Orcos

Cuando una banda de guerreros orcos embarcan a su tiránica señora en una intrépida misión de consecuencias impredecibles, ponen en marcha una serie de cataclismos que tanto les pueden conducir a liberar a su raza de la persecución a la que está sometida, como hacerlos desaparecer para siempre del reino. No parece haber término medio posible.

Perseguido por una bruja iracunda, por despiadados cazadores de recompensas y por dos ejércitos sedientos de venganza, el capitán Stryke y su banda de inadaptados mercenarios orcos se lanzan a una deseperada búsqueda que debe cambiar sus vidas y salvar su mundo de la destrucción que están llevando a cabo los humanos.

Después de leer esta novela no pensarás lo mismo sobre los orcos.

De esta trilogía que, se publica por primera vez completa y en un sólo volúmen en castellano, sólo se había publicado en castellano el primer volúmen bajo el título La banda de los hurones.

ANTICIPO:
Algunos soportan la frustración de sus designios con gracia e indulgencia. Otros ven los obstáculos que se interponen entre ellos y su gratificación como cargas Intolerables. Los primeros encarnan al admirable estoicismo. Los segundos son peligrosos.

La reina Jennesta pertenecía, sin duda, a la segunda categoría, y estaba impacientándose. La banda de guerreros a la que había confiado la sagrada misión, los hurones, aún no había regresado. Sabía que la batalla había concluido y que se había resuelto a su favor, pero los guerreros no le habían llevado lo que ansiaba con vehemencia.

Cuando regresaran, los haría despellejar vivos. Si habían fracasado en su cometido, les infligiría un castigo aún peor.

Se había dispuesto un entretenimiento para distraerla mientras esperaba. Era necesario, práctico, y también prometía cierto placer. Como de costumbre, tendría lugar allí, en su sanctasanctórum, la sala más íntima de sus dependencias privadas.

La estancia, situada en las profundidades de su palacio de Túmulo Mortuorio, estaba construida en piedra, y una docena de columnas daban soporte al alto techo abovedado. Algunos candelabros y goteantes teas dispersos aquí y allá daban la luz apenas necesaria, ya que Jennesta prefería las sombras.

Los tapices de las paredes presentaban complejos símbolos cabalísticos, y el granito del suelo, gastado por el tiempo, estaba cubierto por alfombras tejidas donde podían verse dibujos igualmente arcanos. Junto a un brasero de hierro lleno de relumbrantes ascuas había una silla de madera de respaldo alto y ornamentada talla, pero que no llegaba a ser un trono.

Dos piezas dominaban la habitación. Una era un bloque macizo de mármol negro que servía de altar y la otra, situada enfrente y más abajo, era del mismo material, aunque blanco, y tenía la forma de una mesa baja o diván.

Sobre el altar descansaba un cáliz de plata, y junto a él había una daga curva con el puño incrustados en oro y signos rúnicos grabados en la hoja. A su lado se veía un martillo pequeño con una pesada cabeza redonda, decorado y grabado de modo similar.

La losa de mármol tenía un par de grilletes en cada extremo. Jennesta pasó las puntas de los dedos, lenta y suavemente, por la superficie. El liso frescor de la piedra le resultaba sensual al tacto. Su ensoñación se vio interrumpida por unos golpecitos en la puerta de roble tachonada.

—Adelante.

Dos guardias imperiales conducían a un prisionero humano a punta de lanza. Encadenado de pies y manos, el hombre llevaba tan sólo un taparrabos. En torno a los treinta años de edad, presentaba la estatura típica de su raza, de modo que los orcos que lo acompañaban le llegaban por debajo del hombro. Tenía cardenales que le manchaban el rostro, y en si cabello y barba había costras de sangre seca. Caminaba con rigidez, en parte debido a que estaba maniatado, pero también a causa de los azotes que le habían propinado después de ser capturado durante la batalla. Su espalda estaba cruzada de largas marcas de color rojo vivo.

—Ah, ya ha llegado mi huésped. Te saludo. —El acaramelado tono de la reina era de absoluta mofa, pero el hombre no dijo nada.

Mientras ella se le acercaba lánguidamente, uno de sus guardias tiró con brusquedad de las cadenas que rodeaban las muñecas del cautivo y éste hizo una mueca de dolor. Jennesta estudió la constitución robusta y musculosa del hombre, y decidió que era apta para sus propósitos.

A su vez, el hombre inspeccionó a la reina, y por su expresión resultaba obvio que lo que veía le dejaba confuso.

