Noches de Sal

Género :


Aurora, a los once años, quedó marcada por las trágicas circunstancias de la muerte de su madre en un accidente de tráfico. Desde entonces, permanece recluida en un piso de la calle de Los Nocturnos de Valencia, encadenada a viejos rostros de su niñez y a unas criaturas fantasmagóricas que nacen de su propia psicosis.
Abel, joven ilustrador que trabaja para Las Provincias y que estudia medicina en la Facultad, llega hasta ella a través de una pasión común: la literatura. El arte y la inspiración consumarán una relación atípica entre ambos. Lo que ninguno de los dos sospecha, es que esa relación traerá consecuencias terribles en un futuro lejano que afectarán a las personas que más aman.
Una novela de terror con formato de thriller dividida en dos líneas temporales. Un grupo de mujeres tendrá que hacer frente a un asesino en serie, cuya metodología criminal le ha llevado a recibir el sobrenombre de Pilatos. Una entidad que siembra el terror por las calles de una Valencia gótica que acaba convirtiéndose en un personaje más de la historia.

ANTICIPO:

Esa misma tarde el cuento de Secreto pasó por la sala de reprografía de la Facultad de Medicina. Lore y Patri —esta última a regañadientes— se encargaron de colgarlo en el tablón de anuncios, distribuirlo por las clases de tutoría y dejar un buen fajo en la cafetería. A la mañana siguiente, la mayoría de los alumnos amanecieron degustando café mientras leían embelesados Legado de escritores. Muchos llegaron tarde a la primera clase de la mañana, porque una vez enfrascados en la lectura del cuento no podían apartar la mirada. Hubo quién lloró mientras devoraba con avidez los párrafos, a otros se le hizo tan antipático que en vez de devolverlo al tablón de anuncios, lo rompieron en mil pedazos y lo arrojaron a la basura en un arrebato de ira. A media mañana, la secretaria del rector de la Facultad depositó Legado de escritores junto a un montón de carpetas y libros de cuentas. El rector, que llevaba unas cuantas semanas estresado, se tomó un respiro y se embarcó en la lectura del manuscrito. En cuanto puso los ojos en la primera línea, el maravilloso hechizo que atenazaba a todos aquellos que lo leían, se extendió también en él. Aquella historia fluía con una naturalidad magnífica, cincelada con deliciosos recursos literarios que elevaban el cuento a un grado de perfección que no dejaba indiferente a nadie. En solo dos folios, Alberto Casto se convertía en el vecino que conoces de toda la vida y Juan, el desgraciado Juan, en el infeliz que solicitaba a gritos un poco de atención. Tal fue el sabor dulce que le dejó en el paladar, que el Rector dedicó un buen rato a rastrear por la red algún dato del enigmático Secreto, pero no encontró nada que le pudiera servir para aliviar su curiosidad.
Al final de la tarde, tras cuatro horas de reunión intensiva en las que se debatieron cuentas y números farragosos de la Universidad, los miembros del Consejo de Dirección encontraron una copia de Legado de escritores entre los archivos que la secretaria del rector había preparado para ellos. Ninguno de los miembros del Consejo hizo el amor aquella noche. Todos estuvieron abstraídos en la lectura del cuento, dando la espalda a sus respectivos cónyuges.
A los dos días de que Lore y Patri repartieran el cuento por la Facultad, no quedaba maestro o alumno que no hubiera leído u oído hablar de Legado de escritores. El cuento se convirtió en una leyenda viva dentro de la Facultad de Medicina, hasta hubo quién ofreció unos cuantos euros por la identidad de Secreto o por conseguir otro cuento de tan excepcional escritor. Además, durante las semanas siguientes, la librería de la Universidad experimentó un repentino interés por la obra de un tal Rafael Marín. Nadie supo explicar la razón, pero el dueño se aseguró de exponer todos los libros del autor gaditano en el escaparate con un gran cartel que anunciaba descuentos especiales para los interesados.

¿Qué es la inspiración artística sino la plasmación del brote pasional de las ideas, de la estructura, de la definición? En cierta ocasión, uno de los profesores de bellas artes de Abel le desveló la etimología de la palabra inspiración. De descendencia helénica, significaba «aliento», el aliento de los Dioses. Hesíodo definía la inspiración como el humor divino que emanaba de Apolo y otorgaba las facultades adivinatorias a sibilas y oráculos. La verdadera complejidad en el uso de la inspiración radicaba en la capacidad de comprender, de visualizar el pensamiento en parámetros concretos. El poeta posee la facultad de convertir lo anodino en virtuoso, el dramaturgo de transformar lo usual en tragedia, sin embargo, el pintor, el ilustrador, el dibujante, estaba obligado a sacar punta a las palabras, a convertir lo etéreo en tangible, lo abstracto en concreto. La faena en sí se reducía a un puñado de matices desperdigados en una paleta de colores, el ilustrador se limitaba a elegir los más adecuados y a plasmarlos sobre el bastidor. Pero el verdadero ilustrador, aquel que estaba elegido para inmortalizar lo divino y lo humano, poseía una sabiduría precoz que le permitía combinar los colores para elaborar la obra perfecta que todos deseamos ver.
