Los mil y un fantasmas

Lo sobrenatural y lo fantástico son, en el siglo XIX, literatura y se imponen con fuerza extraordinaria durante el Romanticismo. Alexandre Dumas, maestro de la novela histórica, no dejó escapar la oportunidad de someter a su desbordante poder de fabulación las leyendas, cuentos, episodios y escena que sus anfitriones le fueron contando a lo largo de sus viajes por Europa, el Próximo Oriente o África del Norte.

El resultado de esta mezcla es esta recopilación de relatos que, bajo la denominación de Los mil y un fantasmas, se estructuran y cuentan al modo de Las mil y una noches una partida de caza lleva al protagonista –el propio autor- a presenciar y firmar el atestado de un asesinato; el criminal está aterrorizado porque la cabeza de la muerta, una vez separada del cuerpo, le ha mordido. Más tarde, cada uno de los integrantes de la partida de caza, sentados alrededor de la mesa, contará, como la princesa Sherezade de Las mil y una noches, un relato sobrecogedor protagonizado por él mismo o vivido muy de cerca. Dumas se confiesa entonces escribano de las distintas historias que se relatan.

ANTICIPO:
Mi padre y mis dos hermanos se habían levantado contra el nuevo zar, y habían ido a luchar bajo la bandera de la independencia polaca, siempre abatida, siempre levantada de nuevo.

Un día supe que mi hermano más joven había muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba herido de muerte; finalmente, tras una jornada durante la que escuché con terror el ruido del cañón acercándose de manera incesante, vi llegar a mi padre con un centenar de jinetes, restos de los tres mil hombres que mandaba.

Venía a encerrarse en nuestro castillo, con la intención de sepultarse bajo sus ruinas.

Mi padre, que no temía nada por él, temblaba por mí. En efecto, para mi padre no se trataba más que de la muerte, porque estaba completamente seguro de no caer vivo en manos de sus enemigos; pero para mí se trataba de la esclavitud, del deshonor, de la vergüenza.

Entre los cien hombres que le quedaban, mi padre escogió diez, llamó al intendente, le entregó todo el oro y todas las joyas que poseíamos, y, recordando que durante el segundo reparto de Polonia, mi madre, casi niña, había encontrado un refugio inabordable en el monasterio de Sahastru, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó conducirme a ese monasterio que, hospitalario para la madre, no sería menos hospitalario sin duda para su hija.

A pesar del gran amor que mi padre tenía por mí, la despedida no fue larga. Según todas las probabilidades, los rusos debían estar a la vista del castillo al día siguiente. No había, pues, tiempo que perder.

Me puse a toda prisa un traje de amazona, con el que solía acompañar a mis hermanos a cazar. Me ensillaron el caballo más seguro de la cuadra; mi padre puso sus propias pistolas, obras maestras de la manufactura de Tula, en mis fundas, me besó y me dio la orden de partida.

Durante la noche y durante la jornada del día siguiente hicimos veinte leguas siguiendo las orillas de uno de esos ríos sin nombre que van a desembocar en el Vístula. Esta primera etapa doble nos había puesto fuera del alcance de los rusos.

Con los últimos rayos del sol habíamos visto brillar las cumbres nivosas de los montes Cárpatos.

Hacia el final de la jornada del día siguiente alcanzamos su base; por fin, en la mañana del tercer día comenzamos a adentrarnos por una de sus gargantas.

Nuestros montes Cárpatos no se parecen a las montañas civilizadas de vuestro Occidente. Todo cuanto la naturaleza tiene de extraño y de grandioso se presenta allí a la mirada en su majestad más completa. Sus cimas tormentosas se pierden en las nubes, cubiertas de nieves eternas: sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el espejo pulido de lagos semejantes a mares; y jamás barquilla alguna ha surcado esos lagos, jamás el sedal de un pescador ha turbado su cristal, profundo como el azul del cielo; la voz humana suena allí de tarde en tarde, dejando oír un canto moldavo al que responden los gritos de los animales salvajes: cantos y gritos van a despertar algún eco solitario, completamente sorprendido de que un rumor cualquiera le haya informado de su propia existencia. Durante muchas millas se viaja bajo bóvedas sombrías de árboles cortados sobre esas maravillas inesperadas que la soledad nos revela a cada paso, y que hacen pasar nuestro espíritu del asombro a la admiración. El riesgo en ellos está por doquiera, y se forma de mil peligros diferentes; pero no se tiene tiempo de sentir miedo porque esos peligros son sublimes. Unas veces son cascadas improvisadas por el deshielo que, saltando de roca en roca, invaden de pronto el. estrecho sendero que seguís, sendero trazado por el paso de la bestia feroz y del cazador que la persigue; otras son árboles minados por el tiempo que se desprenden del suelo y caen con horrible estruendo que parece un terremoto; otras, en fin, son los huracanes que os rodean de nubes en medio de las cuales se ve brotar, alargarse y retorcerse el rayo, semejante a una serpiente de fuego.

Luego, después de esos picos alpestres, después de esos bosques primitivos, igual que habéis tenido montañas gigantes, igual que habéis tenido bosques sin límites, tenéis estepas sin fin, verdadero mar con sus olas y sus tempestades, sabanas áridas y abolladas donde la vista se pierde en un horizonte sin límites; entonces ya no es el terror lo que se apodera de vosotros, es la tristeza lo que os inunda; es una vasta y profunda melancolía que nada puede distraer; porque el aspecto de la región, tan lejos como puede alcanzar vuestra mirada, es siempre el mismo. Subís y bajáis veinte veces cuestas semejantes, buscando en vano un camino trazado; al veros perdidos de este modo, en vuestro aislamiento en medio de los desiertos os creéis solos en la naturaleza, y vuestra melancolía se vuelve desolación. En efecto, la marcha parece haberse convertido en algo inútil y que no os conducirá a nada; no encontraréis ni aldea, ni castillo, ni choza, ninguna huella de habitáculo humano. Solo a veces, como una tristeza más en ese sombrío paisaje, un pequeño lago sin juncos, sin matorrales, dormido en el fondo de un barranco como otro mar Muerto, os corta el camino con sus aguas verdes, sobre las cuales se alzan, al llegar vosotros, algunos pájaros acuáticos de gritos prolongados y discordantes. Luego dais un rodeo; trepáis a la colina que está delante de vosotros, bajáis a otro valle, subís a otra colina, yeso dura hasta que habéis agotado la cadena montañosa que va empequeñeciéndose paulatinamente.

Pero una vez agotada la cadena, si os volvéis hacia mediodía, el paisaje recupera grandiosidad, percibís otra cadena de montañas más elevada, de forma más pintoresca, de aspecto más rico: está completamente empenachada de bosques, completamente surcada por riachuelos; con la sombra y el agua, la vida renace en el paisaje; se oye la campana de una ermita; se ve serpentear una caravana por la ladera de alguna montaña. Finalmente, con los últimos rayos del sol se distingue, como una bandada de pájaros blancos apoyados unos en otros, las casas de algunas poblaciones que parecen agruparse para preservarse de algún ataque nocturno; porque con la vida ha vuelto el peligro, y no son ya, como en los primeros montes atravesados, bandadas de osos y de lobos lo que hay que temer, sino hordas de bandidos moldavos contra las que hay que combatir.

Sin embargo, nos acercábamos. Diez días de marcha transcurridos sin accidente. Ya podíamos percibir la cima del monte Plon, que sobrepasa con su cabeza a toda la familia de gigantes, y en cuya falda meridional está situado el convento de Sahastru, al que me dirigía. Tres días más y habríamos llegado.

Estábamos a finales del mes de julio; la jornada había sido ardiente, y hacia las cuatro comenzamos a aspirar con una voluptuosidad sin igual los primeros frescores del atardecer. Habíamos pasado las torres en ruinas de Niantzo. Bajábamos hacia una llanura que comenzábamos a percibir a través de la abertura de las montañas. Desde donde nos hallábamos podíamos ya seguir con los ojos el curso del río Bistriza, de orillas esmaltadas por rojas affinas y grandes campánulas de flores blancas. Bordeamos un precipicio por cuyo fondo corría el río que allí todavía no era más que un torrente. Apenas si nuestras monturas tenían espacio suficiente para avanzar de dos en dos.

Nos precedía nuestro guía, sentado de lado en su caballo, cantando una canción modava, de monótonas modulaciones, y cuyas palabras seguía con sigular interés.

El cantor era al mismo tiempo el poeta. En cuanto a la melodía, habría que ser uno de esos hombres de las montañas para repetida con toda su salvaje tristeza, con toda su sombría sencillez.

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