Preludio a la Fundación

Isaac Asimov es el autor más influyente y destacado de la ciencia ficción y la divulgación científica del siglo XX. En Preludio a la Fundación se revela lo que ocurrió muchos siglos antes de los acontecimientos que se hicieron famosos con la mítica trilogía, un pasado hasta ahora solo insinuado.
Corre el año 12020 E. G. y el último emperador galáctico de la dinastía Autun, Cleón I, ocupa el trono en un entorno de incertidumbre. Son tiempos turbulentos y Cleón está desesperado por imponer algo de calma. Cuando el joven matemático Hari Seldon llega a Trantor procedente de otro mundo para presentar una ponencia sobre psicohistoria, su asombrosa teoría de la predicción, el emperador cree que su seguridad futura quizá dependa de los poderes proféticos de Seldon. Pero este se convierte en el hombre más buscado del Imperio mientras lucha con desesperación por evitar que su singular teoría caiga en las manos equivocadas. Al mismo tiempo debe forjar la clave del futuro, ¡un poder que llegará a ser conocido como la Fundación!

ANTICIPO:

2

No se podía decir que la presencia de Hari Seldon impresionara mucho en aquella época. Al igual que el emperador Cleón, tenía treinta y dos años, pero solo medía un metro y setenta y tres centímetros. Su rostro era liso y alegre, su cabello de color castaño oscuro, casi negro, y su ropa tenía un toque provinciano inconfundible.
A cualquiera que en tiempos posteriores conoció a Hari Seldon solo como un semidiós legendario le parecería casi un sacrilegio que no tuviera el cabello blanco, y un rostro anciano y lleno de arrugas, una sonrisa serena que irradiara sabiduría y que no estuviera sentado en una silla de ruedas. Pero incluso entonces, en su senectud, sus ojos habían sido alegres. Siempre quedaba eso. Y sus ojos eran especialmente alegres en ese instante, con treinta y dos años, ya que había dado su conferencia en el Congreso del Decenio. Incluso había suscitado cierto interés, aunque de un modo distante, y el viejo Osterfith lo había saludado con la cabeza y le había dicho «Ingenioso, joven. Muy ingenioso». Cosa que, proviniendo de Osterfith, era satisfactorio. Muy satisfactorio.
Pero allí tenía una novedad, bastante inesperada por cierto, y Seldon no sabía muy bien si debería incrementar su alegría e intensificar su satisfacción o no.
Se quedó mirando al joven alto de uniforme, con la astronave y el sol colocado con esmero en el lado izquierdo de la guerrera.
—Teniente Alban Wellis —dijo el oficial de la Guardia del Emperador, y se guardó la identificación—. ¿Quiere venir conmigo, señor?
Estaba armado, por supuesto. Había otros dos guardias en el pasillo. Seldon sabía que no tenía alternativa a pesar de toda la cortesía informal del otro, pero no había razón para que no pidiera un poco más información.
—¿Para ver al emperador? —preguntó.
—Para que lo llevemos a palacio, señor. Hasta ahí llegan mis instrucciones.
—¿Pero por qué?
—No me han dicho el motivo, señor. Y tengo instrucciones estrictas de que debe acompañarme, de un modo u otro.
—Pero parece que me están arrestando. Y yo no he hecho nada que lo justifique.
—Digamos más bien que parece que le han concedido una escolta de honor, si no me demora usted más.
Seldon no se demoró. Apretó los labios como si quisiera impedir la formulación de nuevas preguntas, asintió y dio un paso más. Incluso si iba a conocer al emperador y a recibir el elogio imperial, no encontró motivo alguno de regocijo. Estaba a favor del Imperio, es decir, a favor de los mundos de la humanidad unidos en paz, pero no a favor del emperador.
El teniente se puso en camino delante de él y los otros dos detrás. Seldon sonrió a las personas junto a las que pasaba e incluso consiguió no parecer preocupado.
Una vez fuera del hotel se metieron en un vehículo terrestre oficial. (Seldon pasó la mano por la tapicería, jamás había estado en nada tan recargado.)
Estaban en una de las secciones más acaudaladas de Trantor. La cúpula era lo bastante alta como para dar la sensación de estar en un espacio abierto y se podría jurar (incluso podría jurarlo alguien como Hari Seldon, que había nacido y se había criado en un mundo abierto) que se podía disfrutar de los rayos del sol. No se veía sol alguno ni tampoco sombras, pero el aire era ligero y lleno de fragancias.
Y entonces pasó, la cúpula se cerró, las paredes se acercaron y empezaron a desplazarse por un camino cerrado, marcado a intervalos regulares por la astronave y el sol, y claramente reservado (pensó Seldon) para vehículos oficiales. Se abrió una puerta y el vehículo terrestre la cruzó a toda velocidad. La puerta se cerró tras ellos y se encontraron en un espacio abierto, pero abierto de verdad.
Había solo doscientos cincuenta kilómetros de espacio abierto en Trantor, el único espacio abierto que había y que era donde se alzaba el Palacio Imperial. A Seldon le hubiera gustado tener la oportunidad de vagar por los terrenos abiertos, no por el palacio sino porque también contenían la Universidad Imperial y lo más intrigante de todo, la Biblioteca Galáctica.
Y sin embargo, al pasar del mundo cerrado de Trantor al terreno abierto de bosques y parques había entrado en un mundo en el que las nubes oscurecían el cielo, y un viento gélido le agitó la camisa. Apretó el botón que cerraba la ventanilla del vehículo terrestre.
Fuera hacía un día deprimente.

3

Seldon no estaba muy seguro de que fuera a conocer al emperador. En el mejor de los casos conocería a algún funcionario. Un funcionario de cuarto o quinto nivel que afirmaría hablar en nombre del emperador.
¿Cuántas personas llegaban a ver al emperador? En persona, no en una holovisión. ¿Cuántas personas veían al emperador de verdad, al tangible, a un emperador que nunca dejaba los terrenos imperiales por los que él, Seldon, rodaba en esos momentos? El número era desesperadamente pequeño. Veinticinco millones de mundos habitados, cada uno con su carga de mil millones de seres humanos o más, y entre todos esos cuatrillones de seres humanos, ¿cuántos habían posado los ojos, o llegarían a posarlos alguna vez, sobre el emperador en persona? ¿Mil? ¿Y le importaba a alguien? El emperador no era más que un símbolo del Imperio, como la astronave y el sol pero mucho menos penetrante, mucho menos real. Eran sus soldados y funcionarios, que se metían por todas partes, los que representaban a un Imperio que se había convertido en un peso muerto sobre su pueblo, no el emperador.
Así que cuando acompañaron a Seldon a una sala de tamaño moderado y mobiliario lujoso y encontró a un hombre de aspecto joven sentado al borde de una mesa en un hueco con ventanas, con un pie en el suelo y el otro balanceándose en el aire, el matemático empezó a preguntarse si un funcionario iba a mirarlo de un modo tan insulso y amistoso. Él ya lo había experimentado una y otra vez: todos los funcionarios gubernamentales, y sobre todo los que estaban al servicio del Imperio, estaban siempre muy serios, como si soportaran el peso de la Galaxia entera sobre sus hombros. Y parecía que cuanto menor fuera su puesto en la jerarquía, más grave y amenazante era su expresión.
Aquel, por tanto, podría ser un funcionario tan bien situado jerarquía, con el sol del poder iluminándolo con tal fuerza, que no sentía la necesidad de contrarrestarlo con nubes de ceños fruncidos.
Seldon no estaba muy seguro de hasta qué punto debería sentirse impresionado, pero tenía la sensación de que lo mejor sería guardar silencio y dejar que el otro hablara antes.
—Usted es Hari Seldon, creo —dijo el joven—. El matemático.
Seldon respondió con un lacónico «Sí, señor» y esperó otra vez.
El joven agitó un brazo.
—Tendría que ser «mi señor» pero odio el protocolo. Siempre es lo mismo y yo ya estoy harto. Estamos solos, así que me voy a dar el lujo de olvidarme del protocolo. Siéntese, profesor.
A medio discurso Seldon se dio cuenta de que estaba hablando con el emperador Cleón, primero de ese nombre, y sintió que le faltaba el aliento. Había un ligero parecido (ahora que se fijaba) con la holografía oficial que aparecía constantemente en las noticias, pero en la holografía Cleón siempre estaba vestido de forma imponente y parecía más alto, más noble, con la expresión impasible.
Y allí estaba, el original de la holografía y la verdad era que parecía bastante normal.
Seldon no se movió.
El emperador frunció un poco el ceño y, acostumbrado como estaba a mandar incluso cuando intentaba suprimir el instinto, al menos por un tiempo, dijo en tono perentorio:
—He dicho que se siente, hombre. En esa silla. Rápido.
Seldon se sentó, incapaz de hablar. Ni siquiera fue capaz de decir, «Sí, mi señor».
Cleón sonrió.
—Eso está mejor. Ahora podemos hablar como dos seres humanos en igualdad de condiciones que, después de todo, es lo que somos una vez que se elimina el protocolo, ¿eh, amigo mío?
—Si a su majestad imperial le place decirlo, así será —dijo Seldon con cautela.
—Oh, vamos, ¿por qué es tan cauto? Quiero hablar con usted de igual a igual. Y es mi voluntad hacerlo. Complázcame.
—Sí, mi señor.
—Un simple «sí», hombre. ¿No hay forma de que pueda llegar a usted?
Cleón se quedó mirando a Seldon y este pensó que era una mirada llena de vida e interés.
Al fin el emperador volvió a hablar.
—No parece matemático.
Seldon se encontró por fin capaz de sonreír.
—No sé qué aspecto se supone que tiene un matemático, maj…
Cleón levantó una mano a modo de advertencia y Seldon contuvo el título honorífico.
—Con el pelo blanco, supongo —dijo Cleón—. Con barba, quizás. Anciano, desde luego.
—Pero hasta los matemáticos tienen que ser jóvenes en un principio.
—Pero entonces carecen de reputación. Para cuando imponen su presencia y llaman la atención de la Galaxia, son como le he descrito.
—Me temo que yo carezco de reputación.
—Y, sin embargo, habló en esa convención que han celebrado aquí.
—Muchos hablamos. Algunos más jóvenes que yo. A pocos nos prestaron atención alguna.
—Su charla, al parecer, atrajo la atención de algunos de mis funcionarios. Se me ha dado a entender que cree que es posible predecir el futuro.
Seldon se sintió de repente muy cansado. Esa tergiversación se iba a dar de forma constante. Quizá no debería haber presentado su ponencia.
—No del todo, en realidad. Lo que he hecho es mucho más limitado. En muchos sistemas, la situación es tal que, bajo ciertas condiciones, tienen lugar acontecimientos caóticos. Lo que significa que dado un punto de partida concreto, es posible predecir los resultados. Se da incluso en sistemas bastante sencillos, pero cuanto más complejo es un sistema, más probable es que caiga en el caos. Siempre se ha supuesto que algo tan complicado como es la sociedad humana caería en el caos muy pronto y sería, por tanto, impredecible. Lo que yo he hecho, sin embargo, es demostrar que, al estudiar la sociedad humana, es posible elegir un punto de partida y hacer las suposiciones apropiadas que reprimen el caos, lo que hace posible predecir el futuro, no en detalle, por supuesto, sino a grandes rasgos. No con toda certeza pero sí con probabilidades calculables.
El emperador, que había escuchado con atención, dijo:
—¿Pero eso no significa que ha demostrado que se puede predecir el futuro?
—Una vez más, no del todo. He demostrado que en teoría es posible, pero nada más. Para hacer más, en realidad tendríamos que elegir el punto de comienzo correcto, hacer las suposiciones correctas y después encontrar modos de realizar los cálculos en un periodo de tiempo finito. No hay nada en mi argumento matemático que nos diga cómo hacerlo. E incluso si pudiéramos hacerlo todo, en el mejor de los casos solo estaríamos calculando probabilidades. Eso no es lo mismo que predecir el futuro, no es más que suponer lo que tiene probabilidades de ocurrir. Un buen político, un buen empresario, cualquier ser humano con éxito en cualquier vocación, debe hacer esos cálculos sobre el futuro y además hacerlos con suficiente destreza, o nunca tendrá éxito.
—Lo hacen sin matemáticas.
—Cierto. Lo hacen por intuición.
—Con las matemáticas adecuadas, cualquiera podría calcular las probabilidades. No sería necesario ese ser humano poco común que tiene éxito gracias a una intuición notable.
—Cierto otra vez, pero yo me he limitado a demostrar que es posible el análisis matemático, no que sea práctico.
—¿Cómo puede ser que algo sea posible, pero no práctico?
—En teoría, yo podría visitar cada mundo de la Galaxia, sería posible, y saludar a cada persona de cada mundo. Sin embargo, en hacerlo tardaría mucho más años que los que me quedan por vivir e, incluso si fuera inmortal, el ritmo al que nacen los seres humanos es mucho mayor que el ritmo al que yo podría entrevistar a los ancianos, y los seres humanos ancianos morirían en gran número antes de que yo pudiera llegar a verlos.