Abel, después de empaparse durante todo el fin de semana con Legado de escritores, no dejaba de preguntarse qué colores hubiese querido emplear Secreto para su obra. Cualquier faceta del cuento le parecía apropiada para plasmarla en el papel, sin embargo, por primera vez en su vida se veía incapaz de describir en el lienzo la carga de emociones que supuraban las palabras del autor anónimo.
Cerró la puerta del cuarto, se tumbó en la cama y leyó una vez más el relato. Al cabo de un rato se revolvía como una lombriz sobre un montículo de sábanas arrugadas. Era la primera vez que le pasaba aquello. Intentar ver pero estar ciego. Sentirse atenazado por un impulso que necesitaba salir de su cabeza pero no poder visualizarlo sobre el bastidor. Mantener en su interior las imágenes de Secreto suponía una carga insoportable, una bola de carne atorada en la garganta. Se estaba ahogando. Eso es. Se estaba ahogando con el cuento de Secreto.
Tuvo que levantarse de la cama, abrir la ventana de par en par y tomar una bocanada de aire. Al principio se sintió aliviado, pero en cuanto regresó a la habitación comenzó a sudar. ¿De verdad sentía miedo escénico en su primer trabajo para Augusto Sangüeño? ¿Por qué diablos le tuvo que tocar aquel maldito cuento? Horripilado, miró su teléfono móvil y sintió que la sensación de vértigo aumentaba por momentos. Había quedado con el editor en que le mandaría el primer boceto a principios de la semana siguiente, pero a aquellas alturas veía la finalización del trabajo a un abismo de distancia. Cada vez que se ponía delante del bastidor y comenzaba a hacer esbozos, salían formas difuminadas, siluetas inconcretas que no llevaban a ningún sitio. Abel tenía la impresión de estar asomándose a un universo de fantasmas. Conforme transcurrían las horas, la papelera se convirtió en un cementerio de ideas inconclusas. Estaba a un paso de perder la oportunidad de su vida. Aquello le encolerizó y lo llenó de impotencia. Todavía guardaba en su memoria el momento en que Patri le entregó la carta y, rebosante de ilusión, leyó el título de Legado de escritores.
Una vez más, el filo del fracaso se cernía sobre su cabeza, amenazando con cortarle el pescuezo de una sola estocada. Todo eso lo llevó a verse a sí mismo ante la butaca de su padre, en La Coruña, con la firme decisión de abandonar Bellas Artes. En ese instante también se sentía dubitativo, resignado, vencido, a la espera de un simple comentario que le infundiera un mínimo de consuelo. Pero el apoyo de su padre nunca llegó. Aquel hombre que en otra vida ostentó el rostro de un ser amado seguía perdido en una sala de hospital, consumiéndose al lado de un cuerpo carcomido por el cáncer. Abel, consciente de esa degradación, optó por huir, dejándolo solo con su televisión, con su butaca, con su botella de Jack Daniel’s y con su olor a rancio.
Aquella decisión, a la larga, ahondó en su derrota y lo hizo más vulnerable. Ahora solo veía barreras a su alrededor y, en cierta forma, comenzaba a temer que hubiera encontrado su propia butaca frente al televisor y estuviera tentado a coger la botella de Jack Daniel’s.
El puño se le deshizo en una explosión de dolor cuando lo estampó contra un armario empotrado. Permaneció paralizado, sintiendo que la frustración salía a chorros por cada poro de su piel. A su alrededor, el cuento de Secreto se desperdigó en un abanico insolente que se empeñó en mostrarle las razones por la que su vida seguía sumida en el fracaso. Ni siquiera escuchó la puerta al abrirse, no fue consciente de la presencia de Lore hasta que ella le acarició el cuello.
—¿Qué has hecho, bobo? —Lore nunca forzaba la voz, pero esta vez el miedo brotaba en forma de temblor.
Cogió con mucho cuidado la mano de Abel y observó el puño hinchado. Él cerraba los ojos, desencajado por el dolor, aunque la angustia que le corroía por dentro era peor que los latigazos exteriores. Hubiera querido estrujar su mano hasta que la agonía sofocara la pena, pero Lore forcejeó hasta hacerse con el control de la situación.
—¿Te duele?
Abel negó con la cabeza.
Lore palpó con cuidado el dorso hinchado, después articuló los dedos, buscando alguna fractura. Todo parecía en orden. Tampoco escuchó ningún ruido que delatara que las falanges estuvieran rotas. Lo obligó a apoyar la mano extendida contra el armario y volvió a examinar sus dedos con mirada experta.
—Tendríamos que ir a urgencias —insistió, a pesar de que estaba casi segura de que no había fisura.
—Estoy bien.
Lore asintió, recogió los papeles desperdigados por el suelo y los depositó en orden sobre la cama. Después se sentó en el borde.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—A mí no me mientas que no soy idiota. ¿Qué te pasa? Llevas unos días más raro de lo habitual.
