Mujeres de Manhattan

Todo el que es alguien en Nueva Cork sabe que Victoria Ford, Wendy Healy y Nico O’Neilly están en la cresta de la ola, que son las caras bonitas del éxito de la ciudad de los rascacielos El problema es que desde el lugar que ocupan Nico, Wendy y Victory, las números 8, 12 y 17, respectivamente, de la lista de mujeres más poderosas publicada por ‘The New York Post’, las cosas no se ven exactamente así y las tres deberán luchar para mantenerse en su actual estatus, lo que hará que pongan en peligro sus relaciones personales y profesionales.

Esta es la cuarta obra de Bushnell, con unas protagonistas que se mueven por la jungla de Nueva York, con hambre de poder y obsesionadas por la belleza y el dinero.

ANTICIPO:
La magia de la semana de la moda se había desvanecido, las carpas ya estaban recogidas y guardadas en alguna parte del Garment District , y la ciudad había regresado a su rutina habitual, es decir, trabajo, trabajo y más trabajo.

El hogar de los Healy, situado en una antigua zona de naves industriales de Manhattan, en la esquina de la calle Veintiséis con la Quinta Avenida, se hallaba en su habitual estado caótico. En el loft aún sin terminar en el que vivían desde hacía tres años Wendy Healy, su esposo Shane, los tres hijos de ambos y una colección de peces, tortugas y hamsters, todavía se podían ver banderines multicolores colgados del techo, que seguían allí desde la fiesta de cumpleaños de la semana anterior. Había también, esparcidos por el suelo, restos arrugados de globos hinchados con helio. Un bebé de encendidas mejillas, que a simple vista podía ser tanto un niño como una niña, lloraba en el sofá. A su lado, acuclillado en el suelo, un niño de pelo oscuro intentaba destrozar un camión metálico de bomberos y para ello lo golpeaba repetidamente contra el ya maltratado parqué.

La puerta del cuarto de baño se abrió de golpe y Wendy Healy, que llevaba las gafas torcidas y se cubría el pecho con un quimono japonés, entró corriendo en la sala. Cogió al bebé con una mano y con la otra le arrebató el camión de bomberos al niño.

—¡Tyler! —le gritó—. ¡Vístete para ir al cole!

Tyler se tumbó boca abajo en el suelo y se tapó la cabeza con los brazos.

—Tyler… —dijo Wendy, en tono de advertencia.

No obtuvo respuesta, así que cogió al niño por la cintura.

—Di «por favor» —ordenó Tyler serenamente.

Wendy meció al bebé mientras trataba de averiguar de qué humor estaba Tyler. El crío sólo tenía seis años y Wendy no quería ceder, pero si con ello conseguía que entrara en su habitación y se vistiera, la humillación habría valido la pena.

—Vale —suspiró—. Por favor.

—¿Por favor qué? —insistió Tyler, saboreando su victoria.

Wendy hizo un gesto de impaciencia.

—Por favor ve a tu habitación y vístete para ir al cole.

En el rostro del niño apareció una mirada traviesa.

—Págame.

—¿Qué? —preguntó Wendy, boquiabierta.

—Págame —repitió con tono condescendiente, mientras extendía la mano.

Wendy hizo una mueca.

—¿Cuánto? —le preguntó.

—Cinco dólares.

—Tres.

—Hecho.

Se estrecharon la mano y Tyler corrió hacia su habitación, satisfecho de haber derrotado una vez más a su madre.

—Pasta —dijo el bebé. Era una niña, tenía diecisiete meses y Wendy estaba segura de que su primera palabra había sido «pasta» y no «papá», pero… qué se le iba a hacer.

—Pasta. Eso es, cariño. Pasta. Una cosa muy útil —explicó Wendy, mientras desfilaba hacia su habitación. Lo mismo que el resto del loft, el dormitorio estaba escasamente amueblado, para cubrir las mínimas necesidades, pero aun así, siempre parecía desordenado y atiborrado de trastos—. El dinero es una cosa muy útil, ¿verdad, mi niña? —dijo con intención, mientras le lanzaba una mirada asesina a su esposo, Shane, que seguía en la cama.

—¿Estás intentando decirme algo? —le preguntó Shane.

Oh, no. Por su tono de voz, Wendy supo de inmediato que estaba otra vez de mal humor. No sabía muy bien cuánto tiempo podría seguir soportando a su esposo. Desde la última Navidad, y en todo lo que iba de año, el humor de Shane había oscilado entre la desgana y la hostilidad, como si en cierta manera se hubiera convertido en rehén de su propia vida.

—¿Puedes ayudarme, cariño? —le preguntó, con un tono de voz que rayaba en el enfado. Subió de un tirón la persiana como si fuera un pirata izando la bandera y sintió deseos de gritarle, pero después de doce años de matrimonio, Wendy sabía perfectamente que Shane no encajaba bien la agresividad femenina: si le gritaba, sólo conseguiría que se volviera más obstinado.

Shane se sentó, hizo una mueca, se desperezó y bostezó sin ningún pudor. A pesar de que se estaba comportando como un gilipollas y de que estaba cabreada con él, Wendy sintió un empalagoso hormigueo de ternura hacia su marido. Shane era tan guapo y tan sexy que, de no ser porque en esos momentos tenía a la niña en brazos, seguramente habría intentado algo con él. Pero recompensar su mal comportamiento con una mamada no era una buena idea.

—Tyler está haciendo el tonto —dijo Wendy— y aún no he visto a Magda…

—Seguro que está en su habitación, llorando —opinó Shane, en tono displicente.

—Vamos a llegar todos tarde —dijo Wendy.

—¿Dónde está la vieja esa, como se llame?

—La señora Minniver —lo corrigió Wendy—. No lo sé, supongo que también llega tarde. Hace un tiempo asqueroso… ¿Puedes coger a la niña, por favor, para que por lo menos pueda ducharme?

Le endosó a la niña, que tiró alborozadamente del pelo metrosexual y peinado de punta de Shane, que se había sometido a una serie de injertos capilares —pagados por Wendy— ya hacía siete años. Con igual alborozo, Shane frotó su nariz contra la de la niña. Wendy se detuvo, fascinada por la enternecedora imagen de padre e hija juntos —desde luego, Shane era el mejor padre del mundo—, pero su buen humor desapareció en cuanto él habló.

—Hoy tendrás que llevar tú a los niños al colegio —le dijo—. Tengo una reunión.

—¿Qué reunión? —preguntó ella, con tono de incredulidad—. ¿Una reunión a las nueve de la mañana?

—A las nueve y media, pero es en el restaurante. O sea, que no me da tiempo de cruzar toda la ciudad desde el colegio.

—¿Y no puede ser más tarde?

—No, Wendy —contestó Shane, fingiendo paciencia, como si ya se lo hubiera explicado muchas veces—. Es con el contratista. Y con el inspector del edificio. ¿Sabes lo que cuesta conseguir una reunión con esos tíos? Pero si quieres que la cambie, la cambio, y luego pasarán otros dos meses por lo menos antes de que podamos abrir el restaurante. Pero qué leches, es tu dinero.

Oh, no, pensó Wendy. Shane estaba a punto de enfadarse.

—Es nuestro dinero, Shane —le dijo con dulzura—. Ya te lo he dicho muchas veces. El dinero que gano es para la familia. Para nosotros, para ti y para mí. —Si la situación fuera al revés, si fuera él quien ganara todo el dinero y ella no tuviera ni un duro, no le habría gustado que su marido se lo restregara por la cara y le dijera que todo el dinero era suyo. Hizo una pausa—: Pero es que creo que… A lo mejor lo del restaurante no te hace feliz. A lo mejor deberías ponerte a escribir guiones otra vez.

Aquel comentario era como agitar una bandera roja delante de un toro.

—Joder, Wendy —le espetó Shane—. ¿Qué es lo que quieres?

Wendy calló un momento y apretó la mandíbula. Lo primero que pensó era que quería unas vacaciones lejos de Shane y de los niños, pero pronto se dio cuenta de que no quería unas vacaciones, que lo que quería era hacer más películas. Para ser sincera, quería que una de sus producciones ganara el Oscar a la mejor película (hasta ese momento, cinco de sus películas habían recibido nominaciones, pero ninguna había ganado) y quería recorrer la alfombra roja, subir al escenario, dar las gracias a todo el mundo («Y, muy especialmente, quisiera darle las gracias a mi querido esposo, sin cuyo apoyo no habría conseguido llegar hasta aquí») y ser famosa. Sin embargo, lo que dijo fue lo siguiente:

—Lo único que quiero es que seas feliz, Shane. —Y, después de una pausa, añadió—: Para que todos seamos felices.

