Pandemia

Género :


Dos agentes de policía se abren paso a través de una multitud tan enfurecida como temerosa. Su destino es un bloque de viviendas de Belfast. Han recibido un aviso sobre un nuevo brote de gripe. Cuando alcanzan su objetivo, topan con los ojos inyectados en sangre de una niña lituana de seis años. Presenta todos los síntomas de la pandemia y hay que ponerla en cuarentena.
Pero el virus no deja de mutar y otro suceso sacude con violencia a los supervivientes de Belfast: los cadáveres de los infectados se están alzando. Bajo los rayos de un sol implacable, la ciudad es el escenario de una batalla sangrienta e implacable entre los muertos y los vivos. La única esperanza de Belfast reside en la capacidad de los supervivientes de comportarse como lo que se suponen que son: seres humanos.
Wayne Simmons es natural de Belfast y ha se dedicado a rondar el género de terror con cierto empeño a lo largo de varios años. Tras escribir reseñas y entrevistas para distintas publicaciones de la Red, Wayne asistió, emocionado, a la publicación de su primera novela de terror: Drop Dead Gorgeous (Muérete, encanto) en noviembre, 2008. La obra fue acogida con entusiasmo tanto por los aficionados al género, como por los críticos. Pandemia (Flu) es la segunda novela de terror de Wayne. En su escaso tiempo libre, a Wayne le encanta correr, tatuarse y escuchar todo tipo de estridencias en su Boom-Boom Box (reproductor de música de gran potencia).

ANTICIPO:

DOS

Pasamontañas la arrastró a través del vestíbulo sin dejar de amenazarla con la pistola. No dijo una palabra y procuraba mantener la cara apartada de ella. La empujó y arrastró a la vez, y a ella le saltaron las lágrimas a causa del dolor que le provocaba el roce del pie herido contra la alfombra que cubría el suelo. Se odió por llorar delante del cabrón que la trataba de esa manera.
La llevó hasta el pequeño trastero que se encontraba en el hueco bajo las escaleras que llevaban al piso de arriba. Abrió la puerta y la empujó al interior, donde se golpeó contra las escobas y el aspirador allí apilados. El hombro se llevó la peor parte. Él cerró la puerta sin darle tiempo a reaccionar, dejándola sumida en la oscuridad. La llave giró en la cerradura.
— ¡Maldito cabrón! —gritó Geri, golpeando la puerta con el puño.
Oyó a Pasamontañas blasfemando en voz alta y luego a alguien que bajaba la escalera. Alguien comenzó a discutir con Pasamontañas. No consiguió entender más que algu­nas palabras sueltas como gripe y chica y, la más preocupan­te de todas, muertos.
Geri tanteó a su alrededor buscando algo que pudiera utilizar como arma. Tropezó con el palo de una escoba y lo esgrimió con fuerza en dirección a la puerta. No sería muy efectiva contra una pistola, pero pensaba golpear al que abriera la puerta y luego echaría a correr hacia… (¿Hacia dónde?)
El desánimo se apoderó de ella al detenerse a considerar cuáles eran sus opciones. ¿La calle? ¿La misma calle repleta de gente enferma y moribundos por todas partes por no hablar de los muertos…? Solo unos días atrás, formaba parte de un grupo de cuatro supervivientes, cuatro desconocidos que se habían juntado después del comienzo de la epidemia. Fueron cayendo uno a uno. Asistió a todo el proceso: los estornudos, la tos, la fiebre, los vómitos y la diarrea… Y la mucosidad (¡Dios ben­dito, los mocos!). Y más adelante, la sangre. Sangre coagu­lada aderezada con flemas y heces surgiendo de todos los orificios corporales. Los cuerpos acababan exangües, como cascarones sin hálito, ni pulso, ni vida.
Pero la cosa no terminaba ahí. Dios bendito, eso no era, ni de lejos, lo peor. Los cuerpos volvían a alzarse. Nadie fue capaz de ofrecer una explicación coherente, aunque hubo quien dijo en la televisión que todo era fruto de una mutación del virus, que este había evolucionado; esa evolución le permitía adueñarse del cuerpo que infecta­ba, reproduciendo las funciones más primordiales. Todo sucedía como en las pelis de terror: los muertos primero abrían los ojos, a continuación agitaban brazos y pier­nas. Finalmente se incorporaban e interactuaban con sus iguales. Los muertos cazaban juntos, como manadas de perros hambrientos.
Eso era lo que le aguardaba ahí afuera. Esa era la alterna­tiva al trastero. Lo había vivido, lo había sufrido en primera persona. Y había sobrevivido. No, no iba a darse por ven­cida. Todavía no. Geri agarró con determinación el palo de escoba. Se situó de cara a la puerta y esperó.
38
Un hombre con tatuajes y piercings bajó los escalones con decisión. Tenía los ojos rojos e hinchados porque se acaba­ba de despertar. El lápiz de ojos negro que lucía le daba un aspecto demacrado, espectral.
— ¿Acabas de encerrar a una chica en el trastero? — pre­guntó. Tenía el ceño fruncido y el gesto confuso. No estaba muy seguro de si lo había soñado todo (¿o había sido una pesadilla?) o si había ocurrido de verdad.
— Sí… —respondió Pasamontañas —. Creo que está… indispuesta.
— ¡¿Indispuesta?! —exclamó Tatuajes, consternado —. ¿Te refieres a indispuesta como en: \»¡Oh, algo me ha sen­tado mal y me encuentro indispuesta!\»? ¿Te refieres a eso o quizás a \»INDISPUESTA PORQUE TENGO LA PUTA GRIPE\»?
— ¡No lo sé! —exclamó Pasamontañas quejoso —. Estor­nudó y yo…
— ¡ESTORNUDÓ! —le interrumpió Tatuaje, el rostro con­traído en un rictus incrédulo y furioso —. ¿Y la trajiste aquí? ¿A NUESTRA PUTA CASA?
Levantó los brazos gesticulando con dramatismo. Co­nocía el idiota con el que estaba hablando, desde hacía mucho tiempo, el suficiente para saber que no era preci­samente una lumbrera. Pero esta era la gota que colmaba el vaso.
— ¡No tuve elección! La muy puta me siguió hasta aquí. No paraba de aporrear la puerta y esos cabrones asquero­sos… ¡Están por todas partes! Nos habrían encontrado y entonces… —Pasamontañas se calló, no necesitaba explicar qué ocurriría si los atrapaban.
-¡JODERRRRRRRRRR! -exclamó Tatuaje, volvien­do a levantar los brazos como si entonara un salmo —. ¡JODERRRRRRRRRR!
Pasamontañas decidió no discutir más y se sentó sobre una mesita que había en el vestíbulo. A su compañero de los tatuajes le dio toda la impresión de que iba a comenzar a lloriquear. Si lo hacía, mojaría el estúpido pasamontañas con sus ridículas lágrimas. Tatuaje no se ablandó. Los idio­tas no le daban ninguna lástima. Solo conseguían que per­diera la paciencia y también los nervios.
— Quítate ese trapo inútil de la cabeza — dijo, sentándose al pie de las escaleras.
— Me protege contra la gripe.
— No te protege contra nada — suspiró Tatuaje. Habían tenido la misma conversación una y otra vez, siempre con idéntico resultado.
— Sí que me protege. Los de las noticias dicen que hay que cubrirse la boca y la nariz para…
— Están muertos —soltó Tatuaje—, los de las noticias es­tán muertos, los científicos están muertos, los policías están muertos, los jodidos provos están muertos… ¿Y qué me di­ces de todos los idiotas de Stormont? — se detuvo unos ins­tantes—. Exacto, muertos también. —Se pasó la mano por la cabeza rapada deteniéndose en la nuca —. ¿Por qué no te qui­tas el puto pasamontañas? —continuó con suavidad —. Y de paso me cuentas cómo cojones vamos a arreglar este follón.

***

Los minutos se arrastraron como si fueran horas. La os­curidad era total y apenas reconocía nada de lo que había dentro del trastero. Geri se había cansado de estar pen­diente de la vuelta de sus captores, era obvio que la iban a dejar ahí metida un buen rato. Y eso era una putada por­que necesitaba mear.
Tanteó a su alrededor a ver qué encontraba. No buscaba nada en concreto, simplemente se aburría y además, la activi­dad le hacía no pensar en su repleta vejiga. No es que creyera que en el trastero fuera a encontrar\» algo de valor. Un tesoro o algo por el estilo. Santo Cielo, no se le había ido la pinza hasta ese punto. Cierto que recordaba las historias de CS Lewis de cuando era una chiquilla, pero sabía que todo eso era fruto de la imaginación. Los cuentos de hadas eran simples fantasías, ¿verdad? Y los monstruos tampoco existen…
(¿Verdad?)
Reconoció varios objetos al tacto: el aspirador, ruedas de bicicleta, zapatos, herramientas y otras cosas que pare­cían… extrañas… decidió que no quería saber qué eran. Al poco, dio con un bote. Al agitarlo, resonó como si estuviera lleno de algo metálico; eran monedas. Geri metió la mano sin pensar y dio con un objeto pulido, metálico y con forma de bala. Había visto muchas películas sobre el tema. Sabía qué aspecto tenía una bala y supuso que también sabría re­conocer una al tacto. Y el objeto metálico que tenía en la mano parecía definitivamente una bala. La guardó en el bolsillo delantero de sus vaqueros. Notó que hacía un bulto por lo que se sacó la camiseta por fuera para disimularlo.
Tuvo un sobresalto al oír la llave girando en la cerradura de la puerta de su encierro. Puso el bote en un rincón del trastero, recobró el palo de escoba y se preparó.

***

— Aguanta un momento — dijo Pasamontañas. Retrocedió un paso y sacó su pistola. Apuntó hacia el trastero —. Por si acaso se ha convertido…
Tatuaje suspiró y giró la llave. — ¿Listo? — preguntó a su compañero.
-Sí.
Tatuaje abrió la puerta de golpe para coger desprevenida a la chica. Ocurrió justo al contrario, fue ella quien les cogió por sorpresa golpeando a Tatuaje en las pelotas.
Pasamontañas no se atrevió a disparar por temor a herir a su compañero y esos segundos de titubeo los utilizó Geri para atizarle en la mandíbula con un ímpetu nacido de la desesperación. El hombre cayó hacia atrás golpeando con fuerza la pared del vestíbulo. Entonces, la chica dejó caer el palo y se arrojó sobre él intentando arrebatarle el arma. Pasamontañas opuso una resistencia desesperada y en sus ojos desorbitados se leía el pánico intenso ante la posibilidad de que le contagiara la gripe. Lanzó un grito agudo, fe­menino. Ella también gritaba. Los gritos compusieron una armonía demencial, una canción de muerte.
Sin embargo, Geri estaba condenada al fracaso. El mismo palo con el que había provocado que Tatuaje se desplomara con el rostro congestionado y presa de un dolor insoporta­ble, le sirvió a él para descargar un golpe sobre la mandíbu­la de la chica, saltándole un diente a causa de la violencia de la agresión. Cayó a un lado liberando a Pasamontañas. Consiguió incorporarse trabajosamente y fue tambaleán­dose hacia la cocina. Acabó cayendo de bruces, la mitad de su alargada figura en la cocina y la otra mitad en el vestíbu­lo. Estaba inconsciente.

