Morir en Sevilla

El pintor sueco Per Torsten Jovinge llegó a Sevilla en mayo de 1936. Sus amigos malagueños y marroquíes le habían advertido del momento delicado que vivía la ciudad. Consciente de todo ello, decide involucrarse y conocer los entresijos de la situación para poder explicarse a sí mismo cómo los españoles estaban llegando a un punto sin retorno en el camino al fratricidio. Será Jovinge quien encuentre su propia muerte en aquellos días de julio en que se inició la guerra civil española.

Junto con las vicisitudes dramáticas de la guerra civil, esta obra entra en el género policiaco y amplía su tiempo durante más de medio siglo posterior, en una emotiva y eficaz tarea de investigación que logra esclarecer la muerte del pintor sueco Per Torsten Jovinge, que de ser un suicida para la crónica oficial pasa a ser un asesinado. Junto con las nuevas aportaciones gráficas y los testimonios logrados entre 1986 y 2005, sobre la estancia de Jovinge en Sevilla, el autor ha reescrito parte del texto, con nuevos detalles, y añadido referencias documentales sobre hechos como la represión frente populista, la destrucción de patrimonio histórico y cultural, la persecución religiosa, la tragedia de la columna minera de Río Tinto y otras circunstancias que ayuda a conocer la desdicha sufrida por Sevilla durante la ´Primavera Trágica´ y julio de 1936.

ANTICIPO:
LA ODISEA DE JUAN PARRA

PRONTO COMENZARON LOS SOLDADOS la búsqueda de guardias de asalto y milicianos por las diversas dependencias. En la planea tercera, Juan Parra Azcárate, con un pañuelo blanco en la mano, negoció con un oficial de Artillería la entrega de dos guardias de asalto que se habían refugiado en la sala de operadoras. Él mismo se hizo cargo de los fusiles y las pistolas y entregó a los agentes, con los brazos en alto. Varios días después, los dos guardias se personaron en la Telefónica para agradecerle que les salvara la vida.

Las operadoras María Luisa Pezzi Barraca, Cecilia Fuentes Moreno, Rosalía Soto Fernández, Matilde García Vacas y el mecánico José Garrido Gómez fueron reincorporándose a sus puestos, aunque no se atendían las llamadas. Sus testimonios personales sirvieron para reconstruir lo sucedido aquel día en la Telefónica, y en las jornadas siguientes, pues casi todo el personal estuvo de servicio permanente hasta el día 23. Para descansar se habilitó el sótano como dormitorio de emergencia, con colchones y mantas procedentes del Hotel Cecíl-Oriente. También del citado hotel llevaron la comida para el personal, a base de fiambres. La única bebida que se consumía sin tope era el café.

Sobre las ocho y treinta de la noche, una vez que las tropas eran dueñas de la situación tanto en la Telefónica como en el Gobierno Civil, se inició la reorganización del servicio telefónico sólo para uso militar.

Cerca ya de las nueve de la noche, se personó en la Telefónica un oficial de Infantería con dos soldados de escolta. Reclamó de Juan Parra Azcárate que le acompañara personal especializado para arreglar una avería en el teléfono directo del despacho del general Queipo de Llano.

Juan Parra Azcárate pidió voluntarios entre los mecánicos, pero nadie se ofreció. Todos estaban atemorizados por el tiroteo que se escuchaba en la calle. Entonces se dirigió a su hilo:

—Niño, ¿te atreves a ir?

Juan Parra Palma dijo que si. Y en seguida se ofreció también Francisco García Villasefior. Ambos, con el oficial y los soldados, corriendo de puerta en puerta, cruzaron la plaza Nueva, las calles de Tetuán, Velázquez y 0´Donnell y la plaza del Duque, para entrar en Capitanía por la puerta trasera de la calle de Jesús del Gran Poder.

El general Queipo de Llano estaba de pie en el centro del despacho cuando Parra Palma y García Villasefior fueron autorizados a entrar.

— ¿Qué aparato es? —preguntó García Villasefior.

