Moisés, Príncipe de Egipto

Hay una etapa en la vida de Moisés de la que apenas ha quedado rastro: la infancia y la adolescencia. Sin embargo, como demuestra Fast, hay muchos indicios para poder deducir cómo tuvieron que ser los años de formación de Moisés. Naturalmente, lo que más interesa a Howard Fast es cómo se va creando y forjando una conciencia crítica con respecto al poder tanto en el ámbito político como en el religioso (en un sentido amplio), en este caso representado además por su propia familia. El descubrimiento de sus orígenes, la envidia y las luchas entre los hijos del faraón, el viaje a las tierras de Kush en que entra en contacto directo con la violencia que emplean los poderosos con el pueblo o la amistad con un esclavo son algunos de los elementos que emplea Fast para recrear una biografía conmovedora y trazar al mismo tiempo una novela de formación.

ANTICIPO:
En aquel momento, pese a que tan sólo tenía cuarenta y tres años, Ramsés se hallaba en el vigésimo sexto de su reinado, y las gentes sencillas, los campesinos que cultivaban las pequeñas parcelas de rica tierra aluvial de un extremo al otro del rió Nilo, iban diciendo ya que nunca antes un dios como Ramsés había honrado el tronó de Egipto. A diferencia de su padre, Seti, que hiciera gala de su rectitud (ese antiquísimo sentido de la conciencia que era la más valiosa descripción de una personalidad a que podía referirse un egipcio) con fría ira y juicio despiadado, Ramsés era un hombre al que la gente sencilla podía entender y querer, quizá porque su regia falta de sensibilidad se tomaba erróneamente por amable sencillez. Hacía gala además de cualidades humanas que siempre resultaban tranquilizadoras en un dios. Fanfarroneaba y mentía sin avergonzarse de ello. Era un hombre corpulento, fuerte y atractivo que hacía las cosas a lo grande y con energía. Comía muchísimo, con entusiasmo y fruición, bebía enormes cantidades sin que nunca se le subiera a la cabeza y se valía de su hombría de tal manera que, más que ninguna otra cosa, convencía a sus súbditos de que su divinidad tenía en efecto fundamento. De haber existido en esa aparentemente inagotable virilidad suya -o lujuria, como decían algunos- cierta dosis de sadismo, una cualidad que no se desconocía entre anteriores reyes de Egipto, o de haberse mostrado mezquina y morbosa en sus manifestaciones, el pueblo se habría limitado a tolerarla y aceptarla tal como aceptaba las inevitables aberraciones de la divina condición en el trono; pero ahí estaba, tan inmensa, tan inaudita, tan abarcadora que les hacía enorgullecerse de una reputación que era respetada ya en todo el mundo conocido.

Semejante orgullo había de incluir la aceptación de los gustos amplios y variados de Ramsés. Era cierto que el antiguo orden de cosas, la estabilidad imperecedera e invariable de Egipto que se remontaba hasta perderse en la noche de los tiempos, estaba desapareciendo; aun así, no era costumbre de los dioses-reyes egipcios rondar por los muelles de la ciudad en que atracaban barcos llegados de lugares lejanos y regatear personalmente para hacerse con nuevas compañeras de lecho. Una cosa era establecer una pauta según la cual ninguna atractiva egipcia en la que posara la mirada lograse eludir su lecho; y otra bien distinta que Ramsés tuviese por concubinas a mujeres de todas las nacionalidades (mujeres extrañas e infieles, negras y blancas y morenas; mujeres de lugares tan lejanos y tan poco conocidos como Filistia, Dardania, Hatti, Sicilia, Creta y Cerdeña, Kush y Babilonia, Pedesia y Arzawa y una veintena de ciudades y tribus y naciones más) y honrase con la realeza a cada mocoso que aquellas extrañas parieran. Pero cuanto hacía Ramsés iba mezclado con la certeza de que lo hacía en mayor medida y de manera más espléndida que cualquiera de sus reales antecesores.

No se contentaba con adoptar el antiquísimo título que llevaba (faraón, que significa «gran casa») en sentido figurado, como hicieran otros antes que él. Si había de conocérsele como el señor de una gran casa, entonces esa casa había de ver la luz; y eligió la ciudad de Tanis, en el delta, le dio su propio nombre, Ramsés, y se dispuso a convertirla en un lugar como no había visto antes el mundo. En el centro edificó su propio palacio, literalmente una «gran casa», una estructura tan extensa y con tantas estancias, aposentos, corredores, terrazas y Jardines que se decía que uno podía vivir en ella durante una década sin llegar a conocerla por completo. Jamás había existido un palacio semejante en Egipto, o en ninguna otra parte, en realidad, ni otra ciudad como Ramsés. El rey hizo construir muelles y almacenes, que habían de convertirse en focos del comercio mundial, y a Ramsés acudían, desde cerca y desde lejos, barcos de todos y cada uno de los pueblos que comerciaban por los mares. El rey edificó a su vez grandes monumentos y tumbas y encargó esculturas de piedra que harían parecer pequeña cualquier otra cosa erigida en Egipto.

