← Invisible El ángel caído. → Las Puertas del Álamo marzo 29, 2011 Sin opiniones Stephen Harrigan Género : Histórica Una novela enorme, fascinante y profundamente desarrollada acerca de asedio y caída de El Álamo en 1836, un acontecimiento clave en la formación y desarrollo de los Estados Unidos, y que marca un hito en la historia moderna. Las Puertas de El Álamo sigue las vidas de tres personas cuyos destinos se ven ligados al fuerte tejano: Edmund McGowan, un talentoso naturalista que ve amenazado el trabajo de su vida por la guerra contra Méjico; la intrépida Mary Mott; y su hijo adolescente Terrell, cuya primera y desastrosa experiencia con el amor los aboca a la guerra y al crisol del El Álamo. La historia se despliega con una vívida inmediatez y describe la crucial batalla desde la perspectiva de los atacantes mejicanos y los defensores norteamericanos. Llena de escenas dramáticas y poblada de personajes ficticios e históricos (entre ellos James Bowie, David Crockett, William Travis y el general Santa Ana) Las puertas de El Álamo nos envuelve en la historia y durante toda la memorable y apasionada narración nos permite sumergirnos en este legendario episodio histórico. Stephen Harrigan, veterano redactor del Texas Monthly, así como de muchas otras publicaciones, es el autor de las novelas Aransas y Jacob’s Well. Entre sus restantes libros se cuentan Water and Light: A Diver’s Journey to a Coral Reef y las colecciones de ensayos A Natural State y Comanche Midnight. Vive en Austin, Texas. ANTICIPO: Edmund tardó dos días en recorrer los treinta kilómetros que mediaban entre Las Cabras y la subestación de la guarnición de Cibolo. Aún estaba muy débil y necesitaba descansar y dormir con una frecuencia que alarmaba a la muchacha, que al parecer temía que volviesen a secuestrarla si dejaba de vigilarla siquiera un instante. Cuando cabalgaban la chica se sentaba delante de él en la silla de esqueleto de madera, obligándolo a echarse atrás, adoptando una posición nueva que no le resultaba cómoda a Cabezona ni a él mismo. Edmund cabalgaba sujetando las riendas con una mano y rodeando el estómago redondeado de la chiquilla con la otra. La calidez de su cuerpecito contra su mano lo había calmado de un modo inesperado. De tanto en tanto, cuando se sentía a salvo, la niña se dormía reclinando la cabeza contra su pecho, para después despertarse sobresaltada y romper a llorar. Entonces Edmund le acariciaba el cabello y le cantaba. Aunque se avergonzaba de su espantosa voz, que no subía ni bajaba de tono sino que canturreaba monótonamente en una prosaica cantinela, a ella no parecía importarle, y Edmund tenía buena memoria para las estrofas. Cantó himnos y canciones de salón. Cantó «The Lawyer Outwitted» y «Shocking Earthquakes at Charleston». Cantó canciones a favor y en contra de los ingleses, así como canciones de amor y corridos en el idioma de la niña. Ella no le hablaba nunca y sólo dormía aquellas siestas inquietas en la silla. Por las noches, cuando Edmund se acostaba, ella se tumbaba y descansaba la cabeza sobre su pecho con tanta franqueza y tranquilidad que se habría dicho que era hija suya. Pero nunca cerraba los ojos y se abrazaba firmemente a su tronco, despertándolo a intervalos regulares. Durante uno de los breves lapsos en los que había conseguido dormir oyó que la chica lloraba y Profesor ladraba y se despertó para ver a un coyote que se internaba apresuradamente en la oscuridad con su sombrero entre los dientes. Edmund intentó perseguirlo, pero aún sentía la pierna ardiente y entumecida a causa de las agujas del cactus y se encontraba tan débil que apenas pudo recorrer veinte metros. La chica gritó cuando Edmund la abandonó y lo siguió corriendo, aferrándolo como un bebé de mono. Edmund fulminó con la mirada a Profesor, que contemplaba la partida del coyote sin interés. Un perro más enérgico lo habría perseguido, si no debido a la indignación por el robo del sombrero de su amo, al menos por simple excitación canina. Pero Profesor se limitó a volver trotando al campamento y acurrucarse para dormir. Edmund se sentía vulnerable y conspicuo sin el sombrero. Pero en el camino había pocas personas que pudieran percatarse de ello. Sólo se toparon con un grupo de arrieros fuertemente armados que llevan un carro de porcelana china a Béjar y un viejo metatero demente cuya ocupación consistía en deambular por Méjico picando piedras de afilar con un pequeño martillo. En la subestación de Cibolo, un antiguo fuerte español que se había visto reducido a una maraña de edificios rodeados por empalizadas mohosas, Edmund encontró no sólo a los cuatro soldados de la compañía ambulante que estaban destacados en ese lugar, sino también a los supervivientes de la familia de la niña, una colección de tíos, tías y primos que se habían congregado allí con la esperanza de obtener alguna noticia. Cuando entró en el fuerte fue recibido, para su secreta satisfacción, como si fuera un ángel de Dios. Los parientes de la niña se precipitaron sobre él con los brazos abiertos, exclamando: «¡Mi gordita preciosa!» y llorando de felicidad y asombro. Su alegría era tan intensa que al principio ella se asustó y se retorció en la silla para rodearlo con los brazos y sepultar la cara en su camisa. Siguió aferrándose a Edmund cuando desmontaron y éste no sabía a qué par de brazos entregársela. Finalmente la mujer a la que tomó por su abuela consiguió apartarla de él y se la llevó al otro lado de la plaza de armas infestada de hierbajos hasta un solitario edificio de piedra. La chica se apretaba contra la anciana pero no apartó la mirada de Edmund mientras ésta se la llevaba. La chica, según le dijeron, se llamaba Lupita. Sus padres y dos de sus tíos habían muerto, así como otro hombre y otra mujer; los habían asesinado y les habían arrancado la cabellera delante de sus ojos mientras trabajaban en los campos. Los miembros supervivientes de la familia habían creído que ella también estaba muerta, que los comanches le habían aplastado la cabeza contra un árbol o se la habían llevado a la tierra de los búfalos, donde jamás volverían a verla. Pero Dios había conducido a Edmund hasta ella y éste se la había devuelto. Querían llevárselo a la aldea de Las Animas, invitarlo a cabrito y cuidarlo hasta que se restableciera. Cuando se enteraron de que un coyote le había robado el sombrero todos los hombres le ofrecieron el suyo, pero tenían la cabeza demasiado pequeña, y en todo caso Edmund era demasiado susceptible acerca de su tocado para aceptar siquiera los que le valían. No, les dijo, lo único que quería era dormir y que alguien se ocupara de su caballo, su mula y su perro mientras tanto. De modo que los soldados se llevaron a Cabezona y Bufido a los corrales y los niños intentaron entretener aProfesor. Edmund comió tortillas, alubias y un guisado fibroso y siguió a un cabo hasta un ruinoso jacal, donde se tendió en un jergón informe y durmió durante tres días seguidos. Edmund había recuperado casi todas las fuerzas cuando llegó a Refugio, pero pesaba cinco kilos menos que cuando había salido de Béjar y se sentía aún más liviano debido a la pérdida del sombrero. Refugio era apenas una colección de jacales y chozas de adobe, aunque algunas casas eran más robustas, pues estaban construidas con piedras que habían expoliado a tal efecto de los muros de la misión abandonada o leños llevados desde las boscosas colonias del este. Llegó a media mañana. Al parecer la mayor parte de los habitantes de Refugio se habían congregado en el camposanto ante la iglesia de la misión, observando a un grupo de hombres que trataban de insertar verticalmente un ataúd en el suelo como si fuera una estaca de una cerca. Edmund desmontó y los observó desde una distancia prudencial junto a un hombre ataviado con un viejo tricornio y un delantal de herrero que a juzgar por su olor estaba terriblemente ebrio de zumo de maíz. —Nunca había visto que enterrasen a nadie de pie —le comentó Edmund. —Claro que no —le contestó el herrero con una vaharada de fétido aliento fermentado—. Yo no pienso tomar parte en esto. Lo siento por ese pobre hombre, pero no pienso aprobar una blasfemia. Ese pobre