Leyenda de una Era I: La Guerra por el Norte

Han nacido entre los hombres y abierto un camino espinoso y retorcido. A pesar de las persecuciones y matanzas, los marcados están entre ellos, por todas partes. Nadie ha podido detener el nacimiento de estos nuevos humanos porque ese es el destino de la especie. ¿O quizá sí se puede luchar contra el destino?
Desde los Montes de Bruma a los suburbios de Rondeinn, druidas, monjes y nobles se enfrentarán en una gran aventura épica con un único objetivo: comprender y controlar el poder que dominará el mundo. Mientras, tras las montañas, alguien llega a Oriente. Un siniestro pariente que la extraña raza de los Kudaw esperaba desde hacía mil años.
Comienza la leyenda de una era.

Una enorme novela río que encandilará a todos los amantes del género. Guíllem López nos guía con una prosa poderosa por una historia profética que difícilmente olvidarán todos sus lectores. Los seguidores de Scott Bakker ya tienen una nueva referencia.
David Mateo, autor de “Nicho de Reyes”.

ANTICIPO:

CAPÍTULO IV

El suelo estaba cubierto por un manto anaranjado y castaño. Desde las ramas desnudas caían hojas lentamente, llevadas por la suave brisa que corría entre las hayas. Había un gran silencio, roto de vez en cuando por las llamadas de algún flautista rojo que había anidado en las copas sobre su cabeza en busca de una hembra. El cielo formaba una techumbre compacta y gris con los poderosos brazos de los robles corriendo a su encuentro como grietas en el vacío. Guardó la respiración hasta que ya no sentía moverse su pecho. Escuchó el rumor de algún insecto bajo la corteza de la raíz seca tras la que se ocultaba y, desde su escondite, vio la presa aparecer.
Una ardilla gris descendió de un roble hasta quedarse a dos varas de altura. Después dio la vuelta a todo el árbol, observando a su alrededor. Volvió a subir rápidamente y ella pensó que lo hacía por disimular, para que descubriera su posición y así ganar el juego y salvar la vida. Pero ella era una buena jugadora y sabía esperar.
Esperó. La ardilla reapareció y esta vez, sin titubeos, saltó del tronco y se acercó a la nuez. Se detuvo cerca, pero no lo suficiente. Se levantó sobre las patas traseras. Olisqueaba y contraía el hocico. Kali veía en sus ojos negros y hambrientos el brillo del cebo. Sintió cómo un insecto en busca de calor trepaba por su espalda en dirección al cuello y se instalaba bajo uno de sus brazos. La ardilla continuó frente a la nuez mirando nerviosamente a los lados. Dio un paso, luego otro. De repente, se abalanzó de un salto. Agarró la nuez con las patas delanteras, dio la vuelta y se preparó a volver de un salto a la seguridad del roble. Pero el manto de hojas bajo ella había desaparecido. En un fugaz movimiento, Kali tiró de la cuerda y el saco voló hacia las alturas, levantando a su paso una lluvia dorada.
Kali se puso en pie de un brinco. Su capa estaba cubierta de barro, hojarasca y ramitas pequeñas. La capucha le cubría el sucio rostro y, aunque los ojos estaban ocultos, sonreía satisfecha. Había ganado el juego. La ardilla moriría y ella continuaría viva un día más. Saltó las raíces y se acercó al saco que se balanceaba a la altura de su rostro. En el interior la ardilla chillaba de pánico, se retorcía en la oscuridad de la tela e intentaba excavar una salida. Kali deshizo el nudo y se arrodilló con el saco frente a ella. Abrió el cierre un poco, lo suficiente como para que la ardilla viese la luz e intentase escapar. El animal corrió a la salida, pero ella lo atrapó por el cuello con las manos, dejando su cabeza fuera, entre sus dedos, y el resto del cuerpo en el interior del saco. Por fin sus miradas se encontraron.
La ardilla se agitaba nerviosa, parpadeaba y movía los bigotes a los lados, asustada y confundida. Kali miraba con sus afilados ojos casi sin iris al animal. La alegría por la captura la había abandonado y ahora sentía una gran pena. El animal se tranquilizó cuando ella pasó el dedo pulgar entre sus orejas. Kali sonrió, pero solo hasta que la tristeza volvió a ella con el silencio otoñal del bosque. Sintió el cosquilleó en los dedos y el vello de los brazos se le erizó, como poseída por un frío que la abrasaba. La ardilla moría, pero en un último arrebato de fuerza agónica, la mordió en la mano. Kali vio correr la sangre sobre la piel manchada de tierra negra mientras el roedor expiraba y quedaba muerto con los dientes hincados en su carne. Ella había ganado el juego, pero ahora ya no sentía ninguna alegría por ello. Cerró el saco con el animal muerto y caminó de vuelta al campamento.
Habían permanecido ocultos en el bosque desde lo ocurrido junto al olmo de la encrucijada. Su padre la llevó a empellones hasta casa sin decir una palabra. Cogió su petate de viaje, un par de mantas y algo de pan seco, huevos y manteca. Lilo, como Jared había dicho, se llevó las cabras a casa de su madre y prometió volver por las gallinas y cualquier cosa de valor que quisiese cargar a la mañana siguiente. Su padre le hizo prometer que no le diría nada a nadie, aunque, a pesar de ello, le dijo que caminarían dirección al norte, hacia Rajvik. Ella no dejó de sollozar hasta que él le grito que parara y la empujó fuera de casa, por el camino a Porkala. Después dejó de llorar y ya no dijo una palabra.
Viajaron toda la noche sin descanso. Jared caminando delante, cabizbajo y con el rostro tenso y siniestro. Ella le siguió tan rápido como pudo, casi al trote. Y si se quedaba atrás, él gruñía, la cogía de la capa y llevaba a rastras unos pasos para lanzarla frente a él de un manotazo. Con el amanecer continuaron por un sendero que discurría a través de los bosques cercanos en dirección al sur, vitando la gente en los caminos y a sus perseguidores. Kali no sabía quién podía perseguirlos, pero su padre así se lo dijo, los perseguían por lo que ella había hecho y, si los atrapaban, los matarían a ambos.
Kali imaginaba lo que había hecho, aunque no cómo. Recordaba la caída de la tormenta como si de un sueño se tratase. Por la noche, cuando se recostaba sobre su saco, envuelta en la capa, veía las imágenes golpeándola como la lluvia que cayó repentinamente aquella mañana. Como la luz invadiendo su cuerpo, y el calor; la oscuridad y el frío. Después de aquella luz los recuerdos se convertían en una cascada de sensaciones. Se veían sustituidos por el dolor de los golpes y las manos sobre su cuerpo, el miedo a los campesinos gritando, el sonido de los ladridos de Chacal, el sabor de la sangre en la boca. El ardiente tacto de la soga en el cuello y más golpes, Chacal retorciéndose al final de la cuerda, golpes, insultos, sangre y gritos. Y entonces llegó la luz y todo se detuvo.
En aquel momento del sueño siempre despertaba en la noche, con la humedad pegada al rostro y la oscuridad sobre ella, alrededor de la garganta, paralizando su respiración. «¿Qué fue lo que hice?», se preguntaba sentada a un lado mientras Jared dormía. Todo fue tan rápido. Aquella rabia. La explosión. El silencio y luego, como una ventisca de libertad, el hedor de la carne abrasada, la muerte. Kali no quería pensar en aquello. Apartó sus pensamientos y corrió con la presa hasta su padre. Ahora él la necesitaba. Huyeron por su culpa y, en su huida, él había enfermado.
Jared tenía fiebre desde hacía cuatro noches. Descansaron los dos primeros días cerca del camino, viajando por la noche y ocultándose de la luz del sol, pero después él comenzó a sentirse débil y buscaron un lugar más seguro. Cerca de un arroyo encontraron un refugio bajo unas piedras cubiertas de musgo y rodeadas de zarzas. Jared permaneció inmóvil dos días, atacado por la fiebre entre espasmos de frío y alucinaciones. Ella lo ayudó lo mejor que pudo. Mascando raíces de flor púrpura para él, manteniendo encendido un fuego, cazando pequeños animales y trayendo agua de un arroyo cercano. De vez en cuando, él pronunciaba el nombre de Lyana en sueños y el sudor afloraba en su frente en forma de alfileres de cristal atravesando su piel. Esa era su madre, ella lo sabía, aunque nunca le hubiesen hablado de ella. Jared se retorcía de dolor. Después pronunciaba su nombre, Kali, y se hundía en un sueño profundo e inquieto.
