minada esta labor, dejaron atrás Yethlyreom y se dirigieron a aquella otra ciudad de elevadas tumbas e imponentes mausoleos en los que yacían los emperadores Nimboth y los ciudadanos y nobles más influyentes de Cincor.
Entonces ordenaron a sus esqueletos esclavos que rompieran con martillos las puertas cerradas herméticamente; y luego, con sus depravados y tiránicos encantamientos, invocaron a las momias imperiales, incluso al más anciano de la dinastía, y todos acudieron aproximándose rígidamente, con ojos apagados y aún envueltos en ricos paños recubiertos de piedras preciosas fulgurantes. Más tarde insuflaron un simulacro de vida a muchas generaciones de cortesa­nos y dignatarios.
Desfilando solemnemente, con oscuros y vacuos rostros altivos, los emperadores y emperatrices muertos de Cincor se sometieron a la voluntad de Mmatmuor y Sodosma, y los siguieron como un ejército de cautivos a través de las calles de Yethlyreom. Después, en el inmenso salón del trono del palacio, los nigromantes tomaron asiento en el trono doble, donde los gobernantes por derecho se habían sentado con sus consortes. Ante los emperadores reunidos, con fabuloso y funera­rio boato, fueron coronados reyes por las marchitas manos de la momia de Hestaiyon, el más anciano de la línea Nimboth, y que había reinado en épocas míticas. A continuación todos los descendientes de Hestaiyon, que abarrotaban el salón en masa, aclamaron con ecos de voces monocordes la soberanía de Mmatmuor y Sodosma.
Así fue como los nigromantes proscritos encontraron por sí solos un imperio y unos súbditos en la tierra desolada y yerma donde los hombres de Tinarath los habían desterrado para que perecieran. Rei­nando con supremo poder sobre todos los muertos de Cincor, y por virtud de su abominable magia, ejercieron un despiadado despotis­mo. Porteadores descarnados les llevaban tributos desde reinos remotos; los cadáveres carcomidos por la peste, y las distinguidas momias perfumadas con bálsamos mortuorios, marchaban de un lado a otro haciendo recados por todo Yethlyreom, o apilaban delan­te de sus codiciosos ojos el oro ennegrecido por las telarañas y las polvorientas piedras preciosas procedentes de criptas inextinguibles.
Los trabajadores muertos hicieron que en los jardines del palacio reverdecieran flores desaparecidas mucho tiempo atrás; las momias y los esqueletos trabajaban para ellos en las minas, o levantaban extra­ordinarias y fantásticas torres hacia el sol moribundo. Chambelanes y príncipes de la Antigüedad ejercían ahora de coperos, y los instru­mentos de cuerda sonaban para su deleite tañidos por delgadas manos de emperatrices de cabellos de oro que habían salido de la noche de sus tumbas casi inmaculadas. Las más hermosas de ellas, a las que la peste y los gusanos no habían devorado demasiado, eran tomadas como amantes y usadas para saciar su lujuria necrófila.

2

Pero, principalmente, las gentes de Cincor ejercían las acti­vidades que realizaban en vida, aunque ahora bajo las órdenes de Mmatmuor y Sodosma. Hablaban, se movían, comían y bebían como en vida. Oían, veían y sentían de forma similar a la que disfru­taban con sus sentidos antes de la muerte, pero sus cerebros eran cautivos de una abominable nigromancia. Se acordaban, aunque vagamente, de su anterior existencia; y su estado, tras haber sido invocados, era vacío, turbulento y espectral. La sangre circulaba gélida y viscosa por sus venas, mezclada con agua del Leteo; y los vapores del Leteo nublaban sus ojos.
Obedecían sin chistar los dictados de los tiránicos señores, sin rebelarse ni protestar, pero embargados por un vago e infinito can­sancio que sólo pueden experimentar los muertos cuando, tras haber bebido del sueño eterno, son traídos de nuevo para la amargu­ra de sus cuerpos mortales. No conocían ni la pasión ni el deseo, o el goce, tan sólo la negra languidez de su despertar del Leteo, y un deseo gris e incesante de regresar a ese sueño interrumpido.