De hecho, la piedra y las estructuras de piedra habrían de convertirse en pasión impulsora para el rey. La vinculación entre la inmortalidad de la piedra y la inmortalidad del hombre venía de antiguo y estaba muy arraigada en la conciencia de los egipcios, y para Ramsés nada era suficiente, ni suponía jamás un trabajo excesivo construir aquello que él deseaba poner en pie. Todo, al concluirse, era a sus ojos objeto de menosprecio. Incluso la magnífica sala del trono en que recibía a la corte e impartía justicia le parecía ya insuficiente para albergar a un dios; aunque a Moisés, que la contemplaba aquel día por vez primera, se le antojó una estancia tan enorme y de tan abrumador esplendor que le hizo sentirse una rana arrojada al río Nilo, perdida e inadvertida.

La cámara real tenía unos treinta metros de largo por unos dieciocho de ancho; no se trataba ni mucho menos de la mayor estancia del palacio. El suelo era de basanita negra, el hermoso y duro mármol que tantas veces viera Moisés transportar lentamente Nilo abajo en grandes balsas de cañas, procedente de la lejana tierra de Kush donde se extraía; el estrado del trono era de piedra caliza blanca con incrustaciones de plata y oro, y el trono en que se sentaba Ramsés, hecho a la antigua usanza, era un gran bloque tallado del más blanco alabastro y con un respaldo de tan sólo quince centímetros de alto. Los tapices laterales de la estancia eran de lino blanco, estaban suspendidos entre columnas de granito de nueve metros de altura y bordados con una versión jeroglífica de las glorias del reinado de Ramsés que distaba de ser veraz y que incluía una descripción sorprendente de la guerra con Hatti. A espaldas del rey había una pared de ladrillo cubierta con un brillante mosaico que le representaba en su carro de guerra, blandiendo la maza, con los caballos caracoleando en un campo alfombrado de hititas muertos.

El rey se hallaba ataviado como el dios-sol, Ra, un atuendo que cada vez le gustaba más llevar y cuya simplicidad se adaptaba bien a su cuerpo fuerte y musculoso. La absoluta ausencia de adornos (ni collar sobre los hombros, ni brazalete alguno en los brazos, ni un solo anillo en los dedos) estaba en revelador contraste con el ostentoso y refulgente despliegue de todos los demás presentes en la sala del trono. Como le sucediera a Ra, ¿qué joya podría realzar su gloria? Y él, señor de todas las joyas, atestiguaba convincentemente que no le era preciso cargar con ninguna. En la cabeza llevaba la corona dorada de Ra, una simple banda de oro sin decorar que le ceñía la cabeza por encima de las cejas y se ensanchaba hasta alcanzar una altura de doce centímetros, en lo que semejaba un fez truncado e invertido, y en la mano derecha, apoyada en el regazo, sostenía la tradicional hoz dorada. Por toda vestimenta llevaba una falda plisada hasta la rodilla de lino blanco. Iba descalzo y con las piernas al descubierto y sin adorno alguno.

Moisés, que había visto al rey desde cierta distancia unas cuantas veces pero nunca desde tan cerca como ahora, se sintió tanto decepcionado como extrañado ante la monotonía de su atuendo. Todos los presentes en la sala del trono, sacerdotes y administradores y la progenie real llegada a la edad adulta, así como extranjeros que fascinaban a Moisés con sus extraños peinados y atuendos, y la princesa Enekhasamón, y de hecho el propio Moisés: todos iban vestidos con mayores lujo y ornamento que el rey; pero Moisés no era capaz de comprender que sólo alguien poderoso y regio podía prescindir de la ornamentación. Por primera vez abrigó dudas sobre la omnipotencia del dios viviente de Egipto, y eso lo ayudó a mantener sus temores bajo control; además, concentrarse en el fausto y el color de la escena, los perfumes y especias que cosquilleaban su nariz, el relato que los jeroglíficos desplegaban ante sus bien instruidos ojos, y en particular la gigantesca y reluciente imagen de detrás del trono (el romántico escenario de batalla, los hititas muertos, los caballos altivos y tironeando de los bocados), le ayudó a apartar sus pensamientos de un miedo que cada vez sentía menos ante el rey.

