Los catalanes

La prousiana sensibilidad para el detalle significativo, la asombrosa capacidad para acompasar la prosa al fluir de la vida y la agudeza en la construcción de la trama que, gracias sobre todo a la serie protagonizada por Jack Aubrey y Stephen Maturin, han hecho de Patrick O´Brian uno de los autores más leídos y apreciados en nuestro tiempo.

En esta novela, escrita en la década de los cincuenta, nos relata la historia del doctor Alain Roig, recien llegado a Sant Féliu tras una larga temporada en Oriente, Xavier, el hombre más rico y poderoso del pueblo, y de la bella y esquiva Madeleine: un escenario idóneo para explorar con sutileza y perspicacia los rasgos que mejor definen la condición humana.

ANTICIPO:
Fue a partir de este momento cuando Madeleine empezó a sentir que a su familia no le gustaba Francisco. No es que impidieran a Madeleine jugar con él —no, no eran así de duros ni de tajantes—, pero se respiraba en el ambiente un aire de desaprobación y una determinación a no estar contentos con Francisco que sobrevivió incluso a los maravillosos nueve días durante los cuales su nombre apareció en el periódico: el ganador de un certamen de dibujo entre todas las escuelas del Departamento. Jean Pajal, un hombre retraído y silencioso, generalmente benévolo pero callado, estuvo un buen rato mirando el periódico, y al final comentó: «Será orgulloso con toda seguridad. Demasiado orgulloso para lo que es».

Tenían todos los motivos del mundo para desaprobar la relación de su hija con él. Francisco provenía de la parte más salvaje del faubourg, el Cagareill, un barrio que estaba pegado al mar, y su padre, Jaume Crotade, llamado Camairerrou, era tan pobre como salvaje. Era muy salvaje. El propio Francisco era fruto de una pasión anómala por una genovesa, una extraña joven vagabunda que había venido en un barco pesquero desde Córcega: Camairerrou la instaló en su burdo cuchitril, donde murió entre redes y langosteras antes de que ni siquiera transcurriera un año de su llegada.

Sin embargo, la relación de los jóvenes prosiguió a pesar de esta desaprobación. Prosiguió, aunque, naturalmente, después de terminar el ciclo escolar, se vieron menos. Francisco fue el primero en abandonar la escuela, al ser mayor. El maestro quería que no abandonara los estudios y que acudiera al instituto de Argelès, insistiendo en que era una pena que se pusiera a trabajar ahora; e incluso mantuvo una larga conversación con el viejo Camairerrou. Pero sus gestiones no sirvieron de nada. Francisco quería dejarlo, y el viejo no veía ninguna razón por la que un chico que podía sujetar una amarra tuviera que estar encerrado en una escuela. Así que Francisco lo dejó, y al poco se hizo un hombre. El último día de su último trimestre, era un niño que jugaba infantilmente con los demás niños camino de casa; el primer día del nuevo trimestre, pasó por delante de ellos mientras jugaban junto al mercado del pescado, pasó por delante de ellos con sus botas de marinero acarreando una caja junto con Cisoul: llevaban cincuenta kilos de sardinas, pues las barcas habían salido a faenar de noche. Los saludó, pero como un hombre que saluda a unos chicos, no como un chico que sonríe a sus iguales.

Este cambio impresionó a Madeleine sobremanera. Siempre lo había creído maravilloso, pero esta nueva y hermosa figura, con botas altas y pañuelo escarlata de marinero, la dejó muda: le pareció que había sido demasiado familiar con él, demasiado coqueta, y durante unos instantes volvió a su condición de admiradora desarmada, suplicante.

Pero también ella estaba cambiando. Aún no era igual que su querida prima Carmen, la hija de Mimí, pero su candidez infantil había desaparecido por completo. Estaba empezando a poseer rasgos de mujer, y dio un estirón cual sauce joven. Ya tenía ese porte sutil, enhiesto, purasangre, que se supone se adquiere por llevar cargas en la cabeza. Aún no tenía formada la nariz, y ese detalle le aniñaba el rostro, pero la fantástica floración de su físico había empezado ya, y resultaba innegable, incluso para su familia, que estaba convirtiéndose en una joven muy hermosa.

Fue por esta época cuando atrajo la atención de madame Roig. Madame Roig la conocía de antes —en realidad, conocía a todo el mundo—, pero no había reparado de manera particular en la chica hasta el día en que Madeleine y tía Mimí fueron a decorar la capilla del cura de Ars en sustitución de tres mujeres que se habían intoxicado comiendo un mismo plato de mejillones en mal estado. Madame Roig era viuda, la viuda de Gastón Roig, de una rica familia de Saint—Féliu. Tenía mucho poder en la iglesia parroquial. Era una mujer sin hijos, y más respetada y temida que amada en el pueblo. Interesada por Madeleine, la invitó a su casa, interfiriendo así en el desarrollo natural de la joven.

Al parecer, al principio madame Roig invitó a Madeleine con vistas a su conversión, pues ésta era protestante, al menos a la manera suave y poco enfática de los protestantes de Saint—Féliu. También lo era toda su familia, salvo Mimí l´Empereur. Pero no había ningún espíritu sectario en esta religión, al menos en Saint—Féliu, donde cada mañana, desde las diez hasta las diez y media, el cura y el pastor paseaban juntos por la playa. Ésta era sin duda una extraña anomalía en un lugar tan vivaz, donde la violencia y la pasión se desbordaban con la menor expresión de desacuerdo. Pero así estaban las cosas, y este hecho se daba por asentado y reconocido. Tal vez la explicación estribaba en que los habitantes no tenían casi ningún sentido religioso; eran casi totalmente paganos en sus vidas. Pero, fuera cual fuera la razón de fondo, parecían tan felices en el templo como en la iglesia, y prácticamente indiferentes a ambos recintos.

Pero, si hubo conversión, no fue porque madame Roig persistiera: se contentaba con tener como amiga a una niña —a una joven, se podía ya casi decir— tan guapa y sumisa, tan rebosante de vitalidad y jovialidad, que resultaba una agradable compañía para alguna que otra sobremesa. Actualmente, a madame Roig le parecía que Madeleine se había vuelto demasiado indispensable para ella: tenía muchas cosas que hacer, no sólo cuidar de su propia mansión, con su sobrino incluido, sino también mantener una estrecha vigilancia sobre el ama de llaves del cura. Esta mujer concienzuda y de mente activa tenía siempre mucho que hacer. Estaban sus huérfanos, sus obras de caridad, la decoración y limpieza de la iglesia, vestir a los santos…, por lo que un par de piernas jóvenes le parecían caídas del cielo. Pero no era sólo por estas consideraciones estrictamente prácticas por las que a madame Roig le parecía imposible prescindir de Madeleine. Cuando ésta hubo superado su gran timidez —las primeras visitas habían sido un auténtico tormento para ella, un tormento de cariz anticipatorio, pues al final siempre salía contenta— y empezó a tener más confianza con madame Roig, logró ganarse de manera maravillosa el afecto algo oxidado de la anciana señora.

Al final, madame Roig se justificaba haciéndole a Madeleine algunos regalos de vez en cuando, cosas útiles, como por ejemplo medias de lana o bragas de percal, y a veces incluso encajes y pañuelos, amén de resolver en privado hacer algo hermoso cuando Madeleine se casara, y de enseñarle a coser, a llevar las cuentas y a escribir a máquina. Madame Roig sabía coser y sumar admirablemente; había aprendido lo primero en un convento tan famoso por sus labores, bordados y encajes como por su piedad —un convento situado en el norte de Francia—, y lo segundo mientras le buscaba casa a su hermano, que era el vicario general de Perpiñán. Pero la máquina de escribir, como no podía por menos de reconocer, estaba más allá de sus competencias. Sin embargo, no la estigmatizaba por esta razón ni tampoco por su novedad. De hecho, la consideraba un logro más útil que el piano. Así, compró el método de mecanografía de M. Boileau y, con él en la mano, le enseñaba a Madeleine a escribir a máquina en el despacho de su sobrino, como lo haría un hombre que no sabe nadar pero instruye a su alumno desde el borde de su piscina.

Volviendo a Madeleine y a Francisco, aunque estaban mucho más apartados de lo que habían estado desde hacía muchos años, era raro el día que no se veían. Durante todo el largo verano, los barcos se hacían a la mar casi todas las noches, y Madeleine, dormilona de toda la vida, se levantaba de madrugada y esperaba a que apuntara el alba, de pie junto al mar, mirando fijamente las barcas que iban apareciendo por el cabo. Llegaban casi siempre por el norte, rodeando el pequeño rompeolas del cuerno izquierdo de la cala, y, si soplaba tramontana, como ocurría muy a menudo, el primero llegaría deprisa, escorándose contra el viento y rozando la plancha semihundida del embarcadero, mientras toda la tripulación gritaba de alegría al hacer su entrada. Siempre habría un hombre apoyado en lo alto de la proa, su figura negra recortada sobre la vela parda, y en el momento en que veía la playa, profería el largo y ondulado saludo de la primera barca, en este caso el grito ritual del Pez Azul. Luego, los compradores que esperaban en la playa de guijarros devolvían el grito en la extraña jerga de su oficio, y, antes de que la larga barca crujiera de nuevo al varar en la orilla, las sardinas ya se habrían vendido.

A veces, la primera en entrar era la barca de Francisco, aunque no a menudo, pues no era una barca afortunada. Si alguna de las barcas de Saint—Féliu capturaba un delfín, un tiburón, un pez luna o cualquiera de esas capturas indeseadas que destrozan las redes de la sardina y la anchoa, ése era casi siempre la Amphitrite. Con frecuencia, con bastante frecuencia, la Amphitrite era la última de las barcas en llegar, encontrando la costa desierta de compradores, sin nadie más que los pescadores rezagados de las tripulaciones más afortunadas y, por supuesto, Madeleine.

Sin embargo, ya llegara la primera o la última, a Madeleine le parecía muy hermosa aquella barca larga y no muy alta, como un galgo, con su extraño y achaparrado mástil apuntando hacia delante —un ángulo extraño, urgente, para un mástil—, la verga afilada con el gran triángulo de una vela y la tripulación arremolinada a lo largo de la borda.

Pero los dos jóvenes no hablaban nunca en la playa. Ahora que eran mucho más conscientes de lo que hacían, les bastaba con un intercambio de miradas y una sonrisa cómplice. No pasaba lo mismo por la noche; el ambiente era entonces muy distinto, y, cuando había baile en la plaza del pueblo, siempre bailaban juntos. Parecían realmente encantadores cuando se deslizaban aplicadamente al ritmo de una versión quickstep de Saint—Féliu, y mucho más encantadores aún cuando, cogidos de la mano, arrobados, graves y donosos, formaban parte del corro de bailadores de la sardana, con las rudas gaitas catalanas clamoreando en medio de la oscuridad del verano y del leve arrastre de pies calzados con alpargatas, al ritmo acelerado del tambor, mientras las manos y cabezas, mantenidas en alto y erguidas, fluctuaban como suspendidas de la música.

Otras veces, al anochecer, caminaban sin rumbo entre las sombras de las viejas murallas, o se acercaban al muelle, donde la piedra caliente devolvía el calor del sol del largo día. Y allí permanecían hasta que a Francisco le llegaba la hora de aprestar la embarcación para hacerse a la mar: a menudo estaban más tiempo, cada cual sabiendo que deberían soportar duros reproches que no hacían ninguna mella en sus rostros cerrados y ensoñados.

Por entonces, empezó a percibirse en la voz de Dominique el primer asomo de la sempiterna gruñona, y Thérèse se confirmó más aún en sus recelos y aprensiones. Y cuando volvía Madeleine, la emprendían con ella, por separado o a dúo.

—¿Dónde has estado?

—Sí, eso. ¿Dónde has estado?

—Ha estado con ese pelagatos.

—Un muerto de hambre.

—Un inútil

—Su amante.

—Qué vergüenza, Madeleine.

—Sí, qué vergüenza, Madeleine.

—Sabe perfectamente que hay mucho trabajo en la tienda.

—Deberías ayudar a tu madre por las tardes.

—Y no irte por ahí como una cierva en celo.

—O como una gata que deambula por la noche.

—Y nosotras con las piernas hinchadas de estar de pie todo el día.

—Cuando yo era joven, ayudaba a mi madre.

—Todas ayudábamos a nuestras madres, so desgraciada.

—Pobre chica. Qué pena.

Vertían unas lágrimas, y volvían a la carga:

—Pues Carmen ayuda a su madre.

—Sí, Carmen no se va por ahí de parranda.

—Carmen es una buena muchacha.

—Como madame Roig se entere, no volverá a relacionarse contigo.

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