Muerte en la clínica privada

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Cuando la pretigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitars una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad. 
Muerte en la clínica privada es la decimocuarta novela protagonizada por el inspector Adam Dalgliesh, en una trama excelente y verosímil, con personajes muy reales dotados de gran personalidad psicológica.
P. D. James nació en Oxford en 1920, y estudió en Cambridge. Publicó su primera novela en 1963, dando inicio a la exitosa serie protagonizada por Adam Dalgliesh. Entre otros premios, ha recibido el Grand Master Award, el Diamond Dagger y el Carvalho otorgado por el festival BCNegra. Es autora, entre otras obras, de La octava víctima, Sangre inocente, Intrigas y deseos, Hijos de hombres, Muerte en el seminario y La sala del crimen, todas publicadas por Ediciones B.

ANTICIPO:
4

Era la una y media, seis horas después del descubrimiento del cadáver, pero para Dean y Kimberley Bostock, que estaban esperando en la cocina hasta que llegara alguien que les dijera qué hacer, la mañana se hacía eterna. Este era su dominio, el lugar donde se encontraban como en casa, con todo bajo control, nunca agobiados, sabiendo que eran valorados aunque las palabras no se pronunciaran a menudo, confiados en sus aptitudes profesionales, y sobre todo juntos. Pero ahora iban de la mesa a los fogones como aficionados desorganizados en un entorno desconocido e intimidante. Como si fueran autómatas, habían deslizado por encima de la cabeza las cintas de sus delantales de cocina y se habían puesto el gorro blanco, pero no habían trabajado mucho. A las nueve y media, y a petición de la señorita Cressett, Dean había llevado cruasanes, mermelada corriente y de naranjas amargas y una jarra grande de café a la biblioteca, pero al ir a retirar después los platos advirtió que estaba casi todo intacto, aunque se había acabado el café, cuya demanda parecía no tener fin. Cada dos por tres aparecía la enfermera Holland para llevarse otro termo. Dean empezaba a pensar que estaba encarcelado en su propia cocina.
Notaban que la casa estaba envuelta en un silencio inquietante. Incluso había amainado el viento, sus ráfagas moribundas parecían suspiros desesperados. Kim estaba avergonzada por su desmayo. El señor Chandler-Powell había sido muy amable y le había dicho que no volviera a trabajar hasta que se encontrara bien, pero ella se alegraba de volver a estar en su sitio, con Dean en la cocina. El señor Chandler-Powell tenía la cara cenicienta, parecía más viejo y, por alguna razón, distinto. A Kim le recordó el aspecto de su padre cuando regresó a casa después de su operación, como si se le hubiera agotado la fuerza y algo más vital que la fuerza, algo que volvía a su padre único. Todos habían sido considerados con ella, pero tenía la sensación de que esta deferencia había sido expresada con sumo cuidado, como si cualquier palabra pudiera ser peligrosa. Si se hubiera producido un asesinato en su pueblo, qué diferente habría sido todo. Los gritos de horror e indignación, los brazos consoladores a su alrededor, la calle entera volcada en su casa para verla, para enterarse y lamentar, una confusión de voces preguntando y especulando. Las personas de la Mansión no eran así. El señor Chandler-Powell, el señor Westhall y su hermana y la señorita Cressett no mostraban sus sentimientos, cuando menos no en público. En cualquier caso, tendrían sentimientos, como todo el mundo. Kim era consciente de que lloraba con demasiada facilidad, pero seguramente ellos también lloraban a veces, aunque parecía una presunción indecorosa imaginarlo siquiera. Los ojos de la enfermera Holland estaban rojos e hinchados. Tal vez había llorado. ¿Porque había perdido una paciente? Pero ¿no estaban las enfermeras acostumbradas a estas cosas? Deseaba saber qué estaba pasando fuera de la cocina, que, pese a su tamaño, se había vuelto claustrofóbica.