hombre, procedió a explicarle el herrero, había muerto el mismo día en el que pensaba casarse. Tenía sesenta años, mientras que la novia aún no había cumplido los veinte y por si fuera poco era inocente como una niña. Se había fugado dos días antes de la ceremonia, movida por el miedo y la confusión, y a su regreso tenía el cabello tan enredado como el nido de un pájaro y las piernas cubiertas de heridas de cactus infectadas. Antes de encerrarse en el granero les había comunicado a sus tíos que se le había aparecido la Santa Madre para decirle que no se casara con Dionysio O\\\’Docharty. —Dionysio se lo tomó mal —prosiguió el herrero—. Lanzó un terrible caoines como si fuera una banshee6. Le prendió fuego a todo: la casa, el granero y el excusado, y luego se pegó un tiro en la cabeza. Dejó una nota prendida en su cuerpo diciendo que quería que lo enterrasen de pie como al mismo Cuchellen, mirando a Irlanda. Bueno, pues que lo entierren de pie, digo yo, pero que no lo hagan en suelo sagrado. Su alma ya se ha ido volando al infierno. Dios no perdona el pecado de la desesperación, como bien sabrá. Edmund asintió, aunque no estaba de acuerdo. Los dioses implacables prosperaban en las tierras hostiles y aquella deidad romana tenía una vena despiadada que lo convertía en un primo no demasiado lejano de los depredadores dioses aztecas a los que había suplantado. Quizá Dios no perdonase la desesperación, pero estaba claro que las personas que se habían reunido en el camposanto, a cientos de kilómetros de cualquier prelado cualificado para hacer cumplir Su voluntad, no eran tan despiadadas. Tan sólo el herrero borracho se mantenía apartado, observándolas con una cólera propia del Antiguo Testamento. Observaron el ataúd mientras éste se hundía en la tierra y oyeron el ruido sordo que produjo al estrellarse cuando en el último momento se les escapó a los esforzados porteadores. Al no haber un sacerdote que oficiase la ceremonia, los asistentes empezaron a musitar el rosario. —Pueden rezar todas las Aves Marías que quieran —rezongó el herrero—. Pero jamás ha salido un alma del infierno. Ese pobre idiota enamorado se ha ido al fuego eterno y esa es la cruda verdad de la cuestión. Miró a Edmund, escrutándolo con ebria atención. —¿No tiene sombrero? —Me lo quitó un coyote. —¿Y para qué quiere un sombrero un coyote ? —casi gritó el herrero asombrado, tan alto que varios asistentes se volvieron a mirarlo con severidad—. ¿Por qué iba a robarle un coyote el sombrero a un hombre? —Supongo que tenía sal en el ala —repuso Edmund con tono cansado—. ¿Hay alguna posada en el pueblo? —La regenta la señora Mott. La tigresa en persona. Se percató de la mirada inexpresiva de Edmund. —¿No se ha enterado? Los kronks la asaltaron la semana pasada mientras estaba recogiendo ostras en la bahía. Mató a uno de ellos con sus propias manos. Fue Jim Bowie quien la llamó la tigresa. —¿Bowie está aquí? —En efecto. Se aloja en la posada. La posada era una sencilla cabaña de gran tamaño con un pasaje, una sola habitación conectada a la vivienda de la propietaria por medio de un pasillo sombreado. Edmund no vio a nadie cuando llegó, aunque se oía el sonido de heroicos ronquidos procedentes de la habitación. Dedujo que se trataba de Bowie, que sin duda estaba durmiendo la mona. Un adolescente que traía agua del río lo invitó a desmontar y atar a su caballo. El muchacho parecía cansado, agotado por el trabajo y las preocupaciones. —El señor Bowie y el señor Despalier están durmiendo —anunció mientras cogía las riendas de Cabezona y Bufido—, pero tendrá usted su propia cama. Me ocuparé del caballo y la mula y le prepararé algo de comida. El muchacho se llevó a los dos animales al establo con los andares lentos de un sonámbulo. Edmund llevó su equipaje a la posada, dejando fuera a Profesor. Habían cerrado los postigos de la única ventana de la habitación y embadurnado de pintura el resquicio para taparlo. Había media docena de troneras que dejaban pasar los rayos de sol, pero Edmund se vio obligado a atravesar el tosco suelo a tientas en la oscuridad hasta uno de los jergones desocupados. Dejó sus cosas y se dispuso a salir a hurtadillas, pues no deseaba despertar a Bowie ni al otro hombre. Sorprender a Jim Bowie en la oscuridad era peligroso. Aunque intentó tener cuidado, Bowie se despertó con un ronquido para realizar una breve inspección. —¿Quién demonios anda ahí? —exigió. —Soy Edmund McGowan, Jim. Vuelve a dormirte. —¿Ya han traído al caimán? —Estás soñando. —Despiértame cuando traigan al maldito caimán, Edmund. Bowie se dio la vuelta y volvió a dormirse de inmediato, bajando el tono de sus ronquidos un par de octavas. Cuando Edmund salió al pasillo se topó con una mujer que estaba sentada poniendo un plato y un cubierto en una tosca mesa de madera. —Soy la señora Mott —le dijo a Edmund, con una formalidad que dado su aspecto desesperado le pareció casi cómica. Edmund se presentó y consiguió no mirarla fijamente, aunque se había sobresaltado al verla de repente. Al parecer se le había quemado el cabello castaño oscuro en un lado de la cabeza y se lo había cortado por el otro para disimularlo. una venda cubría lo que supuso eran quemaduras en el cuello y otra abarcaba el centro del rostro, ocultándolo. Tenía vívidos moretones alrededor de los ojos, pero éstos eran notablemente límpidos y un tanto ajenos a la devastación que los rodeaba. Edmund, aunque por su profesión estaba acostumbrado a percibir los colores con precisión (el rosa almidonado de la palafoxia texana y el azul sereno y saturado de la hydrolea spinosa), siempre había titubeado a la hora de reconocer o recordar el color de los ojos de los seres humanos. Los de la señora Mott poseían el brillo y la sutil tintura del hielo glacial, aunque no habría sabido si considerarlos azules, verdes o castaños. Eran tal vez de un gris brillante y nacarado. Era evidente que le dolía moverse y cuando intentó coger un cazo de crema tuvo que salir corriendo en su ayuda y quitárselo. —Gracias —dijo—. Tengo varias costillas rotas. Es un engorro terrible. —Me parece que no está usted en condiciones de hacer de posadera, señora Mott. —No estoy «haciendo» de posadera —replicó ella— más que usted de viajero cansado. Por favor, siéntese a comer. Edmund la obedeció. Moviéndose con cautela, ella le sirvió un plato de pavo frío y una fuente de pan de maíz. —El pan de maíz está rancio —anunció —. Habrá una nueva hornada para la cena. —No soy demasiado exigente con la comida —dijo Edmund. —Los hombres siempre dicen lo mismo. —Ella le dirigió una mirada amistosa y turbada—. Pero la experiencia me ha demostrado que nunca lo dicen en serio. ¿Acaso intenta decirme, señor McGowan, que le da igual comer cortezas de caballo o helado? —Quise probar el helado la última vez que estuve en Nueva Orleans, pero se me olvidó. —Por lo menos Jim Bowie… —Hizo una mueca, guardó silencio un momento y exhaló una dolorida bocanada de aire—. Por lo menos Jim Bowie es un comensal honesto. A juzgar por su tono, Edmund dedujo que estaba al corriente de la opinión generalizada de que Bowie no era honesto en muchas otras cosas. La señora Mott le ordenó que comiese y Edmund, famélico como un recién nacido, la obedeció. —¿No quiere sentarse? —preguntó. —Me duele menos cuando estoy de pie. —Lamento verla tan maltrecha —dijo Edmund—. Tengo entendido que ha librado una batalla con los indios. —Sí —admitió ella vagamente, sin deseos de hablar del tema—, supongo que fue una especie de batalla. —Me parece que su yegua tiene un espigón en la pata—intervino el chico, que llegaba del establo—. Todavía no es grave, pero será mejor remojárselo. —Señor McGowan, éste es mi hijo Terrell —anunció Mary Mott. Edmund se levantó para estrecharle la mano. El apretón del muchacho era firme, aunque sus ojos eran más pálidos y menos llamativos que los de su madre y su talante más grave. Presentaba el aspecto de alguien que creía que debía cargar con el peso del mundo sobre sus hombros. —A lo mejor también está escocida —sugirió Edmund, recordando que los días precedentes Cabezona había soportado un peso desacostumbrado y cambios de posición de la silla. —Sí, un poco —respondió