Con el tiempo fue capaz de mirar al rey directamente y advirtió el parecido con Enekhasamón: la mandíbula ancha, la boca llena y carnosa, las cejas arqueadas y la nariz fina y pequeña. Era una incongruencia ver aquella cabeza familiar plantada sobre los hombros anchos y musculosos. Justo cuando su madre le susurraba: « ¡Moisés, no lo mires así!», la mirada del rey se encontró con la suya y luego se alzó para reconocer a Enekhasamón. Sin comportarse en absoluto como un dios, como Moisés había imaginado, el rey esbozó una comedida sonrisa y asintió con la cabeza para indicarle a su hermana que se acercara, y le dirigió entonces unas palabras al sacerdote que hablaba con él para que se retirara. Al retroceder el sacerdote, Moisés advirtió que nadie se acercaba a menos de cinco metros del estrado del trono si el rey no se lo indicaba así con la cabeza, y oyó a su madre susurrarle con rapidez:

-Recuerda, en el estrado, póstrate, y luego avanza arrastrándote despacio hasta que puedas apoyar la mejilla contra los pies del dios. Tiéndete entonces por completo en el suelo, y quédate así hasta que él te diga que te incorpores.

Caminando muy erguido, tal como le habían enseñado que era la forma en que había de hacerlo un príncipe en circunstancias ceremoniales. Moisés no dio indicio alguno de haberla oído. Era consciente de que el murmullo de voces se había detenido y, aunque no se atrevió a mirar atrás, estaba seguro de que todas las miradas estaban puestas en él y su madre. Hasta los guardas apostados detrás del estrado lo miraban con curiosidad, y cuando se aventuró a echarle un vistazo al rey le dio la sensación de que sus ojos oscuros abrigaban el mismo interés curioso. Al arrodillarse y ascender a rastras los peldaños del estrado, vio las piernas de su madre avanzar con firmeza; pero por su parte se alegró de tener que tenderse en el suelo y serpentear boca abajo hacia el dios. No sólo le proporcionaba así a su alma estremecida una suerte de protección, sino que además le aliviaba de la necesidad de ver el rostro del dios. Aun así, al arrastrarse, les oyó saludarse.

-Bueno, hermana mía, estás tan joven y hermosa como siempre. Bienvenida seas.

-Eso es una ridiculez, y tú lo sabes. Ya no soy ni joven ni hermosa, y no hago sino yacer en un rincón de este palacio, enferma y padeciendo. Estoy tan sola y olvidada como sólo una mujer puede estarlo.

-De haber sabido que era así…

-Eso no viene ahora al caso, hermano mío, y tengo la sensación de que ninguna dolencia mía te causaría a ti sufrimiento alguno. Pero no he venido aquí a pelearme contigo. Ya nos hemos peleado bastante, y por mi parte quiero olvidarlo. He venido porque hace cinco años me prometiste que el día del décimo aniversario de mi hijo te dignarías mirarlo y le darías la bendición divina.

-¿De veras hice eso?

-Para ti es un asunto irrelevante, pero es de gran importancia para mí. Lo hiciste, y lo recuerdo muy bien.

-Siempre tuviste buena memoria, Enekhasamón, y la mía es más bien floja. Así pues, ¿es éste tu hijo?

Moisés yacía ante él temblando, la mejilla contra el pie descalzo del dios, el aliento contenido ante su intensa fragancia, diciéndose: «Por favor, por favor, mi querido dios, deja que me arrastre lejos de ti, no me hagas ponerme en pie en tu presencia».

Sin embargo, el dios estaba dispuesto a hacer todo lo contrario, y le dijo con un tono no exento de amabilidad:

-Levántate, muchacho, y deja que te vea.

Moisés trató de incorporarse, pero, por raro que fuera, la voluntad de moverse de alguna forma no se comunicaba con sus miembros, y se quedó ahí tendido y paralizado rogándoles a sus brazos y piernas que respondieran como la ocasión requería. Ramsés le empujó suavemente la cara con el pie.

-Vamos, muchacho. ¡Levántate! Nadie va a hacerte daño y no hay nada que temer. -Ya Enekhasamón le preguntó—: ¿Cuántos años has dicho que tiene el chico?

-Diez años, y tú ya lo sabes, hermano. Venga, Moisés, ¡levántate!