Kali no necesitaba saber nada de su madre, estaba segura de que había sido una mujer extraordinaria. Sabía que habían huido del sur porque un día la hija mayor de los Fretl la llamó sucia serendi. Pero ella había nacido en Aukana y eso le ganó a Ada Fretl una pelea y a ella un castigo. Muchas noches, sin que su padre despertara, ella salía con Chacal y, observando el cielo estrellado, se imaginaba a su madre como una noble señora del Imperio de Serende. Podía ver su larga cabellera caoba y la piel tostada y morena de las manos sobre las suyas, deslizándose por su piel marmórea. Por alguna razón era todo lo opuesto a su madre. De pelo negro, piel pálida, delgada, sin apenas pecho, de rostro ovalado y labios finos y rosados. Por mucho que dibujase mentalmente a su madre siempre volvía a sí misma. Enfrentada a su reflejo en el agua del arroyo solo veía sus extraños ojos, la antítesis de lo que desearía, la vergüenza y maldición de su padre. Y al final el reflejo se convertía, únicamente en grandes ojos sin iris, apenas una turbia franja gris alrededor de la oscuridad afilada del centro.
En sus escapadas en busca de una respuesta en las estrellas, Kali veía el cuerpo perfecto de su madre, sus pechos, el cuello largo y fino, las caderas al caminar. Pero no veía su rostro, ni escuchaba su voz. La veía llorando en la distancia, lejos de ella. Sentía la necesidad de ayudarla, de correr hasta ella, pero cuanto más se acercaba más lloraba su madre, hasta que finalmente, al alcanzarla por fin, Lyana, llorando y llorando, se había convertido en piedra. Ese era un sueño recurrente que la dejaba muda e incapaz de descansar por el resto de la noche. Cuando llegó al campamento, su padre se había incorporado y estaba sentado a un lado. Había perdido peso y su rostro se veía cetrino y cansado. Respiraba pesadamente, entreabriendo los labios y recogiendo el pecho como un tronco reseco y muerto.
—¿Qué has traído? —preguntó al escuchar los pasos a su espalda.
—Una ardilla —respondió ella, dejando caer el saco junto al fuego.
—No es mucho —murmuró él.
—También encontré unos cuantos hongos comestibles.
—Eso está mejor. —Sintió frío y giró para colocar los pies cerca de la fogata—. Trae agua. Quiero lavarme. —Comenzó a desnudarse.
—No deberías moverte —dijo ella como una disculpa—. Todavía estás débil.
—Yo sé lo que tengo que hacer —la cortó él—. Nadie va a decirme si tengo fuerzas o no y menos tú. Trae agua y ayúdame a lavarme.
Ella lo obedeció. Llenó el odre de agua y regresó a la carrera. Jared se había quitado la camisa y ahora le caía sobre la cintura. Estaba más delgado de lo que Kali había pensado. Los huesos se marcaban en la espalda y hombros como espinas contra un pellejo grisáceo. Kali se arrodilló a su lado y comenzó a empapar un paño que previamente había untado en una pasta de alfalfa.
—¿Es ese mi odre? —preguntó Jared, mirando sobre el hombro.
Ella titubeó. Sintió los ojos de él sobre el odre, sin llegar a mirarla directamente.
—Sí —respondió.
—¿Dónde está mi leche fermentada? —preguntó. Y ella sintió, sin verlo, su rostro severo y sus dientes prietos.
—Tenía que traer agua para ti. Era lo único que tenía….
—¿Dónde está el tuyo?
Kali guardo silencio, cabizbaja.
—¿Lo dejaste en casa?
—No. Lo perdí ayer cuando salí a cazar.
Jared no dijo nada. Contrajo las rodillas contra el pecho y se enderezó.
—Frota con fuerza el ungüento en la espalda y bajo los brazos —le dijo, y a sus palabras las siguió un ataque de tos que le hizo contraerse por el dolor.
Ella pasó el paño por la espalda, después por el torso, y aclaró la pasta con agua fría.
—Hay una cosa importante contra la enfermedad —explicaba su padre mientras lo ayudaba a ponerse la camisa—. Mantente siempre limpia. Debes lavarte el cuerpo por lo menos una vez cada semana, y las manos antes de comer o irte a dormir. Mantén limpias también tus ropas y el lugar en que descanses. La podredumbre se adhiere al cuerpo cuando te rodea. Si estás sucia, morirás. No lo olvides nunca. Es algo que no aprenderás de estos bárbaros.
Kali asintió. Su padre colocó una mano en su hombro y la miró como nunca lo había hecho, directamente a los ojos. Y ella lo vio anciano, moribundo, porque a sus cuarenta años parecía un viejo. Después deslizó la mano hasta el cuello, entre el pelo, y en su mirada ella interpretó ternura, casi cariño. Kali entreabrió los labios, para decir algo que no sabía decir. Pero se equivocó.
Jared la golpeó en la cara con la otra mano y ella cayó aturdida a un lado.
—Eso es por perder tu odre. Nunca pierdas tu odre. Si mueres, nadie más que tú será culpable —escupió sin aliento—. Ahora voy a descansar. Despiértame cuando esté cocinada la ardilla. Esta noche nos pondremos en marcha.
Él solía pegarla. Pero normalmente era por culpa de ella. Cuando descuidaba el huerto, o cuando no hacía bien un nudo, o si olvidaba cosas como ponerse frente al aire al salir a cazar, o enterrar las vísceras de un animal muerto, entonces, se ganaba algún golpe. También cuando no se cubría el rostro frente a un extraño, o cuando llegaba caído el sol a la casa y, siempre, cuando bebía. Ella se había acostumbrado tanto a los palos como a las pesadillas, y lo aceptaba con la resignación de saber que nunca sería lo suficientemente buena para su padre, o para evitar sus castigos.
Hicieron tal y como él había dicho. Comieron la exigua carne de la ardilla poco a poco, casi con delicadeza. Como dos extraños, sin ni siquiera mirarse. Ella la había cocido lentamente con los hongos y algo de manteca y nueces. También con la última patata, arrugada y pocha, que les quedaba. Después de aquella cena lastimosa ya no tenían nada.
Tras la cena recogieron sus cosas en silencio, enterraron la fogata y ocultaron las huellas de los alrededores esparciendo la hojarasca con ramas de brezo. Jared no quería arriesgarse dejando rastros de su huida. Se lo repetía a Kali continuamente, sus perseguidores podían aparecer en cualquier momento, los hombres que venían tras ellos, los guardias del alguacil, fuese quien fuese. Estaban huyendo y no podían ser encontrados. Esa era la sensación que la perseguía como una sombra de sus sueños, ser culpable y escapar, siempre escapar y ocultarse.
El tiempo cambió cuando reanudaron el camino. La noche era luminosa y la luna, una sonrisa brillante en lo alto del oscuro orbe celeste. Era una noche fría, sin brisa que colase sus dedos helados por los agujeros de su capa y, al poco rato, Kali ya sentía el calor de la sangre corriendo por sus músculos. Avanzaron menos que de costumbre. Su padre se encontraba débil y caminaba lentamente, casi trastabillando en ocasiones. Lo hacía apoyado en su bastón y, aunque Kali se puso a su lado, rechazó toda ayuda de ella. «Que se caiga», pensó al tiempo que escupía a un lado del camino, «si cae se levantará otra vez; es demasiado orgulloso para detenerse a descansar».
Sin embargo, Jared tembló de frío cuando el sol despuntaba en el cielo y, al llegar a una fuente junto al camino, decidió tumbarse un rato. Envuelto en su capa no tardó en dormirse al murmullo del agua que brotaba de una grieta entre rocas cubiertas de moho verde. Kali investigó por los alrededores del camino. Crecían muchos arbustos que de ser verano hubiesen estado repletos de bayas y zarzamora, pero en esta época del año se retorcían resecos y menudos. También descubrió un nido en lo alto de un roble. No vio al macho por ninguna parte, así que estaba abandonado. Recogió algunas piedras y las lanzó contra el nido de todas formas. Tampoco encontró frutos secos, ni setas comestibles o algún hongo. Su mala suerte la puso de mal humor y, en el camino de vuelta, golpeaba con su bastón los helechos y los arbustos a su paso, haciendo saltar tras ella ramillas y hojas rotas. Hasta que se detuvo al ver al extraño.
Alguien había llegado a la fuente. Desde la sólida maleza, Kali veía una figura encapuchada, pero no podía verle a él. Una silueta esbelta cubierta por ropas vainilla y botas altas de piel, recortada sobre las primeras luces matutinas. Descansaba el peso en un largo cayado de madera, mientras que en el hombro opuesto cargaba una bolsa de lona de la que colgaban cacharros metálicos. Era un viajero. Debía de haber llegado durante su salida al bosque. Eso no le habría gustado a Jared. Escuchó voces, una conversación sobre el murmullo del agua. Su padre debía de estar sentado en el suelo, frente al extraño. Kali dudó si debía salir o mantenerse oculta. El caminante no parecía de la milicia y su aspecto no era peligroso, pero su padre estaba indefenso en el suelo, y no podría defenderse de un ataque. Cogió con fuerza su bastón y de un brinco salió de la espesura que la rodeaba.
El encapuchado se sobresaltó por su aparición repentina y dio un paso atrás. Ella se arrodilló junto a su padre, pero Jared la apartó con una mirada severa.
—¿Dónde estabas? —preguntó en un reproche.
—Buscando algo que comer. No me he alejado mucho.