Terrell—. Puedo prepararle una cataplasma. —Se inclinó hacia Profesor y le rascó las orejas. El perro se dio la vuelta, conminando con arrogancia al muchacho que también le rascase la barriga. »¿Cómo se llama? —le preguntó a Edmund. —Profesor. Terrell sonrió al observar el semblante imperioso del perro. Cogió un trozo de pan de maíz de la mesa para ofrecérselo, pero Profesor se limitó a tocarlo con el hocico. —Le traeré unas sobras —dijo Terrell, que a continuación miró a su madre con irritación—. No deberías moverte así, teniendo las costillas como las tienes. —Se me están curando, cariño. —Se volvió hacia Edmund:—. Me ataría a una cuna si pudiera para asegurarse de que no me muevo. —Una de esas costillas podría hacerte un agujero en el hígado. —Por amor de Dios, Terrell. No están rotas, sólo fracturadas. Terrell se levantó encogiéndose de hombros con exasperación y llevó a Profesor a la cocina. La señora Mott siguió de pie al otro lado de la mesa, disculpándose una vez más por el pan de maíz rancio. —El pan de verdad es lo que más echo de menos de los Estados Unidos —dijo—. Texas sería un lugar mucho mejor si la gente dejase de hablar de revolución y empezase a pensar en cómo cultivar trigo. —Entonces, ¿no es usted partidaria de la guerra, señora Mott? —Lo sería si fuera un especulador de terreno y tuviera que vender resmas de papel impreso sin valor. O si fuera Sam Houston y estuviese buscando un país del que ser emperador. ¿Le apetece más crema? Le sirvió un poco, rechazando su ayuda esta vez. —¿Ha estado enfermo, señor McGowan? Parece que no está mucho más fuerte que yo. —He tenido malaria al venir de Béjar. Ella lo escrutó abiertamente durante un instante y le puso la mano en la frente, un gesto inesperadamente íntimo que lo sobresaltó. La señora Mott lo ponía nervioso en general. Sus movimientos eran rígidos en ese momento pero percibía la elegancia natural de su porte y la fascinante melodiosidad con la que, al cabo de un lapso considerable, retiró la mano. Y su rostro (aunque amoratado, hinchado, quemado y vendado) suscitaba un anhelo familiar en su interior, un recordatorio inesperado de su tosca humanidad. —Ya no tiene fiebre. —No, se me ha pasado el ataque, pero he tardado mucho en llegar y me temo que he perdido el pasaje. —Si se proponía embarcar en la nave de suministros, así es. Hace días que zarpó. ¿Adónde se dirige? —A Ciudad de Méjico. —La semana que viene atracará un paquebote con destino a Veracruz. Avisaré al agente de aduanas de Copano y averiguaré si hay un camarote libre. Edmund le dio las gracias y señaló la habitación. Los ronquidos seguían rodando como grandes olas oceánicas. —¿Adónde va Bowie ? —El señor Despalier y él vuelven de un viaje de negocios a Matamoros. Se dirigen a Nacogdoches, si es que se levantan. Edmund no se molestó en preguntarle qué clase de negocios habían llevado a Bowie a Matamoros. Sin duda se trataba de otra turbia transacción de tierras como la que había provocado que lo expulsaran de Arkansas. Bowie era un escandaloso partidario de la guerra en aquella época. A su llegada a Texas se había casado astutamente con una Veramendi, la familia tejana más poderosa de Béjar. Pero su nueva e sposa y su influente familia política habían perecido en la cólera del 32, dejándole poco más que su casa de Béjar. Desde entonces no había cesado de denunciar a la hacienda de su difunta esposa. Al igual que la mayoría de los hombres que Edmund había conocido en Texas, Bowie no poseía una auténtica fortuna, pero tenía la cabeza llena de planes. El caos que ocasionaría una guerra le vendría de perlas. —¡Señora Mott! —exclamó una voz desde el camino—. ¡Ya tenemos al dragón! ¿Dónde está nuestro San Jorge? Mary se volvió y comprobó que la voz pertenecía a John Dunn, uno de los dos regidores de Refugio, que estaba conduciendo un carro por la calle Purísima, seguido de una procesión de ciudadanos curiosos. Fresada caminaba detrás del carro, sujetando una enorme cola escamosa como si fuera un velo para que no se arrastrara por el suelo. —Dudo que el señor Bowie contara con un caimán