Dean le había explicado que el señor Chandler-Powell les había hablado a todos en la biblioteca. Les dijo que estaba prohibido ir al ala de los pacientes y tomar el ascensor, si bien la gente debía seguir con sus actividades habituales en la medida de lo posible. La policía querría interrogar a todos, pero recalcó que, entretanto, era mejor que no hablaran entre ellos sobre la muerte de la señorita Gradwyn. No obstante, Kim sabía que sí hablarían, si no en grupo al menos en parejas: los Westhall, que habían regresado a la Casa de Piedra; la señorita Cressett con la señora Frensham; y seguramente el señor Chandler-Powell con la enfermera. Mog probablemente se quedaría en silencio —si le convenía, podía—, y no era capaz de imaginar a nadie hablando de la señorita Gradwyn con Sharon. Si ésta entraba en la cocina, ella y Dean desde luego no lo harían. Pero ella y Dean habían hablado, en voz baja, como si así de algún modo sus palabras se volvieran inocuas. Y ahora Kim no podía aguantarse las ganas de volver sobre el mismo tema. —Supongamos que la policía me pregunta qué pasó cuando subí el té a la señora Skeffington. ¿Debo contarles todos los detalles?
Dean intentaba tener paciencia. Ella lo notó en su voz. —Kim, esto ya lo hemos aclarado. Sí, debes contarlo todo. Si ellos hacen una pregunta directa, hemos de responder y decir la verdad, de lo contrario podemos vernos en un aprieto. Pero lo que pasó no es importante. Tú no viste a nadie ni hablaste con nadie. Las preguntas no tendrán nada que ver con la muerte de la señorita Gradwyn. Podrías armar un lío sin motivo alguno. Quédate tranquila hasta que pregunten.
—¿Seguro que cerraste la puerta? —Sí. Pero si la policía empieza a darme la lata con eso, a lo mejor acabo no estando seguro de nada.
—Está todo muy tranquilo —dijo Kim—. Pensaba que a estas horas ya habría llegado alguien. ¿Por qué hemos de estar aquí solos? —Nos han dicho que siguiéramos con nuestro trabajo —dijo Dean—. La cocina es donde trabajamos. Éste es tu sitio, aquí conmigo.
Se acercó sin hacer ruido y la abrazó. Se quedaron inmóviles durante un minuto, sin hablar, y eso la consoló. Tras soltarla, él dijo:
—En todo caso, deberíamos pensar en el almuerzo. Ya es la una y media. Hasta ahora sólo han tomado café y galletas. Tarde o temprano querrán algo y no les apetecerá estofado. El estofado de buey había sido preparado el día anterior y estaba listo para ser recalentado en el horno inferior de la cocina tradicional de hierro fundido. Había suficiente para todos y para Mog, cuando éste llegara de trabajar en el jardín. Pero ahora a Kim el intenso olor le daba náuseas.
—No, no querrán nada pesado —dijo Dean—. Podría hacer sopa de guisantes. Nos queda caldo del hueso de jamón. Y luego quizá bocadillos, huevos, queso… —Se le fue apagando la voz. —Pero no creo que Mog haya ido a buscar pan —dijo Kim—. El señor Chandler-Powell ha dicho que nos quedásemos aquí.
—Podríamos hacer un poco de pan de soda; siempre tiene éxito. —¿Y qué hay de los policías? ¿Qué tenemos para ellos? Decías que, cuando llegara, al inspector Whetstone no le darías más que café, pero están los que vienen de Londres. Es un largo trecho.
—No sé. Tendré que preguntarle al señor Chandler-Powell. Y entonces Kim se acordó. Qué raro, pensó, que se le hubiera olvidado. Dijo:
—Era hoy cuando íbamos a decirle lo del bebé, después de la operación de la señora Skeffington. Ahora lo saben y no parecen preocupados. La señorita Cressett dice que en la Mansión hay sitio de sobra para el niño. Kim pensó que detectaba una pequeña nota de impaciencia, incluso de satisfacción contenida, en la voz de Dean.
—No es cuestión de decidir si queremos quedarnos aquí con el bebé cuando ni siquiera sabemos si la clínica continuará funcionando. ¿Quién querrá venir aquí ahora? ¿A ti te gustaría dormir en esa habitación? Mirándole, Kim advirtió que los rasgos de Dean se endurecían por momentos, como en actitud resuelta. De pronto se abrió la puerta, y ambos se volvieron para verse frente al señor Chandler-Powell.

5

Chandler-Powell miró el reloj y vio que era la una cuarenta. Quizá debería hablar con los Bostock, que estaban encerrados en la cocina. Tenía que comprobar de nuevo si Kimberley se había recuperado del todo y si estaban pensando en la comida. Nadie había comido todavía. Las seis horas transcurridas desde el descubrimiento del asesinato habían parecido una eternidad en la que se recordaban con claridad pequeños episodios inconexos en una pérdida de tiempo no registrado: cuando precintó la habitación del asesinato, tal como había ordenado el inspector Whetstone; cuando encontró el rollo más ancho de cinta adhesiva en lo más recóndito de su escritorio; cuando por descuido no fijó el extremo de modo que saltó y la cinta se volvió inservible; cuando Helena la tomó de sus manos y se encargó de ello; cuando, a sugerencia de ella, marcaron la cinta con iniciales para asegurarse de que nadie la tocaba. No había sido consciente de la luz en aumento, de la oscuridad total convirtiéndose en una gris mañana de invierno, de las ráfagas ocasionales de viento agonizante, como disparos erráticos. Pese a los fallos de memoria, la confusión del tiempo, confiaba en haber hecho lo que se esperaba de él: afrontar la histeria de la señora Skeffington, examinar a Kimberley Bostock y dar instrucciones para su cuidado, intentando que todos mantuvieran la calma mientras esperaban ansiosos a que llegara la policía local.
El olor a café caliente que invadía la casa parecía intensificarse. ¿Por qué siempre lo había considerado tan reconfortante? Se preguntó si volvería a olerlo sin sentir una punzada recordatoria del fracaso. Caras familiares se habían convertido en rostros de desconocidos, en caras esculpidas como las de los pacientes que soportan un dolor inesperado, en caras fúnebres tan anormalmente solemnes como las de dolientes que recobrasen la adecuada compostura para las exequias de alguien poco conocido, poco llorado, pero a quien la muerte atribuía un poder aterrador. La cara abotagada de Flavia, con los párpados hinchados, los ojos apagados por las lágrimas. De todos modos, en realidad no la había visto llorar, y las únicas palabras de ella que recordaba le habían parecido insufriblemente irrelevantes.
—Hiciste un magnífico trabajo. Ahora ella nunca lo verá, con lo mucho que había esperado. Todo ese tiempo y ese talento desperdiciados, desperdiciados sin más.
Ambos habían perdido una paciente, la única muerte producida en la clínica de la Mansión. Las lágrimas de ella, ¿eran de frustración o de fracaso? Difícilmente serían de pesar.
Y ahora tenía que ocuparse de los Bostock. Debía afrontar su petición de palabras tranquilizadoras y de consuelo, tomar decisiones sobre asuntos al parecer intrascendentes pero que para ellos no lo eran. En la reunión de las ocho y cuarto en la biblioteca había dicho todo lo necesario. Al menos había asumido la responsabilidad. Se había propuesto ser breve y había sido breve. Su voz había sido tranquila, terminante. Ahora todos estaban enterados de la tragedia que afectaría a sus vidas. La señorita Rhoda Gradwyn había sido hallada muerta en su habitación a las siete y media de esa mañana. Había ciertos indicios de que la muerte no había sido natural. Bueno, pensó, esto era una manera de decirlo. Habían llamado a la policía, y un inspector de la fuerza local venía de camino. Como es lógico, todos colaborarían con las investigaciones policiales. Entretanto, debían estar tranquilos, abstenerse de chismorreos y especulaciones y seguir con sus tareas. Qué tareas exactamente, se preguntó. La intervención de la señora Skeffington había sido anulada. Habían telefoneado al anestesista y al personal de quirófano; Flavia y Helena se habían encargado de eso. Y tras este breve discurso, evitando preguntas, había abandonado la biblioteca. Pero esta forma de irse, con todas las miradas posadas en él, ¿no había sido un gesto histriónico, un modo de eludir responsabilidades de forma deliberada? Recordaba haberse quedado un momento al otro lado de la puerta, como un desconocido en la casa que se preguntara adonde ir.