Se dirigió al cuarto de baño, abrió los grifos y se metió en la ducha. Por el amor de Dios, pensó, ¿qué leches iba a hacer con Shane?

Parpadeó bajo el agua caliente y buscó a tientas el champú. Se lo acercó a la cara para verlo bien y dio las gracias porque aún quedaba un poco. Mientras se enjabonaba el pelo, se preguntó qué más podía hacer para ayudar a Shane. Después de todo, era un adulto: tenía treinta y nueve años, aunque la mayor parte del tiempo parecía más joven. Mucho, mucho más joven. A Wendy le gustaba decir en broma que era su cuarto hijo. ¿Estaría de mal humor porque se acercaba a los cuarenta? ¿O era de verdad por el dinero y por el hecho de que llevaba por lo menos diez años sin ganar ni un centavo?

Pero aquello no era ninguna novedad. Wendy lo había mantenido prácticamente desde que se conocieron, hacía ya quince años. Ella trabajaba como chica de continuidad en un estudio cinematográfico y él iba a ser un gran cineasta. No un director: un cineasta. Shane era tres años más joven que ella, lo cual era bastante audaz en aquella época: una mujer de veintisiete años con un hombre de veinticuatro… Y él era lo bastante bien parecido como para ser actor, aunque a Shane lo de actuar no le parecía lo suficientemente intelectual. No estaba a su altura. En aquella época, vivía con otros tres tíos en una casucha de una calle peatonal de Santa Mónica, lo cual no era muy propicio para una relación (ni siquiera para una aventura), así que Shane se fue a vivir con ella al cabo de dos semanas. Dijo que él era un genio creativo y que ella era la que tenía la mentalidad práctica. A Wendy, sin embargo, no le importaba: era tan guapo y tan dulce… aunque siempre estaba demasiado inquieto. En aquella época, estaba escribiendo un guión y tratando de conseguir dinero para su película independiente y Wendy lo ayudó: necesitaron dos años y 300.000 dólares para terminarla. Shane llevó su obra al Festival de Sundance y tuvo bastante buena acogida, así que se casaron.

Pero luego, como es habitual en Hollywood, no pasó nada. Shane recibió encargos para escribir guiones, pero ninguno de ellos llegó a película. Lo cierto es que no eran demasiado buenos, pero Wendy se guardó mucho de decírselo. Se convenció a sí misma de que no tenía importancia: Shane la apoyaba, era un buen padre y se lo pasaban muy bien juntos, así que le daba igual. Y, por motivos que ni siquiera ella logró entender, Wendy prosperó cada vez más en su carrera profesional. De hecho, se podía decir que había llegado a lo más alto, pero no le gustaba demasiado pensar en ello. La posición que ocupaba era importante sólo porque significaba que no tenían que preocuparse por el dinero, aunque en secreto Wendy se pasaba la vida angustiada por ese tema. Se preocupaba por si la despedían o por si se le acababan los ahorros y entonces… ¿qué pasaría? Y Shane, que había dejado de escribir guiones para escribir una novela (no publicada), se empeñaba ahora en abrir un restaurante. Wendy ya había invertido 250.000 dólares, pero no sabía gran cosa del proyecto porque ni siquiera tenía tiempo para interesarse. Seguramente, acabaría siendo un desastre, pero bueno, siempre podría deducir el dinero de sus impuestos…

Salió de la ducha y, en ese mismo instante, Shane entró en el cuarto de baño y le tendió el teléfono móvil. Wendy observó a su esposo con una expresión de curiosidad.

—Es Josh —dijo él, haciendo una mueca.

Wendy suspiró, irritada. Josh era uno de sus tres asistentes, un arrogante joven de veintitrés años que no se molestaba en disimular lo que pensaba: que él debería ocupar el puesto de Wendy. La directora ejecutiva de Parador Pictures había intentando hacerle entender que por las mañanas, a primera hora, se dedicaba a su familia y que no quería recibir llamadas antes de las nueve, a menos que se tratase de una urgencia. Pero Josh no hacía caso y, normalmente, la llamaba por lo menos tres veces entre las siete y media y las nueve y cuarto, la hora en que ella llegaba al despacho.

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