—Éste de la mesa —respondió el general.

El mecánico abrió el teléfono negro de sobremesa y pronto comprobó que el condensador de dos microfaradios estaba cruzado. Había que soldar los hilos como arreglo de emergencia, pues con el nerviosismo sólo se llevaron la caja de las herramientas y ningún aparato de repuesto.

Juan Parra Palma enchufó el soldador eléctrico. En ese momento entró en el despacho un oficial empuñando una pistola. Era el comandante ayudante César López Guerrero.

—Mi general —dijo con voz visiblemente alterada por los nervios—, aquí está lo que esperábamos…

Queipo de Llano no se inmutó. Con voz serena, dijo:

—Bien, adelante.

En ese momento de la conversación, César López Guerrero fijó su atención en los dos empleados de la Telefónica. Su rostro reflejó la sorpresa que le producía la presencia de los dos hombres en el despacho. Encañonó por un costado a Francisco García Villasefior, al mismo tiempo que le gritaba:

— ¿Qué hacen ustedes aquí dentro?

La respuesta se la dio el propio general Queipo de Llano, mientras que García Villaseñor caía desmayado al suelo. Varios soldados lo tomaron en brazos y se lo llevaron al patio, para reanimarle.

— ¿Puede usted arreglar la avería pronto? —preguntó el general a Juan Parra Palma.

—En diez minutos.

—Pues siga ahí.

Volvió a abrirse la puerta del despacho y entraron cuatro personas: el comandante López Guerrero y tres paisanos. Juan Parra Palma, con una rodilla en el suelo, inclinado sobre el soldador eléctrico que estaba calentándose, grabaría en su mente lo que vio y escuchó:

Los tres paisanos se cuadraron militarmente con perfecta disciplina, dando un seco taconazo y alzando el brazo al estilo nazi. Los tres al unísono, dijeron:

— ¡Heil Hitler!

Queipo de Llano se levantó de su asiento y les tendió la mano por encima de la mesa, uno a uno. Los dos más jóvenes, ambos rubios y esbeltos, llevaban sendas carteras grandes de color negro en la mano izquierda. Las pusieron sobre la mesa del despacho. El otro paisano, de edad madura, hablaba en español e hizo las presentaciones.

Juan Parra Palma no entendió los nombres en alemán. Desde su posición semiarrodillada, observó que los dos hombres más jóvenes calzaban las conocidas botas del ejército alemán, lustrosas, con pequeñas herraduras en las punteras.

— ¿Ha terminado usted ya? —preguntó López Guerrero a Parra Palma.

—Sólo me queda atornillar la base.

Minutos después, Juan Parra Palma y Francisco García Villaseñor, ya restablecido, fueron escoltados hasta la Telefónica por el mismo oficial de Infantería y los dos soldados. En el sótano de la Telefónica, el personal hacia corrillos y comentaba las incidencias vividas en aquella dramática jornada. Juan Parra Palma recordó la impresionante escena protagonizada por una mujer de unos cuarenta anos, totalmente vestida de negro, peinada con moño, que cruzó desde la avenida de la Libertad hacia la plaza Nueva, en pleno tiroteo entre ambos bandos, parándose ante cada uno de los cuerpos caídos, como si buscara a alguien entre los muertos y heridos.

Una de las operadoras, con voz temblorosa, dijo:

—Esa mujer era la Muerte.

En el Gobierno Civil se estudia la situación. José María Várela Rendueles confirma que el general Queipo de Llano está al frente de la sublevación por un mensaje de éste, llevado por un viejo guardia de asalto, que habla sido hecho prisionero por las tropas y enviado después al Gobierno Civil. Várela Rendueles no contesta al ultimátum de Queipo de Llano. Junto al comandante de Asalto José Loureiro Selles, varios oficiales del mismo cuerpo y los dirigentes comunistas Manuel Delicado Muñoz y Saturnino Barneto Atienza, está en contacto con Madrid. Sobre las seis de la tarde, una vez confirmada la presencia de la artillería en la plaza Nueva, Várela Rendueles ordena al comandante de la Base de Tablada que bombardee el edificio de la División, en la Gavidia, donde está el general Queipo de Llano, y la zona del centro donde estén situadas las piezas de artillería. El comandante Martínez Esteve ordena que se prepare una escuadrilla de aviones y se disponga para despegar. Pero no llegaría a dar la orden definitiva.

Delicado y Barneto insisten en que se den armas a las milicias sindicalistas. El gobernador se negó en un principio, diciendo además que no disponía de armas, pues los fusiles y pistolas estaban en el Parque de Artillería, en poder de los sublevados. Queda sin aclarar quién ordeno la entrega de casi medio centenar de fusiles en el cuartel de guardias de asalto, en la Alameda, y de otros trescientos en lugar no determinado. Sólo quedaría para la historia el testimonio de Manuel Delicado, que años después escribirla: «He de insistir en culpar al gobernador de nuestra critica situación. Cuando Barneto, ya montadas las ametralladoras de Queipo en la plaza Nueva, le pidió por última vez armas para el pueblo, sólo entonces, y bajo amenaza, el gobernador se decidió a entregar 300 fusiles que tema escondidos.

Era ya tarde…»

Várela Rendueles se quejaba del comportamiento de las masas, «que no actuaron en los primeros momentos como debían y se les había pedido», según sus propias palabras. Desde Madrid le anunciaron que recibiría refuerzos procedentes de Huelva. Fue el propio general Pozas quien le alentó a resistir hasta la llegada de una columna de guardias civiles y mineros de Riotinto. Pero el cañoneo del edificio del Gobierno Civil adelantó los acontecimientos. Várela Rendueles tomó el teléfono y acordó con el general Queipo de Llano la rendición.

Casi al mismo tiempo que se producía el cañoneo y rendición del Gobierno Civil, en Triaría y en los barrios del Moscú sevillano se acrecentaba la represión frentepopulista contra lo que dios mismos llamaban «personas de derecha".

La calle de San Jacinto estaba tomada por los milicianos desde primeras horas de la tarde. En su casa, la número 51, Luís Mensaque Arana y su mujer hacían frente a quienes intentaban el asalto. Al final, los milicianos entraron por los balcones y sacaron a Luís Mensaque por la puerta, a empellones. Lo llevaron a la Casa del Pueblo de la calle de Fabié, donde le interrogaron. Después le dijeron que seria llevado al Gobierno Civil. En la calle se le unió su mujer, Elena Ruiz Bidopia, que había seguido a la comitiva y que esperaba en la puerta de la Casa del Pueblo el desenlace, para ir a avisar a su cuñado José, que era concejal.

Camino del Gobierno Civil, en la calle de Rodrigo de Triana, Elena avisó a su marido de que los milicianos se quedaban retrasados. Fue un instante de perplejidad. Sonaron ocho o diez disparos y ambos quedaron tendidos sobre los adoquines.

La calle quedó solitaria. Un silencio de muerte se adueñó de la noche. Detrás de las ventanas y balcones, con las luces apagadas, algunos vecinos miraban los dos cuerpos tendidos. Elena, con las dos piernas ensangrentadas, gemía y lloraba mansamente. Miraba a Luís, que a gatas se acercó a la pared de una casa; hizo un esfuerzo para alcanzar los barrotes de una ventana y se irguió. Tenía siete impactos de bala en el cuerpo, uno de ellos en el cuello. De ventana en ventana, agarrándose a los barrotes, recorrió unos quince o veinte metros. No pudo más. Su cuerpo se desplomó sobre la acera. Pasaron unos minutos angustiosos. Elena, impotente, miraba a su marido caído. Poco a poco, casi furtivamente, fueron abriéndose balcones, ventanas y puertas de la calle. La gente miraba en silencio. Cuatro o cinco mujeres se acercaron al moribundo. Una de ellas fue por una silla y en ella lo sentaron como pudieron, con ternura femenina. En volandas, sin pronunciar palabra, lo llevaron hasta la cercana Casa de Socorro de San Jacinto. Luego volvieron por la mujer, cuyos ojos, llorosos, agradecieron el gesto. La tomaron en brazos, la sentaron en la silla y volvieron a la Casa de Socorro. Después, siempre en silencio, se fueron cada una a su propio hogar. En la mesa de operaciones de la Casa de Socorro de San Jacinto, el doctor Femando Pellón Aparicio hizo una cura de urgencia a Luís Mensaque Arana, cuya vida se apagaba, para poderlo trasladar al equipo quirúrgico del Prado de San Sebastián, donde sería intervenido por Cristóbal Pera Jiménez y Antonio Leal Castaño, médicos de servicio. Su mujer, Elena, herida en ambas piernas, una vez también curada de urgencia fue llevada a la clínica Nuestra Señora de Regla, en la calle de Oriente, dirigida por el doctor Pedro Bernáldez Fernández. Más que sus propias heridas, lo que angustiaba a aquella mujer era la visión de su marido moribundo, asesinado por la espalda.