Y ahora, sentado a la mesa de la cocina con Dean y Kimberley, tenía que mostrar interés por la sopa de guisantes y el pan de soda. Desde el mismo instante en que entró en la estancia que casi nunca tenía necesidad de visitar se sintió tan inepto como intruso. ¿Qué palabras de tranquilidad, de consuelo, esperaban de él? Las dos caras frente a la suya, como niños asustados, buscaban la respuesta a una pregunta que no tenía nada que ver con la sopa ni con el pan.
Dominando su irritación ante la obvia necesidad de ellos de recibir instrucciones firmes, estuvo a punto de decir «haced lo que mejor os parezca», cuando oyó los pasos de Helena. Había llegado silenciosamente detrás de él. Y ahora oía su voz.
—Sopa de guisantes es una gran idea, caliente, nutritiva y reconfortante. Como ya tenéis el caldo, se puede hacer en un momento. Vayamos a lo sencillo, ¿de acuerdo? No quiero que esto parezca una fiesta parroquial de la cosecha. Servid el pan de soda caliente y con abundante mantequilla. Una tabla de quesos sería un buen complemento de las carnes frías, pero no os paséis. Haced que parezca apetitoso, como de costumbre. Nadie tiene hambre, pero la gente ha de comer. Sería una buena idea sacar la crema casera de limón de Kimberley y mermelada de albaricoque con el pan. Las personas en estado de shock a menudo tienen ganas de algo dulce. Y ya podéis ir trayendo café, muchísimo café.
—¿Hemos de dar de comer a la policía, señorita Cressett? —preguntó Kimberley.
—Yo diría que no. Pero lo sabremos a su debido tiempo. Como sabéis, no será el inspector Whetstone quien se encargue de la investigación. Viene una brigada especial de la Policía Metropolitana. Imagino que comerán por el camino. Habéis estado magníficos, los dos, como siempre. Es probable que durante un tiempo llevemos todos una vida algo alterada, pero sé que sabréis afrontarlo. Si tenéis dudas o preguntas, venid a verme.
Más tranquilos, los Bostock murmuraron su agradecimiento. Chandler-Powell y Helena se fueron juntos.
—Gracias. Tenía que haberte dejado los Bostock para ti —dijo él intentando sin éxito inyectar calidez a su voz—. ¿Y qué demonios es el pan de soda?
—Se hace con harina integral y sin levadura. Aquí lo has comido a menudo. Te gusta.
—Al menos hemos resuelto la próxima comida. Me da la sensación de que he dedicado la mañana a insignificancias. Pido a Dios que este comandante Dalgliesh y su brigada lleguen de una vez y se pongan a investigar. Hay una distinguida patóloga forense perdiendo el tiempo por ahí esperando que Dalgliesh se digne llegar. ¿Por qué no puede ella empezar su trabajo? Y seguro que Whetstone tenía algo mejor que hacer que estar aquí de plantón.
—¿Y por qué la Met? —dijo Helena—. La policía de Dorset está totalmente capacitada, ¿por qué no puede ocuparse de la investigación el inspector Whetstone? Esto me hace pensar que quizás haya algo secreto e importante relacionado con Rhoda Gradwyn, algo que no sabemos.
—Siempre hubo algo que no sabíamos de Rhoda Gradwyn.
Habían llegado al vestíbulo. Se oyeron fuertes portazos de puertas de coches, sonido de voces.
—Mejor que salgas afuera —dijo Helena—. Parece que ha llegado la brigada de la Met.

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