Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine

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Qué tienen en común realizadores, actores y guionistas tan dispares como Jean Epstein, Boris Karloff, Bela Lugosi, Robert Florey, Vincent Price, Roger Corman, Luis Buñuel, Richard Matheson, Mario Bava o Stuart Gordon? Pues que todos ellos, en algún momento de su trayectoria profesional, fueron cautivados por el sombrío universo creativo del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, o exteriorizaron su poderosa influencia. Y de tan tortuosa y fructífera relación da fe Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine, un recorrido a través de las numerosas adaptaciones cinematográficas de la obra de uno de los grandes maestros de la literatura fantástica de todos los tiempos.
El bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe (1809-1849) brindaba la ocasión idónea para acometer este ensayo colectivo, el primero de su especialidad en lengua castellana. Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine profundiza, asimismo, en la gran paradoja que el cine sobre Poe plantea a los prestigiosos ensayistas y narradores reunidos en este volumen –Vicente Muñoz Puelles, José María Latorre, Pilar Pedraza, Roberto Cueto, Jesús Palacios, Montse Hormigos, Ángel Sala–, afines a lo fantástico, a lo bizarre. Aun cuando pueda parecer que se ha vulgarizado la obra del célebre literato estadounidense, las numerosas películas basadas en sus relatos han construido, desde la ficción, desde el espectáculo, una peculiar reflexión en torno a sus aspectos más recónditos, más evidentes, más misteriosos.

ANTICIPO:

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La relación del escritor norteamericano Edgar Allan Poe con el cine ha sido tan laberíntica, tan inquietante, como la de sus personajes con la muerte y el horror, con el amor y la melancolía. Y el presente libro, Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine, propone un inventario analítico, necesariamente limitado, provisorio, de sus numerosos y contradictorios aspectos.
Y, por extraño que parezca, merece la pena iniciar esta reflexión sobre el impacto de la obra de Poe en el cine internándonos… en un teatro. Fue el 21 de septiembre de 2002 cuando la compañía catalana Dagoll Dagom estrenaba, en el barcelonés Tea­tro Poliorama, su ambicioso musical Poe, en palabras de Joan Lluís Bozzo, autor del texto y director del montaje, «un tributo al poeta visionario que nos inició en el misterio y en el placer de la angustia y supo, como nadie, encontrar un punto de luz resplandeciente en medio de nuestra parte más oscura». No obstante, la obra de Dagoll Dagom, más que zambullirse en el universo literario de Poe, lo que hacía era reconstruirlo, invocarlo, examinarlo incluso, a través del cine: la fastuosidad del decorado –que desbordaba los límites del tradicional escenario all’italiana, mediante una intrincada red de escaleras y pasadizos–, del vestuario y de los maquillajes, sumada a la estudiada tenebrosidad de la iluminación, de la puesta en escena, nos remitían tanto a los films de Roger Corman o a Jean Epstein y La chute de la maison Usher (1928), como a la perturbadora estética expresionista de James Sibley Watson y Melville Webber en The Fall of the House of Usher (1928), o a los delirios barrocos de Danza macabra (1964), de Antonio Margheriti.
Igualmente, como ha sucedido en diversas adaptaciones fílmicas de su obra, Poe, de Dagoll Dagom, se acercaba al universo del literato estadounidense mediante una curiosa fusión y/o cita de diversos relatos –“La caída de la casa Usher”, “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”, “Revelación mesmérica”, “Morella”–, a fin de construir una intriga desviada más o menos intencionadamente del texto o de los textos originales. Lo importante, en este caso, era la estética, las impresiones visuales capaces de estimular la inteligencia emocional del público, empujándolo a interactuar con el mundo creativo de Poe cuyas emociones son agitaciones del ánimo producidas por ideas, recuerdos, deseos, sentimientos o pasiones. Ya sabemos que la idea de la «fidelidad» a la letra resulta inoperante cuando se trata de analizar la relación entre cine y literatura, especialmente en el caso de autores tan personales como Poe. En consecuencia, el cine ha desarrollado su propio lenguaje para aproximarse a su obra –o mejor, a una parte muy concreta de ella: su narrativa de horror y/o fantástica, el thriller más escabroso…– y hacerla no solamente cognoscible, trocando sus estilemas, signo de una experiencia creadora vivida, en un arsenal de convenciones terroríficas/fílmicas que son tanto una
abstracción como una traducción de su práctica narrativa. De manera muy hábil, Joan Lluís Bozzo lo entendió así. Aún más, comprendió que Edgar Allan Poe es, gracias al cine, un poderoso icono de la cultura popular, empezando por su imagen física, presente en toda clase de memorabilia (camisetas, muñequitos, mugs…) y recreada en la pantalla decenas de veces por actores como Henry B. Walthall en The Raven (Charles Brabin, 1915), Shepperd Strudwick en The Loves of Edgar Allan Poe (Harry Lachman, 1942) o Robert Walker Jr. en El espectro de Edgar Allan Poe (The Spectre of Edgar Allan Poe, Mohy Quandour, 1974). Un icono de la cultura popular, decíamos, convertido en epítome del escritor fantástico, terrorífico. Sin duda, un musical como Poe hubiese sido imposible de articular sin la existencia del cine como espectáculo y reflexión sobre la esencia misma de dicho espectáculo.

