Los oráculos paganos y otras obras selectas

Esta selección de los mejores ensayos de Thomas de Quincey, quisiera contribuir a la difusión de un auténtico tesoro de crítica literaria y filosófica, de lógica, humor e imaginación metafísica, que aún sigue asombrándonos por su frescura e inteligencia. En ella el lector encontrará algunos de los ensayos más representativos del estilo y temas favoritos de De Quincey. Uno de los más famosos es, sin duda, La rebelión de los tártaros, en el que el autor aplica uno de sus métodos favoritos: parte de la Historia conocida para elaborar imaginativamente algunos episodios introduciendo elementos emocionales que dotan a la narración de grandeza épica. Otras obras incluidas en este volumen son: La monja alférez –sobre la vida y el carácter de la religiosa española Catalina de Erauso–, Cartas a un joven cuya educación ha sido descuidada –sobre la necesidad del cultivo continuado del intelecto–, Los oráculos paganos –sobre el cristianismo primitivo y su inesperado triunfo–, y Las sociedades secretas –que postula la teoría de una sociedad secreta perfecta. Thomas de Quincey nació en 1785 en la ciudad inglesa de Manchester, y al acabar los estudios secundarios se fugó de la casa paterna a Gales. Después de pasar dos años en la indigencia en Londres regresa al hogar familiar y se matricula en el Worcester College de Oxford, donde, a consecuencia de las numerosas neuralgias que sufre, se aficiona al láudano. En 1820, De Quincey se instala en Londres donde se convierte en colaborador del London Magazine, en el que publica sus famosas Confesiones de un inglés comedor de opio (1821). El éxito repentino de la obra no dio a De Quincey la tranquilidad y solvencia necesarias para poder dedicarse en cuerpo y alma al estudio y a la reflexión, como hubiera sido su deseo. Se casó con la hija de un granjero, Margaret Simpson, en 1816 y tuvo ocho hijos.

ANTICIPO:
Esa nave iba repleta de reclutas del ejército español, y se dirigía a Concepción En ese destino se produjo asimismo una reiteración de los hechos significativos que se solían producir en las aventuras más casuales de Catalina. Se alistó como soldado; y, cuando tocaron puerto, la primera persona que vino de tierra fue un asombroso Joven oficial, a quien enseguida, por su nombre y rango (aunque nunca le había visto) identificó como a su propio hermano. Gozaba de una situación esplendida, siendo el secretario del Gobernador General, cargo que compatibilizaba con su rango de oficial de caballería; en el barco comenzó a inspeccionar a los reclutas y, naturalmente, al leer en la lista que uno procedía de Vizcaya, el ardiente Joven se acercó con cortesía a Catalina y tomó la mano de la joven recluta con amabilidad, sintiendo que tener a un compatriota en un lugar tan lejano era como tener una suerte de pariente, y le preguntó con emoción por recuerdos infantiles. Se produjo un "pathos" bíblico en la escena que siguió, como si se tratase de una reunión doméstica de una época patriarcal. El Joven oficial era el hijo mayor de la casa, y había abandonado España cuando Catalina contaba sólo tres años de edad. Y, por extraño que parezca, fue por Catalina, la gatita salvaje que recordaba haber visto en el convento de San Sebastián, por quien primero preguntó. ¿Conocía el recluta a su familia, los De Erauso? ¡Oh, sí, todo el mundo los conocía! ¿Conocía el recluta a Catalina? Catalina sonrió mientras contestaba afirmativamente y le dio una descripción tan viva de la fierecilla, que los ojos del oficial brillaron con agradecida ternura, y con la certeza de que Catalina no era una falsa vizcaína. Ya se sabe, si Kate no podía dar una buena descripción de la gatita, ¿quién podría hacerlo? El resultado de la entrevista fue que el oficial insistió en que Kate se alojara en sus aposentos. Prestó otros servicios a su des conocida hermana. La puso como soldado en su propio regimiento y la favoreció de todas las maneras que les están permitidas a alguien que posee autoridad. Pero la persona que de más utilidad sería a nuestra Kate, era la misma Kate. En esos momentos había guerra contra los indios, tanto en Chile como en Perú. Kate siempre cumplió con su deber en acción, pero al final, en la batalla decisiva de Purén, tuvo la ocasión de hacer algo más. En su propio escuadrón se habían causado grandes estragos, la mayoría de los oficiales habían muerto, y se habían apoderado del estandarte. Kate reunió a un grupo a su alrededor, galopó tras la columna india que se llevaba el trofeo, cargó, vio cómo mataban a su propio grupo, y (sin hacer caso a las heridas en su cara y en su hombro) logró recuperarlo. Cabalgó hacia donde estaba el general y su estado mayor; desmontó, entregó el estandarte, y perdió el conocimiento, menos por la perdida de sangre que por las lágrimas que inundaban su rostro, cuando el general, haciendo ondear su espada sobre su cabeza en señal de admiración, nombró a Kate alférez en el acto, o portador del estandarte, con una comisión del rey de España y de las Indias. ¡Gentil Kate! ¡Noble Kate! Ojalá no hubiese habido dos siglos de diferencia entre tú y yo para haber tenido el placer de besar tu dulce mano.

Kate tenía el sentido común de ver el peligro que acarrearía revelar su sexo, o su parentesco, incluso a su propio hermano. El dominio de la Iglesia nunca descansaba, nunca "prescribía", a no ser por propia voluntad. Si la monja hubiese sido descubierta, habría sido sacada de los barracones, o de la silla de montar. Por tanto, tuvo la firmeza necesaria, durante muchos años, para resistir los impulsos fraternales que a veces le sugerían esa confidencia. Durante varios años, los anos más importantes de su vida -los años en que se desarrolló su carácter-vivió sin ser descubierta como un brillante oficial de caballería bajo el patronazgo de su hermano. Y la pena más amarga en toda la vida de Kate fue el trágico (y, si no hubiese quedado completamente testimoniado, ultra-escénico) suceso que disolvió su largo vínculo. Permítanme emplear algunas palabras de disculpa por los errores de Kate. Todos cometemos muchos, tanto tú, lector, como yo. No, alto; eso no es cortés por mi parte. Tú, lector, lo sé, eres un santo; yo no lo soy, aunque esté muy cerca. Yo yerro en largos intervalos, y luego pienso con indulgencia en el gran número de circunstancias que hablan en favor de esta pobre chica. Los ejércitos españoles de aquellos tiempos recibieron en herencia, de los días de Cortés y Pizarro, brillantes recuerdos de hazañas militares y la peor de las éticas. Menospreciar el derramamiento de sangre, pelear, combatir. Jugar, saquear, pertenecían tanto al ambiente de un campamento, como a su indolencia y a sus tradiciones. Uno se veía obligado a hacer esas cosas en defensa propia. Aparte de todas estas fuentes del mal, el ejército español sentía precisamente en esos momentos un motivo más de desmoralización en una guerra contra salvajes que era sangrienta y pérfida. No creas, lector, que Justifico demasiado la muerte de un hombre. La palabra "matar" aparece diseminada por cada una de las páginas de la autobiografía de Kate. No se deberían leer a la luz de nuestra época. No obstante, ¿qué ocurriría si al hombre al que ella mató fuese…? ¡Silencio! Fue triste, pero es mejor dejar lo atrás con pocas palabras. Años después, un joven oficial que cenaba con Kate, le propuso que fuera su padrino en un duelo. Esas cosas pasaban todos los días. No obstante, Kate tenía razones para rechazar esa propuesta, y así lo hizo. Pero el oficial, que ocurriría), su cadáver yacería ante la puerta de Kate. Yo no asumo su perspectiva del caso, y tampoco me conmuevo por su retórica o su lógica. Kate si, y se ablandó. El duelo fue señalado para las once de la noche, bajo los muros de un monasterio. Por desgracia la noche resultó ser inusualmente oscura, de manera que los dos protagonistas tuvieron que atarse pañuelos blancos en los codos para poder discernirse el uno al otro. En la confusión quedaron los dos heridos mortalmente. Después de eso, de acuerdo a usos no peculiares a los españoles, sino extendidos (como sin duda sabe el lector) entre nuestros compatriotas, los dos padrinos estaban obligados por honor a hacer algo para vengar a sus apadrinados. Kate tuvo su habitual mala suerte. Su espada atravesó el cuerpo de su oponente; este oponente desconocido cayó muerto, y en su último suspiro gritó; "¡Ah, villano, me has matado!", con una voz de terrible reproche; ¡y la voz era la de su hermano!

Los monjes del monasterio, bajo cuya sombra silenciosa había ceñido lugar ese duelo criminal, se levantaron con el ruido de las espadas y los enojados gritos de los duelistas, armándose de antorchas para comprobar si alguno de los oficiales había sobrevivido. Todo monasterio e iglesia tenían un derecho de asilo por un breve periodo. Conforme a la costumbre, los monjes llevaron a Kate, turbada por la angustia, al santuario de su capilla. Allí la retuvieron durante algunos días; pero luego, tras haberla suministrado un caballo y algunas provisiones, la abandonaron a su suerte. ¿Qué camino podía seguir la desdichada fugitiva? Impulsada por la ceguera, se dirigió hacia el mar. Era el mar el que la había traído a Perú, y era el mar el que quizá la sacara de allí. Era el mar el que le había mostrado por primera vez esta tierra y sus doradas esperanzas; era el mar el que tenía que ocultarle sus terribles recuerdos. Fue el mar el que dividió su vida en dos extremos; el mar podría ahora, si quería, devolverle la vida a la que ya había renunciado.

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