Los cañones del Nizam

Tras su poco productivo éxito en la batalla de Waterloo, el capitán Matthew Hervey se dispone a regresar a Londres para contraer matrimonio con Lady Henrietta Lindsey e iniciar una plácida vida familiar. Sin embargo, Wellington tiene otros planes para él. Nombrado ayudante de campo del duque, recibe órdenes de embarcar con destino a la India con una misión política secreta para la que no se siente preparado y acerca de la que, por si fuera poco, no conocerá los detalles que le serán imprescindibles para llevar la buen puerto la misión.

Las relaciones de Londres con la joya de la Corona, la India, se encuentran en 1816 en una delicada situación y el gobierno británico ve peligrar su futuro si no logra mantener sus acuerdos con el príncipe Hyderabad. Unos acuerdos en los que desempeñan un papel esencial las "hijas del nizam", nombre con el que se conocen los cañones de gran calibre del príncipe.

Segunda entrega de Las aventuras de Matthew Herce, del Sexto de Dragones, tras Oficial de caballería

ANTICIPO:
Una vez depositada su confianza en el mejor jinete entre los suboficiales del regimiento, la prudencia militar dictó a Hervey que trazara un plan ante la contingencia de que Collins fracasara. Decidió ir en busca del sargento del pelotón de retén, cuyo nombre había leído en la hoja de servicio del día con una sonrisa. Sin embargo, primero debía informar a su superior —pues lord George seguía siéndolo hasta que se completaran las formalidades de su ascenso—de todo lo que había ocurrido, y luego debía comunicar al asistente la misión que había encomendado al cabo Collins y la posible llegada de Henrietta después de que él hubiera partido en dirección a El Havre. Por último, buscaría al hombre que mejor podía servirle, pues aunque lord George Irvine podía ser un bálsamo para cualquier herida, el sargento Armstrong tenía un ascendiente sobre Henrietta que difícilmente alcanzaría otro oficial.

Hervey lo encontró en el lugar del campamento donde solía estar (tanto si tenía servicio de retén como si no) a aquella hora de la tarde en que la mayor parte del trabajo del día se había realizado, el momento de tomarse un breve descanso antes de que se llamara al personal de las cuadras para la formación. La cantina estaba llena, y Armstrong se encontraba fuera, sentado, fumando en su larga pipa de espuma de mar (la legión alemana del rey las había puesto de moda) mientras leía sus órdenes y anotaba qué deberes del retén se habían cumplido hasta entonces. Era la primera vez que se veían en tres semanas, y el placer que sintieron al reunirse era más propio de dos amigos que de un oficial y un sargento. Hervey quiso saber antes de nada qué tal tenía Armstrong el brazo, pues una lanza le había dado de refilón en Waterloo, y tres semanas más tarde —al partir en dirección a Inglaterra— la herida aún no se había cerrado del todo. Armstrong se quitó la chaqueta, se remangó para mostrar una cicatriz roja, pero seca, y comentó con regocijo que tenía forma de galón, lo que en su opinión significaba que su ascenso estaba próximo o, lo que era más probable, añadió con un suspiro, que lo degradarían a cabo. En cualquier caso, el cirujano le había asegurado que el brazo, con el que manejaba la espada, recobraría muy pronto toda su extraordinaria capacidad. Hervey le comunicó la buena noticia de su ascenso y su nuevo destino en el estado mayor del duque (aunque, al igual que Collins, Armstrong ya estaba enterado de ello), así como su inminente partida hacia la India. Inmediatamente Armstrong insistió en que le permitiera acompañarle.

Hervey le explicó que no era posible, dado que no tenía autoridad para disponer de un sargento.

—¡Vaya, señor Hervey, preferiría ir con usted a cualquier parte a quedarme aquí, aburrido todo el día con trabajos insustanciales como la señorita Molly!

Hervey se echó a reír. El acento de Tyneside del sargento le causaba siempre el mismo efecto.

—Geordie Armstrong, déjeme que le recuerde las Escrituras: «¡Tengo mujer, de modo que no puedo ir!».

El sargento Armstrong, a quien acababan de adjudicar una vivienda por sorteo para que Caithlin pudiera abandonar Cork y reunirse con él, pareció avergonzado al recordarlo.

—¡No me sermonee, señor Hervey!

—Nada más lejos de mi intención —repuso Hervey tras una carcajada—. ¡Sobre todo ahora que es un buen católico!

—¡De manera que ahora me acusa! ¡Usted sabe que no tenía elección!

—No, desde luego —confirmó Hervey con una sonrisa—. ¡Caithlin bien valía una misa!

—¡A la mierda con el Papa!

Hervey frunció el entrecejo en señal de desaprobación, como era su deber.

Dos dragones que pasaban perdieron el paso al saludar, por lo que merecieron una severa reprimenda de Armstrong y se alejaron a toda prisa, como perseguidos por el abastecedor del campamento en el día de paga.

—Estos nuevos reclutas de Canterbury no saben siquiera caminar en línea recta. ¡A veces me gustaría tener aquel escuadrón del depósito! —Dio una larga chupada a la pipa, escupió a una zanja con una fuerza y una puntería impresionantes y de un trago casi vació la jarra—. ¿Cómo van las cosas por el cuartel general? ¿Aventando mierda de caballo como siempre, señor?

El viejo chiste hizo sonreír a Hervey.

—El duque se encontraba bien, por lo poco que vi. Llevaba a una hermosa joven del brazo; eso es todo cuanto puedo decirle.

—Ah —exclamó Armstrong con aire de complicidad—, debía de ser lady Shelley. ¡Está loca por él!

—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Hervey, estupefacto—. ¿Es del dominio público?

—Lo sé porque la semana pasada estuve de sargento de brigada y los vi todos los días en el Shamsel Easy. El duque le deja montar su zaino.

—Bueno, sin duda es todo de lo más inocente —observó Hervey encogiéndose de hombros—. El duque se ha ganado el derecho a divertirse un poco, ¿no?

—Sí, nadie lo niega, pero muchos desearían que hubiera vuelto a coger la pluma para hacer justicia a su caballería después de aquella batalla. ¿Ha leído su despacho? —Señaló el viejo ejemplar del Times que había en la cantina—. Muy blando, si le interesa mi opinión. ¡Se diría que no hubo un solo caballo británico en varias leguas a la redonda!

—No, aún no lo he leído, pero me han comentado que el duque lamenta no haber prodigado más alabanzas. Además, nosotros sabemos la verdad, y al final eso es lo que importa, ¿no?

—Sí —dijo Armstrong con un suspiro—, y supongo que algunas cosas es mejor que no se sepan.

Se produjo un silencio que se prolongó hasta que Hervey consiguió dejar de pensar en el sargento Strange y en los lanceros franceses (aún se sentía culpable por haber permitido que Strange pagara con su vida, para que él pudiera llegar a tiempo hasta los prusianos) y se armó de valor para formular su petición.

—Tengo que pedirle un favor. Es posible que al final no sea necesario, pero debo estar preparado.

—Sí, lo que usted quiera, señor —dijo el sargento Armstrong, intrigado.

Hervey le contó la larga historia: la partida de Horningsham, el asunto en la Guardia Real, la fragata, la carta de Henrietta, el viaje relámpago del cabo Collins al Canal… En otro tiempo se habría sentido avergonzado por aquel cúmulo de malentendidos, pero la vida, a diferencia del ejército, no se atenía a unas reglas. Aun así, suspiró y enarcó las cejas, pues aquel enredo no tenía nada de edificante.

—Así pues, ¿se encargará usted de explicárselo todo si llega después de que me haya marchado?

—Por supuesto, señor. Y si le fuera posible conseguir que Caithlin y yo nos reuniéramos con usted…

—Nada me gustaría más.

—Bien, ya está todo dicho, señor Hervey… capitán, debería decir. Aún no le he felicitado siquiera. Lo de ser edecán es cosa de mayores. Pronto llegará a coronel. Todo el mundo se alegra por usted, pero lamenta que se vaya.

—Volveré muy pronto, sargento Armstrong, no se preocupe. Es lo mejor. Sé que eso opina lord George. ¿Cosa de mayores, dice usted? Algún día se ha de abandonar el nido del regimiento, al menos para revolotear un poco. —No parecía muy convencido.

—¡Bueno, procure que no se le suban los humos, como parece que les ocurre a algunos del estado mayor cuando revolotean por ahí!

—Por supuesto que no, sargento —repuso Hervey entre risas—. Seré la dulzura personificada. ¡Y volveré!

—Sí, bueno, va a haber demasiadas caras nuevas para mi gusto, y todas tan feas como las de esos dos novatos del depósito que acabamos de ver. Supongo que todo irá bien mientras lord George siga al mando, pero si se va me parece que presentaré la renuncia.

—Lamentaría muchísimo que lo hiciera. En cualquier caso, es evidente que pronto habrá ascensos.

—¿Sargento mayor de escuadrón? ¡A fe mía que iba a espabilar yo a más de un cabo!

—¡Eso es, sargento! Apuesto a que tendrá su ascenso cuando yo regrese de la India.

—Quizá, pero se rumorea que pronto seremos sólo cuatro escuadrones. Mala perspectiva. Todavía hay unos pocos por delante de mí.

—En antigüedad tal vez.

—Así funcionan las cosas en tiempo de paz —murmuró el sargento con tono irónico—. Antigüedad combinada con méritos, ¿no lo llaman así? ¡Más bien antigüedad combinada con las botas de los hombres muertos!

—Bien, esperemos que no. Estos seis últimos años deberían haber servido para que no sea así.

—Puede. ¡Al menos no es antigüedad combinada con lamer el culo, como ocurre en algunos regimientos! Por las botas de los hombres muertos, pues —añadió con expresión pensativa al tiempo que alzaba su jarra.

—Sí —convino Hervey asintiendo y levantando la suya—. ¡Por los amigos ausentes!

—Por Harry Strange —añadió Armstrong mientras las hacían chocar.

—Por Harry Strange —repitió Hervey con voz apagada—, y por el comandante Edmonds.

—Sí, y por todos los demás. —Armstrong apuró el contenido de su jarra y la dejó con cuidado en la mesa que había junto a la puerta de la cantina—. Ahora, si me disculpa, capitán Hervey, señor, tengo guardia de establos. —Se abrochó el botón del cuello, volvió a ponerse el chacó y saludó—. Buena suerte, señor. Y no se preocupe por la señorita Lindsay. Prácticamente es uno de los nuestros.

***

El duque de Wellington entró en el despacho del coronel Grant sin formalidades y se sentó en la misma silla que Hervey había ocupado por la mañana. Tenía el rostro encendido, como siempre tras despedirse de lady Shelley, y llevaba una chaqueta azul oscuro en lugar de uniforme, pues era embajador además de comandante en jefe.

—Bueno, ¿qué tal han ido las cosas con el joven Hervey?

—Muy bien a mi entender, excelencia —contestó Grant, mientras le servía un vaso de vino blanco del Rin.

—¿Cuánto ha sido necesario contarle?

—Conoce la misión a grandes rasgos y la tapadera que usará con el nizam. Parecía encantado. En cuanto al asunto de Chintal, sólo le he revelado lo que necesita saber en este momento.

—¿Y confía usted en ese agente suyo de Calcuta? ¿Bazzard, dice que se llama?

—Bueno, duque, usted no me permite ir allí, de modo que tenemos que recurrir a Bazzard. Estoy seguro de que lo hará bien; me ha sido muy útil en el pasado.

—¿No cree que Hervey correrá peligro por no saberlo todo? Nos sirvió muy bien en Waterloo; no merece acabar como cebo para tigres. ¡Al contrario que una docena de hombres con un rango muy superior al suyo a los que ahora mismo podría nombrar!

—No creo que corra ningún riesgo, duque. Sólo ha de ir a Calcuta, y Bazzard se ocupará del resto.

El duque tomó un trago de vino y soltó un gruñido.

—¡Quién demonios habría sospechado que un pedazo de tierra polvorienta en un lugar ignoto acabaría convirtiéndose en una piedra en el zapato! Esos malditos whigs terminarán conmigo a poco que puedan, y desde que acusaron a Warren Hastings de alta traición ¡no está salvo nadie que haya sacado siquiera un mínimo provecho de la India!

Grant enarcó las cejas en un gesto de comprensión.

—Vetarán mi nombramiento para cualquier cargo en Calcuta si está en su mano y, cuando vuelva de Viena, también querrán quitarme de en medio aquí. Les iría de perlas descubrir que tengo propiedades en la India.

—No sea tan pesimista, duque —dijo Grant frunciendo el entrecejo—. Ha surgido cierta oposición contra la actual administración de la India. Creo que empiezan a oírse voces que piden su regreso.

El duque volvió a gruñir.

—Bueno, quizá sea así. En cualquier caso, dudo que pueda hacerse algo sin tener primero Hyderabad en el bolsillo, y no me beneficiará que se sospeche que estoy en deuda con Chintal a causa de esas jagirs que, debo añadir, ¡en estos cinco años apenas me han dado para un clarete decente!

—Siempre he creído que, si Chintal estuviera también en manos de la Compañía, habría más capacidad de maniobra con respecto al nizam. —Grant sirvió más vino y encendió un cigarro—. Es un lugar pequeño, sí, pero es el raja quien manda, y el nizam difícilmente podría pasarlo por alto.

—En efecto —convino el duque—. No desearía por nada del mundo que Chintal cayera en otras manos que las de la Compañía. Sin embargo, no quiero emprender acción alguna contra los poderes del país sin el apoyo del nizam. Necesitamos a ambos.

Grant se mostró de acuerdo.

—¿Y confía usted en que Hervey hará desaparecer esas malditas jagirs sin dejar rastro, pese a que no se lo hemos contado todo? ¿Y sin sufrir percance alguno?

—No hay motivo para inquietarse, duque —respondió Grant meneando la cabeza—. Cuantas menos personas conocen los hechos, menos peligro se corre; ése ha sido siempre el principio en que he basado mi trabajo. Su misión consiste únicamente en realizar un agradable viaje por mar hasta Calcuta, y luego Bazzard se encargará de todo.

El duque tomó otro trago de vino antes de ponerse en pie para marcharse.

—¿Sabe que ha de establecer contacto con su agente antes de empezar a recorrer el país?

—Señor, ésas son sus órdenes. Lo elegimos para esta tarea por la diligencia que ha demostrado en el ejercicio de su profesión. En cualquier caso —añadió con una sonrisa mientras se levantaba para abrir la puerta a su superior—, el Nisus tiene órdenes de incorporarse a la Escuadra de las Indias Orientales, y su base está en Calcuta. No creo que debamos dudar de la capacidad del capitán Hervey para esta misión.

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