← Los doce clanes Scott Pilgrim contra el mundo (Vol. 2) → Los caminantes diciembre 06, 2009 Sin opiniones Carlos Sisí Género : Terror Nadie sabía cómo había empezado todo, exactamente. El mundo se había desestabilizado mucho antes de que ningún científico hubiese podido dar alguna explicación. Ningún programa de televisión aguantó el tiempo suficiente como para teorizar sobre el problema. Al principio podías verlo en la televisión. Hablaban sobre ello, muy poco al principio, pero luego cada vez más; en la televisión basura de la noche, en los programas nocturnos líderes de audiencia, hasta que ya no se hablaba de otra cosa y la noticia del año lo inundaba todo.Los Caminantes, de Carlos Sisi, es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan a la tarea de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo cómo los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso y macabro personaje: el Padre Isidro. Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas. ANTICIPO: II Julio tenía veintiún años cuando vio por primera vez un cadáver. No era un cadáver horrible, no estaba podrido, ni tenía heridas. Sólo estaba blanco, blanco como la mismísima nieve. Y estaba blanco porque acababan de sacarlo del fondo de la playa. Era un ahogado. La policía, por supuesto, no permitía que nadie se acercase, pero Julio y todos los demás tenían una buena vista desde lo alto del rompeolas. Se decía que lo había encontrado una alemana mientras paseaba al amanecer; la marea lo había arrastrado, desnudo y tieso como un viejo leño, hasta la orilla. La policía había hecho fotos, habían hablado con la alemana y tomado numerosas notas. Habían examinado el cadáver y lo habían cubierto al fin con una especie de loneta oscura, que tenía el brillo y la textura del plástico. Todo eso lo había visto Julio desde su privilegiada posición. Tan sólo diez minutos más tarde, mientras el juez y los policías intercambiaban documentación, el cadáver se sacudía con una arremetida tan fuerte que la loneta se deslizó a un lado. Todo el mundo se volvió para mirar. Julio lo miró con cierta fascinación; el sol bañaba su carne blanca y húmeda confiriéndole un aspecto jabonoso. Entonces, torpemente, el ahogado comenzó a incorporarse emitiendo gruñidos y ásperos cloqueos. Sus brazos temblaban, parecía que en cualquier momento iba a caerse de bruces contra la arena. Dos de los policías, saliendo por fin del estado de shock, corrieron hacia el hombre y le sujetaron de los brazos para ayudarle a sostenerse. Pero entonces… entonces el ahogado atacó a uno de los policías con una violencia fuera de todo baremo. Lo derribó sobre la arena mientras su compañero aún intentaba determinar qué estaba pasando. Su cabeza era un martillo demoledor; subía y bajaba como en un baile enloquecedor dando dentelladas sobre la cara del policía, que intentaba protegerse con los brazos. Sin éxito, pronto sus brazos también estuvieron llenos de sangre. Finalmente, varios hombres se abalanzaron sobre el ahogado para agarrarlo. La escena estaba salpicada de gritos. Tanto Julio como sus compañeros permanecían petrificados. La sangre salía a borbotones de uno de los agentes en el suelo, otro se agarraba un brazo con dolor. El ahogado se debatía, poseso de una demencia primigenia y brutal. Por fin, uno de los policías le encañonó con su arma y le disparó en una pierna. El falso ahogado cayó al suelo, pero de la herida no brotó sangre. La carne, hendida, era una cueva negra y ominosa; el ahogado se levantaba sin acusar dolor alguno, su mirada llena de despiadada tenacidad. Julio, inconscientemente, dejó de respirar. Su estómago se había contraído hasta doler. Un segundo disparo le hizo estremecerse de pies a cabeza. La misma pierna. Diminutos coágulos espeluznantes salieron despedidos por la parte de atrás de la pierna, pero no se detuvo. El policía trastabilló y disparó una tercera vez, esta vez en la zona de la clavícula, pero tampoco entonces se detuvo. Presa del pánico, el policía hizo un cuarto disparo. Esta vez el impacto le alcanzó en la mandíbula e hizo volar trozos de carne y dientes en todas direcciones; y tampoco eso lo detuvo. Hubo gritos de horror. Alguien había cogido un raquítico palo y estaba golpeando al ahogado desde atrás. La desaparecida mandíbula supuraba ahora un denso puré negruzco que caía en cuajarones sobre su abotargado pecho, pero sus blancas manos aún buscaban desesperadamente al policía. Un quinto disparo alcanzó al ahogado encima del ojo derecho. El impacto entró limpiamente y le hizo retroceder dos pasos. Allí, bizqueó con gesto confundido y, por fin, cayó al suelo cuan largo era, sin flexionar rodillas o extender las manos. Julio se descubrió en pie. Todos se habían puesto en pie y habían retrocedido varios pasos. El sol de las cuatro de la tarde, brumoso, tintaba la escena de tonos dorados, y la piel del ahogado le recordaba a Julio al pollo frito. El policía en el suelo era por fin atendido: había perdido el conocimiento y su cara era un repulsivo espectáculo de sangre, carne y músculos expuestos. La nariz era un muñón irreconocible. Varios hombres miraban con estupor el cadáver del ahogado, sus bocas cubiertas por manos temblorosas. Sus ojos recorrían las heridas abiertas, pero casi nadie decía nada. —¿Qué cojones ha pasado? —bramó uno de los hombres mientras se movía erráticamente de un lado para otro—. ¡¿Qué cojones de mierda ha pasado?! Y entonces, como activados por un resorte, los demás comenzaron a reaccionar y a interaccionar atropelladamente. —Joder… joder… joder… —repetía otro hombre. — …sí, mi compañero herido… No, no, se ha acabado… en la playa de La Cala, a la entrada, una ambulancia… —barbullaba el policía por su radio. — …joder… joder… —Está muerto. — …por Dios que alguien llame… —¡Joder, está muerto! —¡…coño! En medio de la algarabía, Julio supo que el policía en el suelo había muerto. Su sangre había oscurecido una enorme cantidad de arena debajo de su cuerpo inmóvil. —Dios… —dijo de pronto Alberto, uno de sus compañeros—. Qué pasada… —La… hos… tia… —musitó otro, asegurándose de marcar muy bien cada sílaba. —El hijo de puta… —dijo Alberto—. ¡Qué fuerte! — …la boca, los dientes… —susurraba Flavio mientras frotaba su incipiente perilla con desconcertante tenacidad. Julio, sin embargo, aún no se había atrevido a unirse a sus colegas, cuyos aspavientos eran cada vez más pronunciados, haciendo algún comentario. Algo le preocupaba sobremanera. Algo, en toda la escena, estaba completamente mal. Algo chillaba a pleno pulmón denunciando que algo no estaba funcionando como debiera, y la sensación era tan fuerte que Julio sintió un pitido agudo en los oídos. —Pero estaba ahogado… —dijo de pronto Flavio. —Qué coño va a estar ahogado, tío, pero tú has visto al hijo de puta… ése era un traficante y en cuanto lo han pillao se ha puesto como loco… —dijo Alberto. —Sí, sí… listo, que ere mu listo. Ése estaba más muerto que mi abuela, te lo juro… —Sí, anda, gilipolla, no veas qué muerto estaba; tú lo flipas… ¿no has visto lo que ha hecho con el policía o qué? —protestó Alberto, en tono visiblemente enfadado. —Pues estaba muerto, más blanco que una paré… —Flavio miraba al suelo, intentando encontrar algo de coherencia a sus propias palabras. Por fin, Julio habló con voz clara: —Estaba muerto antes, pero luego ya no lo estaba. Hubo unos momentos de silencio. En sus cabezas, manejaban las palabras de Julio como se paladea un pimiento rojo chileno: con miedo a morder, a asimilar la noticia en todas sus significaciones por lo que su mensaje implícito supondría. Las miradas se concentraban ahora, ensimismadas, en la escena que ocurría abajo en la playa. Allí, la mayoría de los hombres hablaban atropelladamente entre sí. Algunos se inclinaban con fascinación sobre el cadáver del falso ahogado, y una mujer de larga cabellera pelirroja señalaba con rápidos ademanes la herida en la cabeza. El policía seguía hablando por radio con gesto afectado. —Esto es la polla —dijo Flavio. En ese momento llegó otro coche patrulla. Los dos policías se apearon del vehículo y bajaron con agilidad las rocas que les separaban de la playa. Había muchos aspavientos y manos que señalaban, intentando explicar lo que había pasado, y mientras tanto, a medida que la noticia se propagaba, llegaban más y más curiosos de La Cala y La Araña, dos pequeños pueblos cercanos. Después de unos instantes, el coche patrulla recién llegado se marchó con la sirena puesta. —Mira a ése —dijo Alberto, señalando al policía—. No para de hablar por radio. Julio se fijó. Lo cierto era que el hombre no se había separado de su aparato. Escuchaba durante un buen rato mientras iba de un lado a otro, dando rápidos giros. —¡¿Y la ambulancia?! —le preguntaban algunas voces. Pero el policía les pedía calma con gestos de la mano. La ambulancia, sin embargo, nunca llegó. Treinta y dos minutos más tarde, la cantidad de gente arremolinada en torno a la escena era apabullante. Julio, Alberto y Flavio habían conseguido permanecer en primera línea, siguiendo con mórbida fascinación el desarrollo de los acontecimientos. A su alrededor, la gente compartía todo tipo de historias. Un tipo enjuto y de pelo gris, otrora conductor de tráilers y que vivía en las antiguas casitas de pescadores de La Cala —desde antes de que el boom turístico cambiara el pueblo para siempre— aseguraba que su cuñado, pescador de toda la vida, había visto una vez varias formas humanoides buceando a toda velocidad por debajo de su barca, una buena noche de junio, un día después de Luna llena. Para él, estaba claro que en las fosas abisales de La Cala había una población de seres blancos, sin sangre y sin pulso, y capaces de una violencia sin parangón. Dos señoras rollizas que parloteaban a su lado simplemente se escandalizaban de que, en medio de semejante situación, hubiera alguien capaz de dejarse llevar por tamaño disparate. Pero el hecho inequívoco y fascinante de que un ahogado, ya blanco e hinchado por acción del agua salina, oficialmente dictaminado difunto y dejado debajo de una lona de plástico, se había incorporado y devorado parcialmente a un policía estaba en boca de todos. Aproximadamente una hora después de que el agente de policía hubiera muerto, una oleada de gritos germinó en algún punto indeterminado de la playa y se extendió implacable, como un hediondo pedo furtivo, entre toda la gente presente. El motivo era la vieja lona de plástico que ahora cubría los dos cuerpos: el del policía sin rostro y el del falso ahogado. Se movía. Otra vez. III En el depósito de cadáveres del Hospital Carlos Haya, de Málaga, el principal responsable de la cámara mortuoria, Antonio Rodríguez, podía contabilizar los costos de la inmigración indocumentada de modo distinto al de otros funcionarios. En aquellos momentos se enfrentaba a una severa sobrecarga debido a un pecio encontrado que se había convertido en el último lugar de descanso de seis docenas de inmigrantes. Rodríguez abrió la puerta de la gran sala frigorífica donde se guardaban los cadáveres. Resultaba imposible abrirse paso por ella, de tantos cuerpos como yacían en el suelo, amortajados con las sábanas sanitarias en las que los envolvieron o vestidos todavía con las ropas con las que fallecieron. Alrededor de las paredes se amontonaban los cadáveres, dos en cada nicho. En una segunda cámara frigorífica los nichos eran más estrechos, por lo que el señor Rodríguez no tenía más que una espeluznante alternativa: o la de apilar los cuerpos unos encima de otros, con lo que las caras se quedaban aplastadas, o dejar los cuerpos fuera, en el vestíbulo, donde la refrigeración era inexistente. El señor Rodríguez se resistía a que los cuerpos se deformasen, y ésa era la razón por la que un par de cadáveres habían sido dejados fuera, en camillas, detrás de una cortina. El olor a descomposición no era muy fuerte, pero sí nítido. —¿Es todo? —preguntó a uno de los ayudantes. —Sí, ése era el último… —contestó con tono visiblemente afectado. Estaba revisando una lista y escribiendo algunos datos en ella—. Mañana habrá que embalsamar a los que van a irse, creo que estarán más de setenta y dos horas en tránsito. Rodríguez se tomó un momento para echar un vistazo a los cadáveres que habían dispuesto. Sabía que era una solución temporal hasta el día siguiente, pero se sentía muy mal por no haber podido dar un buen aposento a los cuerpos. —Deberíamos filtrar esto a la prensa, a ver si amplían de una puta vez —comentó con aire distraído. Sus ojos estaban fijos en una marca de nacimiento en uno de los pies descalzos, en forma de corazón—. Enviarles una puta foto de esta mierda, sabes lo que te digo… —Si vas a hacerlo, yo mismo te regalo mi cámara digital —contestó el ayudante sin apartar los ojos de su lista. —Es que esto no es normal, hombre. —No, no lo es. —Es… En ese momento, el mundo tranquilo y rutinario de Rodríguez cambió para siempre. Ya no habría más cervecitas después del trabajo en la cafetería Oña, ni celebraría la tradicional Compra Del DVD El Viernes Por La Noche. Ni volvería a comer cocido en casa de su madre o a beber aquel vodka ruso con su amiga Paola la noche de Navidad. Y ese Punto y Final llegó con el espasmo tremendo de uno de los cadáveres. Se sacudió con tanta violencia que uno de los cuerpos que tenía al lado se dio vuelta y cayó pesadamente al suelo con un golpe sordo. Rodríguez dio un acusado respingo. —¡Coño! Durante unos segundos, él y su ayudante permanecieron en silencio; el zumbido de los tubos de neón y las gigantescas cámaras frigoríficas llenaban el aire. Pero al fin, espasmos similares recorrieron muchos de los otros cuerpos. Y entonces empezaron a levantarse. Rodríguez no daba crédito. Miraba alrededor, posando su vista en un cuerpo y en otro a medida que se incorporaban, más o menos trabajosamente, con los ojos en blanco y las bocas abiertas. Las sábanas caían a un lado, los brazos se levantaban, las manos trocadas en garras y puños cerrados. Al incorporarse, casi todos carraspeaban horriblemente, o proferían horribles cloqueos y ruidos guturales de sorda naturaleza, y una mujer de cabello encrespado vomitó una suerte de puré negruzco. —Qué… ¿Qué…? —Por Dios, ¿qué…? A-ayuda… ¡Ayuda! El joven ayudante se acercó rápidamente al primero de los hombres. Rodríguez no pudo moverse. Se descubrió a sí mismo mirando cómo su ayudante le cogía de los hombros y le preguntaba si estaba bien. «¿Está usted bien?», le preguntaba, «¿está usted bien?». Y aquel hombre de color, de labios generosos y facciones duras, le miraba como emergiendo de un profundo sueño, y poco a poco, iba mudando sus facciones de la perplejidad… a una mirada brutal de odio. «Incrustado», pensó Rodríguez incoherentemente. «Tiene el odio incrustado en sus ojos». Quiso avisar a su ayudante, quiso advertirle, gritar, pero no podía articular palabra. De repente, sin que pudiera decir muy bien cómo, su ayudante sonreía con aire estúpido a uno de los chicos, que había reptado hacia su pierna y le había agarrado con ambas manos. El otro hombre movía la cabeza entre espasmos, intentando a todas luces abrir la boca. Eso parecía causarle serias dificultades. El resto de los hombres evolucionaban lentamente, moviéndose como una ola. Algunos bizqueaban hacia el techo, otros movían las manos en extraños ademanes, como si quisiesen alcanzar un objetivo invisible delante de ellos. —¿Qué… qué hace? Vamos, suélteme… señor… ¡señor, suélteme! Rodríguez quería cerrar los ojos. Intuía lo que iba a pasar. Sabía lo que iba a pasar. Lo veía en los ojos acuosos y muertos de toda aquella gente. Pero aún no era capaz de reaccionar. —¡Suéltemeeeeeee! Cuando el hombre que tenía cogida la pierna de su ayudante hundió sus dientes en ella, éste gritó. Y todavía gritaba cuando el que había atendido hundió su cara en la curva de su cuello y permaneció allí entre borbotones horribles y continuados. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »