Los Manuscritos de Neithel III. La venganza del rey sin trono

La guerra amenaza con destruir a todos los pueblos libres, pues el poder de los seguidores de Zorbrak parece imposible de contener. Tras una durísima contienda plagada de sangrientas luchas, el final se acerca, ya que todo indica que está a punto de estallar la batalla definitiva, aquella en la que se decidirá el futuro de todo Úrowen. Pero por obra del azaroso destino entrarán en juego fuerzas con las que nadie había contado, unos poderes capaces de inclinar la balanza hacia un lado u otro, llegando a provocar la venganza más cruel y despiadada que nadie puede imaginar…

ANTICIPO:

Amanecer del éstrio 12 del xer de sagraster
del líznar 349 de la Segunda Era.
Dos líznars después de la invocación de Zorbrak

¡Ya vienen! —Sin decir ni una palabra más, Dhaliara tensó su bellí­simo arco élfico y disparó una flecha. Su objetivo estaba claro; un Siervo de Neucen con la barba trenzada y los cabellos encrespa­dos. Junto a ella, tres elfos más la imitaron. Las cuatro saetas alcanzaron el torso desnudo del dreknés, que continuó corriendo como si nada hubiese ocurrido. Gritaba de rabia, con los ojos inyectados en sangre, mientras una densa espuma azul le cubría la barba. Las dos hachas que blandía estaban teñidas de rojo, y junto a él avanzaban unos doscientos Siervos de Neu­cen, elegidos por el mismísimo Tárkarod para aquella misión suicida. No en vano, su objetivo era frenar la marcha y reducir el número de efectivos de las tropas élficas enviadas desde la Ciudad de Hielo de Kríndaslon, que avanzaban sin descanso montaña abajo para socorrer a la sitiada Flitzgar.
Ante el inminente choque, Dhaliara tiró su arco y sin demora empuñó sus dos espadas curvas. Haciendo gala de una indescriptible agilidad, la elfa de la nieve giró sobre sí, trazando un semicírculo con sus armas. La primera de ellas alcanzó una de las muñecas de su rival, obligándole a soltar el hacha que portaba mientras la afilada hoja de la otra espada de Dhaliara se desli­zaba por el cuello de su víctima, seccionándolo profundamente a su paso. La sangre salía a borbotones de la garganta del dreknés, que veía cómo con ella se le escapaba la vida. La elfa se olvidó al instante de aquel rival que ya estaba muerto, pues otros Siervos de Neucen requerían su atención.
A su lado, Siwalow y Gandharta luchaban con fiereza. Eternos enamo­rados, el primero era un corpulento y bravo elfo, hijo de Prátenos, quien a su vez era uno de los más venerados miembros del Consejo de Sabios de Kríndaslon y el mejor amigo que había tenido Zaistras en esta vida. La prometida de Siwalow, Gandharta, pertenecía a una de las familias más influyentes de la Ciudad de Hielo, y de sobra era conocido el valor que demostraba en el campo de batalla. Ambos empuñaban un vopkhesh, las temidas y famosas espadas de dos manos forjadas en Kríndaslon con un intrincado y curvado diseño que no tenía igual en todo Úrowen.
El enfrentamiento estaba siendo sumamente violento, pues los Siervos de Neucen estaban inmersos en un intenso estado de frenesí, y los elfos de la nieve no se mostraban dispuestos a sentir piedad alguna por un enemi­go tan cruel y sanguinario. El acero chocaba contra el acero, alcanzando la carne enemiga cuando se presentaba la ocasión. La sangre manchaba el suelo del bosque y los gritos se escuchaban por todas partes, pues pronto el grueso del ejército élfico alcanzó a los dreknars que ya se batían contra la avanzadilla en la que se encontraban Dhaliara y sus amigos.
—¡Va por ti, padre! —exclamó la elfa recordando al fallecido Zaistras antes de lanzarse a la carrera contra un terrible Siervo de Neucen que no dejaba de gritar el nombre de su maldito dios. Con una rapidísima finta, la joven logró evitar el hacha de doble hoja de su rival, y lo hirió en una pierna. Insensible al dolor, el dreknés no vaciló ni un instante y le lanzó un brutal puñetazo que alcanzó a Dhaliara en pleno rostro y la derribó de espaldas. La columna vertebral de la elfa sufrió el impacto de las rocas que cubrían el suelo, pero aquello no sería suficiente para acabar con ella. Sabiéndose a merced de su enemigo, que se le echaba encima, Dhaliara soltó una de sus espadas y empuñó una daga que llevaba al cinto, bien guardada en una ornada vaina de plata. Sin perder ni un momento, la lanzó contra su rival desde la posición en la que se encontraba. La afilada hoja voló con rapidez y se clavó fácilmente en la abultada y desnuda barriga del Siervo de Neucen. El veneno con el que había sido embadurnada la daga hizo su efecto al instante, acabando casi en el acto con la vida de aquel gigante venido del Valle del Éntelgar. El dreknés terminó sus éstrios desplomado junto al cuerpo de Dhaliara, que no tardó en levantarse para seguir luchando, pues aún eran muchos los Siervos de Neucen que quedaban en pie.
No lejos de allí, en aquellos momentos la ciudad de Flitzgar era víctima de un terrible asedio. La capital llevaba sitiada más de quince éstrios, pero hacía tres jornadas que había comenzado aquella brutal ofensiva, cuyo úni­co fin era acabar con cualquier rastro de vida que hubiera tras las murallas de la urbe. El cielo estaba cubierto por una densa capa de humo negro que nacía de las cientos de hogueras que poblaban la llanura que había a los pies de Flitzgar. Un sinfín de arqueros, todos ellos mercenarios pagados con el oro de Krénator, lanzaban sus proyectiles incendiarios por encima de los muros, mientras los mangoneles hacían su trabajo, arrojando enor­mes rocas contra sus enemigos.
Apoyado en una muleta, un envejecido Xon Lorker observaba con preocupación el desarrollo de la contienda desde una de las más altas to­rres que había en la ciudad. El sudor bañaba su frente, y mostraba el ceño fruncido, pues las opciones de victoria parecían en verdad muy escasas.
—¿Qué noticias hay de los elfos de la nieve? —le preguntó el Rey al maestro Findorlas, que estaba a su lado.
—Por desgracia, no sabemos nada de ellos… No hemos recibido nin­guna noticia del exterior desde hace once éstrios. En ese tiempo no ha lle­gado ni una sola paloma mensajera, ninguna señal de ayuda… Al parecer sus arqueros están siendo sumamente efectivos…
—Esperemos que hayan acudido a mi llamada, y que lleguen a tiempo si es que lo han hecho, o sólo encontrarán un montón de cenizas.
—Por el momento no debemos perder la esperanza. Aún hay tiempo… Vendrán… ¡Sé que vendrán!
—Sagrast te oiga, amigo… Sagrast te oiga.
—¿Qué hacéis aquí ? ¡Debéis resguardaros! ¡Es peligroso! —fue la reina Salíndar quien pronunció aquellas palabras.
—Sólo soy un pobre viejo —respondió el Rey—. No se perdería gran cosa si muero. Pero de todas formas entremos en el castillo; allí estaremos más protegidos tras sus muros.
—¿ Hay algo que podamos hacer ? — continuó Salíndar—. No soporto más la idea de estar de brazos cruzados, simplemente esperando el desarro­llo de la batalla… Debería estar con Arian; allí al menos tendría una misión clara que cumplir. ¿Crees que hicimos lo correcto?
—Sin duda era la mejor opción. Hemos hecho lo más conveniente, y además permaneciendo aquí, en Flitzgar, en nuestra ciudad. Así alejaremos de ella las miradas de nuestros enemigos. El momento de Arian llegará, y me temo que antes de lo esperado, pero por ahora debe permanecer a salvo y nosotros deberíamos hacer lo mismo. Vamos, tienes razón; regresemos al castillo. Desde aquí no hay gran cosa que podamos hacer para ayudar a defender la ciudad; únicamente arriesgamos la vida en vano. Por cierto, Findorlas, hablando de arriesgar la vida… ¿Dónde está Melnar?
—La última vez que lo vi se dirigía a las puertas de la ciudad. Traté de detenerlo, pero no me escuchó. En estos momentos debe de estar luchando allí, en la que sin duda es la zona más peligrosa de toda Flitzgar. ¡Sagrast quiera que regrese con vida… !

—¡Disparad! —El grito de Melnar sonó con fuerza sobre las murallas de la urbe—. ¡Disparad sin descanso! ¡No dejéis a nadie con vida! ¡ Que Zorbrak envíe contra nosotros a sus perros; sólo encontrarán la muerte! ¡Disparad! ¡Disparad por vuestra vida!
Junto a él, una treintena de experimentados arqueros lanzaba sus pro­yectiles contra la enfebrecida horda de enemigos que atacaba la ciudad. Melnar cogió una de sus flechas, cargó su arco y apuntó hacia una de las enormes escalas que poco a poco se aproximaban a los muros, empujadas por los mercenarios de Krénator. La batalla se recrudecía por momentos; los atacantes se disponían a asaltar las murallas, empleando para ello un sinfín de escaleras de madera y de torres de asedio. El arco de Melnar no tardó en dejar oír su canto. La flecha surcó el aire, y con total precisión se clavó con facilidad en el desprotegido ojo de uno de los asaltantes, que cayó muerto en el acto para acabar siendo pisoteado por los mercenarios que lo seguían.
—¡Disparad! —volvió a gritar el cazador, que estaba muy cambiado, tan cambiado que no parecía el mismo. Tras la desaparición de Eithelsil, Melnar había perdido la cabeza. En los éstrios que siguieron a tan fatídico suceso, el arquero se encerró en solitario en una de las habitaciones de la posada en la que se encontraban, urdiendo sus planes de venganza. Sólo tenía una idea en mente: acabar con la vida de Krénator y del maldito dios al que el mago había logrado sacar del Averno. A duras penas consiguie­ron hacerle entrar en razón, de manera que tuvieron que sacarlo de la ciu­dad prácticamente a rastras, pues loco de ira, su idea era plantarse ante las puertas de Dágorlax para desafiar abiertamente a sus rivales. Por fortuna sus amigos se encontraban a su lado, y le impidieron llevar a cabo tal osa­día. Así, tras despedirse de Zarlok, que partió hacia su hogar, llevándose consigo a su hija, Kaledar y Llél contrataron los servicios de un mercader que los llevó a los tres en su barco hasta el puerto de Verinfes, donde al fin pudieron sentirse a salvo. Allí, Kaledar terminó de curarse de sus heridas, aunque aún lucía la terrible cicatriz que le cruzaba la cabeza. Nadie sabía lo que le habían podido hacer en las mazmorras de Dágorlax, pero sin duda un poderoso hechizo obraba sobre él, pues jamás había vuelto a crecerle ni uno solo de sus rubios cabellos. A pesar de todo, quien peor se encon­traba era Melnar, que parecía incapaz de superar la pérdida de Eithelsil. El cazador deliraba en sueños, apenas comía, y su aspecto era lamentable. Totalmente demacrado, sin ganas de vivir, se dejaba arrastrar por Kaledar, que estaba a su lado en todo momento.
De esta forma, tras solicitar la ayuda de Xon Ágraster, rey de Verinfes, al que le contaron todo lo sucedido, se unieron a una gran caravana, fuer­temente escoltada por las tropas del reino, que los llevó hasta la ciudad de Flitzgar por una ruta segura, alejada de los peligros de una guerra que ya se había cobrado innumerables vidas en las batallas de Fenz y de Falstod. Allí fueron recibidos por Xon Lorker, quien lloró amargamente la pérdi­da de su hija.
Pero nada ni nadie podía hacer entrar en razón a Melnar, que parecía estar en trance, abandonado a su suerte. Así fue hasta que el maestro Findorlas solicitó reunirse con él en privado. Nadie sabe lo que hablaron en aquel encuentro, pero cuando el cazador salió de la estancia en la que se habían reunido, una mirada de determinación dominaba su rostro. A partir de aquel momento pareció recobrar la cordura, aunque sólo se movía por una única idea: la venganza. Ahora el paso del tiempo lo había cambiado aún más, de manera que ni siquiera físicamente parecía el mismo. Varias cicatrices recientes adornaban su cuerpo, que se había fortalecido por los innumerables combates en los que había participado desde la pérdida de Eithelsil. Una espesa barba cubría su rostro, y sus ojos siempre reflejaban un extraño brillo. Pocas veces se le veía ya sonreír. Su carácter en verdad se había vuelto más huraño, pues sólo pensaba en la mejor manera de dar muerte a sus enemigos. De esa forma se había vuelto temerario en exceso, hecho que había provocado que estuviera a punto de perder la vida en va­rias ocasiones, pues no sentía miedo alguno al dyüre de entrar en combate. Fue entonces, tras recuperarse de una de esas heridas que casi acabaron con su vida, cuando hizo algo que nadie se hubiese esperado jamás de él, pues ayudado de una especie de curandero y aojador que conoció en los bajos fondos de Flitzgar, vendió su alma a Vílfides, Señora de la Devastación, para que le ayudase a consumar su venganza…
Una roca enorme chocó contra las murallas de la ciudad a escasas nuiras de Melnar, devolviéndolo a la realidad. Una nube de polvo se extendió con rapidez por la zona, mientras las flechas volaban sobre las cabezas de los hombres de Flitzgar, que trataban desesperadamente de frenar a sus enemigos. Las torres de asedio estaban cada vez más cerca; pronto llega­rían a los muros.
«Kaledar, regresa cuanto antes», pensó el arquero antes de coger de su carcaj una nueva flecha.

—¡Síon, Lad, seguidme! ¡Las puertas están a punto de ceder! —gritó Lauerog a los enanos, que estaban ayudando a extinguir las llamas de uno de los edificios—. ¡No aguantarán mucho más! ¡Llevan dyüres ardiendo y las están golpeando sin cesar con un terrible ariete! ¡Pronto entrarán en Flitz­gar! ¡Wákovan ya se encuentra allí con sus hombres!
—¡Contad con nosotros para defenderlas! —exclamó Lad, antes de dirigirse a su gemelo—: ¿Estás preparado, hermano ?
—Siempre lo estoy; desde que perdimos a Yail no he dejado de estarlo ni un instante. Vayamos a por esos miserables. Si lo que quieren es entrar en la ciudad, pues que vengan… Les estaremos esperando para darles la bienvenida que se merecen.
—Es una lástima que Dáltar y los Caballeros no estén con nosotros, pero esta maldita guerra tiene demasiados frentes abiertos —intervino de nuevo Lauerog, pensando en el valeroso monje—. Está bien… ¡Vayamos a las puertas! ¡ Las defenderemos hasta con nuestra última gota de sangre!

Fuera de los muros, siguiendo las órdenes de Sarquo, los mercenarios de Krénator empujaban el enorme ariete con el que no dejaban de golpear

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