tan grande —comentó distraídamente Mary. —¿Por qué iba a contar Bowie con un caimán? —inquirió Edmund mientras salían al encuentro del carro. No veía nada más que la cola, pero juzgaba que la criatura debía de medir al menos tres metros de largo. —Bowie y John Dunn se emborracharon bastante anoche —le explicó Mary—. Jim estaba presumiendo delante de todos de que había peleado con un caimán en Louisiana y John decidió ponerlo a prueba. Dunn había contratado a Fresada para que encontrase a un caimán y éste había salido temprano aquella mañana para inspeccionar las márgenes del río. Era un encargo sencillo, le había asegurado a Mary, puesto que en aquella época del año la mayoría de los caimanes seguían ocultos en sus madrigueras y estaban tan aturdidos por el sueño del invierno que sólo había que sacarlos y atarlos. No obstante, Mary no podía imaginar a nadie excepto Fresada que tuviera el coraje suficiente para meterse en la madriguera de un caimán y mucho menos para sacar a un monstruo como aquel. —¡San Jorge! —gritó Dunn, aporreando la puerta de la fonda—. ¡Salid, por Dios! ¡La bestia os espera! Bowie abrió la puerta al cabo de unos instantes, sin afeitar y con los ojos entornados para protegerse de la luz del mediodía, pero por lo demás respetablemente compuesto con una casaca y un pañuelo pulcramente anudado. —¡Despierta, Despalier! —exclamó por encima del hombro en dirección a la oscuridad—. ¡No pienso hacerlo dos veces! Reparó en Edmund y se adelantó en silencio para estrecharle la mano, apretándosela un poco más fuerte y durante más tiempo de lo que su tenue relación justificaba estrictamente. —Parece que me han traído a un monstruo —comentó, mirándolo a los ojos con una expresión tan serena y confiada como la del reptil que había en el carro—. Aunque prefiero a un monstruo como éste a uno de esos feroces gigantones, por supuesto. ¡Despalier! ¿Vienes? Un hombre bajo y cetrino apareció a la puerta, miró con los ojos entrecerrados a la numerosa concurrencia y se dirigió tímidamente al excusado mientras Dunn, Fresada y otros cuatro hombres sacaban al caimán del carro y lo depositaban panza arriba en el suelo despejado delante de la posada. Con las mandíbulas cerradas por las ligaduras y las patas atadas sobre el vientre, la criatura yacía completamente inerte, con una actitud de solemne satisfacción. Edmund sabía que Bowie mataría al caimán en cuanto hubiese acabado con él (¿qué otra cosa se podía hacer con un caimán?), pero aquella serena tranquilidad hacía que pareciese que ya estaba muerto. —¿Alguna vez ha luchado con un caimán, señor McGowan? —le preguntó Mary Mott, que se tomó la molestia de ponerse a su lado mientras Bowie examinaba ostentosamente a la criatura, recorriéndola de un extremo a otro y toqueteando los grandes dientes que asomaban cómicamente sobre las mandíbulas cerradas. —Nunca se ha presentado la necesidad. —¡La que debería luchar es la señora Mott! —rugió Bowie mientras colgaba la chaqueta en una percha—. Dudo mucho que haya una mujer más fiera en toda Coahuila y Texas. Dirigió a los colonos irlandeses que profirieron dos hurras por la señora Mott. Entretanto regresó Despalier. Tenía un poco más de color en la cara que cuando se había marchado, pero no era un hombre robusto. Edmund supuso que era un agente de alguno de los grandes sindicatos inmobiliarios que acompañaba a Bowie para comprar los derechos que luego entregarían a cambio de grandes sumas de dinero cuando le hubieran arrebatado Texas a Méjico. —¡Bueno, señor! —le dijo Bowie a Dunn—. ¿Quiere que luche con él en el agua o en terreno seco? —Hágalo aquí —contestó Dunn—. En el agua podría escaparse y quiero quedarme con la piel cuando lo haya derrotado. Profesor describía círculos alrededor del caimán, ladrando furiosamente, y Edmund se vio obligado a atarlo con un trozo de cuerda para que el reptil no se lo tragase cuando le diesen la vuelta y lo desatasen. Mientras Profesor aullaba indignado al extremo de la correa, Bowie y los demás hombres pusieron boca arriba al caimán. A continuación Bowie les ordenó a todos que retrocedieran