TRES

Varias millas al sur de donde se hallaba Geri, había otra mu­jer joven que también se sentía atrapada. Las circunstancias eran diferentes. Las mujeres tampoco guardaban parecido alguno. La mujer al sur no estaba en manos de nadie. Tam­poco le habían saltado un diente a golpes. Y a pesar de ello, se sentía atrapada.
Karen Wilson miraba por la ventana de su vivienda situa­da en una de las plantas superiores de uno de los bloques de viviendas de Finaghy. La vista era espectacular: un cielo azul y límpido que se extendía hasta el horizonte. Bajo el cielo, se desplegaba una composición de tejados rojizos y blancos que combinaba a la perfección con los grises y las sombras de las chimeneas. Más abajo aún, destacaba el ver­de de los jardines salpicado con el colorido de los macizos florales presentes en algunos de ellos.
Y cientos de muertos. Muertos caminando.
La puerta que se abrió a sus espaldas, le hizo dar un respingo. Era Pat. Traía el rostro, habitualmente adusto, cubierto de su­dor debido a la maleta grande y pesada que arrastraba tras él.
— ¡Dios, me has asustado…! —exclamó Karen llevándose una mano a la altura del corazón desbocado.
— ¿No oíste el coche? —preguntó Pat sin mirarle. Era hombre de pocas palabras; ella había averiguado eso a lo largo de las semanas que llevaba bajo su protección.
Hoy, el hombre había salido en busca de algo muy con­creto y al parecer, había tenido éxito. Llevó la enorme male­ta hasta el centro de la habitación.
— Sí, lo oí hace horas… ¿Por qué has tardado tanto en subir?
— El ascensor no funciona — explicó él, mirándola y apar­tando enseguida los ojos —. He tenido que arrastrar esto por las escaleras. Pesa.
El ascensor había seguido funcionando después de que fallaran el teléfono, la electricidad, el gas y la televisión. Ninguno de ellos sabía el porqué. Mientras todo lo demás se detenía, el ascensor había respondido con puntualidad a cada una de sus llamadas. El aparato traqueteaba y rechi­naba cada vez que se ponía en marcha y, en un mundo en el que los sonidos eran tan escasos como la vida, ese ruido tan familiar había sido algo a lo que Karen se aferraba en busca de consuelo.
— ¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó Karen deseosa de saber qué había en el interior de la maleta. De pronto fue consciente de su intento de parecer adulta al ha­blar; adulta y seria. No era la forma en que hubiera hablado con sus amigas. De hecho, no le hubiera hablado así a na­die, en su vida anterior no solía mantener conversaciones con gente como Pat, gente aburrida y algo simple.
— Sí —respondió él, tan parco como siempre. Se deses­perezó apretando los labios como si le doliera la espalda. A continuación ahogó un suspiro y se agachó para abrir la maleta. El ruido procedente de la calle le hizo levantar la cabeza. Miró a Karen con un gesto de preocupación.
— Hay más hoy. ¿Los oyes? Cada vez es más complicado salir fuera.
