Las aventuras de Mimí Akcentijevic

Esta es una novela donde lo poético y lo pornográfico se materializan en la figura imposible de Mimí Akcentijevic, una proyección en negro sobre blanco de las fantasías más animales y delirantes de su creador. Compuesta por capítulos breves en los que se ofrecen distintos matices de la relación de la protagonista con el mundo, Las aventuras de Mimí Akcentijevic es un canto a los placeres más carnales, pero también la reflexión irónica de un hombre frente al objeto de su deseo, dotado de una personalidad propia y arrolladora.

Vladan Matijevic nació en Cacku, Serbia, en 1962. Ingeniero de formación, actualmente dirige el departamento de edición del Museo Nadežda Petrovic. Es autor de dos poemarios, un libro de relatos y cuatro novelas, y ha recibido importantes premios literarios en su país, entre ellos el premio Andric de narrativa del año en 2000 y 2004 y el premio NIN de la crítica a la novela del año en 2003 y 2004.

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Retrato de Mimí Akcentijevic

Mimí Akcentijevic tiene cabeza, y en ella todo lo necesario. Ojos, boca, etcetcétera. Su cuerpo es esbelto, lináceo. Tiene unas tetas firmes y bonitas, estaría bien que fueran un poco más grandes, pero bueno. Tiene unas piernas largas y delgadas, y un culo estupendo. Genitales también, por supuesto, y estómago, hígado… Tiene de todo, Mimí Akcentijevic, incluso, en el pecho, un vacío, que late como un reloj, como un corazón.

La reputación de Mimí Akcentijevic

El doctor Kostic hablaba en sueños y, consciente de ello, a todas las amantes les daba nombres tipo: Hermana, Bebé, Pequeña, Querida, Guapa, de manera que su mujer nunca podía saber a qué persona mencionaba en los parloteos nocturnos. Puesto que ya había agotado muchos seudónimos, y no quería repetirse, a Mimí Akcentijevic le correspondía llamarse Pequeña Fulana. Como decía: Pequeña Fulana. Pero el doctor Kostic se dirigía así a ella sólo en su interior. En voz alta no se atrevía porque sabía que las fulanas se enfadan muchísimo cuando alguien las llama así, incluso de broma, se enfadan mucho más que las chicas decentes. A las chicas decentes incluso a veces les gusta, y tiene en ellas un efecto erótico estimulante, pero Mimí Akcentijevic no era una chica decente. Nada más lejos de la realidad. Como decía: nada más lejos de la realidad. Mimí Akcentijevic ya merecía a los dieciocho años la reputación de las chicas más perdidas de la ciudad. Superaba a cualquier mujer en escándalos y en descréditos. Y por mucho que se dijera de ella, era imposible que estuviera a la altura de su desenfreno; por más que la quisieran calumniar, no podían, porque eran incapaces de inventar algo que ella no hubiera hecho ya. Y por muy curiosos que fueran los ojos que la seguían, en algún momento tenían que pestañear, y Mimí Akcentijevic no perdía ni un instante.

Miedo Stojko Cukavac tenía mucho miedo de acabar en prisión por agresor, y contra ese miedo no podía hacer nada. Tampoco podía hacer nada contra otros miedos. Cuánto temía simplemente que el barbero le cortara una oreja. Mucho. Pero dejemos al barbero. Tenía miedo a la oscuridad, al fuego, al desprendimiento de rocas, a las catástrofes cósmicas, a la gente con uniforme, a la gente en general. Por no hablar del miedo que tenía a que a alguna Matrioska se le rompiera una botella de aceite junto a la calzada; él podía resbalar y el tranvía le arrancaría la cabeza. Stojko Cukavac tenía un miedo terrible a tropezar con una vagina con dientes, pero ese miedo de alguna manera había conseguido sobrellevarlo, mientras que otros miedos de ninguna manera. Por ejemplo, no podía superar el miedo a los monos, a los reptiles, a los insectos, a una inflamación de pleura, al mal de próstata; y ni el miedo a la asfixia con monóxido de carbono podía afrontar. Tenía miedo de todo. Y, naturalmente, tenía mucho miedo de, en caso de ser un poco más brusco con una pequeña fulana, acabar en prisión por agresor. Mimí Akcentijevic decía: Estate quieto, tío, y procuraba con todas sus fuerzas que no metiera las manos en sus pantalones. Y cuando él conseguía, a pesar de todo, romper la barrera de sus manos, y cuando las yemas de sus dedos acariciaban el recio vello del contorno de su tímido arbusto, ella gritaba con voz severa: ¡déjame! y, desorientado e indeciso, él la dejaba. Stojko Cukavac tenía mucho miedo de acabar en prisión por agresor. ¿Acaso tiene que acabar todo en sexo?, le preguntaba con tono de reproche, disfrutando de la confusión que le causaba su comportamiento contradictorio. Pero eso no era todo. Cuando, abochornado por su arrebato, él se moderaba, ella empezaba a besarle, tocarle, morderle, arañarle, y de manera salvaje, codiciosa, como si después de esa noche no quedara vida. Luego volvía a frenar sus manos, de nuevo con ánimo conquistador, y decía: Estate quieto, tío, y todo volvía a empezar. Ya hemos constatado que Stojko Cukavac tenía mucho miedo de acabar en prisión por agresor. Stojko Cukavac tenía mucho miedo de que algún pescador, al lanzar la caña hacia atrás, le enganchara con el anzuelo el labio superior, y entonces, al lanzar la caña de nuevo hacia al río, le arrancara toda la piel de la cara. Tenía mucho miedo de eso. Y tenía mucho miedo de, en caso de ser un poco más brusco con una pequeña fulana, acabar en prisión por agresor. Y en vano su pene, todo colorado por la excitación y la rabia, gritaba: No permitas que juegue contigo, ¡suéltale una bofetada! Él no tenía valor para hacerle caso. Stojko Cukavac estaba convencido de que ella se reprimía por principios, en estos tiempos es raro que las chicas no se entreguen a un hombre la primera noche, y de ahí que en su mar de lujuria hubiera también una gota de respeto hacia ella. Y por eso, tras unos cuantos ataques fallidos, se entregó a sus dedos y a sus labios, resignado al hecho de que esa noche no la haría suya. Claro, y porque tenía mucho miedo de, en caso de ser un poco más brusco con una pequeña fulana, acabar en prisión por agresor. Sin embargo, Mimí Akcentijevic esa noche no se reprimía por cuestión de principios, se reprimía porque tenía la menstruación. Le irritaba perder la ocasión de satisfacerse, pero dado que esa era la situación, decidió jugar ante Stojko Cukavac el papel de chica a la que no le gusta sólo el sexo. Ante tal comportamiento suyo, su vagina dibujó una sonrisa con los labios y, probablemente, de haber podido, se habría reído dulcemente en voz alta. En esos tiempos, Stojko Cukavac tenía mucho miedo de…

Érase una vez en Ovcar-Banja

¿Te gusta acariciarte mientras conduces?, le preguntó calmado Mirko Dordevic, poniendo el índice sobre su rodilla y subiéndolo lentamente por su muslo. Por supuesto, respondió ella, deseosa de sorprenderlo con su desvergüenza, y abatió el asiento con tal facilidad que pareció que no hacía otra cosa en la vida que practicar cómo abatir los asientos de los coches. Entonces subió las piernas al salpicadero, separando un poco la una de la otra. El camino a Ovcar-Banja a esas horas tardías estaba desierto, y Mirko Dordevic puso el intermitente derecho. La putita va a tener lo que busca, sonrió satisfecho y aparcó el coche al borde de la carretera, no lejos del monasterio de Vavadenje. A Mimí Akcentijevic se le desabrochó solo el cinturón del pantalón, y las bragas se le cayeron solas. La proximidad del monasterio no le molestaba ni lo más mínimo. Mirko Dordevic quedó fascinado con la belleza de su desnudez, y excitado como nunca antes. Cuando con sus largas uñas de color lila ella trazó una línea por su vientre desnudo, de abajo arriba, él inspiró vorazmente, inclinó el cuerpo hacia atrás, y se corrió sin tocarla. Me cago en todo, maldijo en su interior Mimí Akcentijevic. Permanecieron sentados en silencio. Largo tiempo. A él la autoestima le extraía el hígado negro con ardientes tenazas, ella fumaba y sacudía la ceniza de su cigarrillo en el suelo, decidida a hacer por casualidad un agujero en la funda del asiento. Y ambos observaban en silencio cómo la luz de la luna doraba los tejados del monasterio.

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Interplanetaria

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