veinte pasos, sacó su famoso cuchillo de una elegante vaina y procedió a cortar las sogas que ataban las patas de la criatura. Aunque estaba libre para escapar, el caimán no se movió. Siguió tan adormilado como antes, con la piel reseca y gris como si estuviera cubierta de ceniza. —¿Le va a desatar las mandíbulas, Jim? —preguntó Dunn. Bowie se volvió para sonreír al regidor. —Si no supiera que es mi amigo, John, juraría que tiene prisa por verme engullido por este caimán. La muchedumbre retrocedió unos cuantos pasos cuando Bowie se puso detrás del caimán y cortó las sogas que le apresaban las mandíbulas. Las arrojó a un lado, pero el caimán siguió sin moverse, se quedó en el claro con una calma e indiferencia que los espectadores encontraban hipnóticas y, a su manera, más temibles que la brusca sacudida que esperaban. No había indicios de aliento, latidos ni pulso que abultasen su grueso lomo. Bowie empezó a describir círculos cautelosos alrededor del monstruo. Era un hombre corpulento, pero sus movimientos eran ágiles y precisos. Edmund lo observó, sintiéndose tan lento como el caimán en comparación. Al igual que muchos de los personajes cuestionables que había conocido, Bowie tenía una presencia física cautivadora, una forma ligera que se correspondía con sus maneras fluidas. Y había manifestado una divertida estima a Edmund desde su incómodo primer encuentro en la casa de los Veramendi hacía unos años, cuando Bowie apenas había empezado a introducirse en la sociedad de Béjar. —¡James Bowie! —había exclamado un atónito Edmund en aquella ocasión—. Conozco bien su reputación, señor. —Tengo toda clase de reputaciones, señor McGowan —había contestado Bowie jovialmente—. Espero que se refiera a una de las buenas. —Claro, estaba pensando en el descubrimiento de que la clivia nobilis crece en las planicies de Quagga, por supuesto. —¿Las planicies de Quagga? —Por no decir nada de la sinningia speciosa. O del árbol de jacaranda. La sonrisa de Bowie se mantuvo, pero sus pálidos ojos grises se volvieron alarmantemente recelosos durante un instante, mientras Edmund empezaba a comprender su error. Aquél no era James Bowie, el famoso botánico y coleccionista de plantas al servicio de sir Joseph Banks, cuyos descubrimientos en Brasil y el sur de Africa le habían otorgado una triunfante notoriedad. Aquél era el otro James Bowie, el renombrado luchador a cuchillo, contrabandista de esclavos y embaucador inmobiliario que tenía aún más fama. —Me han acusado de muchas cosas, señor —bramó Bowie, complacido, cuando Edmund se disculpó y le explicó el motivo de la confusión—, pero usted tiene el honor de ser el primero que me acusa de ser un vendedor de semillas. Bowie había repetido aquella historia por todo Béjar durante meses y no cesaba de recordársela a Edmund cada vez que se encontraban. En los años posteriores Bowie había viajado aún más que Edmund, buscando plata española en las tierras de los comanches, haciéndose con concesiones de tierras y armando alboroto en Coahuila. Aún conservaba su mortífero encanto, pero Edmund lo encontraba un tanto crispado. Bowie había amado a la joven esposa que le había reportado su oportunista matrimonio y su muerte lo había conmovido, aunque no lo bastante para que renunciase a la herencia que pensaba que merecía. Había llegado a una edad (tenía unos cuarenta años) en la que empezaban a aglomerarse las nubes. Los excesos alcohólicos lo habían dejado vulnerable a las enfermedades y las frenéticas triquiñuelas que necesitaba para que no le dieran alcance sus problemas legales y financieros le conferían un sutil pero perenne aire de preocupación. Pero todos sus aprietos parecían olvidados ahora que estaba cara a cara con aquel reptil gigantesco ante un público de curiosos que se había congregado alrededor del perímetro de lo que imaginaban era el alcance ofensivo del caimán. Después de numerosas provocaciones, Bowie finalmente persuadió al caimán de que abriera la boca y siseara. Entonces lo golpeó desdeñosamente en el morro con un palo. —Ya empieza a despertar, por Dios —dijo Bowie—. Que