Penitencia

Género :


El Segador, un asesino en serie que mutila y quema a sus víctimas antes de matarlas, está sembrando el caos en la ciudad.
El inspector Aguirre, descreído y cínico será el encargado de darle captura, inmerso en una red de miedos del pasado entre los que intenta conservar su cordura.
Esta es una de las tramas de Penitencia,  una novela coral dónde deambulan multitud de personajes e historias que acaban por converger en una telaraña de torturas, canibalismo y muerte, en cuyo centro hay un monstruo agazapado, que ha tejido su trampa con celo y paciencia infinita.
Y la hora donde todos deben cumplir su penitencia se aproxima…

ANTICIPO:

La Bruja

Prudencia nació vieja. Vieja, amargada y con la semilla del rencor enquistada en el alma. Y la vida se había encargado de abonar con mimo ese brote: la mayor de cinco hermanos, Prudencia no tuvo infancia. Sólo una sucesión interminable de narices mocosas, culos cagados, papillas esparcidas y sobre todo, reproches:
Eres egoísta.
Eres torpe.
Eres fea.
Eres rara.
Y así una página tras otra hasta exprimir su paciencia. Una noche la estufa de butano acabó con la vida de toda su familia llevándola de un sueño a otro sin ronquidos. Ella tuvo que responder a muchas preguntas:
—¿Por qué estaba la estufa en marcha?
—No sé, señor. Yo dormía.
—¿Cómo es que no te ocurrió nada?
—No sé, señor. Yo dormía.
—¿Quién cerró todas las ventanas?
—No sé, señor. Yo dormía.
—¿Quién te sacó a la calle?
—No sé, señor. Yo dormía.
Susurros, murmullos y miradas furtivas. La sospecha estuvo pre­sente, pero el qué dirán, la presión de la familia y su escasa edad la salvaron. La enviaron a un orfanato porque no hubo pariente que quisie­ra hacerse cargo de ella, y desde allí pasó por varias familias de acogida, siempre con el mismo resultado:
—No se adapta, no es que se porte mal, es que.
Es extraña. Tan fría, tan.seca.
Es como abrazar una muñeca de trapo.
No soporto que me mire. Me da escalofríos.
A ella jamás pareció importarle, en realidad nada parecía afectarle hasta el punto que pensaron si sería retrasada.
Los años corrieron, se hizo mujer y parecía haber convertido el cen­tro de acogida en su hogar. Solo volvió en una ocasión al pueblo donde nació. Asunto familiar, comentó al ser interrogada el respecto. Estuvo un día fuera y a su vuelta con un No había nada para mí, dio por zanjado el asunto. Aunque si alguien le hubiera prestado más atención, habría vis­to el miedo que descomponía su gesto. Pero el tiempo borró esa emoción, y pronto volvió a ser la de siempre. En el centro limpiaba, fregaba y planchaba, aunque siempre se mantuvo a distancia de la mayoría de los niños, no le gustaban —ya había tenido bastante con sus hermanos— y ellos por su parte preferían mantenerse alejados de Prudencia. Sin em­bargo, con el tiempo, sí quiso ocuparse de uno, uno especial.
Dios los cría y ellos se juntan.
A cambio de su trabajo pedía poco: alojamiento, comida y un peque­ño salario para sus escasos gastos. Pero seguía despertando esa extraña animosidad en los demás.
Me da escalofríos. Parece más vieja que el tiempo.
Ojos como los de una araña, me dan ganas de correr.
Un buen día sorprendió a todos al anunciar que quería marcharse, que le buscaran empleo.
Por recomendación de doña Remedios de la Serna, directora del cen­tro de acogida, consiguió trabajo y alojamiento como criada –empleada del hogar- en casa de un constructor adinerado.
—Espero que no me hagas quedar mal —le había espetado doña Remedios, sin intentar tan siquiera simular algo de simpatía. Sólo el irracional temor que le inspiraba Prudencia la había llevado a buscarle un empleo. Eso y la secreta esperanza de que quizás acabara perdiéndo­la de vista.
—Federico es un antiguo amigo de mi esposo, que en gloria esté, y no quisiera recibir una queja suya.
Prudencia asintió:
—No la defraudaré. Se lo prometo.
Estuvo un año en casa del constructor. Procuró cumplir con su traba­jo, pasar inadvertida y, sobre todo, recoger toda la documentación a la que podía echar mano. Federico Castillo, el constructor, no era trigo limpio.
—Las leyes son para los «caguetas», —era una de sus sentencias más frecuentes—. Y Federico Castillo no es un «cagao».
Sin embargo, sí era descuidado. En su despacho los papeles se apilaban por todas partes y muchos incluían nombres con cantidades de dinero escritas a continuación.
Al principio, Prudencia se había hecho el firme propósito de ahorrar todo lo que pudiera, necesitaba dinero para sus proyectos, para una vida en la que no quería depender de nadie. Sin embargo, ese plan acabaría pasando al olvido. Se le había presentado una oportunidad que no pensa­ba desaprovechar.
Para Federico, Prudencia solo suponía una presencia, una sombra cabizbaja con la que se cruzaba de tanto en tanto y a la que apenas salu­daba con gesto distraído. Una mañana le sorprendió encontrarla en su despacho. Al principio no consiguió reconocerla pues ella vestía de calle, el uniforme de chacha había acabado en la basura la noche anterior. Sobre el regazo reposaba una pequeña bolsa de cuero negro con sus esca­sas pertenencias y, ante el gesto interrogante de Federico, se limitó a señalar una carpeta que había dejado sobre la mesa del constructor.
—Hay una copia depositada en la caja fuerte de un notario con or­den de enviarla a la prensa y a la policía en el plazo de una semana. Salvo que yo lo impida, —explicó ella mientras el constructor abría la carpeta con gesto confundido. Luego cerró la boca. Ya no diría nada más.
En la carpeta había incluido una hoja con lo que quería del cons­tructor. Los gritos, súplicas y amenazas que rebotaron en las paredes del despacho partieron todos de Federico. Nada hizo mella en la actitud im­pertérrita de Prudencia. Cuando finalmente se marchó de la casa, había hecho realidad tres deseos: primero un piso a su nombre y segundo una pensión vitalicia que le permitiría vivir sin apuros. A ella y a su chico.
Al chico lo conoció en el orfanato, lo abandonaron de recién nacido y había acabado en el centro. Desde que lo vio, Prudencia supo que tenía que ser suyo. Ese fue el tercer deseo que el constructor le concedió. Su intercesión —dinero por aquí, dinero por allá— fue decisiva para que le concedieran la adopción a Prudencia.
Ahora iniciaba su propia vida. Y tenía planes, muchos planes.

*

—¿Algún testigo? —La pregunta era rutinaria, no esperaba que lo hubie­ra. En los cuatro casos anteriores nadie había visto, oído o sabido nada. ¿Cómo podía alguien entrar en un templo religioso, torturar y prender fuego al sacerdote de turno, pintarrajear el altar con citas del Apocalipsis y salir luego sin que nadie le viera? El simple hecho de plantearse la pregunta dejó exhausto a Aguirre. Se arrebujó en su chaqueta. Un viento frío correteaba por la plaza en la que se alzaba la parroquia de la Santí­sima Trinidad. El otoño se precipitaba hacia el invierno con prisas.
La iglesia era un edificio anodino y grisáceo coronado por un peque­ño campanario que exhibía un reloj cuyas saetas se habían detenido un día a las nueve y cuarto sin que nadie hubiera hecho nada por remediar­lo. El templo ofrecía como único rasgo reseñable, un doble portón de madera noble que contaba con grabados de imágenes religiosas. Al pare­cer las puertas procedían de otra iglesia que había quedado destruida durante la Guerra Civil. Sin embargo, el portón apenas se utilizaba y el acceso habitual durante los últimos años eran las puertas laterales. Se llevaba mucho tiempo hablando de un proyecto de restauración, pero la asignación de fondos nunca acababa de llegar. En la actualidad los gra­bados estaban cubiertos de pintadas y graffiti que contribuían a la ima­gen desolada que ofrecía el edificio.
Todavía flotaba en el aire un olor a quemado que provenía del inte­rior de la iglesia. Las puertas laterales del templo que daban a una calle estrecha y mal asfaltada, estaban abiertas de par en par y unos trabaja­dores salían por ellas cargados con restos del confesionario. La rápida intervención de los bomberos había impedido que el incendio provocara graves daños materiales.
El viento cobró fuerza y Aguirre entrecerró los ojos.
A ver si pillo un resfriado, pensó con una sonrisilla cínica
—Sí, señor. Tenemos uno.
—¿Cómo? —El inspector inclinó la cabeza hacia su acompañante. Peláez, se recordó Aguirre, Agustín Peláez. Un hombrecillo flaco, más bien bajo y de piel blanca, casi transparente. Un novato.
—Tenemos un testigo, señor. Un abuelete. Estaba por la zona y su­pongo que vio el humo. Lo encontraron escondido tras un contenedor murmurando incoherencias sobre el fuego del infierno y Satanás. —El agente leía de un bloc de notas en el que había anotado toda la informa­ción con letra menuda y redondeada.
Letra de niña pensó, sin querer, Aguirre.
—Bueno, ¿y dónde está?
—¿El qué, señor? —preguntó el agente.
—Va a ser letra de bobo, se dijo Aguirre con impaciencia.
—El elefante, agente. ¿Dónde está el elefante?
La expresión perpleja del agente Peláez le confirmó el malicioso pen­samiento de antes: bobo a rabiar.
—Vamos a ver, agente Peláez, ¿se puede saber dónde coño está el testigo?
—¡Ah! —La expresión de alivio junto con la palmada en la frente convenció a Aguirre de que el tal Peláez debía ser apartado con urgencia de su unidad de investigación.
Estará mejor destinado a la unidad de control de ingresos. El pape­leo y la burocracia es lo suyo. Que anote en su linda libreta el nombre de todos los desgraciados que vayan llegando.
—Está en la residencia, señor —replicó con expresión satisfecha tras, eso sí, consultar su libretita. Dibujó una sonrisa de dientes pequeños y blancos, muy blancos.
—¿Qué residencia, agente? —preguntó el inspector controlando las ganas de echarle las manos al cuello al cretino sonriente.
—La del final de la calle, señor —indicó la dirección con la mano tras lo que abrió la libretita de nuevo.
—Es una residencia privada para ancianos: El Júbilo Dorado. A veeer, —un dedo de uña impoluta recorrió la hoja escrita—. El sujeto en cuestión se llama Baldomero González Soriano, pero todos le llaman Baldo. Debe rondar los setenta y muchos, puede que los ochenta. Viste pantalones verdes que le vienen grandes y un suéter grueso de lana de color azul marino. Calza unas botas viejas de color marrón y las lleva muy sucias. —Meneó la cabeza—. Así no le durarán, el cuero es como nuestra piel, hay que mimarla. —Levantó la vista en busca de la aproba­ción de Aguirre. Este se limitó a gruñir—. La verdad es que el pobre viejo no huele muy bien, para mí que no se lava los dientes. Los que le quedan, je, je, —dijo, guiñando un ojo mientras agitaba la libretita delante del inspector—. Y eso es todo que no es poco. Ya sabe: más vale lápiz corto que memoria larga.
