Las sombras de Wielstadt

Esta historia ambientada en 1620 durante los comienzos de la guerra de los treinta años, transcurre en la cuidad de Wielstadt situada en la desembocadura del Rin, un remanso de paz en medio del torbellino que arrasa Europa, gracias a la protección del último gran dragón de occidente que destruirá cualquier ejército que la pueda amenazar. Pero la protección que su poderoso guardián dispensa a la ciudad no se extiende a sus habitantes, que de pronto serán víctimas de una terrible e inexplicable serie de atroces crímenes. Ello motivará el regreso, tras una misión para la orden de los templarios, del caballero Kantz, un poderoso guerrero y exorcista que, familiarizado con los demonios y sus intrigas, deberá desentrañar el misterio.

Nacido en 1968, el escritor francés Pierre Pevel comenzó trabajando en la industria informática escribiendo argumentos y escenarios para juegos de ordenador a la vez que escribía novelas de fantasía para franquicias bajo el pseudónimo de Pierre Jacq. Este libro, el séptimo escrito pero el quinto publicado, supuso su consagración como autor al recibir el Gran Prix de L´Imaginaire a la mejor novela fantástica francesa del año 2001, uno de los más prestigiosos que se conceden al fantástico entre nuestros vecinos. Este éxito propició que la obra tuviera dos continuaciones, Les masques de Wielstadt y Le chevalier de Wielstadt.

ANTICIPO:
El cielo, ahora despejado, mostraba una luz creciente y algunas débiles estrellas cuyos vacilantes fulgores acariciaban apenas Wielstadt y sus alrededores.

El Jinete que llegaba por la ruta de Coblenza avanzaba al paso tranquilo de su caballo marrón rojizo. Las rachas heladas que elevaban la nieve y que luego la esparcían por todas partes no lo incomodaban. Extrañamente respetado por la tormenta, se mantenía erguido y con la cabeza desnuda, el largo pelo gris colgando, quieto. La gran capa negra que cubría tanto al hombre como la grupa del caballo tampoco acusaba la acción del viento que barría el valle con violencia.

Abandonando el camino para ganar una altura a campo través, el caballero se detuvo y observó desde allí la ciudad dormida. Esta no había cambiado mucho. Wielstadt se desplegaba alrededor de su puerto bañado por la ría, y era atravesada por el Rin, cuyos siete puentes se extendían sobre el ancho y lento curso. Ese puerto y algunos barrios adyacentes a él estaban aislados por los dos brazos en los que se dividía el cauce del río a partir del centro de la ciudad. Por todas partes, calles y pasajes sin nombre dibujaban sombrías líneas entre los tejados nevados. Entrelazadas y tortuosas, dividían Wielstadt en un complejo mosaico de casas agrupadas, patios y traspatios, residencias particulares, jardines arbolados, iglesias, templos, conventos y claustros, y largas explanadas para ferias y mercados.

Desde lejos, y a falta de un buen claro de luna, el caballero más que ver adivinaba las oscuras siluetas del ayuntamiento, el palacio episcopal y, sobre todo, la de una alta y espléndida catedral gótica: Nuestra Señora de los Siete Arcángeles. En cambio no podía dejar de ver los primeros contrafuertes de la muralla que rodeaba Wielstadt. Sus muchos lienzos y bastiones, levantados entre la ciudad y un foso de agua de unos treinta metros que el Rin inundaba, se sucedían a lo largo de muchas leguas. La entrada a la ciudad, que se consideraba inaccesible, estaba defendida por siete puertas fortificadas y otros tantos puentes. En efecto, era inaccesible, pero no a causa de sus fortificaciones ni de sus cañones, ni de los dos regimientos regulares que albergaba, y mucho menos todavía a causa de su milicia burguesa, La invulnerabilidad de Wielstadt procedía del dragón, que siempre la había protegido de los ejércitos que la asaltaban.

El hombre puso su cabalgadura al paso con un chasquido de la lengua, mientras el recuerdo del dragón le hacía elevar los ojos al cielo – ojos negros y brillantes, sin pupilas dirigidos hacia un mar de tinta donde flotaba un inmóvil recorte de luna-. Allí arriba, empujados por los vientos de la altura, los restos de la tormenta se deshilachaban en largas cimas de bruma.

Nadie sabía por qué el dragón velaba por la ciudad con tanto celo. Y sin distraerse nunca. Primero puesto avanzado de los romanos erigido por las legiones de César, luego ciudad franca y al final metrópolis alemana, Wielstadt no tuvo que sufrir las grandes invasiones bárbaras que acabaron con Roma y su imperio, igual que tampoco tuvo que encajar las conquistas de Clovis, las guerras carolingias y todas las crisis dinásticas, políticas y religiosas que desde el año 1000 hasta el presente sacudieron y con frecuencia ensangrentaron Europa, puesto que cada vez que un ejército, fuera el que fuese, amenazaba Wielstadt, el último de los grandes dragones de occidente aparecía para hacer pedazos al agresor y escupir sobre él un fuego que ni la audacia ni la carne ni el hierro podían resistir. De vez en cuando, algunos generales demasiado temerarios, que habían olvidado los fracasos del pasado, o estaban convencidos de que el dragón se había apartado de la ciudad, intentaron invadirla: todos sufrieron la derrota y sus tropas fueron masacradas o dispersadas.