Karen prestó atención. Distinguió el sordo y áspero cami­nar de los muertos; su gemir constante que llegaba hasta ellos con la brisa veraniega que se había levantado. Procedía de las calles, los jardines y las casas que tenían a sus pies. También de otras viviendas dentro del bloque en el que se ocultaban. Algunos de los muertos estaban encerrados en sus pisos, como resultado de las medidas desesperadas de cuarentena que adoptaron las autoridades cuando la epide­mia rugía igual que el fuego descontrolado en el bosque. Fue todo en vano. Los enfermos sometidos a la cuarentena, volvieron a levantarse igual que el resto. La única diferencia era que estaban atrapados dentro de sus viviendas.
— Dios… —musitó Karen con un escalofrío recorriéndole la espalda. Como si no hubiera visto ya bastantes muertos caminando desde que todo ese horror comenzara.
Karen había buscado refugio en su parroquia. Mucha gente tuvo la misma idea. Cuando los representantes del poder terrenal desaparecieron, la gente buscó la protección del poder divino. Muchos se volvieron hacia la fe en busca de un apoyo. Los sacerdotes se emplearon a fondo recitan­do las escrituras, elevando plegarias y garantizando la sal­vación a los conversos. Cuando en el interior del templo ya no cabía nadie más, un grupo de \»hombres piadosos\’7 mon­tó guardia en el exterior de la iglesia y rechazó, sin vaci­lar, a los que acudían en busca de auxilio. La llegada de los muertos les llevo a encerrarse en el interior. Se reforzaron las puertas y ventanas. Las \»mujeres piadosas\» atendieron a los heridos y a los moribundos. Cuidaban de los enfermos y preparaban comidas sencillas y tazas de té. Cuidaban de los \»hombres piadosos\». Pero Karen no cuidaba de nadie. Karen no hacía nada. Se había alejado de la nave principal del templo y tuvo la fortuna de encontrar un pequeño al­macén olvidado, que contenía unas botellas de refrescos de una merienda dominical organizada dos años atrás, aparte de un montón de polvo. Se ocultó en su interior, lejos de los moribundos. No quiso oír los gritos de terror cuando los enfermos fallecieron y a continuación se volvieron a levan­tar. Se bebió los refrescos caducados y esperó a que regre­sara la calma. Y cuando le pareció que lo peor había pasado y estaba lo bastante hambrienta, agotada y aterrorizada, se marchó a escondidas como un ladrón en la noche.
Karen se apartó de la ventana reuniéndose con Pat en el centro de la habitación. Acababa de abrir la maleta. En su interior había distintos tipos de conservas y botellas de agua mineral, un váter químico y un infiernillo de los em­pleados en acampadas. Debajo de todo eso, y semiocultos como si tuviera que pasar una inspección aduanera, Karen descubrió la presencia de dos rifles y dos pistolas.
— Tanto hablar de la entrega de armas —comentó Pat, sin ironía alguna.
Karen sonrió con inquietud. No es que estuviera muy al tanto de lo que ocurría en el mundo, pero sí que había oído algo al respecto en los noticiarios. La entrega de armas era un paso dado por distintas organizaciones paramilitares norirlandesas que habían optado por el desarme total. Se alzaron voces afirmando que el desarme no había sido total y se habían ocultado armas y munición \»por si acaso\». El hallazgo de Pat acababa de confirmar este extremo…
— Parece que estén hechas de plástico. ¿Nos servirán de algo contra esas cosas? — preguntó Karen con ingenuidad.
Pat tomó uno de los rifles y examinó el arma. Pasó la mano por el cañón con suavidad, casi acariciándolo.
— Averigüémoslo — sentenció con gravedad.

***

Karen no había usado un arma en su vida. Pero era evidente que Pat sí lo había hecho. Y en el mundo anterior a la gripe, esto le habría quitado el sueño a Karen. Sin embargo, en este nuevo mundo, la tranquilizaba. Meditó sobre lo mucho que habían cambiado las cosas mientras descendían por las es­caleras hacia los pisos inferiores.
No es que Pat tuviera un aspecto intimidante. De hecho, a Karen le recordaba a algunos de los hombres piadosos con los que había coincidido en la iglesia; ofrecía la misma actitud solemne y honrada. Vestía las mismas ropas senci­llas y prácticas. Los feligreses llevaban una Biblia en lugar del rifle que enarbolaba Pat, pero por lo demás eran hom­bres con una visión del mundo muy determinada y sólida. Y eso, curiosamente, era lo que les convertía en personas leales en las que se podía confiar. Sabías lo que podías espe­rar de ellos y eso le bastaba a Karen. Se preguntó si Pat sería creyente, pero el tema de Dios no había surgido en ninguna de sus conversaciones. El tema central de sus conversacio­nes eran los muertos.
Podía oírlos. Las víctimas de la cuarentena encerradas en sus hogares, ya habían vuelto a la vida. Habían pasado a engrosar las filas de los muertos. La diferencia era que no podían salir a unirse a sus iguales. Eran prisioneros. A Karen le producía una profunda desazón pensar en su pre­sencia. Incluso en la seguridad que les ofrecía el bloque de viviendas, los muertos estaban allí, al alcance de la mano. Muestras de los que les esperaba en el exterior. Un recorda­torio del horror que lo regía todo.
Los sonidos procedentes del exterior ganaron intensidad conforme se acercaban a la puerta principal. Las incur­siones de Pat en coche habían llamado la atención de los muertos concentrados en los alrededores del bloque de pi­sos. Al llegar abajo, distinguieron a través de los gruesos cristales de las puertas cómo se congregaban los muertos en el aparcamiento del complejo. El corazón de Karen se aceleró. Esos seres la aterrorizaban.
Pat se detuvo unos instantes para recuperarse del es­fuerzo de bajar las escaleras por segunda vez en el mismo día. Tomó aire con fuerza mientras revisaba ruidosamente el rifle.
— ¡Cuidado! — chistó Karen, echándole una mirada de reprobación.
— No nos oyen —replicó Pat—, es a causa de la gripe. La mucosidad taponó todos los conductos. Por eso parece que estén constantemente carraspeando, como si quisieran aclararse la garganta. De hecho, tampoco creo que puedan ver muy bien.
— ¿Cómo estás tan seguro? — preguntó Karen.
— No estoy tan seguro —respondió Pat amartillando el rifle —. Solo es una teoría.
— Aun así, creo que deberíamos tener cuidado —argü­yó Karen, enfurruñada. Odiaba que la tratara con tanta condescendencia. Pat hizo caso omiso a la actitud de Karen. O quizás no se diera ni cuenta. El caso es que no parecía dispuesto a andarse con paños calientes y ella necesitaba precisamen­te eso, alguien que le dijera que todo iba a ir bien, que no sucedería nada malo. El era todo lo contrario, no se deja­ba llevar por los nervios ante una situación extrema, más bien era de los que sonreían y luego pasaban a la acción. Probablemente por eso había conseguido sobrevivir hasta entonces.
— De acuerdo — dijo, cuando estuvo listo —, quiero que abras la puerta a la cuenta de tres. Deja que entre uno de ellos y luego cierra deprisa.
— ¿Y si viene a por mí? — preguntó Karen, preocupada.
— No lo hará —sentenció Pat, revisando el arma una vez más.
— ¿Cómo lo sabes? ¿Otra de tus \»teorías\»?
Pat no respondió a la provocación, los tipos como él no respondían a ese tipo de impulsos.
— No, pero confía en mí.
— ¿Y si se cuelan todos?
— Son demasiado lentos y estúpidos. Tendremos suerte si conseguimos que entre uno.
— ¿Y por qué no abres tú la puerta?
— Sabes perfectamente el porqué —explicó él con el mis­mo tono condescendiente de antes —. Yo soy el del arma y tengo que estar preparado para usarla.
— ¿Y si me pegas un tiro a mí? -¿QUÉ PRETENDES…?
Había agotado su paciencia. No con esa intención, sim­plemente estaba aterrorizada hasta la médula. Pero había conseguido exasperarle con su interrogatorio compulsivo. Nadie, ni siquiera alguien tan frío como Pat, era capaz de resistir impávido a una batería de preguntas así.
Karen dio un respingo y él reaccionó calmándose de in­mediato e incluso sonrió con brevedad para tranquilizar­la. No fue una enorme sonrisa afectuosa y reconfortante, pero le bastó. Fue una sonrisa genuina y paternal. A Ka­ren le hubiera gustado verle sonreír con más frecuencia. Necesitaba sonrisas como esa ahora que el mundo había cambiado tanto.
— De acuerdo, voy a hacerlo.
Pat asintió con la cabeza y preparó el arma. Su pulso era firme, sus movimientos fluidos. Estaba tan tranquilo como si fuera a colgar un cuadro en lugar de ir a dispararle a un monstruo.
Karen se preparó para abrir la puerta. Al contrario que Pat, a ella le temblaban las manos con violencia y su cora­zón galopaba a un ritmo infernal. Forcejeó ruidosamente con la cerradura mientras no le quitaba ojo a los muertos.
Su ausencia de reacción ante el ruido que estaba hacien­do, confirmó la teoría de Pat: estaban sordos. Ni uno solo se movió, seguían con la mirada perdida observando Dios sabe qué. Entonces oyó como tosía uno de ellos y le vio es­cupir un denso y viscoso coágulo de sangre. Sintió náuseas. Dio un paso hacia atrás llevándose la mano a la boca.
— ¿Te encuentras bien? —preguntó Pat ahogando un sus­piro. Sujetaba el arma listo para entrar en acción.
— Sí — replicó Karen procurando mantener a raya el ac­ceso de náuseas —. Estoy bien, dame un segundo y abriré la puerta.
Karen inspiró y espiró profundamente, recuperando el con­trol sobre sí misma. Tenía que hacerlo bien, quería hacerlo bien por su propio bien, más que por el de Pat. Lo necesitaba.
Dio un paso hacia adelante y abrió la puerta.