El más joven y último de los emperadores Nimboth era Illeiro, muerto el primer mes de la plaga. Y había yacido en su mausoleo ele­vado durante doscientos años antes de la llegada de los nigromantes.
Alzado junto a su gente y sus padres para servir a los tiranos, Illeiro había reanudado el vacío de su existencia sin una sola objeción, tam­poco había sentido ninguna sorpresa. Aceptó su propia resurrección y la de sus antepasados como quien acepta las indignidades y maravillas de un sueño. Sabía que había regresado bajo un sol mortecino a un mundo vacío y espectral, a un orden que lo relegaba a ser meramente una sombra obediente. Pero al principio solamente se sentía importu­nado, como el resto, por un débil cansancio y el vago deseo de retor­nar al olvido perdido.
Drogado por la magia de sus amos, debilitado por la incapacita— ción de una muerte de años, contempló como un sonámbulo las barbaridades a las que sus padres eran sometidos. Sin embargo, con el transcurso de los días, una débil chispa se encendió en el empapa­do crepúsculo de su mente.
Como algo perdido e irrecuperable, más allá de abismos prodi­giosos, recordó la pompa de su reino en Yethlyreom, y el dorado orgullo y júbilo que había disfrutado durante su juventud. Y al recordarlo, sintió una leve agitación de rebeldía, un resentimiento espectral contra los magos que lo habían resucitado para encerrarlo en esta parodia de vida. oscuramente, comenzó a afligirse por su reino perdido y la triste situación de sus antepasados y sus súbditos.
Día tras día, trabajando de copero en los salones donde en otra época él mismo había gobernado, Illeiro observaba atentamente las acciones de Mmatmuor y Sodosma. Fue testigo de sus caprichos de crueldad y lujuria, su creciente ebriedad y glotonería. Los vio mien­tras se revolcaban en sus lujos de nigromantes, y también vio cómo se relajaban en la pura indolencia, cebados de indulgencia. Descui­daron el estudio de su arte y olvidaron muchos de los encantamien­tos. Pero aun así continuaron gobernando, poderosos y formidables; y, repantigados sobre sofás de color morado y rosa, planeaban liderar un ejército de muertos y lanzarlo contra Tinarath.
Soñando con la conquista, y con nigromancias de mayor alcance, fueron engordando y cebándose en la pereza, como gusanos asenta­dos en un osario rebosante de putrefacción. Y paso a paso, su indolen­cia y tiranía avivó el fuego de la rebelión en el sombrío corazón de Illeiro, como una llama que lucha contra los humedales del Leteo. Y lentamente, con el lustre de su ira, retornó a él algo de la fuerza y la firmeza que había poseído en vida. Víctima de la vileza de los opreso­res, y consciente del mal que infligían a los muertos desvalidos, escu­chó en su mente el clamor de voces sofocadas que exigían venganza.
Caminando entre sus antepasados, a través de los salones del palacio de Yethlyreom, Illeiro se movía en silencio a la orden de sus amos, o permanecía a la espera de sus órdenes. Servía en sus copas de ónice vinos de añadas ambarinas, traídas por medios mágicos desde colinas alumbradas por un sol más joven, y se sometía a sus insultos y contumelias. Y noche tras noche observaba cómo zaran­deaban sus ebrias cabezas, hasta que caían dormidos, congestiona­dos y orondos, en medio de su esplendor.
Pocas palabras se cruzaban entre los muertos vivientes; hijo y padre, hija y madre, amante y amado, deambulaban de un lado a otro sin mostrar ningún signo de reconocimiento, sin hacer ni un solo comentario sobre su aciago sino. Pero, finalmente, un día, hacia la medianoche, cuando los tiranos se refocilaban durmiendo pro­fundamente y las llamas bailaban en las lámparas nigromantes, Illei— ro consultó con Hestaiyon, su antepasado más anciano, el cual, según las leyendas, había sido celebrado como gran mago y estaba familiarizado con los secretos de los saberes de la Antigüedad.
Hestaiyon se había separado de los otros y permanecía en un rin­cón del salón en penumbra. Se le veía apergaminado y ajado bajo sus ropajes de momia a punto de desintegrarse, y sus apagados ojos de obsidiana aún parecían mirar hacia la nada. No mostró señal de oír la pregunta de Illeiro, pero, finalmente, en un susurro seco y cru­jiente, le respondió:
—Soy viejo, y la noche del sepulcro ha sido larga, y he olvidado demasiado. Sin embargo, si retrocediera a través del vacío de la muerte, tal vez recupere parte de mi anterior sabiduría, y podríamos concebir un modo de liberarnos.
Hestaiyon rebuscó entre los jirones de su memoria, como quien acude a un lugar lleno de gusanos y descubre que los pergaminos ocultos de tiempos pasados se han podrido dentro de sus carpetas; hasta que al final recordó, y dijo:
—Recuerdo que en otro tiempo fui un mago poderoso; y, entre otras cosas, conocía los encantamientos de la nigromancia, pero no los empleaba, pues consideraba su uso y el levantamiento de muertos como algo totalmente abominable. Además, poseía otro conoci­miento; y quizás, entre los restos de esa sabiduría de los tiempos antiguos, haya algo que nos sirva ahora como guía. Recuerdo una vaga y dudosa profecía, concebida en los primeros años, sobre la creación de Yethlyreom y el imperio de Cincor.
»La profecía anunciaba que un mal peor que la muerte recaería sobre los emperadores y las gentes de Cincor en tiempos venideros; y que el primero y el último de la dinastía Nimboth, consultándose mutuamente, idearían una forma de liberarse de tan funesto desti­no. No se le daba un nombre a ese mal en la profecía, pero se decía que los dos emperadores llegarían a la solución de su problema rom­piendo una antigua figura de barro que guarda la cripta más profun­da bajo el palacio imperial de Yethlyreom.
Entonces, habiendo oído esta profecía de los pálidos labios de su antepasado, Illeiro reflexionó durante unos instantes, y dijo:
—Recuerdo ahora que una tarde en mi temprana juventud, cuan­do merodeaba aburrido por las criptas abandonadas de nuestro pala­cio, como haría cualquier muchacho, llegué hasta la última cripta y encontré una polvorienta y tosca figura de barro, cuya forma y apa­riencia me resultaban extrañas. Como no sabía nada de la profecía, me di la vuelta decepcionado y volví sobre mis pasos tan distraída­mente como había llegado, en busca de la luz del sol.
Así pues, escabulléndose de sus ensimismados semejantes y por­tando lámparas con piedras preciosas incrustadas que habían toma­do del salón, Hestaiyon e Illeiro descendieron por las escaleras sub­terráneas que se abrían paso bajo el palacio. Como implacables sombras furtivas recorrieron el laberinto de oscuros corredores, hasta que llegaron a la cripta más profunda.
Y allí, bajo el negro polvo y madejas de telarañas de un pasado inmemorial, encontraron, como se había predicho, la figura de barro, cuyos toscos rasgos eran los de un olvidado dios de la tierra. Entonces Illeiro machacó la figura con un trozo de piedra, y ambos sacaron de su interior una espada, un arma de acero brillante sin óxido alguno, y una pesada llave de bronce pulido, y las tablas de latón brillante sobre las que estaban inscritas las instrucciones que debían seguirse para que Cincor se liberara del oscuro reinado de los nigromantes y sus gentes regresaran a la inconsciencia de la muerte.
Con la llave de bronce inmaculado y siguiendo las instrucciones de las tablas, Illeiro abrió una puerta baja y estrecha al final de la cripta más profunda, más allá de la figura quebrada; y él y Hestaiyon vieron, como había sido profetizado, los escalones en espiral de sombría piedra que descendían hasta un abismo inexplorado donde ardían aún los profundos fuegos de la tierra. Y dejando a Illeiro vigi­lando la puerta abierta, Hestaiyon tomó la espada de acero brillante en su delgada mano y regresó al salón donde dormían los nigroman­tes, repantigados sobre sillones rosa y morado, con los lánguidos y exangües muertos a su alrededor en pacientes hileras.
Siguiendo la antigua profecía y la sabiduría ancestral de las brillan­tes tablas, Hestaiyon alzó la enorme espada y cercenó las cabezas de Mmatmuor y de Sodosma, cada una de ellas de un solo golpe. Luego, como había sido ordenado, descuartizó los restos con poderosos tajos. Y de esta forma los nigromantes abandonaron sus sucias vidas, y yacieron en posición supina, inmóviles, añadiendo un rojo más oscu­ro al rosa y un matiz más brillante al triste morado de sus sillones.
Luego, dirigiéndose a sus gentes, que permanecían en silencio e indiferentes y apenas conscientes de su liberación, la venerable momia de Hestaiyon habló en apagados murmullos, pero con auto­ridad, como un rey que da órdenes a sus hijos. Los emperadores y emperatrices muertos se agitaron, como hojas de otoño en una ráfa­ga de viento repentina, y un susurro pasó de uno a otro y fue más allá de palacio, para ser comunicado a lo ancho y largo y mediante intrincados métodos, a todos los muertos de Cincor.
Toda esa noche, y durante el oscuro día sangriento que siguió, bajo la parpadeante luz de las antorchas o la débil luz del sol, llegó un inter­minable ejército de momias carcomidas por la peste, de destrozados esqueletos, derramándose como un horrendo torrente a través de las calles de Yethlyreom y por el salón del palacio donde Hestaiyon vigila­ba los cadáveres de los nigromantes. Sin detenerse, con ojos turbios y fijos, avanzaban como sombras dirigidas en busca de las criptas subte­rráneas bajo el palacio, para pasar a través de la puerta abierta donde Illeiro esperaba en la última cripta, y descender miles y miles de escalo­nes hasta el borde de ese abismo en el que hervían los menguantes fue­gos de la tierra. Allí, desde el mismo borde, se lanzaron a una segunda muerte y a la purificadora aniquilación de las llamas insondables.
Y entonces, una vez que todos se hubieron liberado, Hestaiyon permaneció allí, solo ante la puesta de sol bajo la luz que se desvane­cía, junto a los cadáveres descuartizados de Mmatmuor y Sodosma. Y allí, como le indicaban las tablas, pronunció aquellos encanta­mientos de la antigua nigromancia que él había conocido en su anterior sabiduría, y maldijo los cuerpos desmembrados con la misma vida en muerte perpetua que Mmatmuor y Sodosma habían pretendido imponer sobre las gentes de Cincor. Y las maldiciones salieron de los pálidos labios, y las horribles cabezas rodaron con ojos desorbitados, y las extremidades y torsos se retorcieron sobre los sillones imperiales entre sangre coagulada.
Luego, sin mirar atrás y sabiendo que ya todo estaba cumplido según había sido ordenado y predicho desde el principio, la momia de Hestaiyon abandonó a los nigromantes a su funesto destino y bajó can­sadamente por los negros laberintos de criptas para reunirse con Illeiro.
Y así, en tranquilo silencio, sin mayor necesidad de palabras, Illeiro y Hestaiyon pasaron a través de la puerta abierta de la cripta más profunda, e Illeiro cerró la puerta a sus espaldas con la llave de bronce brillante. Y desde allí, por las escaleras en espiral, se encami­naron hacia el abismo de las llamas profundas y se unieron a su pue­blo y a sus antepasados en el último y definitivo vacío.
Pero sobre Mmatmuor y Sodosma se dice que sus cuerpos des­membrados se arrastran aún de un lado a otro por Yethlyreom, sin encontrar paz ni respiro en su aciago destino de vida en la muerte, buscando en vano por los negros laberintos de las criptas más pro­fundas la puerta que Illeiro dejó cerrada.

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