Él no respondió, solo mantuvo la rigidez de su gesto hasta que volvió la atención al visitante. Kali se puso en pie junto a Jared.
—Buenos días —dijo la mujer.
Tenía el rostro hermoso. Bajo la capucha de su capa dos mechones cobrizos, casi como el fuego, caían junto a sus ojos verdes. Tenía la piel manchada de pecas arremolinadas en los pómulos y una nariz pequeña y respingona. Kali no respondió a su saludo. La miró fijamente, intentando ser dura y grosera, pero frente a ella, frente a su figura cálida en aquella sombra, sintió una extraña curiosidad.
—Cúbrete —masculló Jared, y ella se cubrió con la capa y bajó la mirada, aunque todavía podía ver, en el borde de su capucha, a la mujer pelirroja y su sonrisa amable. Era la persona más bella que Kali había visto nunca. Si su madre hubiese sido norteña, seguro que habría sido como ella.
—Hola —dijo la mujer, sorprendida—. ¿Qué tenemos aquí? Y esta niña tan guapa, ¿de dónde ha salido?
Kali no respondió.
—Es mi hija —dijo Jared.
—Si quieren algunos víveres, creo que tengo un poco de embutido y queso en mi bolsa —ofreció la mujer al tiempo que descolgaba su zurrón del hombro.
Jared negó con la cabeza.
—No necesitamos nada, gracias —escupió, al tiempo que Kali se atropellaba y contradecía a su padre.
—¡Sí! —exclamó, pero se encogió al sentir su equivocación.
—No necesitamos nada —gruñó Jared con la mandíbula tensa y el ceño arrugado entre los ojos.
—Oh… —se disculpó ella y dirigió una mirada confundida a Kali—. No lo necesito. A mediodía llegaré a Porkala y compraré más suministros. Y, la verdad —sonrió—, no son de primera calidad.
—Ya le he dicho que no necesitamos nada. Vamos camino al norte. La granja de nuestros parientes está cerca.
—Tal vez algo de… —susurró Kali— queso. —Su voz se extinguió en un murmullo al tiempo que ocultaba la cabeza entre los hombros.
Jared suspiró pacientemente.
—¡Claro que sí! —exclamó la mujer viajera. Descargó la bolsa, se arrodilló frente a la niña, y buscó en su interior—. Creo que estaba por aquí. —Registró el zurrón y, finalmente, sacó un trozo de queso envuelto en un paño manchado de aceite.
Después lo ofreció a Kali.
Ella dudó un instante, pero pensó que el mal ya estaba hecho y que de todas formas el queso tenía un gran aspecto. Lástima no tener pan. Alargó la mano y cogió el pedazo que la mujer le ofrecía pero al rozar su piel algo ocurrió. La extraña viajera dejó caer el paño y apartó la mano de repente.
—¡Vaya! —exclamó tras dar un respingo y acariciar la yema de sus dedos—. He sentido un calor. Qué extraño —dijo en un susurro y entrecerró los ojos de forma suspicaz.
Todos guardaron silencio. Jared bajó el rostro y adoptó una postura siniestra. Kali se quedó congelada, con la respiración entrecortada. Intentó decir algo pero no pudo. Se sintió culpable, y ese sentimiento la hizo temblar un momento. La mujer se puso en pie, sin abandonar el mohín suspicaz, al tiempo que intercambiaba miradas entre su mano y Kali, aunque, al instante carraspeó y mostró una amplia sonrisa.
—Bueno —continuó alegremente—. Volveré a mi camino. Todavía me queda un buen trecho y quiero llegar antes de mediodía. Que tengan un buen viaje a la granja de sus parientes. Y puedes quedarte el queso —dijo.
Metió la mano bajo la capucha de Kali, dejó correr los dedos entre el pelo y la acarició cariñosamente. Después salió a la claridad del camino, pero antes de desaparecer miró sobre el hombro, clavando la inmensidad verde de sus ojos en Kali. En su mirada había una intriga cálida. Como si hubiese visto algún secreto en lo más profundo de su silencio.
Kali pensó que su padre le daría un coscorrón por sus errores. Pero no fue así. De hecho, no dijo ni una palabra de la mujer, ni tampoco la llamó pordiosera por haber mendigado el trozo de queso. Y lo más importante, ni siquiera la reprendió por haberlo dejado solo junto al camino. Todo lo contrario. Sacó su cuchillo, cortó el queso en dos mitades y lo comieron en silencio. Después se puso en pie, se lavó el rostro en la fuente y comenzó a recoger sus cosas.
—Ya me encuentro mejor —anunció después de estirar la espalda—. El sol brilla con fuerza ahora. Caminaré mejor cuando entre en calor.
El camino discurría como una sierpe marcada por roderas entre campos verdes salpicados de arboledas compactas y solitarios avellanos. Pronto llegarían a Porkala. Según Jared le había explicado, allí encontrarían un transporte que les llevaría al sur, dirección a Akkajauré. Era una ruta de comercio, y no sería difícil encontrar cobijo en alguna caravana o carromato de cebollas. En Porkala solo había campos de cebollas. Y de allí descender el Adah Nah hasta Kivala. Pero ese no era el fin. Kali sabía que aquella escapada no terminaría nunca, no mientras quedase mundo que recorrer y su padre se sintiese espoleado por aquella oscura tristeza que lo dominaba.
Estaba Kali dispersa en el recuerdo de la mujer pelirroja y su sonrisa, cuando sintió el suelo bajo sus pies y escuchó el rumor a lo lejos. Frente a ellos, bajo la loma cercana en la que desaparecía el camino, un redoble de cascos hizo aparición casi al mismo tiempo que los jinetes cabalgando hacia ellos. Eran media docena de hombres a galope tendido. Azuzaban a sus monturas y, tras ellos, dejaban una nube de polvo que se disolvía lentamente.
—Son soldados —murmuró Jared y buscó a los lados del camino un lugar para esconderse, pero los campos eran de hierba baja, sin un tronco o una piedra tras la que saltar—. A un lado —dijo y tiró de Kali unos pocos pasos hacia los campos.
Alejarse había sido una buena elección. Los jinetes pasaron a su altura sin disminuir la marcha, salpicándolos de guijarros disparados y briznas de hierba. Eran, efectivamente, soldados. Kali pudo ver sus armaduras de yelmos cónicos y los faldones amarillos que las cubrían. Todos iban armados con lanzas cortas a su espalda y espada al cinto, mientras que los escudos estaban sujetos a la grupa del caballo. Eran hombres de Aukana y desaparecieron tan rápido como llegaron. Antes de que Jared dijese nada, el tumulto se convirtió en murmullo, y el camino quedó en calma de nuevo. Continuaron en silencio y, aún no habían olvidado el sonido de los cascos en la lejanía, cuando otro grupo se acercó desde el horizonte. Esta vez más numeroso. Por lo menos eran cincuenta jinetes, idénticos a los anteriores, los que pasaron dirección al norte como si un espíritu vengativo los persiguiese. Jared masculló maldiciones,
ocultó los ojos tras un millar de arrugas y escupió sobre las huellas de los jinetes. Sin decir una palabra, bajo la atenta mirada de Kali, agachó la cabeza y continuó su camino, como una brizna de hierba llevada por el viento a un destino desconocido.

Cuando llegaron a Porkala, casi con la caída del día, comprendieron su encuentro con tanto jinete apresurado. El pueblo estaba repleto de soldados aukanos que acampaban en sus alrededores, llenaban las calles, corrían de un lado a otro con animales vivos en jaulas, o se agolpaban a las puertas de burdeles frente a tabernas y cuchitriles. Todos vestidos con el amarillo de Aukana, como un mosaico moteado. Allá donde mirasen veían lanceros, arqueros, espadachines borrachos, carretas atrapadas en fangosos charcos con su carga de barriles y jamones curados. El pueblo de Porkala estaba invadido por sus propias tropas.
No era un poblado grande. Como todo en el norte de Aukana, sobrevivía del pequeño comercio agrícola y el ganado de las granjas cercanas. En su tiempo, cuando las antiguas guerras y las hordas K’ari arrasaban las tierras del norte, Porkala estuvo fortificada, pero con el paso del tiempo la empalizada se convirtió en un montículo de tierra que rodeaba a la población, dejando como único recinto amurallado, la mota donde vivía el señor de la villa. Estaba atravesada por una gran avenida, ancha incluso para el paso de tres carretas, pero a los lados se había construido sin planificación alguna, rodeando el templo de Vanaiar y el casón del señor, y formando una maraña de callejones y corredores retorcidos. Las callejas pasaban bajo las casas y estas se comunicaban con pasos elevados, de forma que si no hubiese sido por los desperdicios y la suciedad acumulados en algunas esquinas, habría sido difícil asegurar qué era hogar y qué travesía.
Tanto discurrir de soldado armado y miliciano no le gustó a Jared.
—Cúbrete y no hables con extraños —le dijo a su hija—. Yo voy a buscar una forma segura de viajar al sur. Quizá encuentre algún comerciante en la taberna a estas horas. Espera aquí.
Caminó unos pasos dejándola tras un carro, al refugio de un callejón.
—Y no te metas en líos —la amenazó, dando media vuelta unos pasos más lejos.
—No me meteré en líos —masculló ella.
«Como si fuese lo único que sé hacer», pensó.
Kali esperó recostada contra el muro hasta que el aburrimiento pudo más que sus ganas de obedecer a Jared, lo cual ocurrió relativamente pronto. El barullo de la calle principal a su espalda, los gritos, las risas y las canciones, eran un tentador reclamo, e investigar un poco no podía ser tan malo. Salió de su escondite y caminó hasta quedarse frente al carro. La noche había caído sobre Porkala y los soldados encendían fogatas aquí y allá. Muchos de ellos caminaban cogidos unos a otros, cantando y levantando jarras desbordantes y tazones de peltre. Las mujeres en la puerta de los prostíbulos mostraban sus pechos desnudos, y reían a carcajadas las bromas de hombres borrachos que las zarandeaban de unos brazos a otros.
Kali se sentía minúscula. Y eso la atemorizaba un poco, pero también le divertía pasar inadvertida. Era mucho mejor que cazar en el bosque, y también más peligroso. Caminó unos pasos distraídamente, sin prisa, y siempre ocultos sus ojos bajo la capa. Entonces vio las manzanas.
Al otro lado, como un espejismo de luz entre el caos de la algarabía, un cajón de madera mostraba su carga verde y dorada. Kali las observó con detenimiento mientras se acercaba. Eran gruesas y redondas manzanas del sur, picadas por puntitos negros, y algunas con un rabillo o una hoja colgante. Kali sintió su estómago retorcerse en un ronquido. «Esas deben de ser las mejores manzanas del mundo», pensó.
Unos pasos titubeantes, primero a izquierda, a derecha, después media vuelta, y su espalda se apoyó en el cajón. Kali sonrió. Era más fácil que en el bosque. Deslizó su mano bajo la capa y alcanzó la preciada fruta. Después la metió en su camisa y, de nuevo, deslizó la mano hasta las manzanas. Debería haber cogido solo una.
—¿Qué estás haciendo con mis manzanas? —preguntaron tras ella.
Kali dio media vuelta y miró al soldado a la cara. Era alto y panzón, cubierto por el jubón amarillo y una cota de mallas que asomaba por los hombros hasta llegar al codo. Su rostro se contraía furioso, y los labios estaban amoratados bajo el poblado bigote.
No dijo nada. Dio un paso atrás y continuó con la mirada clavada en el enorme soldado. Pensó en la posibilidad de clavar la punta metálica de su bastón de viaje en la panza del hombre, pero abandonó esa idea al ver la cota de mallas. No era tan fuerte como para atravesar los anillos de metal. También podría clavarlo en el pie del hombre o en su cara y después huir en la confusión. Finalmente, mientras retrocedía ante la sombra del gigantón, decidió clavar el bastón en el pie del hombre y correr de vuelta al carro dando tanto rodeo como pudiese para despistar a posibles perseguidores. Pero, en el momento en que aferraba con fuerza su bastón, alguien la apresó por los hombros.
—¿Adónde ibas, raterilla? —preguntó otro soldado a su espalda.
—Estaba cogiendo manzanas —rugió el gigante.
—Bueno —asintió dándole la vuelta y colocándola frente a él—, tienes las manos largas, raterilla.
Era delgado, de ojos grandes y labios carnosos. A Kali le recordó un sapo de los que cazaba en la charca.
—¿Una manzana? —preguntó otro soldado que escuchaba la conversación.
—Mi manzana —lo corrigió el gigante.
—Veamos qué más tienes bajo esa capa —siseó el delgaducho cerca de ella; su aliento apestaba a vino y vómito.
Ella sintió cómo la mano del hombre pasaba de su cuello a su pecho, y cómo la apretaba con fuerza contra él. Olió el sudor y la mugre de su piel, el ardiente contacto de sus dedos callosos. Hasta que una fuerza irresistible la arrancó de su abrazo y se encontró bajo una capa suave, un olor afrutado, bajo un brazo protector, confundida por aquel cambio.
—Mi hija no ha robado nada —dijo la mujer—. Estás borracho y no podrías ver ni una montaña.
Los hombres se sorprendieron ante aquella aparición. La mujer pelirroja se veía serena y tranquila, apoyada en su cayado y ocultando tras ella a la chica. En su pelo se reflejaba el resplandor de las fogatas y sus ojos brillaban en una inquietante danza esmeralda.
—Yo estoy borracho —dijo el gigante.
—Y yo también, raterilla —rió el joven delgaducho.
—Pero sé lo que he visto —continuó enojado el soldado.
A su espalda se había formado un pequeño ruedo de curiosos, algunos sonrientes, algunos de miradas lascivas y húmedas.
—Pues pagará su deuda —dijo la mujer.
—Prefiero que la pagues tú. —Sonrió uno de los soldados.
—Eso es —asintió el grandullón y pasó la mano por la entrepierna—, tú pagarás su deuda.
—Yo prefiero a la raterilla —dijo el delgado de cara de sapo al tiempo que sacaba un cuchillo.
—Yo también —murmuraron tras él.
—Yo me quedo con la del pelo de fuego —sonó una voz rasgada.
—Ahí detrás hay un callejón —señaló uno de ellos—. Llevémoslas allí.
Kali se apretó con fuerza contra la mujer pelirroja e intentó pensar fríamente un plan para escapar de allí. Los soldados aukanos avanzaban hacia ellas. Eran cinco, bien armados y mucho más fuertes que una chiquilla de monte. La única solución era la huida. Pero no podía dejar a la viajera sola con los soldados. Ella le había protegido a pesar de no haberse visto más que una vez. Se sintió temblorosa y llena de dudas, incapaz de salir corriendo y traicionarla. Así que levantó su vara y esperó que llegara el primero.
Sin embargo, la mujer no se movió. Tomó aire súbitamente, hinchando sus pulmones e irguiendo la espalda. Contuvo la respiración y entonces habló a los soldados, a todos ellos.
—Nos vamos —dijo, pero su voz era profunda y grave—. Ha sido un placer conocerles.
Los hombres se detuvieron. Se miraron unos a otros, confundidos.
—Hasta la vista, señoras —dijo el más grande, como si hubiese olvidado el incidente de las manzanas.
—Vayan con cuidado. —Sonrió el delgado y señaló los alrededores con el cuchillo.
Después volvieron a sus jarras de cerveza, pero, poco a poco, todavía aturdidos y preguntándose qué era lo que les había hecho tanta gracia un momento antes de conocer a aquella mujer y su hija.
Kali regresó a empellones hasta el callejón donde Jared la había dejado oculta.
—No podía creer lo que veían mis ojos cuando te vi salir de aquí, pequeña —dijo a su espalda—. No deberías caminar entre soldados borrachos. Y menos robarles su comida —le aconsejó cuando alcanzaban la seguridad de las sombras.
—Tenía hambre —se disculpó Kali.
—Deberías ser más cuidadosa.
—Si no estás contenta, no haberte metido —le espetó ella—. No necesitaba ayuda.
—Chica —dijo sorprendida—, tú no sabes lo que iban a hacerte esos soldados.
En ese instante, Jared entró en el callejón y levantó su vara.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó amenazante, pero bajo el bastón al reconocer a la mujer pelirroja que habían encontrado en el camino a Porkala esa misma mañana.
—Ahora mismo le preguntaba eso a su hija, señor. —Sonrió ella.
Kali se puso tensa como una soga encerada al ver a su padre.
—¿Qué has hecho? —En sus ojos vio la rabia que ya conocía.
—No ha hecho nada. Nos encontramos ahí fuera y me dijo que no tenían un lugar donde pasar la noche. ¿Verdad… —la penetró con una mirada suave como un alfiler que la atravesaba sin dolor— Kali?
—Ya le dije que no necesitamos ayuda —la increpó bruscamente Jared.
—Y también me dijo que iban al norte y ahora están al sur. A mí eso no me importa. Pero se está preparando una guerra y no es seguro permanecer en las calles, y menos con una niña. Tengo una habitación en una posada cercana. Pueden dormir en el suelo y seguir su camino mañana.
Jared miró la avenida y vio a los hombres gritar, caballos agitados por los ladridos de los perros de batalla encerrados en sus jaulas, demostraciones de tiro con arco entre soldados borrachos. Él, en la taberna, solo pudo encontrar algo de aguardiente y un hombre que vendía remedios infalibles de cuerno de demonio traídos de Araknur.
—Me llamo Jared —dijo él aceptando su proposición—. Esta es mi hija, Kali. Jared y Kali, nada más.
—Y no soy una niña —le reprochó Kali, que pasó al lado de Jared. Ella sonrió y volvió a cubrirse la cabeza con la capucha de la capa.
—Así pues, yo soy Trisha. Nada más.

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Interplanetaria

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