Los nueve príncipes de Ambar

Corwin ha sido internado en un hospital tras sufrir un accidente de coche. Padece un ataque de amnesia que le impide recordar quién es. Encontrará una extraña baraja cuyos arcanos representan a personas que reconoce, entre las que se encuentra él mismo. Los naipes le permitirán llegar a Ámbar, de cuyo trono es el legítimo sucesor.

Ámbar es el mundo verdadero, un universo que proyecta infinitos reflejos de sí mismo, solo manipulables por aquellos con sangre real amberita. Corwin descubrirá que su padre, el monarca Oberón, ha desaparecido en extrañas circunstancias. Mientras tanto, sus hermanos se encuentran inmersos en una lucha fratricida repleta de traición, conspiraciones y muerte.

ANTICIPO:
Me sentí seguro durante al menos tres minutos.

Logré llegar antes que Carmela a la puerta y abrí.

Random entró tambaleándose y de inmediato cerró la puerta a su espalda y echó el cerrojo. Tenía ojeras bajo los ojos claros y no llevaba su jubón brillante ni sus leotardos. Necesitaba un afeitado y vestía un traje marrón de lana. Llevaba una gabardina en un brazo, y los zapatos eran de gamuza oscura. Pero era Random, sin duda (el Random al que había visto en la carta), solo que su boca parecía cansada y tenía las uñas muy sucias.

— ¡Corwin! —dijo. Y me abrazó.

Le apreté el hombro.

—Me parece que te vendría bien un trago —dije.

—Sí. Sí. Sí… —convino, y lo conduje hacia la biblioteca.

Unos tres minutos más tarde, después de haberse sentado, con una copa en la mano y un cigarrillo en la otra, me dijo:

—Me siguen. Pronto estarán aquí.

Flora dejó escapar un grito que ambos ignoramos.

—¿Quién? —pregunté

—La gente de las Sombras —respondió—. No sé quienes son, ni quién los envía. Son cuatro o cinco, puede que incluso seis. Estaban en le avión conmigo. Tomé un redactor. Aparecieron a la altura de Denver. Moví el avión varias veces para restarlos, pero no funcionó, y no quería alejarme demasiado de mi ruta. Me los quité de encima en Manhattan, pero es solo cuestión de tiempo. Creo que no tardarán en llegar aquí.

—¿Y no tienes ni idea de quién los envía?

Sonrió un instante.

—Bueno, supongo que podemos limitarnos a la familia sin temor a equivocarnos. Quizá Bleys, quizá Julián, puede que Caine. Podrías ser incluso tú, para atraerme aquí. Aunque espero que no sea así. No fuiste tú, ¿no?

—Me temo que no —dijo—. ¿Parecían duros?

Se encogió de hombros.

—Si solo fueran dos o tres, hubiera intentado preparar una emboscada. Pero no con tantos.

Era un hombre pequeño, de menos de un metro setenta, pero su seriedad al hablar era mortal. Yo estaba bastante seguro de que decía la verdad cuando hablaba de enfrentarse solo a dos o tres matones. De repente me pregunté por mi propia fuerza física, siendo como era su hermano. Sentía una potencia tranquilizadora. Me sabía capaz de enfrentarme a cualquier hombre en una pelea justa sin mucho temor. ¿Hasta dónde llegaba mi fuerza?

De repente supe que tendría la ocasión de descubrirlo.

Alguien llamó a la puerta principal.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Flora.

Random rió, se desanudó la corbata y la tiró sobre su gabardina, que descansaba en el escritorio. Se quitó la chaqueta y miró alrededor de la estancia. Su mirada cayó sobre el sable, y en un instante llegó hasta él y lo blandió. Yo sentía el peso de mi .32 dentro del bolsillo de la chaqueta, y le quité el seguro con el pulgar.

—¿Hacer? —preguntó Random—. Existe la posibilidad de que logren entrar —dijo—. Por tanto, entrarán. ¿Cuándo fue la última vez que te enfrentaste en combate, hermana?

—Hace demasiado tiempo —replicó.

—entonces más te vale que empieces a recordar —le dijo él—, porque solo es cuestión de tiempo, de muy poco tiempo. Alguien los guía, créeme. Pero nosotros somos tres, y ellos apenas nos doblan en número. ¿Por qué preocuparnos?

—No sabemos lo que son —dijo ella.

Volvieron a llamar.

—¿Y que importa?

—Nada —respondí yo—. ¿Voy y los dejo entrar?

El semblante de los dos se demudó un tanto.

—También podemos esperar…

—Puedo llamar a la policía —dije.

Los dos rieron, casi histéricos.

O a Eric —dije de repente, mirándola.

Pero Flora negó con la cabeza.

—No tenemos tiempo. Tenemos el Arcano, pero para cuando respondiera, si es que decide hacerlo, ya sería demasiado tarde.

—Y esto podría ser cosa suya , ¿eh? —dijo Random.

—Lo dudo —respondió ella—, lo dudo mucho. No es su estilo.

—Es verdad —respondí porque sí, y para darles a entender que me enteraba de algo.

Volvió a llegar una llamada desde la puerta principal, esta vez mucho más fuerte.

¿Qué hay de Carmella? —pregunté de repente.

Flora sacudió la cabeza. He decidido que es improbable que responda a la puerta.

—Pero no sabes a lo que te enfrentas —gritó Random, que de repente salió de la biblioteca.

Lo seguí por el pasillo hacia el recibidor, justo a tiempo para impedir que Carmella abriera la puerta.

La enviamos de vuelta a su habitación, con órdenes de encerrarse allí.

—Esto demuestra la fuerza de la oposición —observó Random—. ¿Qué hacemos, Corwin?

Me encogí de hombros.

—Si lo supiera, te lo diría. Pero al menos de momento estamos juntos. ¡Atrás!

Y abrí la puerta.

El primer hombre intentó empujarme a un lado, pero me tensé y lo rechacé.

Alcancé a ver que eran seis.

—¿Qué quieren? —les pregunté.

Pero no dijeron ni una palabra. Vi pistolas.

Lancé una patada, cerré la puerta de golpe y eché el cerrojo.

—Muy bien, sin duda están ahí —dije—. ¿Pero cómo sé que no estás tramando algo?

—No puedes saberlo —respondió Random—, pero te aseguro que me encantaría que así fuera. Parecen salvajes.

Tuve que asentir. Los tipos del porche eran enormes, y llevaban el sombrero bien calado para cubrirles los ojos. Sus rostros quedaban ocultos en las sombras.

—Me encantaría saber lo que está sucediendo —dijo Random.

Sentí una vibración cerca de las orejas que me puso el pelo de punta. En ese momento supe que Flora había soplado su silbato.

Cuando oí romperse una ventana en algún punto a mi derecha, no me sorprendió oír un rugido retumbante y aullidos a mi izquierda,

—Ha llamado a los perros —le dije—, seis bestias de lo más violento, que en otras circunstancias podrían atacarnos a nosotros.

Random asintió y los dos nos dirigimos en la dirección del ruido.

Cuando llegábamos al salón, dos hombres armados con pistolas ya estaban dentro.

Tumbé al primero, me agaché y disparé al segundo. Random saltó sobre mí blandiendo su espada, y vi cómo la cabeza del segundo matón se separaba de sus hombros.

Para entonces, dos más habían atravesado la ventana. Les vacié la automática encima y oí los gruñidos de los sabuesos de Flora mezclados con disparos que no eran los míos.

Vi a tres de los hombres en el suelo, y otros tantos perros de Flora. Me alegró comprobar que habíamos acabado con la mitad, y cuando el resto entró por la ventana maté a otro de un modo que me sorprendió.

Porque de repente, sin pensar en ello, había agarrado una enorme butaca tapizada y la había lanzado quizá diez metros al otro lado de la habitación, rompiéndole la espalda al hombre.

Salté hacia los otros dos, pero antes de llegar hasta ellos Random había atravesado a uno con el sable, para dejarlo a merced de los perros, mientras se giraba hacia el otro.

Sin embargo, este mató a otro de los perros antes de que pudiéramos detenerlo, aunque no logró nada más: Random lo estranguló.

Dos de los perros estaban muertos y había otro gravemente herido; a este, Random lo mató con una rápida estocada antes de volver nuestra atención hacia los hombres.

Había algo extraño en su aspecto.

Flora apareció para ayudarnos a determinar de qué se trataba.

Para empezar, los seis tenían los ojos uniformemente inyectados en sangre. Estaban totalmente rojos. Sin embargo en ellos aquella condición parecía normal.

Además, todos disponían de una articulación adicional en los dedos, incluidos los pulgares, y en el dorso de la mano tenían unos espolones afilados y curvados.

Todos tenían mandíbulas prominentes, y cuando le abrí la boca a uno de ellos conté cuarenta y cinco piezas dentales, la mayoría más largas que las humanas, y algunas de ellas mucho más afiladas. La piel era grisácea, dura y brillante.

Sin duda había más diferencias, pero aquellas bastaban para demostrar… algo.

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