«¿Y yo?», pensó el jinete en marcha hacia Wielstadt. «¿Sabes quien soy, dragón, sabes que he llegado y sabes para qué?»

Así pues, como se ha dicho, era el dragón a quien Wielstadt debía su seguridad, y en consecuencia, desde hacía más de un siglo, una prosperidad inigualable en el Sacro imperio. Por una extraña paradoja, precisamente esa ciudad que no la necesitaba, había podido pagarse una muralla fortificada temible. Pero las fortificaciones de Wielstadt estaban destinadas no tanto a desalentar a los posibles atacantes como a proclamar en voz alta el poder y la gloria de la orgullosa urbe. Edificada en la desembocadura del Rin, en un territorio situado entre la archidiócesis de Colonia y el ducado de Berg, cada uno de ellos sobre una de las riberas del río, Wielstadt constituía un nudo comercial estratégico entre la ría del Rin y el valle renano. LA ciudad no se privaba de explotar dicha ventaja imponiendo aranceles a toda mercancía que transitara por sus rutas terrestres o puerto. De hecho, sus banquero y armadores se contaban entre los más ricos de Europa. Solo Venecia, a causa de su condición de puerta entre Oriente y Occidente, había conocido una fortuna semejante en el pasado.

Sin embargo el destino de Wielstadt no siempre había seguido un curso regular y apacible; ni tan feliz. Los sobresaltos de la historia la habían afectado con frecuencia y, en ocasiones, con dureza. A pesar del dragón, que, aunque pudiera derrotar ejércitos, nada podía contra las epidemias, las crisis económicas, las consecuencias de las guerras que tenían lugar en otras partes, la escasez, las hambrunas y los bloqueos hostiles. Por privilegiada que fuera Wielstadt vivía de todos modos en su tiempo y en su mundo. Durante las conmociones políticas o religiosas que sacudieron Europa y el Sacro imperio romano germánico, Wielstadt debió prestarse al juego de las alianzas nuevas, luego deshechas; de las negociaciones secretas, de los tratados firmados, rotos o traicionados, de los subsidios pagados a tal facción para sostener una guerra favorable, de los créditos negados a tal país para no irritar a un monarca envidioso. Además, Wielstadt tuvo –tiene todavía- su propio cupo de conflictos internos, conspiraciones, intrigas palaciegas, luchas de influencias entre burgueses y aristócratas, laicos y religiosos, católicos y protestantes. Todo ello dejaba indiferente al dragón, que nunca se mezclaba en asuntos humanos. Parecía importarle poco que Wielstadt cambiara de gobierno a causa de una revolución en palacio, un azar dinástico, o la conversión al calvinismo de una parte de sus ediles; él sol ose manifestaba cuando sobre una ciudad pasaba una amenaza directa y violenta. Esa amenaza consistía casi siempre en ejércitos hostiles. Hubo una excepción, no obstante, y en dicha oportunidad los habitantes de la ciudad tuvieron que afrontar las consecuencias. Se supo entonces, pero demasiado tarde, que el dragón se preocupaba más por el destino de la ciudad que por la salvaguarda de su población.

Sumido en sus pensamientos, el jinete no había dejado de avanzar hacia la gran urbe. Cuando comprendió que podría ser visto por cualquiera de los centinelas desde la fortaleza de Baumgarten, fue envuelto por un velo de sombra, y con él, su montura. Siempre al paso, las huellas del caballo – a medida que éste desaparecía, cubierto por la sombra- dejaron de quedar impresas sobre la alfombra de nieve. Hundidos en la noche, intangibles, el hombre y el animal tomaron el ancho puente de madera que salvaba el foso de agua y conducía hasta la puerta principal de la ciudad –la famosa puerta de Colonia- desde donde se solía tocar a rebato. El portalón de doble hoja, recubierto de hierro y guarnecido de enormes tachones de puntas aguzadas estaba cerrado; y la reja maciza bajada. Franquearon uno y otra sin reducir la velocidad, como si pasaran a través de una cortina de humo. Ahora acababan de llegar a la plaza. Y al tiempo que reaparecían a las miradas, y que el caballo hacía crujir otra vez la nieve bajo los cascos, el jinete esbozó una leve sonrisa que no alcanzó a iluminar su rostro. De mejillas hundidas, de pómulos prominentes, de nariz aguileña. Sus ojos de obsidiana pulida, que parecían adivinarlo, verlo todo, no expresaban nada.

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Interplanetaria

1 Opinión

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    C.L
    on

    [move]Es un libro muy bueno[/move]

    [tt]Pevel![glow=red,2,300]4 ever[/glow][/tt]

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