← Neil Gaiman´s Neverwhere La vida en la puerta de la nevera → Mesnada diciembre 06, 2007 Sin opiniones Ricard Ibañez Género : Histórica Este libro no es la historia de la batalla de Alarcos, aunque empiece con ella; ni la de Las Navas de Tolosa, aunque ésta sea descrita con todo lujo de detalles. No tiene como protagonistas a los reyes cristianos, ni a los califas y visires musulmanes, aunque todos aparezcan en él. Mesnada es la narración de la vida y hechos de unas gentes anónimas que vivieron, lucharon, odiaron, amaron y la mayoría de las veces malvivieron en la frontera entre los musulmanes y cristianos entre finales del siglo XII y principios del XIII. Sus protagonistas son aquellos que nunca saldrán en los libros de historia; personajes, ya sean reales o ficticios, cuyas vidas a veces se cruzaron, a menudo involuntariamente y que actuaron movidos por necesidad, ambición o simplemente obligados por las circunstancias. Personas de ayer y de hoy, que nunca son protagonistas de nada, sino espectadores de todo, y que ignoran que son ellas quienes hacen que gire el mundo. ANTICIPO: El de la nariz roca se hallaba junto al carro, que estaba medianamente lleno de pertrechos. No era un carro tirado por caballos o mulas, sino uno hecho para que !os hombres tiraran de él. Si este saqueador no se había ido ya dejando a sus compañeros allí abandonados era por dos razones: la primera que éstos sabrían dónde encontrarle, y en el mundo en el que los tres vivían este tipo de jugarretas se pagaban a menudo con la vida. La segunda, y quizá la más importante, era que habían acumulado demasiados despojos para que él pudiera, con sus solas fuerzas, llevar el carro. Su sorpresa no fue poca cuando vio aparecer al zagal, vestido con un jubón todo embarrado que le habría robado a algún muerto, sin calzas, sangrando por la boca… y portando una espada de caballero que a todas luces no podría blandir. Meneó la cabeza. Vete, zagal. Deja la espada aquí y vete. No diré que te he visto. Esto ya ha durado bastante. Mi amo hi os quiere falar balbuceó el muchacho. ¿Tu amo? ¿Es que el miedo te ha corroído las entendederas? ¡Tú eres un bastardo de mil padres sin madre! ¿Dónde está tu señor? Detrás de ti dijo una voz. El de la nariz rota se giró y, en efecto, allí estaba: un caballero con camisote de malla y sobrevesta que antaño quizá fuera blanca, manchada ahora de barro y de sangre que más parecía propia que ajena. E! caballero estaba pálido como la misma muerte y se tambaleaba levemente, al borde de sus fuerzas. No le pasó por alto todo ello al carroñero, pero le preocupó bastante más la ballesta con virote cargado que el caballero portaba… y que le estaba apuntando ahora. Sólo tienes esa ballesta como arma, mi señor musitó el de la nariz rota. Cierto es dijo el caballero con tranquilidad. Y yo tengo muchas aquí, en el carro. Tampoco diré que es falso. Y el muchacho apenas puede sujetar esa espada, no digamos blandiría contra mí. Una vez más tienes razón. Si disparáis esa ballesta y el virote no me alcanza, puedo coger cualquier arma y remataros, y hacer lo mismo con el muchacho dijo el de la nariz roca. Podrás hacerlo, sí… Si fallo. El miedo recorrió la espina dorsal del carroñero como si fuera agua helada. Y descubrió que no estaba dispuesto a jugarse la vida. ¿Qué queréis de mí, mi señor? Transporte. Que me lleves en tu carro, lejos de este osario de podredumbre. No puedo llevar el carro yo solo, cargado como está, y mucho menos llevaros además a vos encima de él´ Cierto. No puedes. Tendrás que desprenderte de lo que consideres menos valioso… ¿Y qué voy a ganar con ello? preguntó el carroñero con más desdén que entendimiento. El caballero alzó levemente la ballesta Tu vida, y lo que te puedas llevar. Pues no te queda nadie para repartir. Tus compañeros están tan muertos como los que nos rodean. El de la nariz rota se paseó la lengua por los labios secos y se descubrió regateando: Si me matáis, señor, nadie empujará el carro, nadie os llevará y nadie os sacará. Moriréis aquí. No dejas de decir verdades coincidió nuevamente el caballero. Si no te avienes a razones y tengo que matarte, los dos moriremos aquí. Pero tú lo harás primero. Tú juegas, carroñero. El de la nariz rota gruñía y sudaba, empujando el carro por en medio del campo de batalla, preñado de muerte. El caballero, recostado en el carro, con la ballesta en el regazo, se debatía entre la vigilia y el desmayo. Tenía una fea herida en el costado, y esta sangraba de nuevo. Cabeceaba, luchando por mantenerse despierto, lo que no pasó por alto al carroñen). Mi señor, empujaría mas tranquilo si esa ballesta no me apuntara. Cualquier bache podría hacer que se os disparara, y en verdad que este camino no es muy llano. No, no lo es respondió el caballero y, además, estas armas del diablo no son nada seguras, no… Pero es tu vida y la mía lo que nos jugamos en este envite. La cuestión es clara: O vivimos juntos, o morimos juntos. No era eso lo que pensaba el de la nariz rota. Digería para si que en cuanto llegaran a algún lugar donde socorrieran al caballero, de fijo que a él lo iban a tratar como tratan los nobles a los villanos: o lo largarían con un simple «has cumplido con tu deber para los que son más que tú» o, como mucho, le darían unas monedillas, si no un simple mendrugo de pan negro, a modo de limosna. Y de lo poco que aún llevaba en el carro, ni hablar. Eso, suponiendo que no lo despidieran con una patada en el culo, o a latigazos, o lo ahorcaran, como se hacía con los de su oficio y condición. Miró de reojo al este. Aún no clareaba, aunque debía de faltar poco. Si se daba prisa aún podría rapiñar uno o dos cuerpos más. Eso, sin contar con que le había echado el ojo a la espada del caballero. Ella sola, ya valía la pena. Sólo tenía que discurrir cómo librarse de su actual dueño. El criajo no era ninguna amenaza. Así que dirigió el carro hacia un socavón especialmente grande, dejó que la rueda izquierda se hundiera en él, desequilibrándolo, y empujo con fuerza, agachándose para evitar el virote de ballesta que el caballero trataría de largarle. Como había esperado, el carro volcó, vomitando su contenido y arrojando al caballero como si fuera un fardo, e! cual dio varios tumbos hasta detenerse. Tenía que darse prisa. Podía estar muerto, o no, así que sacó el cuchillo de la faja que ceñía sus riñones y se acercó rápido, para completar el trabajo. Apenas le faltaban unos pasos para llegar cuando et caballero rodó panza arriba, y el carroñero vio espantado que aún tenía la ballesta cargada. Desde el mismo suelo la disparó, con no mal tino, y el de la nariz rota notó un fuerte golpe en el pecho, que le quitó la respiración. Tosió, trató de respirar y sacó sangre por la boca. En el lugar donde había recibido el golpe notó un calor ardiente y se llevó las manos allí, donde brotaba un manantial de sangre alrededor del palo que tenía incrustado. Sintió frío en las piernas, y que el mundo giraba y se desvanecía. Apenas se dio cuenta de que había caído en tierra. Su última visión fue la del caballero acercándosele a raseras (pues él tampoco tenía ya fuerzas para mantenerse en pie) y que lo miró de hito en hito antes de decirle; Imbécil. Luego el caballero rodó otra vez sobre sí, con una mueca de dolor, hasta quedar de nuevo boca arriba, mirando el cielo. Y se abandonó a un sueño del que sabía que no iba a despertar. Antes de cerrar los ojos alcanzó a ver al rapaz, que lo miraba con preocupación, desde muy arriba y desde muy lejos… Se le apagó la vista, no supo si durante un instante o una eternidad. Al cabo de ese tiempo el zaga! estaba a su lado, sacudiéndole el hombro. ¡Mi amo! ¡Mi amo! ¡Reparao, por la turma sinietra de Dios! ¡Yo so no hago fuezas pa izaros carro arriba! Tampoco tienes fuerzas para empujar el carro… ni aunque yo no estuviera encima… No seas necio, rapaz. Esto… se acabó. Yo no endré fuezas, mí amo… Pero é sídijo el zagal con un tono de satisfacción en la voz que no pasó desapercibido al caballero. Así que éste se obligó a abrir los ojos, y se encontró con un caballo, herido en un anca, parecía que no grave, que el rapaz se había ingeniado para atar al carro. ¿De dónde has sacado ese animal? alcanzó a balbucear. Uando s´escogorció su jinete se le aturullaron os palmos en la rienda, y así etibado el bruto no puo i mu palla. Ya lo había jipiao ante, y etaba ucando un caxo cáñamo pa arramblarlo y hace.lo ío ando ésos tre m´encontraon… Lo demá, o sabéi o 1´imaginái, mi amo. Que el carroño no es del primero qui llega, sino del ques má bruto pa. quedárselo. Y el de la virueia me tenía el ojo exao, que ya le había birlao un par de cosas antes, ajo su mesma napia… El caballero escuchaba boquiabierto tanto por la sorpresa como por sus esfuerzos por tomar aire y no desmayarse de nuevo el curioso lenguaje que salía de los cuarteados labios del zagal. Por fin no pudo más y le preguntó: Oye… ¿Tú qué lengua hablas? Castellao, mi amo dijo el zagal con un tono sorprendido, como si fuera la pregunta más tonta del mundo. El caballero sacudió la cabeza, como hombre de mundo que cree haberlo visto todo y se sorprende al sorprenderse. ¿A esto os dedicáis en la frontera? ¿A saquear a los muertos? gruñó mientras trataba de ponerse al menos de rodillas, mientras el zagal tiraba de él. ¿Y qué si no, mi amo ? O reye ueden talar treguas co la morería, pro eso no nos otegerá de su algaras. Ni a ellos de la nuetras, clarostá. Os fronteros vivimo del saco, poque el bestiado nos la sisan y la cosecha nos la arden. Toos en Poblete vivimo de lo mesmo… ¿Poblete? ¿Ahí vives? ¿Qué es, un pueblo pequeño? resopló el caballero, más para ignorar el dolor y la debilidad que por curiosidad. Con todo, logró finalmente subirse al carro, y allí cayó, derrotado. Apenas oyó ia respuesta de! zagal, antes de caer de nuevo en la Inconsciencia: Dependemo de la vila de Alarcos, y nos dice árdea. Má e nomme mu gande, mi amo… Masivo pa cuatro chosa econdías en una alamea. Pro e nuetro hogar, pue pa el que tíé poco, meno e mejó que na… El caballero recuperó la conciencia, y lo primero que pensó es que el zagal lo había enterrado vivo. Estaba acostado sobre un lecho de paja algo enmohecida, y notó el aire enrarecido de una cueva o una tumba. Palpó sobre su cabeza y sus temores se confirmaron, pues a menos de un metro notó roca viva. No´s movái, mi amo. He palpao vuestra ferida y tenéi argo entro della. Hata sale una poca. Una maldita flecha rota, eso es lo que tengo. ¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde me has traído? A mi… madriguera dijo el muchacho con un tono amargo que no pasó desapercibido al caballero. Aquí m´escondo, aquí uermo, aquí… aquí vivo. Como un anima! afirmó comprensivamente el caballero. Así e, mi amo. Po eso toos me llaman Comadreja. ¿No tienes un nombre cristiano? Si me lo usieron mi padres, nunca lo upe. A padre no conocí, y a madre, apena la recuedo. Mi dijeron que era puta, y que uno de su maromo, incoteto del trabajito, mi la rajó desde los pexo harta el viente. Pudiera se verda… o no sel.lo. No soy mu querio po aquí… ni en otra parte. Los má critiano so me tiran insultos y piedros, poque robo pa jamar, y poco biene tie mi vesinos, aparte de la´scasé y la gusa. Si mi casa no´s gutta, amo anadió con un deje de orgullo, lo sieto po vó, pué e luñico que otendréi de mí, ques too lo que tergo. El caballero sonrió con tristeza. No me desagrada, Comadreja, sino que me deja muy honrado. En mis años de gloria hubo quien me agasajó dándome mucho… pero nunca hubo nadie que me lo diera todo. Pero hay algo que me extraña ¿Cómo puedes ver dentro de esta topera? Hay má lus de la que os imaginái. Hay grieta en la roca, formada po la raíses de lo árbore. Y paso aquí muxo tiempo. Mi fojo etá ya acostumbrao a eca en negritu. Adema, so sargo de noxe. ¿Qué has hecho con el caballo y el carro? Al obre bruto lo eje lejo d´aquí, una ve o s´arratré harta aquí detro. Le use una guindilla en el culo, así que la bettia aún debe etar orriendo. Ero guadé alguna osas. Pue que podamo venderla… más tarde, o haser trueque po manduca. Ahora hay demasiao moro po la sercanía. E mejó tener pasiensia y no dejase ve. En esto tienes razón… dijo pensativo el caballero. Pero hay otro favor que tendrás que hacerme. Sé lo bastante de heridas para saber que has de quitarme esta flecha rota. Si no, no dejaré de sangrar y moriré, o la herida se pudrirá y moriré igual, sólo que sufriendo más. ¿Ves lo bastante como para hacerlo? Onde no llegan os fojos lo facen mis déos, mi amo. Pero no sé cómo hasé lo que me pedís… Tendrás que coger mí cuchillo, ese que ya usaste contra uno de tus perseguidores, el de la cara picada de viruela. Habrás de hurgar con él en la herida para agrandarla, poder meter los dedos y sacar la flecha. No tires del astil, pues si es una flecha como las que me imagino te quedarías con él en la mano y la carne se cerraría en torno a la punta, y no haríamos nada Os rabiará, señó… ¡No, me dará cosquillas! ¡Pues claro que me dolerá! ¡Tráeme un palo o algo que pueda morder, no sea que mis chillidos atraigan a algún visitante no deseado! Y´os puedo matar… Nuca he facido argo semblante ante. ¿Y si os fiero arguna entraña vital? Comadreja… Tú aún no lo entiendes. Tú y yo hemos muerto hoy, o tendríamos que haberlo hecho. Yo peleando en la batalla y tú después. Estamos vivos porque alguien, ya sea Dios o el Diablo, no nos quiere muertos. Aún hemos de ver qué hacer con el tiempo de más que nos han regalado. Haz lo que tengas que hacer, y piensa que no puedes matar dos veces a un cadáver. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »