La Venganza del Sable

En esta obra, reencontramos al capitán Valencey de Adana, el héroe de la Guerra de la Independencia americana que protagonizaba La fragata fantasma. Pero todo ha cambiado en Francia desde los tiempos de sus batallas navales contra la armada británica.

En plena Revolución francesa, Valencey es llamado a un París en el que la guillotina no para de hacer. Robespierre le manda con sus compañeros a Vendée, donde su enemigo íntimo el conde de Blacfort es ahora un general monárquico. Son tiempos turbulentos y crueles.

Aún así, Adana intentará vencer a los monárquicos sin traicionar el espíritu caballeresco que le caracteriza.

ANTICIPO:
Llegaban otras tropas vendeanas y, como siempre ocurría cuando desfilaba el ejército monárquico, las mujeres partidarias de esta causa se arrodillaron rezando su rosario.

Los oficiales habían requisado una posada, cuyo rótulo, LA CONVENCIÓN NACIONAL, ardía con la leña mientras, colgado de una encina, el cuerpo del posadero oscilaba bajo las violentas ráfagas del viento.

Todo aquello no había provocado la menor conmoción.

El general-conde Blacfort fue recibido con gritos de «¡Viva el rey, viva la nobleza, viva el clero!».

Encantado, vio que unos cuantos soldados azules capturados eran obligados a caminar sobre las escarapelas tricolores gritando «¡Viva el rey!». Quienes se negaban, caían de inmediato bajo los sablazos.

En su precipitada fuga, los republicanos habían abandonado un cadalso, el mismo que, dos días antes, sirviera para guillotinar a cinco sacerdotes refractarios. Los campesinos encontraron en ello un excelente pretexto para ejecutar a algunos prisioneros, soldados o funcionarios municipales, así como a burgueses liberales.

Un grupo de jinetes de la chuaneria, procedentes del norte, fue recibido cálidamente. Como los vendeanos, habían atado a la cola de sus caballos algunas escarapelas tricolores y charreteras doradas de los oficiales republicanos muertos en combate.

Los aristócratas eran mucho más turbulentos que los soldados—campesinos. Con sus guerreras verdes de cuellos blancos o negros, se divisaban desde muy lejos aunque algunos, a causa del frío, llevaran levitas de un verde espinaca.

Con cortés atención, Blacfort presenció una triple ejecución contra el muro de la iglesia; con una salva, una escuadra acabó con el alcalde, el médico y un abogado de rostro ensangrentado, marcado por los golpes, pues se sospechaba que pertenecía a la francmasonería, llamada aquí «el laboratorio del diablo».

Poco después, Blacfort fue recibido en casa del difunto médico cuya familia había sido expulsada, incluidos los niños de corta edad, en plena noche y por los ventosos caminos. Una refinada cena le aguardaba, en compañía de tres oficiales superiores. Por esa razón, habían diferido la ejecución de la baronesa republicana.

—¡Es un honor teneros entre nosotros, general!… —exclamó el decano, un viejo coronel, veterano de la guardia constitucional del rey que había salvado la piel por los pelos en la jornada del 10 de agosto de 1792.

—Sabed, coronel, que el honor es mutuo —respondió Blacfort con una leve inclinación de cabeza.

Pasaron de inmediato a la mesa.

Indiscutiblemente, Blacfort dominaba el arte de la conversación, no porque hubiese adquirido muchos conocimientos, sino porque su ingenio se había aguzado antaño en contacto con Valencey de Adana y, en menor medida, con Mahé. Sin embargo, nunca pensaba en aquellos lejanos años en que los tres jóvenes discutían, a veces, hasta la puesta de sol.

Sirvieron primero una sopa de leche y queso, luego salchichón ahumado y, como dos coroneles pelearon sobre el nombre local de aquellos productos, Blacfort les lanzó una mirada que los hizo enmudecer:

—Caballeros, no olvidéis que me llaman el Pacificador —suavizó de inmediato con un rasgo de humor. Sonrieron, pero el más joven de los oficiales pensó: «¡También te llaman, y más a menudo, el Camicero!».

Blacfort se había especializado en llegar por la retaguardia de las tropas vendeanas combatientes. Acto seguido, destituía a las autoridades constituidas, nombraba nuevos responsables y procedía a la represión, por lo general feroz.

Sirvieron lentejas frías en ensalada y vinos de Vouvray y de Volnay.

La conversación versó sobre las operaciones militares y Blacfort, que acababa de asistir a una reunión del Estado Mayor, soltó, perentorio:

—Señores, salvo por Charette, que hace sólo lo que le viene en gana con su ejército de las ciénagas, y Stofflet, que está reconstruyendo el ejército monárquico, tendremos que arreglárnoslas con lo que tenemos y aprender de nuestras derrotas: ¡acosar al enemigo!… Ese es mi punto de vista y, por innovador que resulte, lo creo pertinente.

El más joven de los coroneles, veterano del regimiento real—dragones que realizaba grandes y visibles esfuerzos para contenerse, tuvo sin embargo inteligencia bastante para lanzar en tono cortés:

—General, repetís aquí las palabras de nuestro táctico más grande, el difunto general—marqués de Bonchamps.

—Bonchamps es conocido, sobre todo, por haber concedido gracia a cinco mil republicanos prisioneros cuando él mismo estaba muriéndose —replicó Blacfort muy ofendido y en tono cortante—, ¿Acaso ese gesto de enorme debilidad no fe fue dictado por su miedo a enfrentarse con Dios?

Blacfort carecía de estilo. Prácticamente, todos los oficiales del ejército vendeano eran soldados profesionales, al menos bajo el Antiguo Régimen, pero él no. Los tres coroneles quedaron muy escandalizados. Charles Melchior Artus de Bonchamps siempre había dado pruebas de humanidad. Herido en Cholet el 17 de octubre de 1793, fallecido al día siguiente, su gesto le había valido un unánime respeto y algunos artistas republicanos, como agradecimiento, habían esculpido su tumba en la iglesia de Saint-Florent-le-Vieil, cuando por lo general los cuerpos de los generales vendeanos se arrojaban a las cloacas.

—No es posible coleccionar chalecos y apasionarse por la música sin pagar, algún día, semejante ligereza —añadió Blacfort.

El joven coronel de caballería, a quien había provocado, permaneció impasible pues no ignoraba la locura de Blacfort.

—Era conocida la elegancia del marqués de Bonchamps, el cuidado que prestaba a su atuendo, pero sería ir demasiado lejos olvidar su pasión por la teoría militar. El fue quien, primero e incansablemente, explicó que la guerra de Vendée no se parecía a las guerras convencionales y que sería más conveniente modificar sin cesar nuestra acción dadas la naturaleza del terreno y las circunstancias.

Blacfort comprendió que no iba a convencer, pero quería tener la última palabra:

—Tal vez. Pero ¿quién va a recordarlo?

Sirvieron temerá asada, morcilla y ensalada, así como cestas de pan mollete, muy tierno, hecho con flor de harina y levadura de cerveza con una ligera cocción.

El malestar no se había disipado pero los cuatro hombres tuvieron bastante tacto para no enfrentarse. Se habló de las operaciones en curso, de las «columnas infernales» del general Turreau, el nuevo comandante en jefe republicano del frente oriental; luego el viejo coronel, algo achispado ya, aplaudió cuando sirvieron perdices y gallinas asadas, pues lo tardío de la hora había abierto mucho el apetito de los comensales. Cierto es que, antes de la Revolución, cenaban hacia las tres de la tarde y luego tomaban un tentempié hacia las diez de la noche. Aquella época había pasado.

Sabiéndose entre aristócratas, intuyendo que, por muy católicos que fueran, los tres coroneles no eran en absoluto unos donceles, Blacfort exclamó:

—¡París!… Estoy impaciente por volver a ver esa ciudad y acudir a sus fiestas. Vamos a bailar pues, aquí, el minuete, la pavana o la gavota.

—¡El Palais—Royal y sus hermosas muchachas!… —dijo a su vez, nostálgico, el tercer coronel, un veterano de los granaderos de Francia.

Y por un instante, cada cual recordó el lugar, los tenderetes de refrescos donde tanto se encontraba sidra como chocolate, bebidas alcohólicas como cerveza o el café y, para las muchachas, agua de grosella.

—Las carreras donde encontrábamos a los Montmorency, los Rohan, los Noailles o los La Rochefoucauld… —dijo el joven coronel de caballería, que pensó, naturalmente, en los caballos.

El viejo coronel, cada vez más ebrio, eructó:

—Casas de lenocinio… Las hermosas putas invitadas a las cenas refinadas y a las orgías…

—Recordad, señores, qué suponía una jornada en aquellos felices tiempos —dijo Blacfort con gravedad y por una vez casi sincero.

—¡Comenzaba muy tarde!… —repuso uno de los oficiales.

—Los barcos restaurante donde, desde hacía algún tiempo, podías elegir los platos a la carta… —prosiguió Blacfort con la mirada perdida—. Las partidas de billar, de chaquete o de whist entre hombres y, luego, con aquellas damas, las adivinanzas, las charadas, los ripios, los versos olvidados una vez recitados… Después de la cena, tugurio, y luego danza en uno de los numerosos bailes organizados en las mejores mansiones. Y por la noche, con la amante del momento…

—¡Una actriz del Théátre-Francais!… —exclamó uno.

—¡O de la Comédie-Italienne!… —soltó otro.

—¡No, una cantante o una bailarina de la Opera!… —afirmó el tercero.

Blacfort apuró su copa de aguardiente de Amboise, apartó el plato de ciruelas y peras confitadas y se levantó, tambaleándose levemente.

—¡Recuperaremos todo eso!… ¡Tomaremos de nuevo París!… Pero, para lograrlo, debemos mostrarnos inflexibles.

Titubeando unos instantes, agarró su sable, se encasquetó el sombrero y salió a la noche gélida.

—Por lo que a mí respecta, no quiero ver aquello con lo que acabará embriagándose —dijo entonces, a media voz, el más joven de los tres coroneles— La barbarie no es en absoluto un postre de mi agrado.

Ambos hombres bajaron la cabeza, sin contrariarle.

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