Por los mares encantados

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Kipling escribió: «Y en medio de los océanos, mecidos y sacudidos por las olas, surgen las leyendas, el tiempo se detine y, poco a poco, se pierde el sentido de la aventura, de la geografía conocida, que va dejando lugar al poder ominoso del mar, el mar de los ahogados, el mar de los piratas, el mar de los hombres libres, el mar de los sueños, el mar del espacio, el eterno mar…».

En este escenario, el mar, se desarrollan Manuscrito encontrado en una botella, de Edgar Allan Poe, El paso del polo ártico al polo antártico por el centro de la Tierra (Anónimo), Las naves encantadas, de Allan Cunningham, ¡Hombre al agua!, de F. Marion Crawford, El Shamraken regresa a casa, de William Hope Hodgson, La flauta, de Marcel Schwob, Historia de tierras y de mares, de Lord Dunsany, y La nave que surcaba el mar del espacio, de Barrington J. Bayley.

¡Hombre al agua!, el cuento seleccionado, es un relato notable, no sólo por su exquisita descripción de los peligros del mar, sino también por su peculiar fantasma, un espectro notoriamente alejado de los estereotipos al uso, munido de una extraña corporeidad y que posee -como el de su famoso relato La litera superior– la específica determinación de matar.

F. Marion Crwaford (1854-909) fue en su época un escritor notorio, casi tan popular como el mítico Mark Twain, y hoy se lo recuerda por su novela de fantasía oriental Khaled (1891) y un puñado de relatos de terror. Estas historias fueron revolucionarias en sus época por su originalidad. Crawford fue un escritor brillante, aunque quizá excesivamente prolífico, lo cual le llevó a escribir muy deprisa y corregir poco; todo ello mermó la calidad de su abundante producción. Este cuento es una de sus mejores piezas.

ANTICIPO:
El capitán me llamó abajo para que calculara la latitud, mientras él se dirigía a la caseta de cubierta y se sentaba a leer, su afición favorita. Cuando subí, el hombre que estaba al timón miraba a su alrededor; yo me puse a su lado y le pregunté en voz baja qué era lo que todos miraban, puesto que se estaba convirtiendo, al parecer, en una costumbre general. Al principio no se franqueó, limitándose a decir que no había nada. Pero cuando vio que no parecía darle importancia, y me quedaba a su lado simplemente como si no hubiera que añadir nada más, empezó a hablar.

Me contó que no se veía nada porque no había nada que ver, salvo que la cangreja estaba un poco tirante y que las poleas de los motores se deslizaban cuando la goleta se elevaba a cada golpe de mar. No había nada que ver, pero a él le parecía que todos los motores dejaban oír unos ruidos extraños. Había una nueva escota de manila, y en tiempo seco dejaba oír un ruido raro, como entre un crujido y un estertor. Miré hacia la escota aludida, luego miré al hombre y no dije nada, hasta que por fin volvió a hablar, preguntáandome si no observaba algo peculiar en aquel ruido. Escuché con atención y repuse que no observaba nada raro.

Entonces, me miró suspicazmente y alegó que no pensaba que fuesen sus oídos, porque todos los que se ocupaban del timón oían lo mismo de vez en cuando, a veces una sola vez al día, a veces por la noche, a veces durante una hora entera.

-Suena como si aserraran madera -comenté con tono casual.

-A nosotros nos parece más bien como un hombre que silba «Nancy Lee» -movió las manos nerviosamente al pronuncias las últimas palabras-

-¿No lo oye ahora, señor? -preguntó de repente.

No oía nada aparte del crujido de la escota de manila. Era casi mediodía y el tiempo era tan bueno y despejado como suele estar en las aguas del sur, el tiempo y la hora en que menos cabe esperar apariciones fantasmales. Pero recordé haber oído aquella canción la noche de la espantosa galerna, unos quince días antes, y no me avergüenza confesar que en aquel momento la misma sensación se apoderó de mí, deseando hallarme fuera de la Helen B. y a bordo de cualquier otro carguero, con molinos de viento en cubierta, un capitán de más edad y experiencia y una vía de agua recién abierta.

Lentamente, en los días siguientes, la vida a bordo llegó a ser tan insoportable como puedes figurarte. No había muchas habladurías, pues creo que los hombres tenían miedo incluso de hablar libremente de lo que tanto les preocupaba. Toda la tripulación callaba, de modo que apenas se oía una voz, excepto para dar una orden o una respuesta. Los hombres no se sentaban a la mesa cuando su guardia estaba abajo, sino que se turnaban para ello o tomaban asiento cerca del castillo de proa, fumando sus pipas sin despegar los labios. Todos pensábamos en lo mismo. Todos presentíamos que había otro marinero a bordo, a veces abajo, a veces en cubierta, a veces en la arboladura, a veces en el extremo de la botavara; compartiendo las faenas con los demás, pero sin trabajar en absoluto. No sólo lo presentíamos sino que lo sabíamos. No ocupaba ningún espacio, no arrojaba sombra alguna y nunca oíamos sus pisadas en cubierta, pero tomaba su parte con los otros con la regularidad de las campanas… y silababa «Nancy Lee». Era como la peor pesadilla que puedas imaginar, y me atrevería a decir que muchos de nosotros intentaba creer a veces que sólo era una pesadilla, especialmente cuando estábamos mirando por la borda con el viento de cara; pero si dábamos media vuleta y mirábamos a los demás a los ojos, sabíamos que podía tratarse de algo mucho peor que la peor de las pesadillas; y a partábamos la vista con la extraña y enfermiza sensación de que para variar sería estupendo enfrentarnos a alguien ignorante de todo lo que nosotros sabíamos.

En lo que a mí concierne, no hay mucho más que decir acerca de la Helen B. Jackson. Éramos una tripulación de lunáticos más que otra cosa cuando arribamos frente al castillo del Morro y anclamos en La Habana. El cocinero padecía fiebre cerebral y deliraba como un loco; y los demás no estábamos muy lejos de hallarnos en la misma condición. Los tres o cuatro últimos días habían sido espantosos y habíamos estado a punto de provocar un motín a bordo. Los muchachos no querían perjudicar a nadie, pero deseaban alejarse del barco lo antes posible, aunque fuese a nado; deseaban alejarse del silbido, del camarada muerto que había regresado y que llenaba la goleta con su personalidad invisible. Yo sabía que si el Viejo y yo no hubiéramos mantenido una vigilancia extremada, los hombres se habrían embarcado en un bote alguna de aquellas noches en calma, y se habrían alejado, dejando que el capitán, el cocinero loco y yo lleváramos el barco a puerto. Naturalmente, lo habríamos hecho, puesto que el puerto no estaba ya muy lejos, si soplaba una buena brisa, y un par de veces incluso pnsé que no estaría mal que la tripulación huyese, ya que el estado de temor en que vivían empezaba a angustiarme a mí también.

Como ves, en parte creía y en parte no creía, y de todos modos, no quería que aquella angustia me quitara el sueño. Asimismo, me volvía irritado y mantuve a los hombres ocupados constantemente en toda clase de labores, hasta el punto de que desearan también arrojarse al agua. No era que el Viejo y yo tratáramos de hacer que huyeran sin su paga, como lamento tener que decir que hacen algunos capitanes contramaestres, incluso hoy día. El capitán Hackstaff era tan recto como una línea recta y no hubiera querdio estafarles a aquellos pobres chicos ni un símero centavo; y, por mi parte, no les censuro que ansiaran abandonar el barco, de manera que pensé que lo mejor para que no se volvieran locos era mantenerles tremendamente ocupados hasta el agotamiento. Cuando llegaban a esta condición dormían un poco y se olvidaban de aquello hasta que volvían a subir a cubierta para encararse de nuevo con sus temores. Eso sucedió hace bastante años. ¿Pero crees que no puedo escuchar «Nacy Lee» ahora sin sentir como un trozo de hielo se desliza por mi espalda? Porque la oigo de vez en cuando desde que aquel hombre me explicó por qué siempre miraba detrás de sí. Podría ser mi imaginación, no lo sé. Cuando miro a mi espalda creo solamente recordar una larga lucha contra algo invisible, contra una persencia horrorosa, contra algo peor que el cólera, que Jack el Amarillo o que la peste, y, bondad divina, la mejor de estas cosas es bastante mala cuando irrumpe el alta mar. Los hombres estaban tan pálidos como la tiza y jamás subían de noche a cubierta, por muchas órdenes que se les diera. Con el cocinero demente en su camastro, el castillo de proa habría sido un verdadero infierno y no quedaba a bordo ni un solo camarote vacío. Nunca los hay en esta clase de goletas. Por consiguiente, lo metí en mi camarote y allí se quedó más sosegado, hasta que al fin cayó en una especie de sopor, como si fuera a morirse. Ignoro qué fue de él, ya que lo bajamos a tierra y lo trasladamos a un hospital.

Los hombres llegaron en grupo a popa, en silencio, y le preguntaron al capitán si podía abonarles la paga y dejarles bajar a tierra. Algunos no lo habrían pedido, ya que se habían contratado para toda la travesía, firmando los correspondientes contratos. Pero el capitán sabía que cuando a los marineros se les mete una idea en la cabeza, son como niños, por lo que si les obligaba a quedarse a bordo todo lo harían a regañadientes, y no podría confiar en ellos en una dificultad. Por tanto, les pagó y todos se largaron.

Cuando se dirigieron en busca de sus pertenencias, el capitán quiso saber si también yo quería irme, y durante un minuto estuve tentado a decir que sí. Mas no lo hice, ya partir de entonces el capitán fue un buen amigo mío. Tal vez me agradecía no separarme de él. Cuando los hombres se marcharon, el capitán no subió a cubierta, pero mi deber sí era estar allí mientras el grupo abandonaba el barco. EStaban enfadados conmigo por haberles obligado a trabajar con tanta dureza en los últimos días y la mayoría ni siquiera me dedicó una palabra de despedida al embarcar en el bote. Jack Benton fue el último en dejar la goleta y durante casi un minuto me miró fijamente, mientras su blanco rostro dejaba ver una extraña mueca. Pensé que deseaba decirme algo.

-¡Cuídate, Jack! -le grité-. ¡Adiós!

Por dos o tres segundos pareció como si no acertara a hablar y después, de pronto, las palabras salieron de su boca atropelladamente.

-No fue culpa mía, señor Torkeldsen. ¡Juro que no fue culpa mía!

Esto fue todo y saltó por la borda, sin saber a qué se había referido.

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Interplanetaria

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