Los Caminantes: Necrópolis

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El campamento de Carranque vive momentos dulces. Tras haber sobrevivido el ataque del Padre Isidro y sus enloquecedoras huestes de caminantes, los supervivientes se entregan a ensoñaciones y esperanzas de futuro propiciadas por los descubrimientos del doctor Rodríguez. Juan Aranda, su líder, decide utilizar su nueva condición para explorar la ciudad en busca de otras personas que continúen todavía con vida. Sin embargo, han pasado ya tres meses desde que se iniciara la pandemia zombi que asoló el planeta y sobrevivir es cada día más duro. Su periplo personal, no exento de vicisitudes, le aleja de Carranque, donde mientras tanto inciden nefastos designios que amenazan con convertirlo en una ciudad de muertos: una necrópolis.

ANTICIPO:

2. LO QUE OCURRIÓ

Carranque vivía días dulces. Después de que consiguieran repeler a los zombis cuando irrumpieron en el recinto como el agua putrefacta de una cloaca que revienta, la Comunidad se sintió mucho más fuerte. Habían pasado aquellos meses con el miedo pegado al cuerpo, como una camiseta mojada. Tenían sueños angustiosos en los que unas manos negras los arrastraban fuera de la Ciudad Deportiva, y cuando estaban despiertos, miraban a través de las rejas y les parecía que sus bocas se movían para pronunciar sus nombres. … José … erto … … ristina …
Pero cuando consiguieron frenar el ataque y apresar al Padre Isidro, entonces sus corazones se incendiaron. No inmediatamente, pero sí poco a poco. Recobraron un valor que nunca creyeron haber perdido, y el ambiente general era del todo festivo, como si siempre fuera el día previo a la Navidad. Hablaban del futuro pero no de manera incierta, y hablaban también de grandes planes de reconquista.
Todo gracias a Juan Aranda.
Juan Aranda era inmune. Dozer le llamaba ahora, no sin cierta sorna, El Que Camina Entre Los Muertos. Lo pronunciaba con voz engo­lada y grandes aspavientos, como si estuviera en una película antigua con vampiros que llevan levita o melodramáticos hombres lobo. Pero Aranda era inmune de veras. Podía caminar entre los zombis sin que ninguno reparara en él. Podía empujarlos, zarandearlos, apuntar a sus sienes con una recortada y volarles la cabeza sin que ninguno de los otros zombis se le ocurriese jamás atacarle. Y así, uno tras otro. Suponían
que, teóricamente y con la paciencia adecuada, Aranda podría acabar con todos los caminantes de Málaga. Él solo.
Pero de eso se trataba precisamente. El Doctor Rodríguez seguía investigando en su pequeño laboratorio médico; el plan era que poco a poco, todos los supervivientes fueran inmunes a los zombis, pero quería tener la seguridad que Juan Aranda seguía sano antes de inocular al resto. Secretamente, le preocupaba que el virus, si bien reducido y desactivado como los gérmenes de una vacuna, pudiera alterar la esta­bilidad mental de su paciente. Era una posibilidad, vista la salud mental
del Padre Isidro.
Ahora al menos tenía más instrumental, más equipo. Juan Aranda en persona lo había traído desde el cercano hospital Carlos de Haya. Cómo se había alegrado de no haber mandado a los muchachos como había pensado hacer en un principio: el edificio entero parecía una incubadora de aquellas cosas muertas. Estaban en todos los pasillos, en todas las habitaciones. Tuvo que apartarlos con ambas manos para poder acceder al área forense donde Rodríguez había trabajado. En alguna ocasión pudo sentir cómo el hueso se quebraba tras la piel al apartar a uno de ellos. El sonido y la vibración tras la carne consiguie­ron ponerle los pelos de punta.
Aranda había adquirido su inmunidad gracias al Padre Isidro, quien
la había adquirido antes que él por una enfermedad que casi le mata. Ocurrió en los primeros días de la pandemia zombi, antes de que se extendiera, cuando en los hospitales aún había profesionales trabajando y los casos zombi empezaban a propagarse por el mundo. En los breves momentos en los que estuvo clínicamente muerto, el agente patógeno que provocaba que los muertos volvieran a la vida le infectó, pero consiguieron estabilizarlo aplicando descargas eléctricas, reanimación cardio-pulmonar y respiración de rescate; y su viejo corazón, aunque
débil y enfermo, volvió a latir.
El Padre Isidro regresó a su Iglesia, y allí fue testigo del lento des­pertar de los muertos. Se encerró en el templo mientras Málaga moría, y negó el cobijo a cuantos se acercaban para rezar a su Dios, cerrando las puertas y apilando los bancos para asegurar los grandes portones de madera. Se fue volviendo loco en las semanas que estuvo allí encerrado, aquejado de una fiebre continua que le producía vividas alucinaciones. En su cabeza, el Hambre, la Peste, la Guerra y la Muerte danzaban a la luz de las velas dibujando macabras sombras alargadas en las paredes. Así rezaba, leyendo pasajes de la Biblia que alimentaban su imaginación mientras temblaba de pies a cabeza porque pensaba que había llegado el Día del Juicio Final. La Resurrección de los Muertos.
Una noche, el Padre Isidro no pudo más. Se sentía impío porque no se había dejado juzgar por el ejército de resucitados que el Señor había
enviado a la Tierra. Retiró los bancos y abrió las puertas del templo que rechinaron a la tenue luz de las muchas velas que había dispuesto por todas partes. Pero cuando salió fuera a rendir pleitesía a los ejércitos del Señor, éstos no le juzgaron. Ninguno de los muertos reparó en él. Le dejaron pasar entre sus filas mientras se adentraban en la Iglesia de la Victoria para encontrar el recinto vacío.
El Padre Isidro vio entonces la luz. En su cabeza, los viejos y oxi­dados engranajes de la locura comenzaron a girar relegando cualquier atisbo de cordura a un segundo plano. Había comprendido muy a las claras cuál era su papel en aquella historia, y se sintió agradecido oh tan agradecido porque el Señor le había señalado a él para asegurarse de que todos los vivos fueran juzgados por los muertos. Solamente así todas aquellas almas podrían descansar en paz y ascender a la Gloria Eterna para el fin de los días.
Durante semanas, el Padre Isidro se paseó por las calles de Málaga sacando a los supervivientes de sus refugios. Para él era sencillo. Contaba con las legiones de muertos vivientes para irrumpir en los puntos seguros y romper todas las defensas. Casi siempre, eso era sufi­ciente. Los espectros entraban en tropel como una horda de asesinos y desgarraban, masticaban, despedazaban. Solo unos pocos escaparon, pero él los persiguió, los espió durante muchos días, agazapado y ocul­to en los edificios cercanos y alimentando su odio, rezando a Dios para que lo perdonase día tras día por no haberles podido dar caza. Hasta que finalmente pudo descubrir dónde se ocultaban, y entonces planeó, oculto en docenas de escondites diferentes, royendo su maldad durante días y días. Los estudiaba desde la distancia, trabajando como hormi­guitas en su pequeña comunidad de Carranque. Cuando el primero de ellos despertaba por la mañana, el Padre Isidro ya estaba apostado en alguno de sus agujeros atisbando con prismáticos de gran potencia, y cuando la última hormiguita daba por terminado el día y se acostaba, él seguía allí, sonriendo con su dentadura perfecta y sus ojos amarillentos y desorbitados, con la mente llena de oscuros planes que involucraban todo tipo de ideas llenas de muerte y venganza.
Un día, el Señor de los Muertos se deslizó por las alcantarillas. Era delgado y silencioso, y tenía la gracia divina de la constancia y la paciencia. Ninguno de los supervivientes esperaba un enemigo como él, que podía agazaparse detrás de cualquier tubería y acercarse por detrás con un cuchillo en la mano. Ellos esperaban un ataque zombi, siempre ruidoso y directo, así que eliminar a los centinelas en las solitarias horas del amanecer fue tan fácil como había esperado.
Desde allí, acceder a las puertas principales fue tan sencillo como beber un vaso de agua. Estaban cerradas únicamente con unas cadenas y un sólido candado, pero un sencillo cortafrío las dejó inútiles y laxas en el suelo. Y así por fin, los muertos, que habían esperado tras las rejas desde los primeros días de la Pandemia, violaron el recinto.
La batalla que sucedió entonces puso en jaque a todo el campa­mento. Afortunadamente, Carranque tenía sus defensas. José, Uriguen, Dozer y Susana se habían convertido, con el tiempo, en unos excelentes tiradores. No se sobrevive mucho tiempo en un mundo infectado por muertos vivientes sin gente acostumbrada a usar armas, y usarlas bien. Recibieron el ominoso nombre de El Escuadrón de la Muerte, que aunque al principio les fue otorgado entre risas y alcohol, después de un tiempo resultó ser un sobrenombre, aunque lúgubre, bastante acertado. Aquél día hubo bastantes héroes por destacar en la contienda más frenética que ninguno pudiera recordar, pero fueron ellos los que, básicamente, consiguieron detener a los zombis y capturar al Padre Isidro.
Desde aquél momento, el sacerdote pasó a las expertas manos del doctor Rodríguez que había trabajado como médico forense en el cercano hospital Carlos Haya. Fueron muchos días duros de intenso trabajo, pero sus exámenes, unidos a lo que ya sabía por los cadáveres de los zombis que le habían procurado, le permitió lo imposible: lograr una vacuna basada en la sangre y el sistema inmunológico del padre. Aranda, que había asumido el papel de líder de la comunidad, aque­jado por sentimientos de culpa por haber permitido que los muertos vivientes entraran en el campamento no tardó en inyectarse varias dosis espaciadas. Tras varios intensos días en los que todos pensaban que su salud se había resentido demasiado y que no lo conseguiría, los resultados fueron impecables: Aranda pudo caminar entre los muer­tos sin ser visto, exactamente igual a como lo había hecho el sacerdote antes que él.
La inesperada victoria les infundió renovadas energías. Ahora había reuniones casi todos los días, y ya no trataban problemas de angustiosa premura o ideas descabelladas, fruto de mentes que están entre la espada y la pared y se enfrentan a situaciones de estricta supervivencia, sino planes de futuro. Todos ellos involucraban operaciones que llevarían a cabo cuando fueran inmunes a los zombis. Se hablaba de recuperar Málaga poco a poco, entregados a unas tareas de limpieza por sectores cuidadosamente estudiados. La idea les entusiasmaba. Todos habían perdido familiares, amigos, vecinos… los zombis les habían arrebatado sus vidas, sus ilusiones, sus planes de futuro, y exterminarlos de la faz de la Tierra como quien arranca las malas hierbas de un jardín, era un concepto que les hacía estallar el corazón.
Pero en su celda, un Padre Isidro delgado y decrépito expurgaba sus pecados. Mascullaba su venganza con oscuras promesas y se negaba a hablar con nadie excepto con El, en oraciones privadas a las que se entregaba todo el día. El doctor Rodríguez lo visitaba a diario interesado por su estado de salud; tenía anemia galopante, y el recuento de glóbu­los rojos arrojó una cifra que apenas superaba el millón por milímetro cúbico. Sus deposiciones eran una inmundicia líquida.
Al caer la tarde, Rodríguez anunció a Aranda su preocupación.
— Creo que no le queda mucho. —Dijo.
— ¿Qué tiene?
— No tengo los medios que necesitaría para estar seguro, pero diría que está al borde de un shock séptico.
— ¿Es por su…? —preguntó Aranda, pero no se atrevió a terminar la frase.
— No lo sé. Quién sabe qué ha estado comiendo, dónde ha dormido. Pudo haber estado escondido en cualquier lugar, pudo haberle picado un insecto. Sus dentadura es buena, pero sus muelas del juicio están completamente deterioradas, y esa infección también puede ser una de las causas. Quizá el contacto con esas cosas… ha estado siempre rodea­do de ellas. ¿Quién sabe lo que el contacto prolongado con esos tejidos necróticos puede haber causado?
— Pero no está pensando en eso. —Dijo Aranda despacio.
— No, efectivamente. Lo que estoy pensando es que quizá su degra­dación pueda ser debida al virus controlado que lleva dentro. — excla­mó con gravedad.
— Entiendo.
Aranda, como el resto de la Comunidad, deseaba fervientemente que todos pudieran recibir la vacuna que les conduciría a una nueva vida. Comprendía que el doctor Rodríguez tuviera sus reservas, desde luego, pero hasta ese momento no se había planteado seriamente que el virus que se había inoculado pudiera acabar con él. No al menos desde las fiebres y sueños intranquilos que superó los primeros días.
— ¿Cuánto más tendremos que esperar para estar seguros?
El doctor Rodríguez meditó, reflexivo.
— Me encantaría contar al menos con dos o tres meses.
— Eso es demasiado… —exclamó Aranda, más sorprendido que otra cosa.
— Lo que queráis —contestó Rodríguez levantando los hombros imperceptiblemente, —pero es mi opinión médica.
— Puedo llevarle, —dijo al fin con determinación. Sus ojos brillaban de esa forma que el doctor conocía tan bien — Puedo llevarle a su con­sulta, doctor. Puedo llevarle allí de alguna manera, ya idearemos cómo, para que pueda analizar a nuestro padre y estar seguros.
Aranda se volvió para mirarle a los ojos.
— No sería tan fácil. Hay sistemas vitales que no funcionan, habría que revisar los generadores de emergencia, ponerlos en funcionamien­to. Gran parte del material esencial habrá expirado en este tiempo, y pol­lo demás, ¿merece la pena semejante riesgo?, ¿llevarme allí escoltado por el Escuadrón? Yo escapé de ese hospital a duras penas, Aranda. Cuando pude salir, estaba lleno de zombis y las salas de diagnóstico, de análisis, el equipo… estaba todo hecho trizas y tirado por el suelo, un batiburrillo informe de jeringas, gasas, cristales, tubos y sangre.
Aranda asintió.
— De todas maneras, sería gracioso —dijo entonces.
— ¿El qué? —preguntó Rodríguez pestañeando.
— Que fuera otra cosa la que afecta al padre Isidro. Que fuera la muela del juicio la que acabara matándolo.
Rodríguez puso los ojos en blanco.

3. LA IDEA DE ARANDA

Uno de aquellos días, durante una de las reuniones generales a las que asistía absolutamente todo el mundo, Juan Aranda propuso un nuevo y polémico plan.
— Como hemos hablado muchas veces ya —les dijo a todos desde el extremo de la sala, un entarimado al que se accedía subiendo unos cuantos escalones — uno de nuestros propósitos más urgentes es loca­lizar a otros supervivientes. El plan de la radio funcionó bien: nos trajo a Moses e Isabel… un simple mensaje lanzado al aire para aquellos que tenían aún esperanza y confiaban recibir algún rastro de civilización.
La audiencia pareció corroborar sus afirmaciones con un clamor de aprobación generalizado. Tanto Moses como Isabel, que habían llegado a la Comunidad no hacía mucho, recibieron palmadas en la espalda y sonrisas de aprobación de los que eran ya parte de su familia.
—Si hay supervivientes ahí fuera —continuó— estoy seguro que sobreviven con una infraestructura similar a la nuestra. Es más que pro­bable que tengan electricidad gracias a generadores como los que noso­tros tenemos. Y es probable que estén a la escucha, con radios. Es sencillo hacer funcionar una radio, hay transistores por todas partes, y la produc­ción mundial de pilas convencionales, gracias a Dios, nos ha dejado un legado que durará muchos años todavía.
Hubo miradas encontradas entre los asistentes, seguidas de un rumor apagado. En su atrio ligeramente elevado, Juan Aranda hizo una pausa hasta captar de nuevo toda la atención.
— Nuestra radio tenía un alcance muy limitado, pero sería posible llegar a mucha más gente, mucho más lejos, si pudiéramos llegar hasta los estudios de televisión de Canal Sur y, de alguna forma, reactivar los sistemas para poder emitir. Estamos hablando de una radio de verdad. Estamos hablando de toda Andalucía.
El comentario fue acogido en el más profundo de los silencios. Todos miraban a Aranda; parecían contener la respiración. Hasta que alguien, en la segunda fila, soltó una sonora exclamación de sorpresa que sonó como \»¡Hostias!\».
— No sé si es factible o no — declaró entonces Aranda — . No sé nada de estudios de radio o de cómo funcionan. Si dependen de un sistema central en Madrid, o de un satélite que probablemente vague ahora por el espacio con todas las luces apagadas. Es algo que tendremos que hablar entre nosotros, si hay alguien que entienda de esto. Pero esos estudios no están lejos, están ahí mismo, en la Carretera de Cádiz, y alguien como yo debería ser capaz de ir allí a ver cómo están las cosas.
Entonces todos comenzaron a hablar con todos. Algunos de los ros­tros parecían encendidos de la emoción, otros, como es normal, se man­tenían cruzados de brazos con una expresión de manifiesto rechazo.
—Joder, Juan, —dijo alguien. —Los estudios podrían haber ardido hasta los cimientos por lo que sabemos…
— ¿Cómo vamos a poner todo en marcha? ¡Es una locura!
— ¡Tendríamos que llevar unos generadores de los grandes en un camión! —Dijo un tercero, visiblemente entusiasmado.
— ¡Los repetidores estarán tan apagados como vuestros cerebros! — protestó otro.
El debate se fue volviendo más acalorado en pocos minutos. Aranda quiso añadir algo, pero no consiguió esta vez volver a recuperar la aten­ción de su público. Bajó del estrado y los dejó hablar, al fin y al cabo, la noticia estaba dada y ahora maduraría entre la comunidad.
Moses se le acercó, abriéndose paso entre la gente que se había pues­to en pie para debatir la idea. Era un hombre grande con una perilla rala y tez oscura.
— Menudo follón has montado, hombre, —dijo riendo.
Aranda le devolvió la sonrisa, pero sus ojos no la acompañaban.
— ¿Realmente lo crees posible? — preguntó el marroquí. Había una chispa especial en sus ojos, algo indefinible; una mirada inteligente, como si pensara que Aranda tenía en realidad un plan distinto al des­crito y tratase de tantearle sutilmente, de hacerle ver que, quizá, él también lo sabía.
Aranda estudió su mirada.
— Pienso que, al menos, habría que intentarlo.
— Ya, ¿y cómo lo haremos?, ¿cuál es el plan?
Bueno… — suspiró —… mandar una comitiva allí es increíblemen­te arriesgado. No sabemos cómo está la carretera. Imagina que enviamos a Dozer y los chicos en una furgoneta, se encuentran la carretera bloqueada y cuando están intentando apartar lo que quiera que la blo­quea, llegan esas cosas. O imagina que van a cruzar uno de los puentes de la autopista… ¿y si por debajo, uno de esos autobuses gigantescos se estrelló contra uno de los pilares de sujeción principales?, ¿y si la vibra­ción derriba el puente cuando ellos están pasando? Yo podría ir en una moto, solo. Para ver cómo está todo.
Moses asintió. De alguna manera, lo había intuido desde el prin­cipio. Una misión extraña e inesperada que se desarrollaba a muchos kilómetros en pos de unos resultados que, a priori, se le antojaban impo­sibles. Emitir radio desde un estudio que podría estar tan dañado como el hígado de un alcohólico nonagenario, poner en marcha un sistema de satélites o quizá repetidores repartidos por toda la geografía española — todos desconectados de la red eléctrica porque ya no había ninguna maldita red eléctrica —y eso sin mencionar sistemas y programas que nadie tenía ni la menor idea de cómo manejar, contraseñas, o accesos remotos a alguna central en algún edificio en Madrid o Barcelona donde tampoco habría electricidad y los únicos dispuestos a atender las luces rojas parpadeantes serían los zombis.
Moses no iba mal encaminado. Aranda necesitaba irse de allí por un tiempo. Ahora lo sabía. Tenía miedo de que el virus que le habían inocu­lado acabase por afectar su salud, de que poco a poco sus deposiciones se parecieran a la baba espumosa del padre Isidro, de que empezase a adelgazar, y peor aún… de que se volviera loco, como él. ¿Y de qué ser­viría estar en el recinto si eso ocurriera?, no era que el doctor Rodríguez pudiese hacer mucho por el sacerdote, de todas formas. ¿Cuántas sema­nas, meses… lo tendrían encerrado si su mente empezaba a ver Jinetes del Apocalipsis debajo de la cama?, o peor, ¿y si le daba por coger un arma y volarle la cabeza a alguien?
El doctor había dicho dos meses para estar seguros, pero él intentaría aprovechar el tiempo, aprovechar ese don especial que le habían dado para ver qué había fuera. Para ver cómo estaban las cosas de verdad.
— Entiendo… —dijo Moses despacio, —pero, ¿no es peligroso que vayas solo?
— No lo creo…
¿Quién sabe lo que hay ahí fuera, Juan? Puede haber gente que sobreviva todavía y que sean diametralmente opuestos a todo lo que has conocido. Joder, Juan… a veces eres tan inocente. Estás acostumbrado a esto, pero esto… esto parece la casa de Barbie y las Princesas, Juan… Ahí fuera… — señaló a algún punto indeterminado de la habitación —… ahí puede haber gente mala. Mala de cojones. Gente que te hará pedirle al padre Isidro que te arrope y te cuente un cuento antes de dormir. Juan se pasó una mano por la barbilla, estudiando sus palabras.
— Yo vine del Rincón de la Victoria hasta Málaga y no vi a nadie así. —Dijo.
— Creo que me contaste que la mayor parte del tiempo viniste en barca, Juan. Si te hubieras metido en la ciudad, estoy seguro de que habrías explorado las miserias del alma humana con mucho más detalle del que te hubiera gustado.
Juan sacudió la cabeza, recordando de pronto un incidente que vivió poco antes de decidir marcharse a Málaga. Se trataba de unos jóvenes que, henchidos de alcohol, se pertrecharon en un tejado. Desde allí dis­paraban con desmedida violencia a los zombis, hasta que su número les superó. Pero mientras estuvieron vivos, él observó la escena desde un improvisado escondite, sabiendo a ciencia cierta que de haberse dejado ver hubieran disparado contra él igualmente. El mundo se había acaba­do, tanto daban los vivos que los muertos.
— Moses, amigo… estoy decidido —dijo, a pesar de todo. Moses frunció el ceño, pero aún así, su aspecto no era de enfado. Aranda sí lo había visto enfadado, y entonces sus cejas se combaban hacia abajo y su rostro alargado y oscuro adquiría el aspecto de un diablo.
Aranda le sonrió, y esta vez su sonrisa era sincera, llena de com­plicidad.
— Lo necesito. — Dijo al fin.
— No te vayas sin despedirte. —Contestó Moses.
Y rodeados por encendidas discusiones sobre satélites y procesos de emisión de imágenes, Moses y Juan se abrazaron.
Aquella noche, durante la cena, el doctor Rodríguez fue informado de los planes de Aranda, ya que normalmente él no asistía a las reuniones generales a menos que su presencia fuera requerida o bien fuese él mismo quien convocase la reunión. Los planes oficiales eran ausentarse apenas un par de días, lo que no le pareció importante, pero Aranda habló con él sobre la posibilidad de estar fuera un poco más. De hecho, una o dos semanas más, según marchasen las cosas. Esa otra información le enfadó muchísimo; tenía la intención de estudiar a Aranda intensivamente, y anotar con celo exquisito la evolución de su salud. Decía que un cuaderno de registro sobre el virus era del todo esencial para cotejarlo con futuros pacientes, y que su actitud no era para nada coherente con lo que se estaban enfrentando.
Aranda se sentó con él y hablaron sobre la posibilidad de que Juan llevara un registro propio sobre su estado. Pulsaciones, temperatura, estado anímico general… cierta lista que tendría que comprobar todos los días, a veces en varias ocasiones. El doctor Rodríguez le pidió que volvie­ra inmediatamente si se sentía mal, y Juan Aranda salió del paso con un vago movimiento de cabeza que el doctor interpretó como un sí.
— Hay una cosa más —dijo Rodríguez, sacando un pequeño tarro del bolsillo, —si vas a vivir peripecias por ahí fuera encontrarás cadá­veres por doquier. No me refiero a esos zombis, no huelen ni la mitad de mal que un cadáver de verdad. Un muerto empieza a oler al cabo de unos minutos de producirse el fallecimiento, imagina después de meses. Muchos habrán sido parcialmente devorados, y si el olor a sangre es muy desagradable, el de los intestinos huele literalmente a mierda; y el de los pulmones recuerda vivamente a cañería atascada. Por si fuera poco, además, muchos se defecan encima al morir, circunstancia que olvidan mencionar en casi todas las series y películas de cine, pero es así; y eso sin mencionar el sudor y demás secreciones que se expulsan por casi todos los orificios del cuerpo.
— Antonio, por Dios… —soltó Aranda.
— Lo malo de esos olores —continuó el doctor —es que se quedan impregnados en la ropa y grabados en la pituitaria. Te acompañarán algunas horas después de que te hayas restregado con los muertos. No hay forma de librarse. Este ungüento es para evitar todo eso. —dijo dándole el bote pequeño —es mejor que el Sinus, que irrita las vías respiratorias. Ponte un poco debajo de la nariz, y no te desharás en vómitos.
Aranda le dio las gracias y se llevó el frasco, pensando si todo aque­llo sería en realidad buena idea.
El que peor lo llevó fue Dozer y su gente. Eran ellos los que siempre habían salido fuera, entre los zombis, armados con sus rifles y pistolas. Utilizaban las alcantarillas para moverse, porque generalmente solían estar vacías; no habían conocido aún al muerto viviente que supiera coordinar brazos y piernas para subir por una de esas escaleras de mano. Querían acompañar a Juan en su periplo.
— Es demasiado peligroso, Dozer. —explicó Juan. José, Uriguen y Susana estaban también con ellos, en la pista de atletismo, sentados en unas sillas plegables que la lluvia había oxidado demasiado pronto. En el suelo había un paquete de cervezas.
— Podrían comerte el cerebro, muchacho. —Bromeó José, levantan­do su cerveza hacia Dozer.
— Es cierto… —dijo Susana reflexiva, mirando a los espectros que se arremolinaban tras las altas rejas metálicas, al otro lado de la pista. — El gran tópico de las películas de zombis. Pero no lo hacen. No se comen el cerebro.
Dozer rió, agachando la cabeza para no atragantarse con la cerveza.
Los músculos de sus brazos se tensaron bajo la camisa.
— Diría que lo del cerebro es una cuestión metafórica, —contestó Aranda, pensativo. —En muchas de aquellas películas, los zombis repre­sentaban la sociedad consumista, el acto maquinal y repetitivo de ir de compras, incluso como distracción de un sábado por la tarde. Para esa metáfora, la parte del cerebro es bastante lógica…
— ¿Por aquello de que te comen el coco? — Preguntó Dozer.
— Eso es. Nos comen el coco para ser uno de ellos. Pero la metáfora no funciona en la práctica, claro. Entre otras cosas porque no creo que el cráneo pueda abrirse con los dientes de un ser humano, máxime si tienes la dentadura hecha polvo como suele ser el caso en nuestros ami­gos; y no digamos ya si tienes problemas de coordinación psicomotriz.
— ¡Esa es buena! — Rió José.
— Tampoco los hemos visto… comer, —comentó Susana.
— Mordisquean para matar, sólo eso.
— Es verdad. — contestó José, mientras los demás asentían de una forma u otra. Bebieron cerveza, que estaba caliente pero seguía embria­gando igual, lo que de vez en cuando era agradable.
— En cualquier caso — comentó Aranda con una sonrisa — es lo que hacen con los vivos no inmunes. ¡Los mordisquean! En suma, muy peligroso.
Dozer miró a Aranda con los ojos entrecerrados.
— ¿Peligroso? —contestó José. —Deberías habernos visto cuando
Jaime estrelló el helicóptero y tuvimos que atravesar toda la calle infec­tada de zombis. Eso sí que era peligroso.
— Lo sé, lo sé. Pero esto es diferente…
— ¿Cómo es diferente? —Preguntó Susana.
— Es un largo camino, no es como esas operaciones de limpieza que hacéis en los edificios de alrededor. Aquí, si algo sale mal, es posible volver atrás y regresar a casa en poco tiempo. Pero si el vehículo que llevemos se estropea, o nos estrellamos… podéis disparar hasta que se acaben todos los cargadores, que no habrá vuelta atrás.
—Tú también puedes estrellarte. —Comentó Dozer.
— Pero iré yo solo. No lo entendéis. Sois vitales para la subsistencia de Carranque. Acordaos de aquellos motoristas… si no hubiera sido por vosotros, ¿quién sabe cómo habría acabado todo? Casi todos los que viven aquí han intentado de una forma u otra practicar con las armas, pero ninguno ha dado la talla. Sabéis que en una contienda con esos espectros, sólo vosotros tenéis las tablas, la experiencia, la puntería y la forma física necesaria para sobrevivir. Lo habéis demostrado muchas veces. Que vengáis conmigo… es una locura.
— ¡Y que lo digas tú! —rió José.
— Es cierto… —comentó Susana suavemente, con una media sonrisa curvándole la comisura — Tú eres nuestro líder.
Pero Aranda terminó por convencerlos. ¿Y si los muertos lograsen entrar en el campamento mientras estamos fuera?, fue la pregunta que los desarmó. Realmente no parecía una buena idea ausentarse durante tanto tiempo, y así, finalmente, dejaron que su indómito líder se fuera a su periplo personal.
Aquella noche se acostó con una sonrisa fresca y nueva en los labios. Pensaba que al día siguiente buscaría una moto ligera y manejable, una que pudiera meter campo a través si la carretera estaba cortada, y entonces conduciría hasta amaneceres lejanos, más allá de las abarro­tadas calles de Málaga. Mientras el sueño se lo llevaba poco a poco, se imaginó conduciendo por toda la Costa del Sol, poniendo grupos de supervivientes aislados en contacto unos con otros y acarreando no solo medicinas y víveres, sino la misma vida.

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