Medievalario, un bestiario medieval

Un santo riguroso e intransigente que persigue con saña la herejía y que está dispuesto a cualquier sacrificio por su dios; un noble caballero que, harto de malvivir como guarda de mercaderes tras traicionar a los suyos, se dirige a una fortaleza asediada en busca de un nuevo señor al que servir; un chiquillo campesino que vive en una posada del camino de Santiago, de padre desconocido y tan hermoso que todos le creen hijo del demonio; y un rey glotón que lleva diecisiete años encadenado: tales son los protagonistas de estas historias que, a semejanza de los bestiarios medievales, reflejan una sociedad todavía sometida por la superstición y dominada por la naturaleza, despojada de tópicos, a la vez cruel y fascinante.
Más que una novela, Medievalario es una radiografía de la Edad Media, constituída por tres novelas cortas y un relato, un retrato descarnado trazado con pulso firme, una historia épica y absorbente que sumerge al lector en un mundo que creía conocido… hasta que comienza la primera página.

Formatos: papel y epub

Página web: www.franzabaleta.com/medievalario

ANTICIPO:

Con los fierros

Castillo de Luna, León Marzo de 1090

El rey apestaba… más de lo habitual. Al hedor cotidiano de ropas pringosas y baños escasos se unía el tufo de la muerte que ya le rondaba. Yacía sobre el gran lecho de madera labrada con el rostro ido, la túnica revuelta y los cabellos enmarañados y grasientos.
—¡Alabado sea el Señor!
Se elevaban plegarias al apóstol Santiago, a san Cosme, a san Damián, a san Bernardino. Volaban cruces sobre los pechos de las mujeres. La pestilencia de vómitos y heces llenaba la estancia de la torre de Luna, se mezclaba con la fragancia de las juncias, tomillos y demás hierbas olorosas que alfombraban el suelo. En unos pebeteros sobre un arcón se quemaba incienso de romero, en un esfuerzo por disimular la corrupción de las tripas.
—¡Vive Dios que no se muere!
Las fiebres no le abandonaban desde hacía una semana. Estremecían su cuerpo atocinado con espasmos que le dejaban exhausto y se alternaban con cefaleas y náuseas. Por momentos recobraba la lucidez y paseaba una mirada indiferente por la cámara, como si se sintiera ya muy lejos de cuanto le rodeaba. Luego su atención se volvía hacia una bandeja situada a la vera del lecho y repleta de hojuelas, pestiños, diacitrones, rosquillas, quesadillas y pasteles de nuégado. Entonces sí, entonces sus ojos claros revivían y sus dedos, gruesos como lechones bien cebados, luchaban por hacerse con el botín de algún dulce. Pero ya las fuerzas le fallaban, ya era el gesto más el recuerdo de pasadas ansias que reflejo de apetitos presentes. Su cabeza se vencía, se le entreabría la boca repleta de astillas negras y se deshacían sus tripas entre convulsiones y miasmas.
—¡Por todos los demonios, mujer, deja de gemir!
Velasco Jiménez paseaba sus humores de oriente a poniente, incapaz de darse reposo, hastiado de los plañidos de las mujeres. Se le moría el rey cautivo en las mismas barbas. Había sido su padre, Jimeno Velázquez, merino de la torre de Luna, quien se hiciera cargo de García cuando el rey Alfonso decretó su prisión tras arrebatarle el reino de Galicia. Él era niño entonces, pero recordaba bien las palabras de Alfonso:
—García es hijo de rey y hermano de reyes, Jimeno, no lo olvides. ¡Es mi hermano, pardiez! Mantenlo prisionero y encadenado, pero trátalo con la deferencia debida a un rey. No han de faltarte recursos, te lo prometo.
Y así había sido. Diecisiete años después, su padre llevaba nueve en la tumba. Velasco había heredado la merindad y la custodia y el rey Alfonso jamás dejó de enviar lo convenido. Pero el prisionero se le moría.
—¡Maldito cabrón ingrato!
Caminaba a grandes trancos de un lado a otro de la cámara, el ceño de lobo acorralado, indiferente al runrún de las oraciones y a los flujos y reflujos que provocaba su paso entre criados, doncellas, damas, cortesanos, frailes y lebreles.
—¡Qué, qué, qué! —se detuvo ante el físico que cuidaba del moribundo—. ¡Para qué tanta pócima y tanta sangría, rediós! ¡No eres mejor que un tablajero! ¡Se muere!
El maestre permanecía de pie al lado del capellán de la torre, que dirigía las plegarias. Al sentirse interpelado, humilló la cabeza y se apresuró a tomarle el pulso al enfermo. El rey yacía con los ojos cerrados, la boca entreabierta y la respiración fatigosa. Su tez, ya de por sí pálida, se mostraba cadavérica.
Velasco se volvió para reanudar su deambular. Una vieja que retiraba el vaso de noche del moribundo no se percató del brusco giro del merino, que se le vino encima antes de que pudiera reaccionar. El bacín se volcó con estrépito de lozas, derramando la mayor parte de su contenido sobre la anciana. Unas pocas gotas salpicaron la botarga de vivos morados y el jubón de raso negro de Velasco Jiménez, que soltó una imprecación y arreó una tremenda bofetada con el dorso de la mano a la mujer.
—¡Vieja estúpida, mira cómo me has puesto!
La fámula salió despedida hacia atrás y cayó al suelo empapada en heces y orines. De su mejilla manaron unos hilos de sangre, allí donde los anillos del merino se le habían clavado. Un revuelo de exclamaciones ahogadas rompió las plegarias y sacudió la modorra de la cámara mientras varios criados acudían a socorrer a su señor, que los ahuyentó con movimientos enérgicos de los brazos.
—¡Maldita sea, qué peste! —exclamó Velasco, refiriéndose quizá a los orines, quizá a los criados, mientras salía de la estancia con arrebato de furias.
El maestre, todavía con el pulso del enfermo en sus manos, le despidió con una mirada cargada de resentimiento:
—¡Tablajero! ¿Pero qué se habrá creído?
—No se lo tengáis en cuenta, maese, está fuera de sí —repuso el capellán.
—Son muchos los que alaban mi ciencia —masculló el físico—. ¡Que un ignorante como este me llame tablajero! Con estas manos —y al mostrárselas al capellán dejó caer al descuido el brazo del rey— he obrado curaciones que asombrarían al mismísimo Galeno…
El capellán vigilaba de reojo a la vieja, que trataba de levantarse. Se alejó discretamente unos pasos:
—Pues en este caso tanta ciencia no parece dar los frutos apetecidos.
Un destello de dignidad ofendida:
—Lo mismo podría decir de tanta jaculatoria.
—¿Cómo queréis que acierte con el santo si cada día cambiáis el diagnóstico? No es lo mismo rezarle a san Blas que a santa Apolonia.
—Todas son oraciones.
Se encogió de hombros el fraile:
—¿Quién conoce los designios del Altísimo?
El físico no respondió. Había probado ya con estiércol de lobo para los cólicos, con hierbas disueltas en vino, con sangrías, purgantes, aromatorios, conjuros…, nada parecía dar resultado, a pesar de que ponía todo su empeño en el intento. Pero se resistía a admitir su fracaso:
—Las fiebres cuartanas persisten y el trastorno humoral se acentúa. —Irguió la cabeza y examinó al capellán con altivez—. ¿Qué puedo hacer yo, por amplios que sean mis saberes, si no está de la mano del Señor que se cure? Si las oraciones carecen del fervor necesario…
El fraile se persignó. Su gesto fue imitado de forma maquinal por la esposa del merino que, a prudente distancia, velaba al enfermo rodeada de sus damas de compañía.
—O sea que se muere.
—Y con él se esfuman privilegios y dineros de la custodia.
—Y se agria el carácter de nuestro señor Velasco.
Medraba el rumor de voces, imprecaciones, risas. La estancia de la torre era una gran construcción de piedra con techo de madera, dividida por tapices de los que llamaban acitharas o alharagas, paños de trama de seda con decoración geométrica según el gusto mozárabe, que colgaban del techo separando amos de criados. Cerca de la puerta, un grupo de soldados, las armas vencidas contra la pared y arracimados sobre endebles banquetas, soltaban reniegos y aleluyas según la suerte que marcaran los dados. Un tintineo de monedas ponía música a sus juramentos.
La vieja se había levantado ya, pero en el lugar de la caída permanecían los restos del vaso de noche del rey. Uno de los lebreles se acercó a husmear. La dama principal puso cara de asco y buscó en torno hasta dar con una doncella que haraganeaba junto a una de las ventanas. La moza, que no la señora, era de cabellera castaña y talle prieto, con una mirada chispeante y una piel que prometía tersuras. Charlaba con otras criadas, despreocupada de cuanto sucedía alrededor.
—Inés, limpia esa porquería.
Nada respondió la doncella, aunque la sombra del fastidio cruzó su rostro. Todavía se quedó un momento donde estaba, sentada en uno de los poyos de la ventana, observando con desgana la inmundicia. Se levantó despaciosamente y se dispuso a hacer lo que le ordenaban.
El capellán la observó mientras cogía un paño y se agachaba sobre los restos del bacín tarareando una melodía. El corpiño ajustado resaltaba sus pechos, que se erguían con insolencia. Un hilillo de saliva resbaló por la comisura de los labios del fraile. La muchacha, ajena al escrutinio, fregaba con movimientos cansinos, indolentes.
—Proseguid, padre.
La orden llegó como un ladrido. El capellán hizo un esfuerzo por desprender su mirada de la doncella y sus ojos se cruzaron con los de la dueña. Era una mujer gruesa, con una piel de pergamino grasiento y una expresión permanente de amargura. Un ligero rubor tiñó las facciones del fraile al sentirse descubierto. La señora examinó con detenimiento las formas esbeltas de la moza y su semblante se crispó un poco más:
—Termina de una vez, muchacha.
Un estertor agudo. El maestre se inclinó sobre el lecho del rey García. Se había despertado y se esforzaba fatigosamente por respirar. Su rostro redondo estaba congestionado, con los cabellos ralos pegados al cráneo. Los ojos bailaban sin ton ni son:
—Con los fierros, con los fierros…
El murmullo llegó velado por la agonía, pero el físico ni se molestó en descifrarlo: bien sabía ya lo que repetía sin descanso desde que, tres días atrás, un mensajero del rey Alfonso había llegado con la orden de quitarle las cadenas. García se resistió con lo que le quedaba de fuerzas:
—Con ellas he vivido y con ellas me han de enterrar.
Era su forma de vengarse de los diecisiete años que llevaba preso tras los muros de la torre de Luna. El merino había vacilado, pero al cabo no osó contrariar los deseos de un moribundo.
Un olor fétido manó del lecho. El vientre del rey se deshacía. El físico ni se inmutó.
—Se está convirtiendo en una tradición familiar… —El capellán se había acercado al lecho y observaba al médico con una sonrisa burlona.
—¿A qué os referís?
—Bueno, a su hermano Sancho se le fue la vida por el ano. Se ve que García no quiere ser menos.
Era de público conocimiento. A la muerte de la reina Sancha la discordia había estallado entre sus hijos, Sancho, Alfonso y García. El demonio, sembrador de rencillas, alteró sus pensamientos de manera tal que se levantaron alborotos y sediciones de las que se siguieron grandes daños. Sancho porfió hasta desposeer a sus hermanos de sus herencias, aunque más le habría valido desposeerlos también de sus vidas, pues poco le duró lo que con tanto esfuerzo (ajeno, eso sí, en forma de batallas y muertes de sus leales) había conseguido: unos años después, cuando cercaba Zamora, un felón llamado Vellido Adolfo lo atravesó con una lanza mientras hacía de vientre. Todas las sospechas apuntaban a Alfonso como instigador, pero solo Rodrigo Díaz de Vivar, al que los musulmanes llamaban Sidi, había osado alzar la voz. Fuera como fuese, al poco Alfonso se apoderó también de Galicia y encerró a su hermano García en la torre de Luna, reunificando así la herencia de sus padres.
—Todavía le aprieta la sangre. Prepararé un conjuro y le practicaré otra sangría.
El capellán se encogió de hombros:
—Haced lo que os plazca… pero no pongáis demasiado empeño: cuanto antes acabe, antes saldremos de aquí. —Se volvió nuevamente hacia Inés, incapaz de resignar su voluntad de los indolentes movimientos de la muchacha.
—¿No me has oído, fraile? Prosigue.
El capellán suspiró, pero acató la orden de la dueña y reanudó las plegarias. No había hecho más que empezar cuando un nuevo estertor sacudió al enfermo. Unos gemidos, un espasmo.
—Alabado sea el Señor…
Un fortísimo trueno rompió las nubes y provocó una oleada de sobresaltos. La luz del día menguó y los criados se apresuraron a prender los altos hacheros de hierro forjado que colgaban de las paredes.
Desde una de las ventanas más alejadas de la cámara observaba la escena un juglar. Había estado tocando la fídula para entretener a las damas, pero ahora el instrumento reposaba contra la pared. Se llamaba Silveira y era hijo de un ferreiro de Celanova. Había llegado a Luna días atrás con la intención de hacer una breve parada antes de dirigirse a León, donde se celebraba un concilio que reunía a obispos y magnates del reino y que prometía ser un buen lugar para ganarse el sustento. Pero al enterarse de la enfermedad del rey cautivo había sido incapaz de seguir su camino.
Tras los postigos abiertos comenzó a llover copiosamente. El juglar contempló la lluvia. El castillo se erguía en un espolón de la cordillera cantábrica, justo donde la llanura se encrespaba sobre el río y el valle de Luna hasta alcanzar no muy lejos las alturas de Peña Ubiña.
—El rey ha muerto.
La voz del físico apenas acalló los murmullos. De algunos pechos huyeron suspiros de resignación… y alivio. Los soldados se santiguaron, mascullaron conjuros para alejar el mal y continuaron la partida como si nada, pendientes del brillo de los denarios de vellón. Las damas de compañía se persignaron, musitaron una plegaria y reanudaron su cháchara con nuevos bríos.
Silveira pensó en acercarse al lecho, pero comprendió que un don nadie como él no sería bien recibido. Le dolía la muerte del cautivo. La visión de aquel hombre cebado al que llamaban rey y mantenían con cadenas le turbaba. Había sido su rey, el rey de Galicia. Cuando era un chiquillo, casi veinte años atrás, lo había visto en Celanova, un gallardo caballero sobre su corcel, el talle delgado y el semblante distendido, disfrutando del sol de primavera. Verlo nuevamente, y en tal estado…
Una letrilla llevaba varios días rondándole, imprecisa y fugitiva. En ese momento, al contemplar el cadáver del rey rodeado de la indiferencia general, le vino a las mientes el final:
Los cuerdos fuyr devrían
de do locos mandan más,
que quando los giegos guían
¡ay de los que van detrás!

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Interplanetaria

1 Opinión

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  • Avatar
    moldar
    on

    La novela sale a la venta el 15 de septiembre en formato papel y epub. Podéis buscar más información en mi web, [url]www.franzabaleta.com/medievalario[/url]

    ¡Espero que os guste!

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