A Abel le repateaba el hígado la franqueza de Lore. Aquella era una de las cualidades que más temía de ella. Cuando Lore clavaba su mirada en alguien y cerraba la boca, uno se sentía desnudo.
—No lo sé. Últimamente no puedo dejar de pensar en La Coruña, en mi padre, en la decisión que tomé. —Abel cogió el manuscrito de Legado de escritores y lo agitó con rabia, como si aquel puñado de folios tuviera la culpa de todo—. Hay momentos en los que estoy tan agobiado, que soy incapaz de pensar en nada. Simplemente me detengo y es como si el mundo también dejara de funcionar. Como si alguien desconectara el enchufe de la corriente. Después vuelvo a ponerme en marcha y veo que, en realidad, todo cuanto me rodea ha seguido en movimiento y me ha sobrepasado. ¡Y encima está este estúpido cuento! ¡Me siento fuera de juego por su culpa!
—Olvida el cuento, Abel. Lo que te pasa no tiene nada que ver con él. El mal está dentro de ti, no en ese puñado de papeles. ¿Puedes definir mejor tus sentimientos?
El muchacho sonrió, pero las comisuras de sus labios apenas se separaron. Se contornearon en una suave curva condenada a borrarse a los dos segundos.
—¿Vas a ser ahora mi psicóloga, Lore?
—En alguien tendrás que confiar, ¿no? ¿O quieres que llame a Patri?
Abel prefería mil veces que fuera Lore la que escuchara sus penas, por mucha afinidad que tuviera con el torbellino rubio. Lore siempre mostraba una sensibilidad especial. Una calidez a la que aferrarse pasara lo que pasara y que formaba parte de la amargura que anidaba en su interior.
—En realidad no es solo una sensación, sino dos. Siento dolor y rabia. Dolor porque me parece que parte de mi vida se dirige otra vez hacia el pasado, y eso me deja muy frustrado. Cuando abandoné La Coruña estaba perdido y no lo pasé muy bien en Valencia. ¿Y si vuelvo otra vez a ese punto?
—Ahora no estás solo. —Lore cogió su mano hinchada y la acarició con cariño. Su tacto era muy agradable.
Ella, consciente de las sensaciones que despertaba en su amigo, mostró una tenue duda. Abel la discernió en sus ojos. Pese a su temperamento, titilaron con algo de miedo.
—Toda esta situación no me provoca más que rabia —continuó Abel—. Rabia porque no pude reaccionar entonces y porque dudo que pueda reaccionar ahora.
—Antes no nos tenías a nosotros —dijo ella, con naturalidad—. Somos tu familia y no te vamos a dejar solo. Simplemente tienes que confiar y abrirte. ¿Sabes, Abel? Las cosas podrían haber sido distintas si… si hubieras confiado un poco más en mí. —El muchacho creyó distinguir una pizca de reproche en su voz—. Pero hay algo en esa cabeza hueca que te impide abrirte a los demás.
—¿Qué habría cambiado si hubiera confiado en ti? —preguntó él, tratando de hacer mella en su vulnerabilidad.
Lorena dudó y Abel llegó a preguntarse si todavía existía ese sentimiento que los hizo aproximarse en el pasado. Tal vez Rafa hubiera sido el camino sencillo y él, en su complejidad y esquizofrenia, la senda tortuosa que ella prefirió evitar.
—Ya es tarde para eso —dijo Lore, evitando entrar en el cenagal.
Abel no tuvo más remedio que aceptar esa respuesta y asintió con la cabeza.
—¡Vamos, no pongas cara de perro degollado! —exclamó Lore, que una vez más parecía leer sus pensamientos—. El verdadero problema es ese recelo tonto que te aleja constantemente de la gente que te quiere. No te atreves a mostrarte a los demás tal como eres. Sigues comiéndote la bola demasiado. Date un respiro, no pienses tanto en el ayer y piensa un poco en el mañana. La vida no es tan chunga. Al menos, la rabia indica que tienes ganas de pelear. La pena, en cambio, es signo de rendición.
A Abel le sonaban aquellas palabras. Miedo a enfrentarse a sí mismo, a ver lo que llevaba dentro. Se lo dijo su antiguo maestro de Bellas Artes en La Coruña y ahora lo volvía a escuchar en labios de Lore. Pero en ella sonaba más escalofriante.
—Tienes vocación de filósofa.
—Más bien de charlatana de reality show —dijo Lore sonriendo, después volvió a coger los folios del cuento de Secreto y los ordenó con cariño—. No le eches a los demás la culpa de tus demonios, Abel. En cuanto te des un respiro verás cómo las cosas no son tan grises. Comienza a dar la vuelta a la situación. Arregla tu vida desde lo más sencillo y poco a poco todo cambiará de perspectiva.
Dicho esto, Lore golpeó con el fajo de papeles la frente de Abel.
