Lote núm. 249. 11 relatos de terror y misterio

Arthur Conan Doyle (1859-1930), es quizá el caso paradigmático del escritor que abordó todos los géneros literarios con singular destreza, creando además personajes inolvidables. Sherlock Holmes, en la literatura de crimen y misterio; el profesor Challenger, en la peripecia aventurera, e incluso de ciencia ficción; Sir Nigel y el brigadier Gerard, en la novela y relato de recreación histórica… El presente volumen recoge once relatos de terror y misterio donde Conan Doyle aborda con maestría diferentes temas de la literatura fantástica. Así, en Lote núm. 249, nos enfrentamos a los extraordinarios acontecimientos desencadenados por un egiptólogo sin escrúpulos al manipular una momia egipcia. El parásito describe la angustia y el terror de un científico víctima de un proceso de vampirización espiritual. El gran experimento de Keinplatz narra en clave de humor las imprevisibles consecuencias de un experimento de hipnosis. El cofre pintado a franjas y La relación de J. Habakuk Jephson nos enfrentan a los misterios del mar. Espanto en las alturas sugiere la angustiosa posibilidad de la existencia de seres informes que moran en las capas altas de la atmósfera. Finalmente, en El caso de Lady Sannox el deseo de venganza y castigo alcanza una dimensión de espanto casi epidérmico.

ANTICIPO:
Es posible que no pueda pronunciarse jamás un Juicio absoluto y definitivo acerca de las relaciones de Edward Bellingham con William Monkhouse Lee, ni sobre la causa que motivó el gran terror de Abercrombie Smith. Es verdad que poseemos un relato completo y claro del propio Smith, así como determinadas corroboraciones que pudo encontrar en hombres como Thomas Styles, el sirviente; del reverendo Plumptree Peterson, miembro del Old College, y de otras personas que tuvieron oportunidad de obtener una visión pasajera de éste o aquel incidente, dentro de una singular cadena de sucesos. No obstante, en lo esencial, la historia se apoya sólo en el testimonio de Smith, y la mayoría se inclinará a pensar que es más probable que un cerebro aparentemente sano sufra una sutil deformación en su textura, algún extraño defecto en su funcionamiento, que el hecho de que se haya transgredido el camino de la Naturaleza, a pleno día, en un centro de enseñanza tan afamado como la Universidad de Oxford. Sin embargo, cuando nos paramos a pensar en lo estrecho y tortuoso que es ese sendero de la Naturaleza, en lo confusamente que podemos trazarlo, a pesar de todas las luces de la ciencia, y en cómo surgen misteriosamente de la oscuridad que lo rodea enormes y terribles posibilidades, llegamos a la conclusión de que tiene que ser audaz y seguro de sí mismo el hombre capaz de poner un límite a los extraños senderos laterales por los que puede vagar el espíritu humano.

En la esquina de una de las alas de lo que llamaremos el Oíd College de Oxford se alza una antiquísima torre. El pesado arco que se extiende sobre el hueco de la puerta ha declinado bajo el peso de los años, y los bloques de piedra gris mordida por el liquen están unidos por tallos y filamentos de hiedra, como si la vieja madre se hubiera esforzado por asegurarlos contra el viento y la intemperie. Desde la puerta asciende en espiral una escalera de piedra, con dos descansillos intermedios y un tercero donde concluye. Los peldaños están desgastados y deformados por las pisadas de las generaciones de buscadores del conocimiento que se han ido sucediendo. La vida se ha deslizado como el agua por los escalones de la sinuosa escalera y, como el agua, ha dejado atrás estos surcos de piedra desgastada. Desde los pedantes estudiosos de largas togas de los tiempos de Plantagenet hasta los jóvenes calaveras de épocas posteriores, qué pletórica y fuerte ha sido esa corriente de joven vida inglesa. ¿Y qué queda ahora de todas aquellas esperanzas, de todas aquellas aspiraciones, de toda aquella energía impetuosa, excepto unas cuantas letras grabadas sobre la piedra en algún viejo cementerio, y acaso un puñado de polvo en un féretro carcomido? Sin embargo, allí permanecía la silenciosa escalera y el viejo muro gris, con sus bandas, sautores y otros emblemas heráldicos, como si fueran sombras grotescas proyectadas desde los tiempos pasados.