***

Meterle un balazo con un AR18 a un blanco que se despla­za lentamente, no podía ser complicado para alguien como Pat Flynn. Sin embargo, no era el tipo de blanco al que so­lía disparar. Al contrario, durante sus años de experiencia paramilitar se había encontrado con blancos más \»anima­dos\», independientemente de los problemas de conciencia que eso le había suscitado. Esa \»labor\» fue el motivo por el que bautizaron al arma que enarbolaba en esos precisos instantes como \»La Plañidera\», por el llanto que arrancaba de las viudas.
No siempre había cuestionado las órdenes que le daban. Pero percibía que unos objetivos eran menos \»legítimos\» que otros. Estaban los jóvenes que besaban a sus esposas e hijos antes de marcharse a trabajar. El simple hecho de que su lugar de trabajo fuera una base del ejército bastaba para marcarlos con una cruz roja. Y los hombres de mediana edad, ya retirados del servicio activo pero a los que se man­tenía en el punto de mira. A unos los cazaban mientras pa­seaban al perro y se dirigían a recoger comida para llevar. A otros lavando el coche en un luminoso día veraniego. Y por otro lado, estaban los ancianos; esos que sacaban brillo a sus medallas para lucirlas el Día del Armisticio (Remembrance Day) y rememorar orgullosos, sus servicios a la pa­tria. Pero esa patria era enemiga de la suya y por lo tanto sus defensores eran también sus objetivos \»legítimos\».
¿Quién era él para cuestionar las órdenes? De niño fue testigo de las barbaridades que cometieron los putos bas­tardos británicos. Las víctimas de esos atropellos fueron sus amigos y familiares. Asistió a los secuestros e interro­gatorios \»legalizados\»; a las incursiones que se hacían de madrugada asaltando hogares donde solo encontraban a madres y sus aterrorizados hijos. ¡¿Y el Domingo Sangrien­to?! ¡Por el amor de Dios! El fin justificaba los medios, ¿o no? Es por la causa, le repetían constantemente. Pero nunca vio que nadie saliera beneficiado, excepto los políticos, cla­ro está. El derramamiento de sangre en ambos bandos. Los asesinatos en nombre del estado y de la revolución. Todo para nada. Y ahora, eso pertenecía al pasado. Ahora ya no le importaba a nadie…
Solo que sí importaba. En un mundo repleto de muertos que caminaban, regido por la muerte, tenía más importancia que nunca. La muerte engendraba muerte y a Pat le pesaba la conciencia más que nunca. No era un hombre malvado. Eso mismo le había dicho el padre Maguire una noche en la iglesia a la que había acudido durante una fría y lluviosa noche de Belfast.
— Esto no te convierte en una mala persona —le había dicho el sacerdote.
— Dígale eso a las mujeres e hijos de los que he matado — le había replicado Pat.
Y a sus hermanos. Y a sus padres. Todos y cada uno de ellos abatidos por el llanto y el dolor, rindiéndole el último adiós a sus seres queridos en el camposanto. O también po­dría decírselo a los fantasmas de los que había asesinado a lo largo de veinticinco años de servicio activo. Pat lo había intentado, esas eran las conversaciones que le mantenían en vela por la noche.
Y en cuanto a esas cosas de ahí fuera, esos pobres des­graciados que supuraban sangre por cada poro de la piel, solo Dios sabía si sentían algo. ¿Seguían siendo humanos? Imposible, ni siquiera estaban vivos. ¿Eran espectros? ¿Qué nombre les habría dado el padre Maguire? Lástima que la última vez que había visto al sacerdote, no tenía mucho que decir. De hecho, su aspecto era muy semejante al de los muertos de ahí fuera. Pero a Pat le resultó imposible dispa­rar a alguien con sotana, por muerto que estuviera. Estaba convencido de que un acto así haría más permanente su estancia en el Infierno. Sobre lo que no tenía dudas era que iba a dispararle al desgraciado que cruzara la puerta frente a él. E iba a hacer­lo porque de lo contrario podía atacar a la chica. La misma chica a la que le temblaban las manos. Iba a disparar por­que quería protegerla y así compensar en parte todo el mal que había hecho durante todos esos años.
Era algo sobre lo que nadie hablaría más en un noticia­rio, ni tendría ya peso alguno en la historia, pero que aún contaba para los que seguían viviendo y conviviendo con la tragedia de perder a un ser querido. Aunque el mundo se hubiera ido a la mierda y estuvieran rodeados de muertos.
Quizá Pat no fuera un hombre malo, pero sí era un hom­bre decidido. Cuando el muerto entró al edificio, vestido con un traje impecable del que colgaban los coágulos de sangre como confettis, no vaciló. Apuntó con el AR18 diri­giendo su alargado y negro cañón hacia el muerto y apretó el gatillo. El impacto abrió un boquete de buen tamaño en el pecho del blanco. Diversos órganos y esquirlas de hueso se esparcieron por la pared como si fuera la de un matadero.
El cuerpo salió impulsado hacia atrás. Se detuvo en la misma puerta por la que había entrado recostándose con­tra el marco; permaneció inmóvil unos instantes con as­pecto confuso, aturdido por el disparo. Pero no cayó, ni se marchó.
La chica estaba detrás de Pat; después de abrir la puerta había corrido a refugiarse en un rincón a sus espaldas como un cachorro asustado. Estaba detrás de él cogiéndole de la camisa y señalando al muerto que se incorporaba. A Karen toda la escena se le antojó grotesca y aterradora y quería que él le pusiera fin. Pat disparó de nuevo. El segundo ba­lazo destrozó la caja torácica por completo, no quedó una costilla indemne. Los pulmones corrompidos, restallaron al golpear la pared como si fueran filetes arrojados a una plancha. La cosa frente a ellos apenas conseguía mantener­se de una pieza. Los brazos oscilaban como los de una ma­rioneta sin hilos. Con eso y todo, volvió a incorporarse.
Pat no sabía qué pensar. Cruzó su mirada con la de la chica, los dos estaban confusos y aterrados. Disparó una vez más. Apuntó a la cabeza en esta ocasión. El impacto hizo volar un amasijo de sangre y mucosidad, que recorda­ba más a los restos de un animal atropellado que a los de un ser humano. Un chorro de líquido rosa, del mismo color que los batidos de fresa, cubrió la puerta. El cadáver cayó otra vez hacia atrás, atravesando la entrada con el impulso. Pero en esta ocasión ya no volvió a incorporarse.

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