Aguirre le miró sin acabar de creerse que el tipo no estuviera sim­plemente tomándole el pelo y se despidió a toda prisa:
—No, no, agente. No hace falta que me acompañe. In—sis—to, no hace falta.
Se alejó a buen paso, arrepentido de no haber cedido al impulso de embutirle la libretita a Peláez por la garganta.
—Tiene que comprender inspector, eh, Aguirre, que nuestros hués­pedes son delicados.
La directora del centro, Virtudes Hinojosa según rezaba la placa prendida en la impoluta blusa blanca que albergaba el generoso pecho de matrona, tamborileó unas largas y gruesas uñas rojas sobre el mos­trador.
—El agente Peláez, un joven encantador y muy educado, que acom­pañó a don Baldomero fue muy comprensivo y admitió que lo más cohe­rente era administrarle un sedante a nuestro huésped en lugar de some­terle a un interrogatorio.
Aguirre apretó los puños, ¡un sedante! Un caso con cinco asesinatos, sin testigos hasta ese momento y cuando tenían uno —un anciano de casi ochenta años— van y le meten un sedante. Probablemente el hombre no recordaría nada para cuando recobrara el sentido.
—Y dígame, inspector, ¿qué ocurrió? El agente Peláez nos dijo que no estaba autorizado a comentar el caso y don Baldomero, la verdad, no nos contó nada, no estaba en condiciones el pobre, aunque tampoco es que sea del tipo parlanchín. Ya sabe —añadió, llevándose el índice a la sien con un movimiento giratorio—, estos carcas…ancianos no rigen mucho. Los sedantes son una bendición, les ayuda a estar más tranqui­los y a nosotros…
Aguirre entrecerró los ojos, reprimiendo la rabia que bullía en su interior. La tal Virtudes no había permitido que Peláez interrogara al anciano, pero eso no la había detenido a ella a la hora de intentar satis­facer su curiosidad.
—Mire, señora, me va a llevar de inmediato con don Baldomero — levantó una mano al ver que la mujer iniciaba una protesta—. Haga el favor de prestar atención, si no hace lo que le he pedido, dentro de media hora su residencia estará invadida por inspectores de sanidad, trabajo, asuntos sociales y todo lo que se me ocurra. Le aseguro que algo encon­trarán y, aunque no fuera así, no creo que a los familiares de sus «carcas» les alegre demasiado el jaleo que se va a montar aquí. Y créame, habrá jaleo y de los que salen en las noticias. De eso me encargo yo. Usted verá, o los inspectores o el inspector, —concluyó señalándose a sí mismo. Rezó para que la mujer no descubriera que iba de farol, contaba con que su preocupación ante la posibilidad del escándalo la llevara a ceder sin ma­yor reflexión.
La directora abrió y cerró la boca varias veces.
Como un besugo fuera del agua, pensó Aguirre haciendo un esfuerzo por no soltar una carcajada.
. luego tomó el teléfono por el que ladró una orden. A los pocos segundos, una jovencita delgada, de grandes ojos castaños y con cara de no haber roto un plato en su vida, apareció para acompañarle al cuarto de Baldomero.
—¿Qué ha hecho el pobre Baldo? —preguntó la joven recogiéndose el abundante pelo moreno que le escapaba de la cofia, mientras iban por el pasillo—. Estaba muy alterado, parecía que hubiera visto un fan­tasma.
—Nada, no ha hecho nada.
—Me alegro, le tengo cariño, ¿sabe? Todos se ríen de él, a veces pierde un poco los papeles y se comporta como un crío, él llama a eso sus ausencias. Yo siempre me digo: «Gloria, trátalo bien. Podría ser tu abue­lo y no está bien burlarse de él, aunque todos crean que no se entera de lo que ocurre a su alrededor».
Aguirre miró a la chica, a Gloria, con interés. La mirada era inocen­te, pero había una chispa espabilada en ella. Tomó nota mental de que quizás valiera la pena verla más tarde, su trato con el anciano podía aportar algún dato.
Recorrieron en silencio los largos y asépticos pasillos de la residen­cia. El Júbilo Dorado contaba con dos plantas, en la inferior estaban el vestíbulo con sus grandes puertas acristaladas y las habitaciones de los residentes. En la de arriba, el comedor, el salón de actividades, los apo­sentos privados de la directora y una pequeña pero completa enfermería.
—¿Es por lo de la iglesia? —le interrogó Gloria de sopetón.
—Parece que andaba por allí —respondió Aguirre—. Quizás viera
algo.
—Hum, ha sido el loco ése.El Segador, ¿verdad?
En los medios de comunicación no se hablaba de otra cosa. Cuatro sacerdotes asesinados, cinco con el padre Ambrosio Luján, en los dos últimos meses, siguiendo el mismo modus operandi, había atraído a los carroñeros del morbo. Sin embargo, Aguirre presintió que no era precisa­mente el morbo lo que suscitaba las preguntas de Gloria.
—No puedo hablar mucho del tema, pero hay indicios que apuntan a que los tiros van por ahí.
La chica no hizo más comentarios y Aguirre notó cómo reprimía un escalofrío.
—Aquí estamos —anunció Gloria, deteniéndose ante una puerta azul celeste—. Creo que estará despierto.
—Pensé que estaba sedado.
—Oh, eso —rió ella—. No diga nada, por favor, pero Baldo, los días que está lúcido, es un pilluelo. Le dan sus pastillitas, como a todos, pero él en cuanto se descuidan, las escupe. Estaba bastante alterado cuando lo trajo su compañero, pero me jugaría la paga a que el Tranquimacín de antes ha acabado en el retrete.
Aguirre sonrió con complicidad.
—Descuida, no diré nada —le confió e indicó con la cabeza hacia la entrada de la residencia.
A la chica se le oscureció el gesto.
—No digo que sea mala, —comentó—. Pero a veces actúa de una manera tan soberbia, tan.—dejó la frase inacabada y abrió la puerta del cuarto—. Baldo, tienes visita.
El cuarto cuadrado en el que solo cabía una mesilla al lado de la cama, se hallaba sumido en la penumbra debido a una gruesa cortina marrón que ocultaba la ventana. Dentro olía a desinfectante, lejía y, de fondo, a sudor y al aliento amargo de un fumador. Sobre la cama, el viejo era un bulto inmóvil que apenas agitaba la colcha que le cubría.
—¿Duerme? me dijiste que.
La chica le guiñó un ojo.
—Baldo, soy yo, Gloria. Ella no está conmigo. Mira, viene un señor a verte. Parece simpático —añadió, mirando a Aguirre de reojo.
El bulto se agitó levemente.
—¿Tiene un cigarrillo? —la voz sorprendió al inspector por lo firme, impropia del anciano que le observaba. Ahora que se había acostumbra­do a la escasez de luz, distinguió un rostro marcado por la edad, enjuto y reseco como el cuero de unas alforjas. Los ojos, algo apagados, cabalga­ban una generosa nariz aguileña que se abalanzaba sobre los labios hundidos. Baldomero echó a un lado la colcha e incorporó su cuerpo menudo con dificultad. La chica no se movió.
—Es muy orgulloso —le confió en voz baja al inspector—. Quiere hacerlo todo por si mismo. Bueno, os dejo a los hombres solos —añadió en tono normal—. Y recuerda, Baldo, nada de fumar aquí dentro.
Baldomero asintió con la cabeza.
Aguirre entró en el cuarto con paso vacilante, ahora que estaba allí, no sabía realmente cómo empezar. El tal Baldo parecía totalmente des­valido.
—Venga, siéntese en la cama, señor.
—Gracias, don Baldomero, pero prefiero estar de pie.
El viejo se echó a reír, una risa seca que enseguida interrumpió un violento ataque de tos que alarmó a Aguirre.
—¿Necesita ayuda?
El otro negó con la cabeza.
—Estoy bien, es que no estoy acostumbrado a lo de don Baldomero. Me ha hecho gracia. Llámeme Baldo, —le observaba como si le estuviera estudiando. Fuera lo que fuera, pareció llegar a una conclusión de su agrado—. ¿No tendrá un cigarrillo? Tiene pinta de fumador, esto. eh, eh. ¿Cómo quiere que le llame?
—Aguirre —al ver al anciano fruncir el ceño, añadió rápidamente— Javier, bueno, Javi. Si te voy a llamar Baldo, llámame Javi.
—¿Tienes un cigarrillo? —repitió obstinado.
Aguirre vaciló.
—Pensé que no podías fumar aquí dentro.
—No, para después. —Le miraba con ansia el bolsillo de la camisa, sabía que el bulto era un paquete de tabaco.
El inspector sacó el paquete, mostrándolo.
—Hagamos un trato, respóndeme a un par de preguntas y te daré el paquete entero.
Al viejo se le encendió la mirada.
—Y un euro para café —espetó con media sonrisa ladina.
Aguirre sonrió también.
—Cinco euros, Baldo. Te daré cinco euros.
— ¡Cinco! Por cinco euros te cuento dónde esconde la Arpía su bote­lla, —le confió entre risas.
Aguirre no pudo evitar unirse a las risas de Baldo. Supuso que la Arpía debía ser la directora del centro.
—No busco la botella, Baldo —le dijo con una sonrisa—. Solo quiero que me cuentes algo sobre lo que viste en la iglesia. Le comentaste a Peláez, al agente Peláez, que habías visto algo.
—No tenía cigarrillos —soltó con gesto enfurruñado.
—¿Eh?
—El de la libretita negra, no tenía cigarrillos. Mucho apuntar, mu­cha sonrisita, mucho usted tranquilo, abuelo, pero nada de nada.
—¡Ah! Bueno, supongo que no fuma.
—Podía haber comprado un paquete y también un café. No, no, abue­lo, nada de tabaco. ¿Café? Por Dios, no le conviene el café. ¿Qué ha visto? ¿Dónde estaba?… Me agobió con tanta pregunta, así que decidí no con­tarle nada y entonces me trajo aquí. No veas cómo se puso ella. ¡Que vaya imagen para la residencia llegar acompañado de la policía! Que qué iba a pensar la gente. Menos mal que el de la libretita enseguida le dijo que yo no había hecho nada y además, que él no era exactamente un policía.
—Pertenezco a una Agencia especial. Alto Secreto, señora.
Otro punto para Peláez, pensó Aguirre divertido ante la imitación que había hecho el anciano. El agente había sido incapaz de rascarse el bolsillo para obtener una información sobre el terreno que probablemen­te hubiera sido vital para un caso en el que la norma era la escasez de pistas. Y encima se había pavoneado delante de la directora de la resi­dencia. Si había una norma en la Agencia, era la referida a la discreción; pasar inadvertidos era su mejor arma. ¿Qué más daba si la tal Virtudes le había confundido con un policía? Decidió que pasaría un informe sobre Peláez, uno más bien duro.
—¿Recuerdas algo, Baldo? Yo sí te daré cigarrillos y para café — afirmó poniendo un billete de cinco euros sobre la cajetilla de Camel.
—La bendijo —musitó débilmente. El inspector notó descorazona­do, que de pronto, la mirada del anciano parecía irse apagando. Baldo alargó la mano hacia la cajetilla, pero Aguirre la retiró fuera de su alcan­ce. Ido o no, estaba lo bastante espabilado como para coger el tabaco.
—¿Cómo dices? ¿La bendijo? ¿Y qué quiere decir eso?
—El hombre largo bendijo la iglesia y había una.
Al inspector se le aceleró el pulso, eso era un dato: El hombre largo.
—¿Largo? ¿Quieres decir que era alto? ¿Qué más? Venga Baldo, ¿Era alto? ¿Gordo? ¿Flaco? ¿Qué más viste?
El anciano le miró con ojos repentinamente vacíos.
—¿Me da un cigarrillo? ¿Hay para café?
Aguirre no insistió, si el anciano sufría ausencias, estaba presen­ciando una. Cogió la mano sarmentosa de Baldomero y puso en ella el paquete de Camel junto con los cinco euros.
—Guárdalos bien, Baldo.
El anciano no respondió, sólo le miraba sin verle. Luego dio media vuelta y se tumbó en la cama con la mirada perdida en el vacío.
Está en el pasado, pensó Aguirre. Como todos cuando nos vienen mal dadas. Y a este me parece que le dieron una mano chunga hace ya tiempo.
De pronto, sin venir a cuento, se acordó de su ex y le sobrevino una oleada de ansiedad. Abandonó la habitación, acelerando el paso hacia la salida. Necesitaba un pitillo y le había dado todo el paquete a Baldomero. Tendría que ir a comprar. En el pasillo se cruzó con Gloria que le saludó, deteniéndose ante él.
—¿Ha ido bien, inspector?
—No ha dicho gran cosa. Al principio parecía muy animado, pero luego.
—Se apagó como una cerilla —completó Gloria la frase—. Ya le dije que le ocurre en ocasiones. Toda esta historia tiene que haber sido dema­siado para él.
Aguirre asintió pensativo, luego echó mano de su billetera y sacó una tarjeta.
—Mira, Gloria, podrías ayudarme —comentó, tendiendo la tarjeta—. Es­tás todo el día con Baldo, quizás recuerde algo cuando recupere la luci­dez o haga un comentario que te parezca extraño o que llame tu aten­ción. No sé, cualquier cosa. Sea lo que sea, llámame. Ahí tienes mi móvil. No importa la hora. Nosotros nunca dormimos —añadió.
La chica tomó la tarjeta.
—Descuide, inspector. Si surge algo se lo diré.
—No hace falta que.
—Se lo comente a ella —susurró, anticipándose a él—. Descuide, no tiene por qué enterarse.
No se había equivocado con la chica, era lista.
—Te lo agradezco, andamos bastante perdidos en este caso y cual­quier pista podría servirnos para evitar que muriera más gente.
—¿Es eso? ¿Ha muerto el padre Luján? ¡Dios mío! Pensé que qui­zás. ¡Qué tonta soy! El Segador ese siempre los mata, ¿verdad? Los quema. —La chica se estremeció—. No era mala gente, el pobre hombre, siempre intentando ayudar a todo el mundo. Solía pasarse por aquí para hablar con los residentes y tenía una palabra amable para todos.
—Lo siento —murmuró Aguirre—. Probablemente estuviera muer­to para cuando prendieron fuego al confesionario. No creo que sufriese mucho —mintió.
—Haré lo que pueda —dijo ella con firmeza—. Baldo confía en mí, si vio algo, acabará por contármelo. Le llamaré en cuanto sepa algo.
Aguirre se despidió aceptando la mano que ella le ofreció. Tenía los dedos largos y el tacto fue cálido como el de. apartó el recuerdo antes de que cuajara.
Abandonó el edificio con el propósito de buscar un bar en el que comprar tabaco. Aunque ya no le urgía tanto como antes, curiosamente la compañía de la chica había hecho retroceder la ansiedad que le asalta­ra al salir del cuarto de Baldo.
Acodado ya en la barra de un bar no muy lejos de El Júbilo Dorado, encendió el primer pitillo del paquete recién abierto y pidió un café. Mien­tras se lo preparaban, reflexionó sobre lo que le había dicho el anciano: El hombre largo bendijo la iglesia. ¿Un desquiciado? ¿Uno de esos que se están vengando por quién sabe qué trauma? Sacudió la cabeza, eso no tenía sentido. La Agencia no se encargaba de casos así. Guardó la infor­mación que le había facilitado Baldo en su archivo mental, quizás más adelante encajara con otras piezas.
Aspiró con fuerza el humo mientras removía el humeante café que le acababan de poner delante. Tenían que pararle los pies al maldito Segador, porque hasta que lo hicieran, seguiría matando.
Baldo se encogió sobre si mismo, tenía frío pero no se molestó en cubrirse con las mantas. La gelidez nacía de dentro.
Sangre de viejo
.y no había manera de caldear el cuerpo.
Repasó la conversación que acababa de mantener con el tal Aguirre. Javi, susurró para sí, se llama Javi. Sentía algo de vergüenza por haber simulado una de sus ausencias ante él. Cierto que le eran muy útiles cuando las cosas se ponían feas, normalmente con la Arpía, así conse­guía que le dejaran tranquilo. No es que las fingiera siempre, había ve­ces en que el reloj se burlaba de él, robándole horas de las que no conser­vaba recuerdo.
Como si se preparara para la nada, el vacío.
Con Javi había sido distinto, no quería que le dejara en paz, al con­trario. Puede que hubiera algo oculto en el inspector, algo sombrío, pero no le asustaba como le había ocurrido con el otro, ese que hizo que le temblara el alma.
El Hombre Largo. Oscuro, perverso. Le había aterrorizado. Y la otra, ella consiguió que se le revolvieran las tripas. Pero el Hombre Largo ha­bía provocado que además se escondiera como un niño aterrorizado.
Javi al contrario, era alguien a quien deseaba volver a ver y tenía la certeza que, de haberle contado todo lo que había visto, el inspector ha­bría hecho mutis por el foro. Y no era por el tabaco o los cinco euros,
Bueno, quizás un poco por eso también.
Javi le había tratado con respeto, y eso era algo a lo que no estaba acostumbrado. Últimamente, Gloria era la única que le trataba como una persona y no como el resto a gritos o dirigiéndole miradas compasi­vas mientras meneaban la cabeza. Otro viejo chocho, pensaban. Más val­dría que…
Pero la chica era muy joven, no tenía, ¿cómo decirlo?, mucho calado. No es que no la apreciara, pero intuía que el inspector tendría más que compartir. Volvería a verle, de eso no había duda, querría saber aquello que aun no le había contado.
Apretó contra el pecho el paquete de tabaco envuelto en el billete. Esa tarde no pensaba mendigar por un café o un cigarrillo. Tenía para hartarse. Pero eso sería después de comer, ahora se le cerraban los ojos; estaba cansado. Al poco, dormía profundamente con una leve sonrisa ante la promesa de una tarde especial.

La Iglesia de la Santísima Trinidad

La Muerte del Padre Ambrosio Luján

El ruido le había sobresaltado haciendo que se golpeara la cabeza contra el panel de madera. Ahogó una maldición, se santiguó y se llevó a conti­nuación la mano a la boca. Entremezclado con las babas aturdidas de la somnolencia, advirtió el tono rojizo de la sangre. Se había mordido el labio. Refunfuñó mientras se incorporaba con dificultad. Se había queda­do dormido dentro del confesionario y no era la primera vez que le ocu­rría. Pocos frecuentaban la iglesia, sobre todo entre semana, en que acu­dían apenas cuatro viejas a la misa de la tarde y para las que luego abría el confesionario. Allí le confiaban historias de soledad y miseria que él atendía procurando que ellas no advirtieran su hastío.
Acostumbraba a cerrar el templo en cuanto lo abandonaba la última de sus feligresas porque ya no había de acudir nadie y, sobre todo, por los gamberros de la zona que ya le habían vaciado algún cepillo que otro. Sin embargo, a veces se quedaba dormido como le había ocurrido en esta ocasión.
Volvió a oír el ruido que le había despertado; una suerte de golpeteo seco acompañado de imprecaciones en voz baja. Salió del confesionario con todo el sigilo que sus sesenta y tantos artríticos años le permitieron. A pesar de la cautela, el estallido de sus articulaciones resonó como un disparo atrayendo la atención del intruso. Distinguió una sombra en el altar apenas alumbrado por unas cuantas velas y, aunque al principio pensó que sería uno de los gamberros del barrio, de esos que le robaban el contenido de los cepillos en cuanto se descuidaba, enseguida advirtió que era una mujer mayor. Probablemente una feligresa, que a falta de algo mejor que hacer, había venido a rezar. Se dirigió hacia ella inten­tando ver quién era. Debía reconocerla, las asistentes a los oficios le eran todas familiares. La mujer le observaba con la cabeza altiva y los labios prietos. El cura se sorprendió, no la conocía, debía ser nueva en el barrio y probablemente la habría asustado tanto como ella a él. Esbozó una sonrisa con la intención de tranquilizarla.
Una nueva feligresa, hay que cuidarla, no es cuestión de espantar al rebaño, pensó.
Aunque sea uno de cabras renqueantes, añadió con sorna el Cínico, esa parte de él que se empeñaba en que luchar por causas perdidas era cosa de jóvenes, no de curas viejos con las articulaciones oxidadas y la próstata hinchada.
—Hola, hija —saludó con tono alegre, ignorando el último pensa­miento sobre las cabras—. Soy el párroco, el padre Ambrosio Luján. La­mento haberte asustado, estaba en el confesionario algo, esto. abstraí­do así que no te oí entrar y. —su voz se perdió al observar lo que la mujer tenía entre las manos. Ahora comprendía el origen del golpeteo, la mujer había forzado la puerta de la sacristía y llevaba las formas consa­gradas que el sacerdote había guardado allí tras la última misa.
—¿Qué pasa, curita? Sólo he venido a tomar la comunión y al no ver a nadie, me he servido yo misma. —La vieja comenzó a andar hacia la salida—. No creo que te vayan a hacer falta —comentó con una risita seca mostrándole las formas que llevaba en la mano.
—No puedes hacer eso —balbuceó el padre Luján—. Cometes un sacrilegio, te condenarás por eso.
La vieja rió abiertamente.
—¿Sacrilegio? Esta no es mi casa, cerdo —y escupió sobre el suelo—. Ne­cesito esto para mi chico, le encanta morderlas. A veces, consigue que sangren y todo.
—Si está enfermo, yo podría ayudarle —repuso débilmente el cura, intentando darle racionalidad a lo que estaba ocurriendo. La mujer de­bía de estar mal de la cabeza, quizás tuviera algún familiar enfermo y pensara que las formas consagradas le ayudarían. El problema era que le inspiraba un pavor cerval y sólo quería que se marchara lo antes posi­ble. ¡Qué se apañara ella con su conciencia!
—¿Enfermo? Mi chico se encuentra perfectamente, cura de mierda. Yo le cuido, le doy todo lo que necesita: alimento, una guarida.
Ha dicho guarida, susurró el Cínico. Que se marche, es una servido­ra del Mal o el Mal en persona.
. y también, —la vieja se interrumpió para hacer un gesto obsceno con las caderas que no precisaba de explicación alguna.
—Fuera de la casa del Señor, hija de Satán —musitó el anciano cura intentando dar firmeza a su voz. Le temblaban las piernas y le asal­taron unas incontenibles ganas de orinar. Sintió cómo se le escapaban unas gotas que humedecieron los amplios calzoncillos que vestía.
No desfallezcas, le ordenó el Cínico. Aguarda a que se marche y cie­rra las puertas.
—¿Hija de Satán? No, querido, no lo creo, aunque tampoco me im­porta, —rió con aspereza—. Pero me marcho, sí. Tienes otra visita que atender —añadió haciendo un gesto con la cabeza.
El cura se volvió hacia donde señalaba ella y vio una sombra enmarcada en el umbral del acceso al templo. La vieja le miró, burlona, para luego volverse hacia la puerta.
—Me esperan —susurró a la figura oscura de la entrada.
La sombra se hizo a un lado y la mujer se marchó con rapidez. Lue­go, volvió a encarar al padre Luján e hizo un gesto curiosamente familiar con la mano derecha. El sacerdote cayó en la cuenta de que parecía estar impartiendo una bendición.
—Hola, padre, —le saludó de súbito con voz profunda—. Vengo en nombre de Él, soy El Segador. Tenemos que hablar.
Huye, huye, aullaba el Cínico.
No tuvo ocasión, le fallaron las fuerzas y la orina corrió cálida por
sus piernas. Al poco, sus gritos y los del Cínico fueron uno solo.

*

—¿Estás segura de eso, Gloria? —preguntó Aguirre, apretando el móvil contra la oreja. La cobertura en la Agencia era pésima.
—Si, inspector. Dijo que alguien, una mujer, salió de la iglesia antes de los gritos. Dice que ella es la Bruja. Bueno, es más o menos lo que le he entendido. Ayer, durante la comida se peleó con Arsenio, otro de los residen­tes, que es bastante chinche. Estuvo burlándose de Baldo porque la Arpía le había confiscado un paquete de Camel. Parece que fue precisamente Arsenio quien le fue con el cuento de que Baldo tenía tabaco escondido.
—Vaya, me temo que ese paquete se lo di yo.
—Ya lo sé, Baldo me lo ha contado. Estaba contento como un chiqui­llo, —replicó Gloria—. La verdad es que no entiendo esa manía de prohi­birles todo: tabaco, alcohol, café, pelis de miedo. ¡Uf! Los tratan como si fueran críos.
Sí, así tendrán una muerte de lo más saludable, pensó Aguirre con cinismo.
—Bueno, a lo que iba, que me enrollo —continuó Gloria—. Fue en­tonces, y no me pregunte por qué, cuando empezó a gritar lo de que la Bruja había salido de la iglesia antes de los gritos. Luego le ha tirado un vaso a Arsenio, han tenido que darle cinco puntos en la barbilla, y se ha puesto a gritar que todos iban a morir y que el Hombre Largo bailaría sobre sus tumbas. Me temo que esta vez la Arpía ha hecho que le inyec­taran los sedantes.
—Siento oír eso, Gloria. —Lamentaba de verdad que Baldo lo estu­viera pasando mal. Aguirre se pasó la mano por la cabeza sintiéndose algo perplejo ante la intensidad de su propia reacción. ¿Qué le podía a él importar un viejo al que acababa de conocer?
—Sigue manteniéndome al corriente. Ya pasaré a ver a Baldo en cuanto pueda.
Oyó la voz de la joven al otro lado de la línea, pero no se dirigía a él…
—¿Ocurre algo?
—No, nada, —replicó ella alegre de repente—. Ha llegado Lorenzo, mi. un amigo —añadió con timidez. Aguirre estaba seguro de que ella se había puesto colorada—. Le diré a Baldo que vendrá a verle, se alegra­rá, le cayó bien y no solo porque le diera el tabaco. Dice que es un buen hombre, que esas cosas se perciben.
Aguirre se despidió de la joven dándole de nuevo las gracias. Tenía un nudo en la garganta, la ansiedad había vuelto con el recuerdo que el encuentro de la joven con su amigo había suscitado. Un recuerdo de su vida pasada con su ex. De encuentros furtivos, besos robados y la calidez de abrazos repletos de pasión. Guardó el móvil en el bolsillo y abandonó la Agencia mientras buscaba con afán un pitillo que encendió con una mano temblorosa. Algo más tranquilo, le dio vueltas a la nueva pieza que le había facilitado Gloria.
La Bruja salió antes de los gritos. El Hombre Largo bailará sobre vuestras tumbas.
Lo último parecía más un desvarío que otra cosa y en cuanto a lo de la Bruja, tampoco tenía demasiado sentido. Dudaba que El Segador con­tara con una cómplice y en cuanto a dejar escapar a una testigo, era aún menos probable. Suspiró, tampoco podía dar demasiada credibilidad a los desvaríos de un anciano que estaba al borde de la senilidad. Apuró el pitillo con una calada profunda, ansiosa. Tendría que aguardar al próximo asesinato. Rezó para que hubiera más piezas que le permitieran de­jar de dar palos de ciego.
Aguirre recibió otra llamada esa tarde, una que esperaba.
—Soy yo, ¿tenemos algo?
Aguirre le contó lo que habían conseguido:
—Poca cosa, señor, y no sé si nos servirá, pero es más de lo que sacamos en los anteriores casos.
Los cuatro primeros asesinatos habían seguido fielmente el mismo patrón: sacerdote salvajemente torturado, amarrado de pies y manos con cinta aislante dentro del confesionario. Confesionario que posteriormen­te era rociado con gasolina para prenderle fuego. Y la cita del Apocalipsis escrita con sangre de la víctima en el altar.
Ningún testigo. Muestras y huellas que la policía no era capaz de relacionar con nadie. El Segador era un fantasma que dejaba un rastro de sangre y horror para luego desvanecerse en las sombras.
—La Bruja y el Hombre Largo que bendice. Curiosas pistas, Aguirre, las primeras que tenemos. No desestime ninguna. Ya sabe que nos en­frentamos a peones, marionetas de un maestro de la mentira y el enga­ño. —Se hizo el silencio al otro lado. Aguirre no hizo comentario alguno, sabía perfectamente desde que entrara en la Agencia con quién se las tenía que ver.
—¿Cómo va el asunto de la policía? —inquirió la voz, cambiando de tema.
—En ocasiones nos cruzamos, aunque no hay problema. Por ahora ni han advertido mi presencia.
—No se confíe, ese tal teniente Castro, el que lleva el caso, parece muy competente y deben de estarle presionando con todo este asunto. Nadie debe interferir en nuestra propia investigación, es un riesgo que no nos podemos permitir. Y hablando de riesgos, esa chica: Gloria, ¿es realmente necesario mantener un contacto con ella? Sabe cuál es nues­tra política en lo que a ese tipo de relaciones se refiere.
—La verdad es que gracias a ella he podido obtener toda la informa­ción que ha facilitado el testigo. La chica parece lista y con ganas de colaborar.
—Lo dejo en sus manos, inspector, ya sabe lo que hay en juego. ¿Al­guna cosa más?
—Pues sí, —dijo Aguirre—. Es en relación al agente Peláez. La in­tercepción estuvo bien, pero todo lo que vino después. No creo que sea la persona adecuada.
—Estamos al corriente de lo ocurrido y ya se le ha trasladado con carácter definitivo. Mejor para él y para todos. Fue un error de aprecia­ción. Lo lamento. Cuídese inspector.
—Gracias, señor.

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4 Opiniones

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    Alfredo
    on

    Una obra coral de lo más terrorífica y adictiva. La leí en apenas unos días y eso a ratos sueltos. ¡Hasta la llevé al laboro! ::)

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    Leona
    on

    Un libro sumamente bien escrito con unos personajes que impresionan por su realismo. Lectura que va más allá del simple terror. Ha sido de gran agrado leer y descubrir a este magnífico autor.

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    M.R.
    on

    Una novela sólida desde los personajes al argumento. Una buena lectura para estas fiestas si te va el terror fantástico a lo King.

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    E.C.R.
    on

    Prosa correcta y un argumento duro, duro, duro. No es para corazones sensibles, hay escenas que dan grima. Para pasarlo mal.

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