El tono de su madre lo liberó de la parálisis y, ruborizándose, Moisés se las apañó para ponerse en pie y ver a Ramsés reírse con mayor regocijo del que la visión de un muchacho asustado parecía justificar. Agachó la cabeza, avergonzado, mientras Ramsés le decía a Enekhasamón:

-Mi querida hermana, acepta mis disculpas. Ahora me acuerdo. El nombre me ha hecho recordarlo todo…, ese nombre, por supuesto. ¿Quién si no mi propia y querida hermana iba a desafiar un millar de años de veneradas costumbres? ¡Conque Moisés! A ver, muchacho -le dijo entonces a Moisés, cuyo único consuelo era el hecho de que Ramsés hablase en voz baja, de forma que sólo tenían posibilidad de oírlo quienes se hallaban en el estrado-, no sigas ahí con la cabeza gacha como una niña atontada y ruborizada. Enderézate y deja que todos vean que tenemos aquí con nosotros a un príncipe de Egipto. ¡No voy a comerte, muchacho!

-Sí, santidad.

-Y no me llames santidad -repuso, exactamente como hiciera el sacerdote gordo-. Ese apelativo goza de mucha aceptación últimamente en Egipto, pero no entre nuestra familia. No es adecuado, y yo disto mucho de ser santo; soy un licencioso viejo verde, como tu madre te explicará en cuanto le des la más mínima oportunidad de hacerlo.

Se trataba de alguna especie de competición entre Ramsés y su madre que Moisés no podía comprender; tan sólo le daba la sensación de que la muerte les acechaba. Era seguro que después de lo que se había dicho ni él ni su madre tendrían esperanza alguna de salir vivos de la sala del trono, y con todo su corazón suplicó en silencio que su madre fuese prudente y se mordiera la lengua. En cambio, lejos de leerle el pensamiento, Enekhasamón repuso con tono de indignación:

-¡Jamás, y no tienes derecho a decir algo semejante, hermano! ¿Dónde está tu rectitud, tu corazón? No le he enseñado otra cosa al muchacho que reverencia y devoción al dios que se sienta en el trono de Egipto.

-Mi querida hermana, es sólo que me hace gracia su nombre, pero vas tú y das a entender que tengo toda clase de ideas malévolas. Jamás he visto a una mujer enferma tan avinagrada como tú. Pon tu mano en la mía.

Más confuso que nunca, Moisés vio a su madre cogerle la mano a Ramsés, sonriendo al hacerlo con una mezcla de desdén y respeto; o así se lo pareció a Moisés, quien tan rara vez veía sonreír a su madre en los últimos tiempos. En cualquier caso, eso le hizo recobrar el valor suficiente como para preguntar:

-Y ¿qué sucede con mi nombre, señor Ramsés, padre mío?

-Ya has visto, Enekhasamón -repuso el rey, blandiendo la hoz dorada—, el chico tiene lengua, y sabe usarla. —Y le dijo a Moisés-: Tu nombre nada tiene de malo, pero sólo es parte de un nombre; ¿dónde está la otra parte, nos preguntamos? Lo que me divierte no eres tú, sino mi real hermana, que hace cosas que a nadie se le habría ocurrido hacer jamás; una cualidad inquietante en una mujer. Moisés. En cuanto a tu nombre, lo que significa ya está bien; nos ha sido dado un niño. -Se volvió entonces hacia la mujer para preguntar con tono levemente burlón-: Pero ¿dónde está el resto, hermana mía? En todo Egipto no hay otro Moisés, porque Moisés no es un nombre, en absoluto. Es una pregunta, hermana, y una más bien insolente, por cierto.

Enekhasamón negó con la cabeza y tuvo la osadía de aguzar la mirada. De haberla estado observando Moisés, todos sus temores habrían vuelto, pero contemplaba fascinado al rey, quien se encogió de hombros y comentó:

-No hago más que bromear un poco, muchacho. Si fueras Tut-Moisés, Amón-Moisés, Anubis-Moisés o cualquiera de otra veintena de Moisés, nadie arquearía siquiera una ceja. De hecho, a mí me gusta Moisés, tal cual. Se nos ha dado un niño, y con eso basta. Deja de mirarme de esa forma, hermana, pues tenía la sensación de que los dos habíamos limpiado de esa clase de cosas nuestros corazones. Arrodíllate, Moisés, y te concederé la bendición de los dioses de Egipto. Te mirarán con condescendencia y apartaran las flechas de tu cuello y los cuchillos de tu corazón. Y quizás hasta te tendrán un poquito de temor, de manera que cuando cruces hacia su tierra no te negarán la vida eterna que es la herencia de un príncipe de Egipto.

Al arrodillarse y sentir la mano del rey sobre su cabeza, Moisés no pudo sino exhalar para sus adentros un suspiro de profundo alivio por que la cosa hubiese acabado así de bien. Era demasiado pequeño para preocuparse por la vida eterna, pero lo bastante mayor como para querer vivir al menos hasta abandonar la presencia de aquel hombre impredecible.

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