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Decía Fernando Savater que Edgar Allan Poe fue un espíritu extraño, un obseso de lo minucioso y de lo horrible, un mendigo que acertó a llevar sus harapos con suntuosa dignidad, un durmiente que despertó un día entre las asfixiantes maderas y el olor a tierra húmeda de su ataúd, un «dandy» sin recursos, sin público; un detective que esclareció el único crimen perfecto, en el que se concitan la astucia inhumana y la fuerza bestial; periodista, poeta, inventor de la novela policíaca y de ciencia ficción, humorista, neurótico, genial… Puede admirarse a muchos escritores, pero a Poe hay que adorarle –concluía–, pues Poe nos demostró que la literatura es mucho más que un edificante recreo cultural. Por otra parte, uno de los máximos adoradores del autor de “El entierro prematuro”, H.P. Lovecraft, afirmaba que Poe percibió la impersonalidad del artista verdadero, ya que la función de la ficción creadora consiste meramente en expresar e interpretar los sucesos y los sentimientos tal y como son, sin tener en cuenta hacia dónde tienden o qué demuestran, si el bien o el mal, lo atractivo o lo repulsivo. En opinión de Lovecraft, Poe estudió la mente más que los usos de la ficción gótica, pues comprendió la base psicológica de la fascinación por el horror. ¿Y cuál era esa base? «Existen algunas fantasías de delicadeza exquisita que he encontrado imposibles de traducir a la lengua escrita. Empleo la expresión “fantasías” al azar, por usar algún término; pero la idea que habitualmente se liga a esta expresión no refleja ni lejanamente estas “sombras de las sombras” de que hablo, que me parecen más físicas que intelectuales (…) Las percibo únicamente cuando estoy a
punto de entregarme al sueño, pero todavía soy consciente de mi estado de vigilia… Contemplo estas visiones, incluso mientras surgen, con un temor que de alguna manera atenúa o hace más sereno el éxtasis; las observo con la convicción (que parece formar parte del propio éxtasis) de que esta experiencia o es de naturaleza absolutamente sobrenatural o es una mirada del espíritu hacia el más allá… No hay nada en estas fantasías que pueda definirse como similar a las impresiones que comúnmente recibimos, como si nuestros cinco sentidos fueran sustituidos por miles de sentidos desconocidos para los mortales», aseguró el autor de “El cuervo”.

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Con el propósito de trasladar a la gran pantalla esas fantasías (a menudo terroríficas) en las que «nuestros cinco sentidos fueran sustituidos por miles de sentidos desconocidos para los mortales», el cine ha optado por el apego a la letra o por una fantasmagoría en torno a lo esencial de Poe; es decir, por evocar algo tan evanescente, tan subjetivo como el espíritu de cada relato, o ceñirse, más o menos, al «guión» original. Ejemplos de ello no faltan a lo largo de Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine, pero analizaremos dos especialmente llamativos por tratarse de dos títulos difíciles de ver.
Así pues, el incógnito cineasta inglés Ivan Barnett, en The Fall of the House of Usher (1949), se acercó a Poe de manera elíptica…, y morbosa. Al inicio de la cinta, varios gentlemen ingleses, acomodados en las butacas de su club, se disponen a escuchar, con gesto indolente, una historia de miedo: “La caída de la Casa Usher”, de Edgar Allan Poe. Y del ambiente flemático, aburrido, de ese club, pasamos al tortuoso universo gótico, inmerso en una negrura casi abismal, donde residen los hermanos Usher, Madeleine (Gwen Watford) y Roderick (Kay Tendeter). Un universo sobre el que pesa una terrible maldición aguijoneada por su difunto padre, quien convocó toda la perversidad del mundo en una cámara de torturas secreta, y en la que mora también la madre, desquiciada, transfigurada en una especie de zombie que preserva la cabeza embalsamada de su cónyuge y atormentador en una urna. Una maldición que, para ser conjurada, exige la muerte de Madeleine, la única que puede perpetuar la corrupta estirpe de los Usher…
Puro delirio alucinatorio, The Fall of the House of Usher prescinde de la fidelidad al texto de Poe para ofrecernos a cambio una exaltada historia de horror gótico de textura germánica, impugnando así una de las más célebres reflexiones del genio de Boston: «Mis terrores no provienen de Alemania, sino del alma». La película de Barnett llama vivamente la atención no sólo por sus giros argumentales, sino por su elaborada plástica fílmica, encauzada a elaborar una asfixiante atmósfera de espanto, de angustia física y psíquica. A la tortura como siniestro origen de la maldición familiar –idea que luego retomaría Roger Corman en El péndulo de la muerte (The Pit and the Pendulum, 1962), incluida la cámara secreta donde tenían lugar los abominables suplicios– se une la fantasmagórica presencia de la madre enloquecida, recluida en la sombría cripta donde su esposo se solazaba con el martirio, que evoca vagamente la Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë. La relación incestuosa entre los hermanos Usher es sustituida por el pánico atroz que siente Roderick hacia su condenación; espoleado por el miedo, no duda en asesinar a su hermana, envenenándola poco a poco gracias a un hitchcokiano vaso de leche…
El malestar es la antesala del horror. Y nada mejor para engendrar este sentimiento que recurrir a complejas estructuras visuales. The Fall of the House of Usher es una película construida sobre visiones: la decrépita fachada de la mansión Usher; la vetusta decoración interior, su fúnebre atmósfera; la perturbadora desnudez de la desvencijada cámara de tortura; el tupido jardín que rodea la casa; el templete neoclásico en cuyo sótano se esconde el terrible secreto de los Usher… Barnett sabe cómo obtener un efecto opresivo gracias a unos decorados proclives a lo surreal e iluminados de forma nítidamente expresionista. La luz, pues, es un elemento plástico fundamental en la cinta. Una trémula vela, proyectando danzarinas sombras a su alrededor, redondea, oculta y limita espacios y superficies por el terciopelo de las sombras, convirtiendo las miradas alucinadas de Roderick en algo enfermizo, repugnante, tanto como el rostro ajado de su madre loca, o el escalofriante momento en que Madeleine regresa de la tumba…
Por el contrario, el notorio realizador estadounidense Jules Dassin –cf. La ciudad desnuda (The Naked City, 1948), Mercado de ladrones (Thieves’ Highway, 1949), Rififí (Du rififi chez les hommes, 1955), Topkapi (1964)– adaptó al cine, de manera muy académica –o mejor dicho, efectuando una lectura muy académica–, uno de los relatos más estremecedores de Edgar Allan Poe, “El corazón delator” (1845), en el mediometraje The Tell-Tale Heart (1941), cuya capacidad de turbación brota, como una mala hierba, de la truculencia, de la esquizofrenia. Una obra maestra de la literatura fantástica, de apenas seis páginas, imposible de adaptar fielmente a la pantalla porque la anécdota, como en gran parte de la obra de Poe, no importa; lo esencial es la intensidad de la atmósfera, de la vivencia.
No en vano, “El corazón delator” es más que un estudio del terror como emoción, como perturbación de la razón y del alma; concretamente, es el recuerdo mismo del terror, ya que el narrador cuenta sucesos del pasado6. Al mismo tiempo, el eje de la historia es la insistencia del narrador, no su inocencia –que sería lo lógico, pues se supone que ha cometido un asesinato–, sino en su cordura. Pero esto revela una pulsión autodestructiva, ya que se está pretendiendo demostrar la cordura a través de la culpabilidad en el crimen. Su negación de la locura se basa, sobre todo, en lo sistemático de su conducta homicida, en su precisión y en la explicación racional de un comportamiento irracional. Esta racionalidad, sin embargo, está minada por su falta de motivación –«No hubo motivo. No hubo pasión», dice–. Por el contrario, Jules Dassin y su guionista, Doane R. Hoag, en su obsesión por trasladar escrupulosamente (¿?) la historia urdida por Poe, la convierten en una narración en presente –todo sucede aquí y ahora–, concreta, realista –cf. recordemos el decorado de la cabaña o la manera de iluminar ciertas escenas a pesar de su tonalidad sombría…–, que desestima la locura como eje vertebrador/distorsionador del relato, y culpabiliza desde el primer momento al protagonista (Joseph Schildkraut) del asesinato del viejo (Roman Bohnen). Ni tan siquiera la precisión del crimen nos es mostrada, únicamente la tibia motivación que empuja al personaje a matar… Paradójicamente, esa dudosa fidelidad a la letra, a sus aspectos argumentales más evidentes, se revela como la peor de la traiciones…

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Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine es, como no podía ser de otra manera, un tratado sobre cultura cinematográfica, ceñido a un aspecto muy concreto de la misma: la traslación/ interpretación en la gran pantalla de la obra de uno de los más grandes autores de la literatura fantástica de todos los tiempos. El bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, el 19 de enero de 1809 es, como suele decirse, una excusa, un macguffin para acometer este ensayo colectivo, el primero de su especialidad en lengua castellana, a pesar de la influencia (tardía) de Poe en escritores como Rubén Darío, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Noel Clarasó, Emilia Pardo Bazán o Pío Baroja, sumada a la popularidad del escritor norteamericano en España –la primera edición de sus Narraciones extraordinarias, según datos de la Biblioteca Nacional, data de 1871, publicada por Eduardo Perié (Sevilla), con «una noticia sobre Edgar Poe y sus obras, por Manuel Cano y Cueto»–, y a su tangencial presencia en el cine español, gracias a cintas como Manicomio (Luis María Delgado y Fernando Fernán Gómez, 1954) –basada en el cuento “El sistema del Doctor Tarr y el Profesor Fether” (1845)–, en el cine argentino, como es el caso de Obras maestras del terror (Enrique Carreras, 1960) –film de sketches que adaptaba “La verdad sobre el caso del Sr. Valdemar”, “El tonel de amontillado” y “El corazón delator”–, o en el cine mexicano, con El jugador de ajedrez (Juan Luis Buñuel, 1981) –según su artículo periodístico (¡) “El Jugador de Ajedrez de Maelzel”–.
Las sombras del horror. Edgar Allan Poe en el cine, asimismo, profundiza en la gran paradoja que el cine sobre Poe propone a los numerosos eruditos afines a lo fantástico, a lo bizarre. Aun cuando pueda parecer que se ha vulgarizado la obra del literato estadounidense, las numerosas películas basadas en sus relatos han construido, de manera sistemática y metódica, una hermenéutica sobre la misma, especulando desde la ficción, el espectáculo, en torno a sus aspectos más recónditos, más evidentes. Por ello, en ningún momento se ha querido trabajar sobre una línea teórica prefijada, o proponer una idea única y excluyente al respecto. Éste es un libro abierto y, por lo tanto, inconcluso, en el que faltan nuevas miradas alrededor de una relación, la de Poe y el cine, que todavía sigue viva… Títulos como The Pit and the Pendulum (David DeCoteau, 2009), Annabel Lee (Michael Rissi, 2009), así como el proyecto de Sylvester Stallone, ya en fase de pre-producción, de llevar al cine la vida de Poe, así lo demuestran.

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Quisiera agradecer profundamente su ayuda, esfuerzo y dedicación, a todos los colaboradores de este libro: Montserrat Hormigos Vaquero, José María Latorre, Vicente Muñoz Puelles, Jesús Palacios, Pilar Pedraza y Ángel Sala. Sin ellos hubiese sido imposible. Gracias también por sus aportaciones iconográficas a este libro a Enrique Aragonés (DIRIGIDO POR) y a Javier G. Romero (QUATERMASS). Gracias también a Rafael y Juan Luis (y también a Meki y a Pablo) de Editorial Valdemar, por su amistad y confianza. Reconocer públicamente el esfuerzo hecho a la dirección de la XLII edición del Festival Internacional de Cinema de Catalunya (Sitges 2009) a la hora de apoyar este proyecto. Y, finalmente, un recuerdo muy especial a Carme, por estar ahí siempre.

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