Por el Empecinado y la Libertad

Por el Empecinado y la libertad es la historia de Juan Martín Díez, más conocido bajo el nombre de El Empecinado, uno de los personajes más emblemáticos de nuestra historia que quedan por descubrir. Ignacio Merino recrea las andanzas de este héroe y revolucionario que se convirtió durante la invasión francesa de 1808 en guerrillero y símbolo de la lucha antinapoleónica. Nombrado mariscal de campo al final de la contienda por sus espectaculares victorias, no sucumbió a la corrupción del poder cuando el rey felón Fernando VII quiso atraerlo a las filas de la reacción mediante el soborno.

La pluma de Ignacio Merino reconstruye uno de los periodos gloriosos de la historia de España y da vida a uno de los héroes más populares de la Guerra de Independencia, convertido en leyenda. El tesón y la valentía con la que Juan Martín Díez, luchó contra los invasores franceses le dio su apodo y donó al idioma castellano el verbo “empecinarse” que ha llegado hasta nuestros días. El Empecinado es uno de los héroes más significativos de la historia de España y como Viriato, El Cid o Juan de Austria se ha ganado la inmortalidad.

ANTICIPO:
Bernardo pasó la noche escondido en el jardín de una venta, más allá del cementerio de San Isidro. Por aquel paraje sí pasaba gente, pequeños grupos que transportaban muertos y cavaban fosas. El estudiante escuchaba los lamentos de los vivos, ares de dolor amortiguados por el entumecimiento de la derrota. No quería volver al centro de la ciudad, bastante tenía con lo visto el día anterior. Tras presenciar la descarga de los franceses en el Arenal y los fusilamientos de patriotas en las puertas de Palacio, corrió por la Morería hasta San Francisco, cruzó el río agarrado a un madero y no paró hasta cobijarse entre las ramas de un nogal que encontró en el huerto de una venta en la que no había nadie. Los árboles henchidos, el zumbido de los insectos, la vida estallando alrededor ajena a la desgracia, todo le dolía. El aroma de la primavera, cargado de promesas lejanas, le producía estupor. No era más que un despojo con la conciencia abatida, un huérfano abandonado.

Aquello estaba perdido. La revuelta del día 2 languidecía entre estertores, recuerdos huecos, como el final de una fiesta monstruosa con excesiva resaca. Pero tenía que sobreponerse, atravesar Somosierra para indagar el paradero de la partida de Juan y unirse a ellos. Aborrecía el horror de la ciudad, detestaba el hedor de la derrota. No podía ver más cuerpos de niños con el cráneo roto ni más cadáveres de mujeres valientes reventadas a golpe de bayoneta. Necesitaba la verdad desnuda de la tierra, el cobijo de la Naturaleza y el poder de las montañas, respirar la esperanza del páramo. Su espíritu se consumía con aquellas piras funerarias que divisaba a lo lejos en distintos puntos de la ciudad. Tenía que recuperar la fe para luchar contra los franceses y salir airoso. La libertad no era ya una idea hermosa, sino un designio imperativo. Luz más allá de las tinieblas, el aire que pedían sus pulmones.

Con un caballo que le prestó un ventero anonadado por la muerte de su mujer y sus dos hijos, rodeó la ciudad y cabalgó hacia el norte hasta llegar por la noche a San Agustín del Guadalix. Otra jornada más y podría alcanzar Cerezo, al otro lado de la sierra y en la linde de las tierras segovianas. Por allí, seguramente, alguien podría decide el paradero de Juan.

No tardó en encontrado. Un rapaz de Nava se ofreció a acompañarle y lo condujo por veredas y atajos hasta el curso de un río. Álamos y matorrales cubrían la ribera hasta un bosquecillo de olmos que abrigaba un rincón, en el que parecía no haber nada.

Allí estaban los guerrilleros.

El silbido del muchacho, repetido tres veces, les alertó y dos de ellos se adelantaron para ver quién venía. Muchos días recibían emisarios con mensajes de la familia y a menudo aparecía algún voluntario que quería unirse o gente sencilla que traía ropa limpia, embutidos, pan o municiones.

A Rodrigo y el Largo no les gustó de entrada el forastero que venía de Madrid y aseguró ser amigo de El Empecinado. Parecía un pisaverde, un joven picapleitos con alguna argucia, pero tras registrarle lo dejaron pasar al verlo tan angustiado. Los hombres estaban afanados reparando cinchas, revisando herraduras, lavando ropa. Juan tenía su fusil desarmado entre los brazos y lo limpiaba a fondo. Estaba sentado a horcajadas, debajo de un fresno, con su cigarro enrollado colgándole de los labios.

-Jefe, un hombre pregunta por ti. Viene de Madrid.

Rodrigo se había adelantado mientras el Largo sujetaba al intruso con el cañón del trabuco, unos pasos atrás.

-¿Quién es?

El guerrillero levantó la mirada, pero no hizo ademán de incorporarse. Bernardo asomó la cabeza.

-Soy yo, Juan.

-¡Hombre! ¿Cómo por aquí, estudiante?

Cuando el jefe se levantó con los brazos abiertos, los hombres detuvieron sus tareas para observar. No era habitual verlo alegre por la mañana.

El Largo apartó con desgana el trabuco y dejó pasar al anhelante. Al abrazar a su antiguo camarada, Bernardo se desmoronó. Su llanto desbordado conmovió a aquellos hombres de apariencia ruda, cuyo silencio volvía más amargos los quejidos que salían de su garganta. Juan lo sujetaba fuerte contra su pecho mientras le acariciaba el cuello sin decir nada. El chico se sobrepuso y pudo al fin hablar, con los brazos desmayados entre los de su amigo.

-Necesitaba verte. He venido para unirme a vosotros.

-Bueno, bueno, tranquilo. ¿De dónde vienes?

-De Madrid.

-Eso me interesa. Cuéntanos lo que ha pasado, nos han dicho que hubo revueltas el día dos.

Los hombres se fueron acercando hasta rodear al recién llegado. Unos se acomodaron en el suelo cerca de él, otros permanecían de pie con cara de circunstancias. Sentado sobre un tronco, Bernardo trataba de abarcar con la mirada a toda la concurrencia. Quería relatar de la forma más fidedigna posible la angustia de la población madrileña, el estado de desolación en el que había dejado la ciudad, pero no podía dejar de transmitir el heroísmo que vio el día anterior, la rebeldía de aquella jornada inolvidable. Las imágenes se mezclaban, los sentimientos se confundían. Debía ser conciso, claro, su audiencia se lo reclamaba con los ojos fijos. El antiguo estudiante, tan ducho en arengas y exposiciones de agravios, se aclaró la garganta y decidió limitarse a la crónica desnuda de los sucesos.

-A las once de la mañana del día dos se congregó mucha gente a las puertas del Palacio Real, porque desde primeras horas se había extendido por la ciudad el rumor de que los franceses se estaban llevando a la Familia Real. Don Carlos y la bruja de su mujer, como ya sabréis, estaban ya en Bayona, al otro lado de la frontera francesa. Cerca del mediodía, el pueblo contempló cómo partía la carroza del rey Fernando entre protestas y empujones. Cuando salió la de la reina de Etruria se oyeron silbidos, luego silencio ante la de don Antonio Pascual y con la salida del Infante Carlos los gritos arreciaron. La gente se iba acercando. Yo mismo, junto con otros compañeros, me vi empujado hacia los guardias franceses. Flotaba en el ambiente un deseo urgente por hacer algo aunque nadie daba consignas, os lo aseguro, era como si todos estuviéramos de acuerdo. Cuando sacaron al infante Francisco de Paula para meterlo en la última carroza, pudimos ver que el crío iba llorando. Una mujer gritó: «¡Que se lo llevan! ¿Es que vamos a quedamos aquí como pasmaos? ¡A ellos, madrileños!». Ése fue el comienzo. Como por ensalmo aparecieron cuchillos, horcas y hasta tijerones de trasquilar. Los franceses se vieron acosados, alguno braceaba entre la multitud mientras le acuchillaban. Murat, que observaba todo desde un balcón del palacio, no tardó en dar la orden de cargar. Hubo carreras, insultos, gente pisoteada. Vi a un grupo de polacos a caballo cortar cabezas, brazos, todo lo que encontraban a su paso. Yo traté de recoger a una criatura que berreaba en el suelo, al costado de su madre muerta, pero la llegada de nuevos escuadrones me impidió hacer nada. Corrí por la calle Mayor hasta la Puerta del Sol, donde el gentío estaba reunido dando voces y atacando a la guarnición acantonada allí. La revuelta estalló en todas partes, por Chamberí y el parque de la Bombilla, en los altos de El Viso y los Carabancheles. Hubo una carnicería atroz, pero el pueblo resistía. Trataban de proteger a la Familia Real, aunque ya todos habían partido. Lo que más me impresionó es que por todas partes se escuchaban vivas al honor y la independencia de nuestra patria. Yo pasé la noche de un sitio a otro. Maté varios franceses…

El silencio subrayó sus últimas palabras. Algunos guerrilleros tenían los ojos perdidos, mirando, pero sin ver. Otros entretenían sus manos con hierbas o palos, la vista clavada en el suelo y el oído en las palabras del forastero. A Juan Martín, el empecinado que había jurado combatir al invasor hasta la muerte, la expresión le cambiaba a cada paso. Al principio, con los ojos fruncidos, quiso sujetar su amargura, luego la mirada se abrió y la turbia tristeza de su semblante quedó sepultada por una rabia en la que sólo había indignación y deseos de venganza. Miraba de frente a los suyos, con las mandíbulas apretadas y ese gesto de ferocidad que asustaba a quienes no le conocían. Su rostro era la viva imagen del guerrero dispuesto para el combate.

Se escucharon insultos a los franceses, a Bonaparte y los juramentos de rigor. Como Juan notó que Bernardo se quedaba callado, hablóél. Aunque el tono de su voz era hosco, sus palabras tenía un eco sereno, como si quisiera calmar al antiguo compañero.

-¿Cuánto duró la rebelión?

-Un día escaso. Por la noche los franceses ya estaban fusilando a gente en las Vistillas y en el Campo del Moro.

-¿Qué hizo el gobierno?

-Callar, plegarse a los franceses.

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