—Busca la solución más práctica al problema —añadió con una sonrisa muy natural—. Antes has dicho que no eras capaz de visionar el relato. Pues busca ayuda.
—¿Vas a ayudarme tú? Pero si no tienes ni pajolera idea de pintura.
—Yo no, tonto. Habla con el autor.
—Joder, Lore, si no sé quién es, ¿cómo le voy a pedir ayuda?
La muchacha suspiró con resignación.
—Los tíos sois más cortos que la picha de un virus. Tienes contacto directo con el editor del diario. Habla con él, seguro que tendrá algún dato más. Un teléfono, una dirección postal, no sé. Cualquier cosa que te encamine hacia Secreto. —Lore le pegó un coscorrón en la frente—. Perspectiva, Abel, abre tu perspectiva.
Una vez que los ánimos estuvieron más calmados, la muchacha volvió a echar un vistazo a su mano. Estaba tan hinchada y tan roja que parecía un volcán a punto de explotar. Abel, a duras penas, logró mitigar un gesto de dolor.
—Será mejor que le pongamos hielo para rebajar la hinchazón y luego nos vayamos a urgencias. Esto no tiene muy buena pinta.

La conversación con Lore fue toda una revelación para Abel. La posibilidad de hablar con Augusto Sangüeño ni siquiera había pasado por su cabeza. Con toda probabilidad el editor tendría algún dato más que le permitiera ver el asunto de Secreto desde otro punto de vista, tal como le aconsejó Lore. Por desgracia, esa llamada se demoró hasta el día siguiente, pues se pasaron la tarde en la sala de espera de traumatología del Clínico y para la cena no tuvieron más remedio que conformarse con las sobras de un chino de la Avenida de los Naranjos, muy cerca de la Politécnica.
A la mañana siguiente, a primera hora, Abel volvió a llamar al fijo que venía en el membrete de la carta y le respondió la voz profunda del editor. Abel imaginó a Sangüeño como el típico encorbatado que pasaba las horas muertas en la redacción, trajinando entre un mar de humo y cultivando un carcinoma de bandera en el pulmón. La primera vez que contactó con él, su respuesta fue más fría de lo que esperaba. Apenas intercambiaron un par de frases, meros formulismos profesionales: que si un número de cuenta para ingresar el pago, que si estaba dado de alta en la seguridad social, que si se dedicaba profesionalmente al mundo de la ilustración. En cuanto Abel respondió a esta última pregunta con un «no», Sangüeño despachó la conversación por la vía rápida.
—¿Abel? ¿Qué Abel? —Las primeras palabras del editor tras presentarse por segunda vez en tan poco tiempo, no auguraban una conversación mucho más larga.
—El ilustrador. Hablé con usted hace un par de días. Me envió un cuento para el dominical.
—¡Ah, coño! El chaval que va para matasanos. Dime, dime.
Joder, qué mal le caía aquel tipo.
—Es que necesito contactar con el autor del cuento que me mandaron, un tal Secreto. He leído el trabajo con mucha atención y me han surgido un par de dudas, así que me gustaría aclararlas con él.
—Pero si el relato va con seudónimo, ¿cómo te voy a dar su dirección?
—Pensé que en la redacción tendrían algún dato más para averiguar su identidad. Un nombre bajo plica, una dirección e-mail, un domicilio, no sé… algo para contactar.
—No aceptamos correos electrónicos a la hora de recibir cuentos. Coño, que esto es España y son los autores los que nos tienen que dar las gracias por publicar. Que se gasten unos cuantos céntimos en sellos, que es lo menos que pueden hacer. Respecto al remite de la carta original, estará en la papelera.
—¿Seguro? Me vendría muy bien ese dato. Me ayudaría a mejorar la… perspectiva de la ilustración.
—¿La perspectiva de la ilustración? Coño, cómo sois los artistas de ahora. Dalí en sus mejores tiempos era menos exigente que tú. Espérate porque este no es el primer cuento que manda ese tipo, lo mismo tenemos algún dato más en el fichero. Voy a buscarlo. —Sangüeño se separó el auricular de la boca y soltó un grito que hizo rechinar los dientes de Abel—. ¡Paqui, vete para los archivos de las historietas del dominical y me traes la carpeta de un tal Secreto! Y rapidito que el café se me enfría.
Abel se hizo con un cuaderno y un bolígrafo y aguardó un rato a que el editor volviera a derramar su respiración asmática en el auricular.
—A ver, chaval, toma nota. Las cartas del tal Secreto vienen de la calle de los Nocturnos portal número dos. No pone piso ni nada. Debe de ser un bajo. Además, el tipo no ha añadido número de cuenta, a pesar de que se lo hemos pedido varias veces, así que no ha cobrado ni una perra por los cuatro relatos que le hemos publicado. Si te pones en contacto con él y te pregunta, le dices que no venga ahora reclamando nada, que el vencimiento de los recibos ya ha pasado. Que a partir de ahora se espabile.
—¿Dice que le ha publicado más cuentos? ¿Podría enviármelos para que los leyera? Legado de escritores me ha parecido fabuloso.
—Sí, hombre, y si quieres te mando la enciclopedia Salvat por fascículos. A ver, chaval, que esto es una oficina de prensa y no el Círculo de Lectores. Te acabas ese cuento y luego vamos a por otro. ¿Está clarito?
—Sí, señor.
—Pues hala, a ver si vamos aligerando y preparamos las ilustraciones. Te dejo que tengo mucho trabajo.
Sangüeño ni se despidió. No había colgado el auricular y ya estaba reclamando a grito pelado la presencia de la tal Paqui. Abel se destaponó los oídos después de recibir los exabruptos del editor y observó el nombre apuntado en el cuaderno: Los Nocturnos. Era la primera vez que escuchaba el nombre de esa calle. Acudió al callejero y rebuscó a conciencia. Aunque la vía estaba reseñada en el índice, en el plano no encontró rastro de ella. Debía de estar situada entre Comedias y Vestuario, justo detrás de la Plaza del Patriarca y la calle de la Nave, donde se reunían las librerías de anticuaria del centro. Rebuscó un poco más por los callejeros de Internet y encontró la referencia de una vía minúscula que, de tan estrecha que era, apenas aparecía en los planos. Mientras especulaba con aquellos datos, le vino a la cabeza el interés que Lorena mostró por los Nocturnos hacía dos días en la hamburguesería. Echó un rápido vistazo al cuento —que a aquellas alturas parecía el periódico de los domingos después de haber pasado por las manos de toda la familia— y se topó de morros con la dedicatoria final:

Para Rafael Marín, trovador de historias fascinantes que han hecho volar

mi imaginación. Bien podrías haber sido un Nocturno.


¿Un Nocturno? ¿Tendría algo que ver esa referencia con la calle de los Nocturnos? Consciente de que debía refinar un poco más la información recurrió de nuevo a Internet y buceó entre varias páginas. No tardó en dar con una entrada que hacía referencia a una academia literaria valenciana llamada «los Nocturnos», constituida durante la última década del siglo XVI y que reunía a la clase bohemia de la época. La institución fue presidida por un tal Bernardo Catalá, brazo militar de las Cortes y embajador de Felipe II. Entre los ilustres poetas, dramaturgos y escritores que militaban en ella figuraban Gaspar Aguilar, Guillén de Castro, Jaime Orts, Agustín Tárrega y un buen puñado de autores que, por no tener nombre de calle, a Abel se le antojaron desconocidísimos. Además, llegó a la conclusión de que aquella debió ser una panda de repipis. Después de llamar a la institución «los Nocturnos», decidieron adoptar una serie de seudónimos que tenían relación con la noche. Entre silencios, miedos, tinieblas, luces y vigilias, Abel dio con el nombre que andaba buscando: Secreto.
—Guillén de Castro —musitó, incapaz de disimular una sonrisa nerviosa. Las cosas comenzaban encajar un poco.
El tal Secreto, el del cuento de Las Provincias, se había apoderado del seudónimo que el dramaturgo Guillén de Castro usaba en sus veladas literarias en el Palacio de Bernardo Catalá. Tras una segunda búsqueda por Google, reconoció en él al típico caballero de ascendencia castellana que se movió entre la nobleza y la carrera militar. Protegido del Marqués de Peñafiel, procurador del Duque de Gandía, gobernador del Castillo de Secano… los cargos de Guillén de Castro aumentaban con cada párrafo de su biografía. Su obra se extendía entre el teatro y una amplia producción poética. Además, tras la clausura de la Academia de los Nocturnos, creó una segunda institución llamada «Montañeses del Parnaso» en la misma ciudad de Valencia. Tal fue su trasiego cultural que al final legó su nombre a una de las arterias más importantes del centro urbano. No obstante, la institución en la que durante tanto tiempo militó, acabó sufriendo peor suerte. El epíteto de «los Nocturnos» quedó relegado a una callejuela de barrio.
Con todo, aquellos datos resultaban inconsistentes para definir el perfil de Secreto. Al principio se imaginó a un hombre mayor, lo suficiente como para conocer la existencia de una academia del siglo XVI y adoptar el nombre de uno de sus fundadores. Aunque tampoco ese detalle se le antojó definitivo. Si el autor de Legado de escritores vivía en la calle de los Nocturnos, la elección del seudónimo de Secreto podía ser premeditado para alimentar el suspense de su identidad.
—¿Los Nocturnos?
Tan abstraído estaba en sus cábalas, que no reparó en la presencia de Patri hasta escuchar su voz cantarina.
—¿Qué historia es esta, Abel? —inquirió mientras se sentaba frente al monitor y se mecía de un lado a otro en la silla de ruedas—. ¿Todavía sigues con el rollo del cuento?
—No es ningún rollo…
—Sí que lo es.
—Te digo que no.
—Sí que lo es. Mira: «Los Nocturnos solían reunirse en el palacio de Bernardo Catalá de Valeriola, celebrándose las sesiones los miércoles al anochecer o, de manera excepcional, al mediodía». —Patri echó hacia atrás la silla, amenazando con romper el respaldo, y puso los ojos en blanco—. Es un rollo como una casa. Suena a secta. Se parece a la religión de Tom Cruise. ¿Cómo se llamaba?
—La Iglesia de la Cienciología —respondió Abel, arrastrando las palabras.
—¡Eso! ¿Y qué se supone que estás haciendo ahora?
Abel se limitó a devolver el callejero a la estantería y a ordenar sus apuntes. Cuando quiso apagar el ordenador, Patri interpuso la silla en su camino.
—A Lore se lo has contado —insistió mientras enarcaba mucho las cejas—. Últimamente a ella se lo cuentas todo y a mí nada. ¿Pensaba que era tu mejor amiga? Ahora Lore me está desplazando por Rafa y tú por Lore. Todos pasáis de mí.
Abel hizo ademán de rodear a la Patri motorizada, pero en cuanto giró a la izquierda, ella interpuso la silla de nuevo en su camino.
—¿Es que no os doy lástima? Todos vais a vuestra bola y me dejáis sola. Estoy pensando seriamente en mudarme de piso y buscar otros compañeros que aprecien más mi amistad. Además…
—¡Bueno, vale! Estoy intentado dar con la identidad de Secreto.
La cara de Patri cambió radicalmente al escuchar aquella revelación.
—¡No jodas! ¿Para qué?
—Quiero hablar con él…
—¿De qué? ¿Por qué?
—Para que me ayude a visualizar el dibujo. Lo tengo atragantado.
—Si quieres te ayudo yo a visualizarlo.
—No creo que tú fueras de mucha ayuda —suspiró Abel—. Preferiría tener en cuenta la opinión del escritor antes que la tuya.
Patri se giró hacia la pantalla del ordenador y expandió una de las ventanas minimizadas en la barra de tareas. El plano con la calle de los Nocturnos se desplegó ante los ojos curiosos de la chica. Abel lamentó no haberlo cerrado antes.
—No conozco esa calle, pero sí la zona. Esta muy cerca de La Paz. Justo detrás, en la calle del Mar, hay una taberna cubana en un rinconcito que ponen unos mojitos de vicio.
—Que yo sepa no te he pedido ayuda —replicó Abel.
—¡Claro que lo has hecho! Ahora mismo. Me has dicho que estas buscando al tío que escribió el cuento y que quieres hablar con él. Así que te voy a ayudar a encontrarlo.
Abel se quedó petrificado. Lo que menos necesitaba en ese momento era llevar a Patri pegada en plan mosca cojonera. Prefería apañárselas solo para dar con Secreto. Sin embargo, la terquedad de Patri cuando algo se le metía entre ceja y ceja solía ser legendaria. En cierta ocasión, durante las prácticas en el departamento de radiología del hospital, mantuvo en jaque a dos doctores que personificaban la prepotencia de la medicina. Algunos de los diálogos que mantuvo Patri con ellos se convirtieron en mito dentro de la Facultad de Medicina.
—Vamos a ver, ¿cuántas horas estudias al día?
—¿De verdad tengo que responder esa pregunta?
—Mujer, no es algo tan íntimo, ¿no?
—A estas alturas de curso… —Patri se pensó un buen rato la respuesta ante la mirada penetrante de los dos doctores—: ninguna.
—Vaya manera de prepararse —dijo uno—. Durante la carrera saqué cinco matrículas.
—¡Qué casualidad! —respondió el otro—. Yo también saqué cinco. Una en farmacología.
—Ahí me pillas. Yo tuve que conformarme con un sobresaliente —respondió el primero. Después se volvió hacia Patri, que los observaba como quien mira a un extraterrestre—: ¿Y tú, cuántas llevas?
—Mmmm… creo que me quedan cinco para pillaros.
Uno de los doctores, cansado de las contestaciones descaradas, optó por salirse por la tangente y comenzar a revisar los TAC.
—¿Aprecias la fractura?
—No —dijo ella muy segura de sí misma.
—¿Por qué?
—Porque si digo que sí, querrás que la señale.
—¿Y eso te parece un criterio lógico? Así no se hacen las cosas.
—Hombre, si no puedo señalarla porque no la veo, sí me parece un criterio.
Los dos doctores tuvieron que dejar las cosas así porque en el TAC no había ninguna fractura.
Cuestiones semejantes hicieron de Patri una leyenda en vida y la elevaron a los altares de los alumnos respondones. Los médicos residentes comenzaron a evitarla y los profesores eludían sus preguntas en clase. Abel era consciente de que para domeñar su genio, no solo bastaba desparpajo sino también inteligencia, en caso contrario Patri acababa saliéndose con la suya. Abel, por supuesto, no tenía ganas de enfrascarse en una batalla dialéctica con semejante bocas, así que tras pensárselo dos veces, accedió a contarle todo lo que sabía.

Decidieron postergar su visita a Secreto hasta última hora de la tarde. Tomaron el autobús cuando la noche planeaba sobre la Plaza Honduras y, como sardinas en lata, atravesaron el Puente del Real camino de la Plaza de Tetuán. A su alrededor, las farolas que jalonaban la calle de La Paz comenzaban a encenderse, derramando un sendero sobre el abundante tráfico que procedía de Tetuán y de la avenida Alfonso el Magnánimo. Los comercios cerraban sus puertas y el tráfico se condensaba, señal inequívoca de que los oficinistas abandonaban sus celdas como un enjambre de avispas. Un reguero de gente subía hacia la Plaza de la Reina, la mayoría cargada con bolsas de las boutiques de moda del Centro. Abel y Patri no tardaron en escabullirse de la masa y buscaron el alivio de las travesías que corrían paralelas a La Paz. La sensación de desahogo fue inmediata. La muchedumbre prefería las grandes vías antes que los callejones estrechos que conectaban Pintor Sorolla con La Paz.
En más de una ocasión Abel tuvo que despegar a Patri de los escaparates de ropa de diseño para arrastrarla por la calle Comedias. El viaje en autobús se había prolongado más de lo que en un principio tenía previsto. Circular por Valencia a ciertas horas en transporte público podía ser más complejo que hacerse sitio en la procesión del Silencio de la Semana Santa.
—¡Para una vez que venimos al centro, no me dejas ni respirar! —se quejó amargamente Patri.
Abel tiró de ella con energía, asegurándose de que siguiera pegada a sus talones. Por un instante tuvo la impresión de que formaban una pareja de novios inmersos en una trifulca, tal pensamiento hizo que se sonrojara.
—No me apetece que me den con la puerta en las narices por llegar tarde, así que aligera —ordenó, tratando de quitarse aquella idea de la cabeza.
Los Nocturnos no era más que una callejuela que apenas superaba los veinte pasos de largo. A un lado se alzaba la fachada de una antigua sede de UNICEF, al otro los edificios vetustos. Resquicios de una Valencia señorial arrinconada por el progreso irreverente. La luz se arredraba entre bambalinas, apenas cuatro luminarias engarzadas a unos postes medio devorados por la herrumbre. Quizás esa calle hubiera contemplado tiempos mejores, pero en la actualidad se reducía a un viejo pasadizo que conducía a ninguna parte. Olía a cemento y a hierro oxidado, y tras las ventanas apenas se distinguían luces artificiales que anunciaran la existencia de vida.
—Yo ahí no entro ni loca —advirtió Patri observando con animadversión las fincas más antiguas.
—¿Entonces a qué has venido?
—Cuando dijiste que la calle era un homenaje a un montón de poetas, me imaginaba algo más… más… glamuroso, no esta mierda de cuchitril.
—Pues quédate aquí si quieres. Yo voy a conocer a Secreto.
Patri hizo amago de detenerlo, pero Abel se apartó de su lado y caminó hasta el primer patio. Más allá, solo había otra puerta atrancada antes de que el callejón desembocara en una vía transversal tan estrecha como los Nocturnos. Sobre el portal número dos distinguió un rótulo medio descolgado: Compra venta de libros usados. Llame antes de entrar. Abel se volvió hacia Patri, que aguardaba amagada en una esquina, y vio cómo esta le hacía señas para que regresara. El muchacho negó con la cabeza y llamó a la puerta desvencijada. Por un instante reinó un silencio demoledor y Abel contuvo la respiración. Más arriba se apreciaba algo de luz, en el primer piso. Tras un estor de tela creyó distinguir una silueta que se refugiaba en su vivienda. En cuanto retrocedió dos pasos para buscar mejor perspectiva, la forma se desvaneció tras una explosión de cabellos negros. Abel parpadeó varias veces, como si los ojos le hubieran jugado una mala pasada al descubrir un espejismo. Cuando volvió a encarar la habitación, se encontró con el hermetismo del estor bajado.
No tuvo más tiempo para divagar. La puerta se abrió con un gruñido de bisagras y un rostro apareció entre la rendija de luz. El extraño fijó en él unos ojos cáusticos, templados con cera hirviendo.
—¿Quién es?
Abel se llevó un buen sobresalto.
—Soy Abel Barros, trabajo para Las Provincias. Quería hacerle unas cuantas preguntas sobre el… —la puerta se cerró en sus narices— relato.
Abel se giró de nuevo hacia la salida del callejón, donde seguía escondida Patricia. La muchacha negó con la cabeza de manera críptica, transmitiéndole sus malas vibraciones, pero Abel permaneció impertérrito frente al vano. Se escuchó el ruido de una cadena al soltarse y esta vez la puerta se abrió de par en par. El individuo que apareció ante el joven resultó atemorizador. Debía ser un hombre de cierta edad, maltratado por el tiempo. A pesar de que estaba dotado de una constitución fornida, su faz era un refrito de hoyuelos y zurcidos. De piel muy morena, barba corta y entrecana, exhibía un cabello rizado que recordaba a los curtidos navegantes de las antiguas películas griegas. Tenía la camisa abierta hasta medio pecho, de modo que exhibía sin pudor un grueso felpudo de pelo rizado. El extraño miró de arriba abajo al muchacho y compuso una expresión tan amedrentadora que Abel tuvo el impulso de salir huyendo del callejón.
—¿Sabe cuál es el significado de la palabra «seudónimo»?
La voz grave de aquel hombre caló en los pocos arrestos que le quedaban a Abel.
—Como parece que los hados le han arrebatado el don de la palabra, voy a exponérselo de manera concisa. Seudónimo es el nombre que utiliza alguien para ocultar su verdadera identidad. ¿Sabe por qué? —Abel hizo ademán de decir algo, pero antes de que pudiera despegar los labios, un garrote de madera de cedro apareció de la nada y apuntó directamente a su pecho, obligándole a guardar las distancias—. El nombre es la alabanza del día, el seudónimo el descrédito de la noche. Franco firmaba como Jackob Kir sus memorias para que nadie supiera que era masón, Paul Hewson tuvo que ponerse el nombre de un audífono ortopédico para cantar en U2 y Stewart Königsberg firmaba como Woody Allen para que su familia judía no le echara en cara que era un cómico de medio pelo. ¿Le ha quedado claro hasta qué punto es importante respetar la identidad de un seudónimo?
Abel afirmó con la cabeza.
—Entonces, ahora trate de explicarme por qué diablos se ha saltado todas las leyes divinas para presentarse en la puerta de mi casa.
Abel tenía la garganta seca. La contera del bastón del anciano se le clavaba cada vez más en el pecho.
—Que-quería felicitarle en persona… —Tuvo que tragar saliva para hacer pasar el nudo que oprimía su garganta—. Me gustó mucho su… cuento… Me parece que está escrito con mucha ternura y…
El extraño apartó el bastón de su esternón con un movimiento brusco y se aproximó tanto a Abel que este sintió que el corazón se le congelaba en el pecho. El anciano desprendía un fuerte olor a libro añejo y a colonia barata.
—Señor… —insistió Abel— podría hablar un momento con usted…
—¿Para qué?
—Quiero saber más cosas del cuento. Lo necesito para hacer mi trabajo.
—Todo lo que debe saber del cuento está en el cuento. Así que léaselo con detenimiento y deje de incordiar con su presencia.
Tras esta aseveración, el anciano dio media vuelta y volvió a cruzar el umbral. Cuando Abel iba a añadir algo, cerró la puerta con un fuerte trompazo.
Abel permaneció atascado un buen rato, con una mueca desangelada en el rostro y un espasmo rígido en las manos. Al principio no supo muy bien cómo reaccionar; apenas una fracción de segundo antes estaba discutiendo con el anciano y, casi sin darse cuenta, se daba de morros con la puerta del edificio. Se rascó el pelo alborotado mientras trataba de borrar el mohín estúpido de la cara y caminó cabizbajo hacia la salida del callejón. Al final, el viaje no había servido de nada. Una regañina de un viejo huraño y un bajón que, probablemente, acabaría desterrando las pocas posibilidades que tenía de visualizar el cuento. Miró a Patri y se sintió estúpido. ¿Qué esperaba encontrar allí? ¿Inspiración? ¿Aliento? ¿Fe en sí mismo? Al final recibió un jarro de agua fría y las palabras de ánimo de Lore sonaban más banales que nunca. Casi podía sentir cómo el Abel cirujano, el Abel analista y dogmático, cogía el bisturí y abría en canal al Abel romántico, arrancándole sueños y fantasías a golpes de escalpelo. Apenas pudo susurrar un «vámonos» al pasar junto a Patri.
Pero la muchacha permanecía varada en la salida del callejón, sin pestañear o mover un solo músculo. Antes de que Abel pudiera alejarse, rozó su brazo y señaló la ventana de la primera planta del edificio. Fue entonces cuando la vio por segunda vez, la imagen fantasmagórica de un daguerrotipo. Pálida bajo el estor, transida en oscuridad. Ojos envenenados de tristeza bajo un disfraz de plata y azabache. Tenía las manos apretadas contra el ventanal, como si invocara el auxilio de un príncipe encantado, sin embargo sus ojos, sus labios, sus pálidas mejillas parecían pertenecer a las sombras. Y aun así era bella, muy bella, tan bella que Abel sintió que su corazón se detenía. Era ella la que le espió antes de llamar a la puerta, la que se desvaneció cuando sus miradas se encontraron por primera vez. Pero ahora no le rehuía, sino que mantenía su mirada casi con un deje de súplica.
—¿Quién es? —balbuceó Patri, impresionada.
Abel no lo dudó un instante. La conocía. La había visto lejos del callejón de los Nocturnos, pintada en metáforas, aliteraciones y paradojas. Palabras que se cristalizaban en una imagen tan hermosa, que se convertía en la única luz que embellecía la noche.
—Es ella —dijo en un susurro—. Es Secreto.

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