todo el mundo se eche atrás. La muchedumbre solícita retrocedió unos pasos, más en consonancia con el espíritu del espectáculo que porque realmente temiesen a la bestia, que seguía estando profundamente aletargada. Bowie consiguió que siseara un par de veces más y entonces, ágil como una pantera, saltó sobre su lomo y le aferró las mandíbulas para mantenerlas cerradas mientras tiraba de la cabeza de la criatura hacia su pecho. —¿Quiere intentarlo, John? —le gruñó Bowie al regidor, pero Dunn se limitó a reírse. —Ahora que se ha metido en ese apuro —contestó—, ¿cómo piensa salir? —Pero si es la cosa más sencilla del mundo —explicó Bowie; las venas de su cuello se abultaban a causa del esfuerzo mientras forcejeaba con la enorme cabeza del caimán—. Le daré la vuelta y lo pondré a dormir. Con un solo movimiento puso al caimán boca arriba y se escabulló de debajo. El animal se quedó tendido en un estado de reposo aún mayor; la piel del vientre era tan asombrosamente pálida que Edmund sintió el impulso de apartar los ojos de aquella visión como si fuera una grotesca e insondable exhibición de la desnudez humana. Bowie contempló con aire dramático al caimán inerte durante un largo instante antes de levantarse lenta y cuidadosamente. —¿Qué le ha hecho? —exclamó uno de los espectadores. Bowie se llevó el dedo a los labios y susurró: —Lo he puesto en los brazos de Morfeo. Sonrió. Estalló un aplauso estupefacto. Bowie aceptó el apretón de mano y el puro que le ofrecía Dunn. El caimán siguió tendido panza arriba, ignorado, mientras Bowie se fumaba la mitad del puro y charlaba con los ciudadanos de Refugio sobre la famosa pelea en el banco de arena a la que había sobrevivido después de que le atravesaran la caja torácica con un bastón espada. Algunas personas sacaron cuchillos y le preguntaron si eran auténticos bowies, pero Bowie les informó apesadumbrado de que eran imitaciones británicas baratas. El artículo genuino, afirmó, se fabricaba mediante un proceso secreto de temple que habían perfeccionado los antiguos damasquinos. Más aún, les aconsejó que evitasen los recientemente populares salones de Nueva Orleans en los que adiestraban a los jóvenes en el código del duelo y el arte de la lucha a cuchillo. Aquellos salones no estaban autorizados a usar su nombre para promocionarse y sus abogados estaban investigando el asunto. —Además, una pelea a cuchillo no es ningún «arte» —declaró—. Hay que pinchar al contrario y cortarle el corazón si es posible, y ésa es la única elegancia que tiene. Mientras Bowie hablaba sin cesar Edmund desató a Profesor y le permitió acercarse al caimán. Este estaba tendido como si fuera eterno y su vientre parecía casi rosado en la tenue claridad. Profesor lo olisqueó cautelosamente y ladró un par de veces, pero el reptil no se movió. —¿No le preocupa que despierte y se coma al perro? —le preguntó Terrell a Edmund. —No se despertará. Cuando un caimán está boca arriba no le llega aire al cerebro. El chico miró al caimán, sopesando sus palabras. —Puedes tocarlo —le aseguró Edmund al tiempo que se inclinaba para acariciar la barriga del caimán. Miró los ojos abiertos de la criatura, las oscuras hendiduras verticales de las pupilas que lo miraban fijamente, tal vez conscientes o tal vez no. Terrell se agachó junto a Edmund y pasó la mano con cautela por el pálido vientre del caimán. Se habría dicho que se estaba formando una pregunta en su mente, pero antes de que pudiera formulársela John Dunn se acercó con su rifle, lo cargó y lo cebó. —Caballeros, ¿quieren apartarse hasta una distancia prudencial? —les pidió Dunn—. Voy a matar a la bestia. Edmund se llevó a profesor y se dirigió a la sombra del pasaje con Terrell. La bala de Dunn se alojó en las inmediaciones del cerebro del caimán. Lo que atormentaba a Edmund era la forma en que la criatura apenas se apercibía de su propia muerte: la acometió un espasmo que no era más fuerte que un hipido, agitó las patas sin ningún propósito y una quietud imperceptiblemente más profunda se apoderó de su cuerpo. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »