← La felicidad de los ogros El sueño de Rubina → La saga de la fractura. El Bucanero del rey julio 30, 2009 Sin opiniones Raymond E. Feist Nicholas, tercer hijo del príncipe Arutha de Krondor, es un joven brillante y dotado, pero vive protegido en la corte de su padre. Para adquirir conocimientos sobre el mundo más allá de las murallas de palacio, Nicholas y su escudero se hacen a la mar en dirección a la bucólica Crydee. Y así comienza una aventura que colocará el destino de su patria encima de sus inseguros hombros. Nicholas emprende un largo y peligroso viaje durante el cual empieza a comprender lo que está en juego, y esta vez es mucho más que unas vidas o el destino del reino: detrás de un atajo de piratas asesinos se esconde una fuerza que pone en peligro todo el mundo de Midkemia. Y él está destinado a enfrentarse a esta terrible amenaza. Raymond E. Feist, líder de ventas internacional, es hoy en día uno de los autores de fantasía épica más leídos en todo el mundo. Es conocido por el minucioso trato de los personajes, el realismo de sus mundos y la acción que rebosa de cada una de sus páginas ANTICIPO: Ghuda se estiró.A través de una puerta situada detrás de él llegó una voz de mujer.—¡Largo de aquí!El ex mercenario se reclinó en su silla en el porche de la posada y apoyó los pies en la barandilla. De fondo podía oír que comenzaba la serenata habitual de todas las tardes. Mientras los viajeros ricos se alojaban en los grandes hoteles de la ciudad o en posadas que parecían palacios a lo largo de las playas plateadas, la posada del Yelmo Abollado, propiedad de Ghuda Bulé, atendía a una clientela más ruda: conductores de caravanas, mercenarios, granjeros que traían sus cosechas a la ciudad y soldados rurales.—¡Voy a tener que llamar a los guardias! —gritó la mujer desde el interior de la sala común.Ghuda era un hombre grande, pero había descubierto que llevar la posada era un trabajo tan duro que le mantenía en forma, y todavía conservaba sus armas perfectamente afiladas. Más veces de las que quería recordar había tenido que sacar a algún cliente a patadas por la puerta.Las tardes, justo antes de cenar, eran su momento favorito del día. Sentado en su silla, podía ver ponerse el sol sobre la bahía de Elarial, la luz deslumbrante del día apagándose y convirtiéndose en una suave luminiscencia que coloreaba los blancos edificios de naranjas y dorados. Era uno de los pocos placeres que se reservaba para sí mismo en una vida tan ajetreada como la suya. Un gran estropicio sonó desde dentro del edificio, y Ghuda resistió el impulso de entrar a investigar. Su mujer se encargaría de hacerle saber si necesitaba que interviniera.—¡Largo de aquí! ¡Llevaos la pelea a la calle!Ghuda desenfundó una daga, una de las dos que habitualmente colgaban de su cinturón, y empezó a sacarle brillo distraídamente. Se escuchó el ruido de la loza al romperse en el interior de la posada. Le siguió inmediatamente un grito de mujer y, después, el sonido de unos puños golpeando un cuerpo se unieron a él.Ghuda vio cómo el sol se ponía mientras sacaba brillo a su daga. A sus casi sesenta años, su rostro era como un viejo mapa de cuero que mostraba los años pasados protegiendo caravanas, luchando y viviendo bajo los efectos del mal tiempo, la mala comida y el mal vino; y dominado por una nariz rota muchas veces. Ya casi no le quedaba pelo en la parte de arriba de la cabeza, y solo contaba con una cortina de cabello gris que le llegaba hasta los hombros y que nacía a medio camino entre la coronilla y las orejas. No es lo que se decía un hombre guapo, pero sin embargo tenía algo, una franqueza tranquila y directa que hacía que cayera bien a la gente y que confiaran en él. Ghuda dejó que su mirada recorriera la bahía. Reflejos plateados y rojos del atardecer brillaban sobre las aguas esmeraldas, mientras las gaviotas graznaban y se lanzaban a por su cena. El calor del día había desaparecido dejando paso a una leve y fresca brisa que llegaba desde la bahía, cargada con el gusto de la sal marina; y por un momento, se preguntó si la vida podía ser mejor para alguien de tan bajo linaje como él. Entonces, mientras entornaba los ojos para mirar el resplandor del sol que ya tocaba la línea del horizonte, una figura apareció por el oeste, caminando carretera abajo en dirección hacia la pequeña posada.Al principio no era más que una mancha negra contra el brillo del sol poniente, pero pronto adquirió detalle. Algo en aquella figura hizo que Ghuda sintiera una picazón en lo más profundo de su cerebro, y fijó su mirada en aquel extraño cuando pudo observarlo claramente. Un hombre esbelto y patizambo, que vestía una vieja y polvorienta túnica azul sujeta en un hombro, se acercaba.Era un isalaní, un ciudadano de Isalan, una de las naciones que se situaba al sur dentro del Imperio del Gran Kesh. Sobre un hombro llevaba uno viejo morral negro y usaba un largo palo como bastón para caminar.Cuando el hombre estuvo lo suficientemente cerca como para que se le pudiera identificar claramente, Ghuda elevó una oración silenciosa.—Dioses, él no.Un agudo grito de lamento surgió del interior del edificio mientras Ghuda se ponía en pie. El hombre llegó al porche y se descolgó el morral. Una fina pelusa le cubría su, por otra parte, calva cabeza; y un rostro que se asemejaba al de un buitre observaba solemne a Ghuda. Después, se iluminó con una gran sonrisa y sus ojos negros se convirtieron en estrechas rendijas. Mientras sonreía a Ghuda, abrió la bolsa polvorienta.—¿Quieres una naranja? —dijo en un tono grave y familiar.Metió la mano en la bolsa y sacó dos naranjas enormes.Ghuda cogió la fruta que se le ofrecía.—Nakor, en nombre de los Siete Infiernos Subterráneos, ¿qué haces aquí? —replicó.Nakor el Isalaní, tahúr ocasional, timador, mago en cierto sentido de la palabra, y un loco indudable a juicio de Ghuda, había sido compañero del ex mercenario. Nueve años atrás habían coincidido en un viaje junto con un joven vagabundo que había convencido a Ghuda (Nakor no había necesitado persuasión, para viajar hasta la Ciudad de Kesh) al corazón del asesinato, la política y las conspiraciones. El vagabundo resultó ser el príncipe Borric, heredero del trono del reino de las Islas, y Ghuda había terminado el trabajo con oro suficiente como para viajar y encontrar esa posada, a la viuda del anterior propietario, y los atardeceres más gloriosos que había visto nunca. Deseaba no tener que hacer un viaje como aquel nunca más. Ahora, con el corazón en un puño, se estaba dando cuenta de que ese deseo era inútil.—He venido a buscarte —dijo el hombrecillo patizambo.Ghuda se sentó de nuevo en su silla a la vez que una jarra de cerveza salía volando por la puerta. Nakor la esquivó con facilidad.—Tienes una buena montada ahí dentro. ¿Conductores de caravanas? —preguntó.Ghuda negó con la cabeza.—No tengo huéspedes esta noche. Esos son los siete hijos de mi mujer destrozando la sala común, como siempre.Nakor dejó caer su bolsa y se sentó en la barandilla.—Bien, dame algo para comer —dijo—. Después, nos pondremos en marcha.—¿Hacia dónde? —preguntó Ghuda mientras volvía a ocuparse de su daga.—Krondor.Ghuda cerró los ojos durante unos segundos. La única persona que ambos conocían en Krondor era el príncipe Borric.—Bajo ningún concepto voy a decir que lleve una vida perfecta, Nakor, pero estoy satisfecho. Prefiero quedarme aquí. Ahora, vete.El hombrecillo mordió su naranja, arrancó un gran trozo de piel y la escupió. Mordió con ganas la fruta y sorbió ruidosamente. Se limpió los labios con el dorso de la mano.—¿Satisfecho con esto? —preguntó.Señaló la oscura entrada de la posada a través de la cual se oía el griterío de un niño por encima de los ruidos y los destrozos.—Bueno, a veces es una vida dura, pero en muy pocas ocasiones sucede que alguien intente matarme; sé dónde voy a dormir cada noche, como bien y me baño con regularidad. Mi mujer es cariñosa, y los niños… —dijo Ghuda. Otro grito infantil acompañado del llanto histérico de otro niño. Mirando a Nakor, Ghuda preguntó—: Sé que voy a lamentar haberte preguntado esto pero, ¿por qué tenemos que ir a Krondor?—Para ver a un hombre —dijo Nakor mientras se reclinaba en la barandilla y colocaba un pie detrás del poste para mantener el equilibrio.—Siempre he dicho que tienes una cosa buena, Nakor, y es que nunca matarás de aburrimiento a nadie con detalles innecesarios. ¿Qué hombre?—No lo sé. Lo sabremos cuando lleguemos.Ghuda hizo un gesto.—La última vez que te vi, ibas hacia el norte desde la Ciudad de Kesh, camino de aquella isla de los magos, Stardock. Vestías una capa gris y una túnica azul magníficamente tejida, tu caballo era un negro semental del desierto que valía lo menos el sueldo de un año, y tenías la bolsa llena de oro de la emperatriz.Nakor se encogió de hombros.—El caballo comió alguna mala hierba, cogió un cólico y murió. —Tocó la sucia y rota túnica azul que vestía—. La magnífica capa no dejaba de engancharse en todo, así que la tiré. Y la túnica todavía la llevo encima. Las mangas eran demasiado largas, así que las corté. Y por abajo no dejaba de tropezarme con ella, así que también le hice un arreglo con mi daga.Ghuda observó el desastrado aspecto de su antiguo compañero.—Podías permitirte acudir a un sastre —observó.—Estaba demasiado ocupado. —Miró el cielo turquesa, atravesado de nubes rosadas y grises—. Me gasté todo el dinero y me aburrí de Stardock. Decidí ir a Krondor.Ghuda sintió que perdía el control en el momento en que dijo:—La última vez que consulté un mapa, ir de Stardock a Krondor pasando por Elarial era dar un buen rodeo.Nakor se encogió de hombros.—Tenía que encontrarte. Así que volví a Kesh. Dijiste que quizá fueras a Jandowae, así que allí fui. Allí me dijeron que habías ido a Fárfara, así que allí fui. Y después te seguí a Draconi, a Caralyan, y aquí.—Pareces muy decidido a encontrarme.Nakor se inclinó hacia delante y su voz cambió. Ghuda lo había oído hablar en ese tono antes, y sabía que lo que fuera a decir era muy importante.—Grandes cosas, Ghuda. No me preguntes por qué, no lo sé. Digamos que, a veces, veo cosas. Tienes que venir conmigo. Vamos a sitios que ningún hombre en Kesh ha conocido nunca. Así que coge tu espada y tu equipaje y ven conmigo. Hay una caravana que sale mañana hacia Durbin. Te he conseguido un trabajo como guardia; muchos aún recuerdan a Ghuda Bulé. En Durbin podremos encontrar un barco que nos lleve a Krondor. Tenemos que llegar cuanto antes.—¿Por qué debería escucharte? —preguntó Ghuda.Nakor sonrió y su voz volvió a su tono normal, entre bromista y entusiasta.—Porque te aburres, ¿no es cierto?Ghuda oyó al más joven de sus hijos adoptivos llorar a causa de alguna ofensa infligida por alguno de sus seis hermanos.—Bueno, no es como si aquí no ocurriera nada… —dijo. Otro grito—. Esto no es pacífico, precisamente.—Venga. Dile adiós a tu mujer y vámonos.Ghuda se levantó con un sentimiento mezcla de resignación y expectación.—Será mejor que vayas al caravasar y me esperes allí —dijo volviéndose hacia el hombrecillo—. Tengo que explicarle algunas cosas a mi mujer.—¿Te has casado? —preguntó Nakor.—Parece ser que nunca encontramos el momento apropiado —comentó Ghuda.Nakor sonrió.—Entonces dale un poco de oro, si te queda algo, y dile que volverás. Después, te vas. En menos de un mes tendrá a otro hombre sentado en esa silla y ocupando tu sitio en su cama.Ghuda se quedó parado delante de la puerta durante unos segundos, observando cómo la luz del sol desaparecía poco a poco.—Voy a echar de menos estas puestas de sol, Nakor —dijo por fin.El isalaní siguió sonriendo mientras saltaba para bajarse de la barandilla.Recogió su bolsa y se la colgó.—Las puestas de sol existen también sobre otros océanos, Ghuda. Poderosos paisajes y grandes maravillas aguardan a que los descubramos. Sin decir una sola palabra más, volvió a la carretera que iba hacia la ciudad de Elarial y empezó a caminar.Ghuda Bulé entró en la sala común de la posada que había llamado su hogar durante casi siete años, y se preguntó si volvería a traspasar aquella puerta alguna otra vez. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »