León González, santo

Emanciparse es duro. Y más si, como yo, eres un poco cortito.
Sé que ser tonto y santo milagrero a la vez no es algo demasiado normal, pero estoy empezando a descubrir que la vida en sí carece de normalidad. Y si no, que alguien me explique por qué en los últimos cuatro días me he tropezado, entre otros, con una horda de fumetas sobones, un vagabundo resucitado, un perro de malos vicios, un pariente cyborg, dos clanes mafiosos de provincia, un taxista ilegal al volante de un Renault 9, unos secuestradores novatos, e incluso un ciego sátiro.
Ya quisiera yo saber cómo me he visto metido en mitad de todo este embrollo, si a mí siempre me ha bastado con un sofá, una muda limpita y un buen plato de morcilla frita encebollada con pan de pueblo…

ANTICIPO:

Me coloqué el primero de la fila para comer, mostrando los dientes a todo aquel que llegaba con ánimo peleón. De repente sentí que alguien me daba una colleja tal que me hizo echar de menos al tío Canales. Me giré, entre prudente y belicoso, y me encontré de frente ante el rostro severo y autoritario del padre Ciríaco.
-Tú eres nuevo por aquí, ¿no? –me preguntó. Si no llega a ser por el hambre voraz que me corroía, no hubiese dudado lo más mínimo en romper a llorar y echar a correr. O tal vez echar a correr primero y luego romper a llorar, que puede que así me evitara alguna que otra hostia de regalo.
-Sí –le dije de forma escueta.
-¿Sí qué? –el sacerdote acercó su cara a la mía, pero enseguida se alejó, supongo que a causa de que me olía el aliento a cabrales.
-¡Señor, sí, señor! –le dije sin pensar.
En aquel momento hubiera hecho cualquier cosa por comer, y no quería que aquel hombre confundiera mi torpeza natural con orgullo. Al escuchar mi respuesta, el párroco se movió con cierta agilidad, buscándome la espalda, y me arreó otra hostia divina.
-¿Tú eres tonto o qué?
-¡Señor, sí, señor! –esta vez incluso llegué a cuadrarme. Lástima que no me hubiera rapado el pelo, porque con esta postura y un buen uniforme tendría que estar para foto de salón y orgullo de la familia.
El padre Ciríaco me estudió de arriba abajo, y luego esbozó algo parecido a una sonrisa. El olor a guiso me hizo perder un poco la noción de con quién me estaba entrevistando y cómo debía comportarme delante de él.
-Los tontos también comen en la casa de Dios –me dijo. No me esperaba menos, pues sabía que Dios le daba coles al que menos podía roerlas, así que a mí, que me veía capaz de digerir un pavo con plumas, no quería ni imaginarme lo que me podría dar.
Babeaba tanto que el padre Ciríaco pronto desvió su atención hacia mi barbilla. Hice un esfuerzo supremo por no pensar en aquel olor que quitaba el sentido, pero mis instintos se habían agudizado tanto que era capaz de discriminar todos los elementos que componían aquel exquisito guiso que borboteaba a escasos pasos de mí: zanahorias cocidas, patatas hervidas, garbanzos, acelgas, sal, huesos varios, un poco de tocino añejo, muslos de pollo, media pastilla de avecrem y tres gapos.
Una señora voluntaria de cara maternal acercó una olla con el cocido y, de no ser por la mirada persistente y controladora del padre Ciríaco, a buen seguro hubiese sucumbido a la tentación de lanzarme a su cuello y quitarle la olla.
-Deberías pasarte por la sacristía y recoger una muda nueva –me dijo el cura, cuidándose bien de no mancillar su santidad tocándome las ropas meadas. Yo lo miré con cara de “lo haré en cuanto haya visto las rayas del fondo del plato”, pero el buen hombre no parecía saber interpretar miradas, así que tuve que ser más expeditivo.
-Es que tengo mucha hambre –le dije. Tengo que reconocer que no me quedó una frase tan intimidatoria como hubiese deseado.
-Comerás cuando puedas festejar a Dios con un aspecto digno.
Mi cerebro dio la voz de alarma. Miré hacia atrás y vi que eran más de ochenta los muertos de hambre que allí se habían congregado, y según mis cálculos en aquellos tres tristes peroles no habría raciones para más de setenta y cinco. Si abandonaba mi privilegiado lugar en la cola corría el riesgo de regresar para comerme las migajas que hubiesen dejado los demás.
-No estoy tan mal –le sonreí al padre Ciríaco a la vez que me arreglaba un poco el pelo con la mano derecha, olvidándome de que era ésta la que me olía a queso manchego. Si alguna vez volvía a ver al moro, tendría que decirle que cambiara urgentemente de tipo de calzado.
El cura me miraba con parte de paternalismo, parte de asco y parte de ganas de darme un capón que nunca llegaba gracias a la parte de asco. Sin inmutar aquel gesto demoníaco-angelical, se dirigió a la señora que colocaba las cosas tras la mesa de servir y le dijo que no me echara hasta que no me hubiera colocado unas vestimentas limpias y decentes que me habría de dar otra mujer con los pelos cardados y media docena de cadenas con cristos y vírgenes de oro.
Hice un amago por llorar de mentira, pero mi estrategia para ganar tiempo sólo hizo que el padre Ciríaco encontrara la manera de purgarme sin ensuciarse las manos usando el palo de un cepillo. Al final, todos los muertos de hambre allí congregados empezaron a arengar al sacerdote que, crecido en un principio, me propinó al menos veinte bastonazos en el lomo. Por fortuna para mí, el hombre tenía un arraigado sentido de la disciplina y no debió gustarle mucho que aquel comedor se convirtiera de pronto en un improvisado campo de apuestas en el que cada cual gritaba cuántos golpes me iba a llevar antes de clavar la rodilla en el suelo, así que de repente los bastonazos empezaron a llover en otras direcciones y yo aproveché la coyuntura para ofrecerle la bandeja metálica a la señora de la sonrisa perpetua, quien tras dudar unos instantes introdujo el cazo en el perol y me echó un plato lastimoso sin un mal tropezón.
No sabía la señora lo insistente que podía llegar yo a ser, y más aún cuando tenía hambre de día y medio. Me hice un momento el loco, esperando a que echara otro cazo, y viendo que no caía, me atreví a decirle que de allí comeríamos mi mujer, mis catorce hijos y yo.
-¡Usted no puede tener catorce hijos! –exclamó la señora indignada-. ¡Es demasiado joven!
De acuerdo, me había columpiado un poco con tanto hijo, pero ya estaba dicho y tenía que salir como fuera de aquello.
-Soy un follador nato –le dije.
La señora voluntaria se echó las manos a la cabeza, se persignó media docena de veces y miró por encima de mi hombro, creo que temiendo por su más que probable virginidad y buscando la ayuda y protección del padre Ciríaco.

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Interplanetaria

7 Opiniones

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    los lunes
    on

    Un santo y un tonto a la vez. Libro muy recomendable.

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    Killerfan
    on

    Me lo recomendaron y me partí la caja como no lo había hecho con otro libro.

    Puto León y putos flamenquines.

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    Jose-Luis
    on

    Un buen compañero de viaje tomando las oportunas y vitales precauciones.

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    Cristina.Y
    on

    Original novela que engancha desde que se nos presenta al peculiar protagonista. Una lectura de entretiempo que no permite la indiferencia e incita a la carcajada. Muy recomendable.

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    Le
    on

    Lunes… muy amable. ¿Seguro que es muy tonto?

    Killerfan… me alegro de que te haya gustado. Fan del killer, mmmmhhh, ¿nos conocemos?

    Jose Luis… no creo que te gustara viajar con León, ni siquiera envuelto en plásticos.

    CristinaY… Muchas gracias. Ese lema de «todos somos un poco León» se usó para la presentación. ¿Lo sabías?

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    Thrash_attack
    on

    Una obra cómica, bien redactada y argumentada de un santo un poco torpe que intenta emanciparse, ¡muy recomendable!

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    sara
    on

    lo recomiendo 100×100 !

    Es una mezcla entre el lazarillo y Torrente!

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