López, López

Lucía y Martín López López son hermanos (entonces, ¿qué hacen revolcándose en la misma cama?). Martín es artista (entonces ¿por qué no pinta su obra en lugar de dedicase a falsificar la de los demás?) En esta novela, por la que deambulan detectives turbios, millonarios acomplejados, abogados adictos a los opiáceos y pintores egocéntricos, nada es lo que parece, y vender un cuadro robado en el mercado negro puede resultar muy lucrativo o conducir a la muerte. Pero hay veces en que los trastornos internos se convierten en peores enemigos que una pistola italiana a punto de disparar.

Las confesiones íntimas de un timador joven, sentimental, inseguro y con una inevitable tendencia al surrealismo vital conforman esta obra irónica, escrita con prosa vivaz.

ANTICIPO:
Pedí una copa de algo y me senté en un taburete dispuesto a resignarme cuanto antes a mi suerte, porque Yanira tenía ganas de marcha y bailaba en el centro de la pista, llamando al mismo tiempo la atención del marroquí y la mía. Era una chiquilla, me cago en diez. ¿Qué hacía yo con una chiquilla?

-El otro día le diste una buena al mojamed -me dijo el camarero.

-¿Una buena? No te entiendo.

Pero el camarero se alejó hacia el extremo opuesto de la barra y me dejó con las ganas de una respuesta.

La segunda copa me sentó fenomenal y logró llevarme a ese ensimismamiento tan placentero que se deleita con el repaso minucioso de los recuerdos más agradables, y en ese

momento yo rememoraba mis bailes con Mapi, Tere o Sofi, aquellas mujeres desamparadas que me regalaban novelas de kiosco cuando mi padre no estaba.

A mayor indiferencia, mayor era la provocación de la niña, que bailaba frente al marroquí, golpeada por la locura de luces que se desplegaba en mitad de la pista. El tipejo la miraba apoyado en una columna, con la copa en la mano y una sonrisa malévola que afilaba aún más los pómulos de su rostro alargado. Por la razón que fuera, esa noche la ecuatoriana quería bronca y estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de verme fuera de mis casillas.

Era de ese tipo de mujer que necesita una pelea cada cierto tiempo para sentirse viva, una discusión por cualquier motivo; medir la capacidad para irritar a su hombre, como si

el termómetro de la relación necesitara calentones bruscos para la conservación de esta.

La tercera copa llevó hasta mi memoria lo que parecía un episodio oculto en el cajón de los recuerdos más recónditos, y al fijarme en la nariz vendada del marroquí comprendí el comentario del camarero: habíamos tenido una pelea no hacía mucho. Nos miramos. Sentí su odio en la distancia y ese odio lo hice mío, hasta lograr más claridad en el recuerdo.

Las borracheras a veces me hacían perder los nervios y la memoria.

Con diecisiete años las borracheras se convirtieron en la mejor defensa contra mi padre. Lo supe una noche en que él apareció por casa con el ojo derecho como una ciruela y me acusó de haberle golpeado la noche anterior. No lo recordaba. Sobrio, me resultaba difícil de creer. A partir de entonces lo amedrentaba gracias al alcohol. Bebía para perder los nervios y enfrentarme a él. La bebida me proporcionaba el valor para la intimidación y también el olvido posterior.

Tomé otra copa. El moro me estaba poniendo muy nervioso. Agarré de la mano a la ecuatoriana y tiré de ella.

-Vámonos…

De vuelta a casa tampoco se relajó cuando le propuse pintarla desnuda. La chica necesitaba una pelea y la necesitaba con urgencia, pero yo notaba en mí un creciente descontrol que deseaba refrenar a toda costa.

-Hoy tienes ganas de montar una escenita trágica. ¿Verdad, niña?

-¡Eres un gilipollas! -gritaba ella, encerratla en el cuar

to de baño.

-No vas a lograr que me sienta culpable ni que pierda los estribos -le dije-. Ya estoy talludito para este tipo de juegos.

-¡Imbécil!

-Lo que necesitaba era un buen polvo, como si lo viera –dice el Tuerto.

El problema fue que con tanto llanto y tanta irritación tuve que acostarme en el suelo. Y no dormí en toda la noche. La pasé golpeando la cara del marroquí, porque aquel recuerdo me tenía obsesionado, porque la memoria recuperaba con nitidez la pelea que había ´tenido con él semanas antes, cuando desperté sin dinero y con sangre reseca en los morros. Pasé la noche escrutando el miedo en la cara de mi padre aquella vez aturdía, porque no lograba entender la razón de tal comportamiento, y lo que no consigo comprender suele aturdirme.

-Como a todo el mundo -dice el Tuerto.

Respiré hondo y decidí seguir a lo mío: contar hasta diez antes de responder a ninguna provocación.

-Vaya recomenzar -le dije-, así que por favor escúcheme atentamente y no me interrumpa.

Frunció el ceño.

-Le decía -continué- que el otro día, cuando usted vino a mi casa, entendí que se ofrecía como mediador para colocar cuadros en el mercado… Sólo he venido para saber si le interesaría adquirir el cuadro que tiene aquí delante.

-Perdone un momento (-abrió un cajón de su escritorio y se metió unas pastillas en la boca. La nuez se le movió tres veces bajo esa gorguera de piel que le colgaba del mentón-. Ya está… No necesito agua… Es la costumbre… ¿Las ha probado, andaluz?

-¿Perdón?

-Las pastillas… ¿Las ha probado? Adolonta, son buenísimas… Tengo un dolor muy molesto en el tobillo y un eccema en la ingle… Van muy bien para el dolor y además proporcionan un colocón formidable… Pero no creo que le gustaran a usted, olvido que presume de perezoso irremediable y este tipo de fármaco no es para ustedes… A ustedes no les van los opiáceos; prefieren los porros o el vino barato…, ¿verdad?

Hay veces en que basta un cosquilleo en la espina dorsal para reconocer el peligro. Yo tenía mil escarabajos recorriéndome la espalda y el cogote. El tipo no me gustaba nada. ¿Qué pretendía? ¿Se estaba burlando de mí?

-¿Quiere que le enseñe el cuadro? -me impacienté, cada vez más confuso-. ¿Sí o no?

-No.

-¿No le interesa?

-No.

-Entonces ¿por qué me ha hecho venir?

Usted insistió, amiguito.

-¿No quiere ver el cuadro?

-No. Yo sólo compro cuadros auténticos, no falsificados. -Este es un el pintor verdadero, valorado en setenta millones de las antiguas pesetas.

Me miró un rato largo.

-Si con eso consigo que se largue antes… -bostezó-.

Bien, enséñemelo…

Sus párpados estaban medio cerrados y parecía sonreír, como si todo le importara un rábano.

Le quité el envoltorio al cuadro y se lo puse frente a los ojos, sobre el escritorio.

Soltó una carcajada.

-¿Qué pasa?

-Ustedes los fenicios son unos vándalos o viceversa -dijo, demostrando de nuevo esa facilidad para el desprecio-. Esta cosa que usted me pone delante me va a llenar el despacho de moscas verdes, porque es la mierda más mierdera que he visto en mi vida… Ande, llévese esa burda falsificación y dé gracias a que no me enfade…

-Esta mierda, como usted la llama, se titula Anochecer frío y está valorada en un pastón.

-Tal vez, si fuera el original.

-¡Lo es!

El hombre se incorporó de la butaca y vino hasta mí. Las líneas de su rostro se hicieron más definidas y constaté de nuevo la rareza de sus facciones fofas. Nunca había visto una cara tan peculiar como esa, pero tenía una cosa astuta que lo salvaba de la fealdad.

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Interplanetaria

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