En el mes de mayo de 1884 tres hombres ocupaban los grupos de habitaciones que daban a los distintos descansillos de la vieja escalera. Cada grupo constaba simplemente de un cuarto de estar y un dormitorio, mientras que las dos habitaciones correspondientes de la plañía baja se empleaban, una como carbonera, y la otra como vivienda del sirviente Thomas Styles, cuya ocupación principal consistía en atender a los tres hombres de arriba. A derecha e izquierda había una hilera de salas de conferencias y despachos, de manera que los habitantes de la vieja torre disfrutaban de cierra independencia, lo cual confería a estos aposentos una gran popularidad entre [os estudiantes más aplicados. ASÍ eran los tres estudiantes que las ocupaban ahora: Abercrombie Smith en el piso superior, Edward Bellingham en el intermedio, y William Monkhouse Lee en el inferior.

Eran las diez en punto de una noche clara de primavera y Abercrombie Smith descansaba en su sillón con los pies apoyados sobre el guardafuego y la pipa de eglantina entre los labios. Al Otro lado de la chimenea, en un sillón similar y en actitud igualmente cómoda, descansaba su viejo amigo de escuela Jephro Hastie. Los dos hombres vestían traje de franela, pues habían pasado la tarde en el río. Pero, aparte de los trajes, bastaba fijarse en sus rostros despiertos, de rasgos marcados, para darse cuenta de que eran hombres que gustaban del aire libre, hombres cuya voluntad y gustos se dirigían de forma natural hacia codo lo que fuera masculino y enérgico. Hastíe, desde luego, era primer remero de la embarcación de su colegio, y Smith era incluso mejor remero que él, pero los exámenes proyectaban ya su sombra sobre ellos y Smith estaba volcado en el trabajo, salvo unas pocas horas a la semana que dedicaba a su salud. Un montón desordenado de libros de medicina, huesos, modelos y placas anatómicas diseminados sobre la mesa, revelaban la extensión y la naturaleza de sus estudios, mientras que un par de sticks y un Juego de guaníes de boxeo colocados encima de la chimenea indicaban los medios de que se valía, con la ayuda de Hastie, para realizar sus ejercicios de la forma más cómoda y regular. Los dos amigos se conocían muy bien… can bien que podían estar sentados en medio de un silencio tranquilizador, lo cual constituye el más alto desarrollo de la amistad.

—Toma un poco de whisky —dijo por fin Abercrombie Smith entre dos nubes de humo—. Hay escocés en la jarra e irlandés en la botella.

—No, gracias, me estoy preparando para las regatas. No bebo cuando estoy entrenando. Y tú, ¿no bebes?

—Estoy estudiando duro. Creo que es mejor prescindir de ello.

Hastie asintió con un movimiento de cabeza y volvieron a caer en un silencio acogedor.

—A propósito, Smith —preguntó Hastie al poco tiempo—, ¿no te has relacionado todavía con los dos tipos de la escalera?

—Nos saludamos cuando nos encontramos. Nada más.

— ¡Hum! Pues yo me inclinaría a dejarlo en ese punto. Tengo información sobre ellos. No demasiada, pero me basta. Si estuviera en tu lugar, no creo que intimase con ellos. Y con esto no quiero decir nada malo de Monkhouse Lee.

— ¿Te refieres al delgado?

—Exacto. Es un tipo distinguido. No creo que tenga ningún vicio. Pero no puedes tratar con él sin tratar cambien con Bellingham.

— ¿El gordo?

—Si, el gordo. Es un hombre al que yo preferiría no conocer.

Abercrombie Smith arqueó las cejas y miró fijamente a su compañero.

— ¿Qué pasa con él? —preguntó—. ¿Bebe? ¿Juega a las cartas? ¿Es un canalla? Tú no sueles ser tan crítico.

— ¡Ah! Está claro que no le conoces, de lo contrario no me preguntarías. Hay algo detestable en ese individuo… algo que recuerda a los reptiles. Me da asco. Yo le clasificaría como un hombre con vicios secretos… un bilioso perverso. Aunque no es tonto. Dicen que en su especialidad es uno de los mejores que han pasado por este colegio.

— ¿Medicina o clásicas?

—Lenguas orientales. Es un verdadero demonio para las lenguas. Hace tiempo se lo encontró Chillingworth en algún lugar situado por encima de la segunda catarata, y me contó que hablaba con los árabes como si hubiera nacido y le hubieran destetado y criado entre ellos. Hablaba copto con los coptos, hebreo con los judíos y árabe con los beduinos, y rodos ellos habrían estado dispuestos a besarle la levita. En aquellas regiones hay viejos ermitaños que viven en las rocas y se mofan y escupen a los extranjeros casuales que pasan por allí. Pues bien, en cuanto veían al tal Bellingham, antes de que pronunciara cinco palabras, ya estaban ellos con la panza en el suelo, haciendo contorsiones. Chillingworth aseguraba que nunca había visto algo semejante. Y Bellingham, al parecer, se lo tomaba como un derecho, y se paseaba pavoneándose entre ellos y les hablaba dándose aires de superioridad como sí fuera su viejo tío holandés. No está mal para un estudiante del Oíd College, ¿verdad?

— ¿Y por qué dices que no se puede tratar a Lee sin tratar cambien con Bellingham?

—Porque Bellingham está comprometido con su hermana Eveline. ¡Qué chica tan simpática, Smith! Conozco bien a toda la familia. Me repugna ver al bruto ese con ella. Un sapo y una paloma… eso es lo que me viene siempre a la mente.

Abercrombie Smith sonrió y vació la pipa golpeando la cazuela contra la pared de la chimenea.

—Amigo, has puesto todas las cartas sobre la mesa —dijo—. ¡Prejuicios, desconfianza y celos! No tienes nada realmente en contra del tipo excepto eso.

—Bueno, yo la conozco desde que levantaba del suelo lo que esta pipa de cerezo, y no me hace gracia verla correr riesgos. Y éste es un riesgo. Ese hombre parece una bestia. Y tiene el carácter de una bestia… un carácter venenoso. ¿Te acuerdas de su pelea con Long Norton?

—No. Siempre olvidas que soy nuevo.

—Ocurrió el invierno pasado, tienes razón. Bueno, ya conoces el camino de sirga que hay a lo largo del río. Por él marchaban varios compañeros, con Bellingham a la cabeza, cuando se encontraron con una vieja del mercado que venia en dirección contraria. Había llovido —ya sabes cómo se ponen esos campos cuando llueve— y el camino discurría entre el río y un gran charco casi tan ancho como el propio río. Bien, ¿qué hizo ese cerdo? No ceder el paso y empujar a la vieja, que cayó al barro con todas sus mercancías y quedó hecha un verdadero desastre. Fue una maldita canallada, y Long Moñón, que es un tipo educado, le dijo lo que pensaba al respecto. Una palabra llevó a otra, y al final Norton terminó por aporrear las espaldas de su compañero con el bastón. Se produjo un alboroto tremendo, y ahora es un placer ver de qué manera mira Bellingham a Norton cuando se encuentran. ¡Por Júpiter, Smith, son casi las once!

—No hay prisa. Enciende otra pipa.

—No puedo. Se supone que estoy entrenando. Estoy sentado aquí, chismorreando, cuando debería estar a salvo en la cama. Cogeré prestada tu calavera, si puedes prescindir de ella. Le dejé la mía a Williams durante un mes. Me llevaré también estos huesecillos del oído, si estás seguro de que no vas a necesitarlos. Muchas gracias. No me hace falta una maleta, puedo llevarlos perfectamente bajo el brazo. Buenas noches, amigo, y sigue mis consejos acerca de tu vecino.

Cuando dejó de oírse el eco de las pisadas de Hastie, que iba cargado con su botín anatómico por la tortuosa escalera, Abercrombie Smith arrojó la pipa al canasto de los papeles, acercó la silla a la lámpara y se sumergió en el estudio de un formidable mamotreto de tapas verdes, ilustrado con grandes mapas a colores de aquel extraño reino interior del cual somos monarcas incapaces y desventurados. Aunque nuevo en Oxford, no lo era en el estudio de la medicina, pues había trabajado cuatro anos en Glasgow y en Berlín, y si pasaba el examen que se avecinaba, entraría a formar parte de la profesión médica. Con su boca grave y severa, su frente amplia y unos rasgos bien perfilados, aunque algo duros, era un hombre que si bien no tenía un talento brillante, era tan tenaz, tan paciente y enérgico que al final podía alcanzar a los genios más notables. Un hombre capaz de mantener su terreno entre escoceses y alemanes del norte no retrocede con facilidad. Smith había dejado una reputación en Glasgow y Berlín, y ahora se proponía hacer otro tanto en Oxford, si el trabajo duro y la abnegación se lo permitían.

Llevaba estudiando cerca de una hora, y las manecillas del ruidoso reloj colocado en un lateral de la mesa iban rápidamente a juntarse encima del número doce, cuando un sonido inesperado llegó a los oídos del estudiante… un sonido agudo y estridente, como el jadeo dificultoso de un hombre sometido a una fuerce emoción. Smith dejó el libro y ladeó la cabeza para escuchar. No se oía nada ni a derecha ni a izquierda, ni por encima de é!, de modo que aquella interrupción provenía seguramente del vecino de abajo, el mismo vecino del que Hastie acababa de darle informes tan desagradables. Smith apenas sabía nada de él, salvo que era un hombre de cara pálida y fofa, entregado al silencio y al estudio, un hombre cuya lámpara proyectaba un haz de luz desde la vieja torre incluso después de que él hubiera apagado la suya. Ese hábito compartido de estudiar hasta altas horas de la noche había creado entre ellos una especie de vínculo silencioso. Cuando las horas se deslizaban calladamente hacia el amanecer, Smith se sentía aliviado al saber que había alguien en su cercanía que concedía tan poco valor como él al sueño. Incluso ahora, al dirigir sus pensamientos hacia él, sentía cierta simpatía. Hastie era un buen tipo, pero algo tosco y nervioso, desprovisto de imaginación o simpatía. No podía tolerar que alguien se apartara de lo que él consideraba el modelo tipo de lo masculino. Si un hombre no podía ser medido de acuerdo con el reglamento de una escuela pública, entonces era inaceptable para Hastie. Al igual que la mayoría de los hombres de cuerpo robusto, tenía tendencia a confundir la constitución con el carácter, a atribuir una falta de principios morales a lo que en realidad no era más que un problema de circulación sanguínea. Smith, que poseía una mente más despierta, conocía el carácter de su amigo, y lo tuvo en consideración ahora que sus pensamientos se dirigían hacía el hombre que vivía debajo de él.

No se había vuelto a producir aquel extraño sonido, y Smith estaba a punto de reanudar su trabajo una vez más, cuando el silencio de la noche fue quebrado por un grito sordo, un verdadero quejido, como el de un hombre zarandeado violentamente más allá de su capacidad de control. Smith saltó de la silla y dejó el libro. Era un hombre de nervios templados, pero había algo en aquel repentino e incontrolado alarido de horror que le heló la sangre y le puso la piel de gallina. El hecho de que se produjera en un lugar como aquél y a una hora semejante, le hizo imaginar un millar de fantásticas posibilidades. ¿Debería bajar corriendo, o sería mejor esperar? Sentía esa especie de repugnancia nacional a hacer una escena y sabía tan poco de su vecino que se resistía a entrometerse alegremente en sus asuntos. Durante unos instantes le invadió la duda, pero mientras reflexionaba en el tema se escucharon en la escalera unos pasos precipitados y el joven Monkhouse Lee, a medio vestir y blanco como la ceniza, irrumpió en el cuarto.

— ¡Baja! —jadeó—. Bellingham está enfermo.

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1 Opinión

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    conan doyle
    on

    kiero la reseña :'(

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