Había algo fuera de lugar en la forma del rostro de ella. Era un poco demasiado plano, una pizca más ancho de lo que debería haber sido a la altura de las sienes, y se aguzaba hasta una barbilla más puntiaguda de lo que parecía razonable. Una cabellera de ébano caía hasta su cintura, y era tan brillante que parecía mojada. Los insondables ojos oscuros estaban colocados en una posición oblicua que quedaba realzada por las pestañas, de un largo extraordinario. La nariz era ligeramente aquilina y la boca parecía demasiado ancha,

Nada de esto era desagradable, sino más bien daba la impresión de que sus rasgos se habían apartado de las normas de la naturaleza y buscado su propia evolución única, con un resultado sorprendente.

Tampoco la piel era del todo como debería. La impresión que daba en la danzante luz de los candelabros era de una tonalidad esmeralda en un momento, y de un lustre plateado al siguiente, como si estuviese recubierta por diminutas escamas de pez. Iba ataviada con un largo vestido de color carmesí que le dejaba los hombros descubiertos y se adhería como un guante a los contornos de su voluptuoso cuerpo. Estaba descalza.

No cabía duda de que era guapa, pero su belleza poseía una clara calidad alarmante. El efecto que tuvo sobre el prisionero fue acelerarle la sangre tanto como despertar en él un vago sentimiento de aversión. En un mundo en el que abundaba la diversidad racial, ella no se parecía a nada que hubiese visto.

—No muestras la deferencia debida —comentó la reina. Los asombrosos ojos resultaban hipnóticos. El hombre tuvo la sensación de que no podía ocultárseles nada en absoluto.

El cautivo se arrastró fuera de las profundidades de aquella mirada devoradora y sonrió, a despecho del dolor, aunque con expresión cínica. Bajó los ojos hacia las cadenas que los sujetaban, y habló por primera vez.

—Aunque quisiera inclinarme, no podría.

Jennesta también sonrió, pero su sonrisa era genuinamente inquietante,

—Mis guardias estarán encantados de ayudarte —fue su breve respuesta.

Con brutalidad, los soldados lo obligaron a arrodillarse.

—Eso está mejor.—La voz era de una dulzura artificial.

Jadeando por el creciente dolor, el hombre reparó en las manos de la reina. La longitud de los finos dedo, prolongados por afiladas uñas tan largas como la mitad de aquellos, lindaba con la anormalidad. Ella se le acercó y le tocó los verdugones que le cubrían la espalda. Lo hizo con suavidad, pero aun así él dio un respingo. Recorrió la línea rojo vivo con las puntas de las uñas e hizo manar regueros de sangre. Él gimió, y la reina no hizo ningún intento por ocultar su placer.

—Maldita seas, perra pagana —susurró él con voz débil.

Jennesta se echó a reír.

—Un uní típico. Cualquiera que rechace vuestras costumbres tiene que ser un pagano. Y sin embargo, sois vosotros los advenedizos, con vuestras fantasías de una deidad única.

—Mientras que tú eres seguidora de los antiguos dioses muertos a los que adoran los que son como éstos —respondió él al tiempo que les echaba una mirada feroz a los guardias orcos.

—¡Qué poco sabes! La fe multi reverencia a dioses aún más antiguos que los que tienen los orcos. Dioses vivos, a diferencia de la ficción que abrazáis vosotros.

El hombre tosió, y el sufrimiento hizo estremecer su cuerpo.

—¿Tú te defines como multi?

—¿Y si es así, qué?

—Los multis están equivocados, pero al menos son humanos.

—¿Mientras que yo no lo soy y por tanto no puedo abrazar su causa? Tu ignorancia bastaría para llenar el foso de este palacio, granjero. El sendero múltiple es para todos. A pesar de eso, yo soy humana en parte.

El hombre alzó las cejas.

—¿Nunca antes habías visto un híbrido? —No aguardo la respuesta—, Es obvio que no. Soy una mezcla de nyadd y humano, y he heredado lo mejor de ambos.

—¿Lo mejor? Semejante unión es… ¡una abominación!

A la reina, aquello le resultó todavía más gracioso y echó la cabeza atrás para reír.

—Ya basta. No te he hecho traer aquí para entablar un debate. —Les hizo un gesto con la cabeza a los soldados—. Preparadlo.

Lo pusieron en pie de un tirón y lo llevaron a punta de lanza hasta la losa de mármol, donde lo levantaron en vilo sujetándolo por los brazos y las piernas. El dolor que sintió cuando lo arrojaron sin ceremonias sobre la dura superficie, le hizo proferir un alarido. Se quedó tendido, jadeando y con los ojos llenos de lágrimas. Le quitaron las cadenas y le sujetaron muñecas y tobillos con los grilletes.