Miguel Mensaque Romera, de 13 anos, iba con su padre Miguel Mensaque y Mensaque cuando se cruzaron, primero, con una ambulancia veloz, y después, con un grupo de hombres que llevaban pistolas en sus manos. Luego supieron que aquella ambulancia trasladaba el cuerpo del tío Luís al equipo quirúrgico, donde morirla a las dos de la madrugada, y que aquellos hombres armados hablan sido su, asesinos. Miguel Mensaque Romera recordaría siempre aquellas escenas y a su tío Luís celebrando su onomástica en casa, con amigos tan entrañables como José Antonio Primo de Rivera

Tampoco olvidaría nunca la barricada del Altozano y a los legionarios avanzando por la parte exterior de las barandas del puente de Triana colgados, con las bombas de mano sujetas al cinturón, y en la boca, reflejando el sol de julio, las hojas desnudas de las bayonetas.

Serian las cuatro y media o las cinco de la tarde, cuando Rafael Laguillo Martín file excepcional testigo, desde su piso, en el número 14 del paseo de Colón, del intento de asalto al Parque de Artillería Procedente del puente de Triana llegó al cruce del paseo con la calle del Dos de Mayo una camioneta repleta de milicianos armados. Formaban un impresionante gritería, dando vivas y mueras. Nada más adentrarse la camioneta por la calle del Dos de Mayo,´ varias descargas de fusilería y el tableteo de una ametralladora pararon en seco el vehículo. Éste quedó abandonado, con el motor en marcha hasta que se le terminó la gasolina. Y junto a la camioneta, los cuerpos de tres o cuatro milicianos, muertos al sol de julio durante varios días… En toda la zona, el olor a cadáver era insoportable.

En la División, el general Queipo de Llano, junto con el comandante José Cuesta Monereo y otros oficiales, disponen que el capitán Manuel Escribano Aguirre se haga cargo del Gobierno Civil. Ya sólo quedaba sin decidirse la suerte de la Base de Tablada, que terminaría en manos de los sublevados poco después de las once de la noche. El propio comandante Martínez Estove se entregaría a sus dos prisioneros: el comandante Azaola y el capitán Carrillo Duran. Éstos, en cuestión de horas, pasaron de ser carne de paredón a figuras del alzamiento, sobre todo en el caso del capitán, uno de los ocho organizadores sevillanos

Queipo de Llano va recibiendo informaciones sobre la operación de la plaza Nueva. Conoce el número de bajas mortales y los numerosos heridos habidos en la refriega.

También el contrapunto anecdótico. El cañoncito de acompaña miento del Regimiento de Infantería Granada numero 6 sólo pudo hacer un disparo en la plaza del Duque, pues se le salieron las dos ruedas. Y a la pieza de artillería situada en la esquina de la calle de Granada, frente al American Bar, le ocurrió algo insólito. Como una de las ruedas se situó sobre los raíles del tranvía, al rebufo del primer disparo, la pieza se fue marcha atrás y llegó hasta la misma puerta de la Audiencia.

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