Jennesta despidió a los guardias con aspereza, y éstos se inclinaron y salieron avanzando pesadamente.

La reina se encaminó al brasero y esparció sobre las ascuas un incienso en polvo cuyo perfume embriagador colmó el aire. Luego fue hasta el altar y cogió la daga y el cáliz. Realizando un esfuerzo, el hombre giró la cabeza para mirarla.

—Al menos concédeme el favor de una muerte rápida —imploró.

Con el cuchillo en la mano, la reina se inclinó sobre el hombre, que inspiró profundamente y comenzó a recitar alguna plegaria o encantamiento con palabras que el pánico convertía en un balbuceo incomprensible.

—Estás soltando una sarta de galimatías —lo reprendió ella—. Contén la lengua. —Con el arma en la mano, se detuvo un instante, y a continuación cortó la tela del taparrabos, lo retiró y lo arrojó a un lado. Tras dejar el cuchillo en el borde de la losa, contempló la desnudez del humano.

—¿Qué…? —tartamudeó él, boquiabierto. Su semblante enrojeció de vergüenza, tragó con dificultad y se retorció.

—Los unís tenéis una actitud infeliz respecto a vuestro propio cuerpo —le dijo la reina con tono flemático—. Sentís vergüenza por cosas por las que no deberíais sentirla.

Le alzó la cabeza con una mano, y con la otra le acercó el cáliz a los labios.

—Bebe —ordenó al tiempo que inclinaba la copa sin contemplaciones.

Una buena porción del líquido le bajó por la garganta antes de que fuera presa de las arcadas y cerrara los dientes sobre el borde de cristal. Ella apartó el recipiente y lo dejó toser y farfullar. Por las comisuras de la boca le corrían dos hilos del líquido de color de orines.

Era algo de efecto rápido pero breve, así que la reina no perdió tiempo. Se desató los lazos del vestido y lo dejó caer al suelo. Él la miraba con fijeza, los ojos abiertos de par en par a causa de la incredulidad. Sus ojos se posaron sobre los generosos pechos prominentes y continuaron bajando por el firme vientre hasta la agradable curvatura de las caderas, la curvilínea silueta de las piernas y el monte de abundante vello púbico.

Jennesta poseía una perfección física que combinaba los suntuosos encantos de una mujer humana con la extraña herencia de sus orígenes híbridos. El hombre nunca había visto nada parecido.

Por su parte, ella reconoció en el hombre la lucha entre la gazmoñería de la crianza uni y la innata voracidad de la lujuria del macho. El afrodisíaco contribuiría a inclinar los platillos de !a balanza en la dirección correcta y adormecería los dolores provocados por los malos tratos que había sufrido. En caso necesario, podría añadir los persuasivos poderes de su hechicería, aunque sabía que la mejor manera de inducirlo no requería magia ninguna.

Se deslizó sobre el borde de la losa y acercó su rostro al del hombre. El extraño aliento almizclado y dulce de Jennesta hizo que al humano se le erizara el vello de la nuca. Le acercó la boca al oído para susurrarle ternezas escandalosamente explícitas y él volvió a sonrojarse, aunque esta vez quizá no fuese del todo a causa del bochorno. Por lo menos recuperó la voz.

—¿Por qué me atormentas de esta manera?

—Te atormentas tú mismo —respondió ella con voz enronquecida—, al negarte los placeres de la carne.

—¡Puta!

Ella profirió una risilla coqueta y se le acercó más, hasta que las puntas de sus pezones rozaron el pecho del hombre. Se aproximó como si fuera a besarlo, pero al final retrocedió. Tras humedecerse los dedos, comenzó a masajearle los pezones con lentitud hasta que se pusieron erectos y su respiración se volvió más jadeante. El afrodisíaco comenzaba a surtir erecto.

El hombre tragó de modo audible y logró reunir la suficiente resolución para hablar.

—La idea del contacto carnal contigo me causa repulsión.

—¿De veras?

Jennesta se le subió encima y quedó a horcajadas sobre su cuerpo, con el vello púbico contra el abdomen del hombre, que luchó contra los grilletes, aunque sin mucha convicción.

La reina estaba disfrutando con la humillación del humano, con la destrucción de su voluntad. Separó los labios y sacó una lengua que parecía demasiado larga para que la contuviese aquella boca. Cuando comenzó a lamerle el cuello y los hombros, el humano notó que era áspera.

A pesar de sí mismo, estaba excitándose. Ella apretó las piernas con mayor firmeza contra los flancos del cuerpo cubierto de sudor y siguió acariciándolo con ardor renovado. Una sucesión de emociones pasaron con rapidez por el semblante del humano: expectativa, aversión, fascinación, deseo vehemente… Miedo.

—¡No! —dijo, medio grito, medio sollozo.

—Pero si tú lo quieres —lo tranquilizó Jennesta—. ¿Por qué, si no, te pones a punto para mí? —Se alzó ligeramente y, metiendo una mano entre sus piernas, sujetó el miembro viril y lo guió.

De modo gradual, ella comenzó a moverse frotándose contra él; su esbelta figura ascendía y bajaba con un ritmo deliberado, sin prisa. El hombre giraba la cabeza de un lado a otro, con los ojos vidriosos y la boca abierta. El ritmo de ella se aceleró, y él comenzó a corresponderle, de modo tentativo al principio, luego embistiéndola más fuerte y profundamente. Jennesta se echó el cabello atrás, y la nube de mechones negros como ala de cuervo atrapó puntos de luz que la coronaron con un nimbo de fuego.

Consciente de que el hombre estaba a punto de derramar su simiente, ella lo cabalgó sin piedad hasta llegar a un frenesí de éxtasis lascivo. Él se retorció, se agitó y se estremeció al avecinarse la culminación.

De repente, ella tenía la daga cogida con ambas manos y la alzaba por encima de la cabeza. El orgasmo y el terror llegaron de forma simultánea.

La daga se clavó en su pecho, una vez y otra y otra más. El humano profirió un alarido horroroso mientras se dejaba las muñecas en carne viva al luchar para soltarse de los grilletes. Sin prestarle atención, ella lo apuñaló una y otra vez, hendiendo su carne.

Los gritos cedieron paso a un gorgoteo húmedo, y luego la cabeza cayó atrás con un golpe sordo y el hombre quedó inmóvil.

Ella arrojó la daga a un lado y se puso a rebuscar con las manos dentro de la sangrienta herida. Una vez que logró dejar las costillas a la vista, cogió el martillo y comenzó a golpearlas hasta que se partieron, haciendo volar astillas blancas. Eliminado este obstáculo, dejó el martillo y palpó entre las vísceras con el brazo chorreando sangre hasta aferrar el corazón, que aún palpitaba levemente, y lo arrancó de un tirón.

Se llevó el chorreante órgano a la boca abierta e hincó los dientes en su tierna tibieza. Por fantástica que fuese la gratificación sexual, no era nada comparada con la plenitud que ahora sentía. A cada bocado, la fuerza vita! de la víctima revigorizaba la suya propia. Sentía la corriente de vida que la saciaba físicamente y alimentaba la fuente de la que ella obtenía sus energías mágicas.

Sentada con las piernas cruzadas sobre el sangrante pecho del cadáver, con la cara, los pechos y las manos embadurnados de sangre, comió con deleite hasta que al fin quedó satisfecha, al menos por el momento.

Mientras se chupaba los dedos manchados, una gata Joven, blanca y negra, apareció furtivamente desde un rincón oscuro de la estancia y maulló.

—Ven aquí, Zafiro —la llamó Jennesta con tono amoroso al tiempo que se daba unos golpecicos en un muslo.

La garita saltó sin esfuerzo y se acercó a su ama para que la acariciara. Luego olió el cuerpo mutilado y comenzó a lamer la herida abierta.

Con una sonrisa indulgente, la reina se levantó de la losa de mármol y avanzó en silencio hasta la cuerda de terciopelo de una campanilla.

Los guardias orcos no tardaron ni un instante en acudir a su llamada. Si despertó en

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Interplanetaria

3 Opiniones

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    prensa
    on

    Pobres orcos. Están cansados de ser los malos de la película. No son más que guerreros esclavos que intentan sobrevivir a una despiadada jefa, la reina Jennesta. En cambio, los humanos sí que son un peligro: están acabando con la magia y el equilibrio de las razas antiguas de las tierras de Maras-Dantia.

    La misión a la que han sido enviados el capitán Stryke y su banda de guerreros se está torciendo. Aterrorizados por la posible reacción de la reina ante su fracaso, los orcos deciden desertar y, perseguidos por caza-recompensas y ejércitos, se lanzan por su cuenta y riesgo a un objetivo casi imposible: encontrar las cinco estrellas mágicas que, una vez unidas, podrían liberar a la raza de los orcos y devolver la paz a sus tierras.

     

    Enanos, gremlins, elfos, trolls, dragones, trasgos, goblins, nyadds, merz, humanos… prepárate para atravesar Maras-Dantia a golpes de hachas y espadas. No leas muy de cerca, o la sangre te salpicará la cara.

    Conoce a la banda:

    Stryke

    Capitán. Astuto y honesto, sobre él recae la responsabilidad de la supervivencia de la banda.

    "Stryke no podía ver el suelo a causa de los cadáveres. Lo ensordecían los alaridos y el entrechocar del acero, y, a pesar del frío, el sudor se le metía en los ojos y le escocía; los músculos le ardían de cansancio y le dolía el cuerpo. Tenía el jubón manchado de sangre y sesos, y ahora otras dos abominables criaturas rosáceas avanzaban hacia él con una mirada asesina en sus relumbrantes ojos. Stryke saboreó el júbilo del momento."

    Coilla

    Cabo. La única hembra de la banda: sin duda la más inteligente y decidida de todos.

    "-¿Vosotros tenéis tanta hambre como yo?-preguntó Stryke [señalando al bebé humano]. La broma rompió la tensión y todos se echaron a reír.

    -Es exactamente lo que ellos esperarían de nosotros –comentó Coilla al inclinarse y coger el bebé por el cogote. Mientras lo sujetaba ante su rostro, miró con fijeza los azules ojos que vertían ríos de lágrimas y las mejillas regordetas con hoyuelos-. ¡Dioses míos, pero mira que son feas estas cosas!

    -Y que lo digas –convino Stryke."

    Haskeer

    Sargento. Hosco e impredecible, pero muy hábil en la lucha.

    "El impacto hizo que Haskeer se balanceara, pero no lo derribó. Respondió con un puñetazo enloquecido y un contragolpe que hundió su puño en la barriga del humano. Blaan retrocedió un poco, tambaleante, pero por lo demás pareció no afectarle. Ninguno de los dos estaba habituado a que alguien permaneciera de pie después de que le pegaran. Este hecho avivaba la cólera de ambos."

    Jup

    Sargento. El único enano del grupo, siempre objeto de las burlas y prejuicios de Haskeer.

    "-Rendíos. Os superamos en número y en armamento.

    -No obedezco órdenes de goblins, y ciertamente tampoco de un apestoso humano.

    -¡Haz lo que se te dice, monstruo!-le gruñó Lekmann.

    Jup miró a Stryke.

    -¿Y bien, capitán?

    -Haz lo que tengas que hacer, sargento.

    El significado de la frase de Stryke era inequívoco.

    Jup tragó.

    -Joder, ¿qué es la vida sin un poco de emoción?-dijo, con el tono más indiferente de que fue capaz.

    Jup le arrojó el cuchillo al guardia más cercano, al que se le clavó con fuerza por encima de la clavícula. Esto rompió la situación de inmovilidad y el cuello del goblin."

    Alfray

    Cabo. Custodio del estandarte de la banda. El más veterano y el curandero.

    "-¿Crees que iban tras nosotros, capitán?

    -No. Era una partida de cazadores, según creo.

    -He oído decir que los humanos cazan por placer, no sólo para comer.

    -¡Qué bárbaros!-dijo Alfray, mientras se limpiaba la sangre de la cara con una manga.

    -Pero típico de esa raza-sentenció Stryke."

     

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    Alberto
    on

    Este libro me despertó la curiosidad, pero al final me ha decepcionado. La trama es una de fantasía genérica: un grupo de soldados debe recuperar los "Objetos-del-Destino" (o algo así) y para asegurarse el triunfo deciden reunir todos los tópicos posibles, el El oficial duro pero preocupado por sus hombres, el sargento chusquero, la chica inteligente y sensible, el veterano protector, el extraño que lucha por encajar y quince o veinte guardias de seguridad de Star Trek para que se mueran cuando hagan falta. Al margen de la falta de originalidad el libro tiene batallas apañadas y se deja leer (sin viguerías) pero… ¿que sentido tiene hacer una historia protagonizada por orcos si luego no actúan como tales? al final la idea interesante queda en "los orcos somos buenos y honorables, pero el mundo no nos comprende" y para este viaje no hacían falta estas alforjas.

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    haskeer
    on

    yo tengo el libro, y desde que comence a leerlo no e parado es una maravillaaaa 😮 😮 😮 😮 😮 haskeer, joder eres el mejorrr 😉 😉 😉 es una maquina de matar. 😛

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