—¿Y eso mismo es cierto en el caso de sus matemáticas del futuro?
Seldon titubeó un momento y después continuó.
—Podría ser que se tardara demasiado tiempo en realizar las operaciones matemáticas incluso aunque se tuviera un ordenador del tamaño del universo trabajando a velocidades hiperespaciales. Para cuando se recibiera una respuesta habrían transcurrido años suficientes como para alterar tanto la situación que la respuesta ya carecería de sentido.
—¿Por qué no se puede simplificar el proceso? —preguntó Cleón con aspereza.
—Majestad imperial… —Seldon tenía la sensación de que el emperador se iba poniendo cada vez más formal a medida que las respuestas iban gustándole cada vez menos y él respondió también con mayor formalidad—, considerad el modo en que los científicos han tratado el tema de las partículas subatómicas. Hay un número enorme de estas entidades y cada una se mueve o vibra de modo aleatorio e impredecible, pero resulta que ese caos tiene un orden subyacente que nos permite elaborar una mecánica cuántica que responde a todas las preguntas que sabemos hacer. Al estudiar la sociedad, ponemos a los seres humanos en el lugar de las partículas subatómicas, aunque ahora con el factor añadido de la mente humana. Las partículas se mueven sin sentido, los seres humanos no. Al tener en cuenta las varias actitudes e impulsos de la mente se añade tal complejidad que se carece de tiempo para ocuparse de todo.
—¿Y no podría la mente, al igual que el movimiento sin sentido, tener un orden subyacente?
—Quizá. Mi análisis matemático implica que el orden debe ser subyacente a todo, por desordenado que parezca, pero no nos ofrece indicios sobre el modo de hallar ese orden. Pensadlo, veinticinco millones de mundos, cada uno de los cuales con sus características generales y su cultura, cada uno un ente individual y significativamente diferente de todos los demás, y cada uno contiene mil millones o más de seres humanos, cada uno con una mente individual ¡y todos los mundos interactúan en formas y combinaciones innumerables! Por muy posible que sea un análisis psicohistórico, al menos en teoría, no es muy probable que se pueda hacer en un sentido práctico.
—¿Qué quiere decir con «psicohistórico»?
—Al cálculo teórico de probabilidades que se refiere al futuro lo llamo «psicohistoria».
El emperador se levantó de repente, se acercó al otro extremo de la habitación, se volvió, regresó y se detuvo junto a Seldon, que todavía permanecía sentado.
—¡Levántese! —le ordenó.
Seldon se levantó y alzó la cabeza para mirar al emperador, un poco más alto que él. Procuró no desviar la mirada.
—Esa psicohistoria suya —dijo al fin Cleón—. Si se pudiera convertir en algo práctico, sería muy útil, ¿no es cierto?
—Muchísimo, como es obvio. Saber lo que alberga el futuro, incluso de la forma más general y probabilística, sería una guía nueva y maravillosa para nuestras acciones, una guía que la humanidad no ha tenido jamás. Pero, por supuesto… —Hizo una pausa.
—¿Y bien? —inquirió Cleón con impaciencia.
—Bueno, sería de esperar que, salvo en el caso de unas cuantas de las personas que toman las decisiones, el público en general tendría que desconocer los resultados del análisis psicohistórico.
—¡Desconocerlos! —exclamó Cleón, sorprendido.
—Está claro. Permitidme que intente explicároslo. Si se hace un análisis psicohistórico y después se dan a conocer los resultados, las varias emociones y reacciones de la humanidad quedarían distorsionadas de inmediato. El análisis psicohistórico que se basa en las emociones y reacciones que tienen lugar sin conocimiento del futuro carece entonces de sentido. ¿Lo entendéis?
Los ojos del emperador se llenaron de luz y se echó a reír a carcajadas.
—¡Maravilloso!
Le dio a Seldon una palmada en el hombro y el hombre se tambaleó un poco por el golpe.
—¿Es que no lo ve, hombre? —interrogó Cleón—. ¿No lo ve? Ahí está la utilidad. No hace falta que prediga el futuro. Limítese a escoger un futuro, un buen futuro, un futuro útil, y haga el tipo de predicción que altere las emociones y reacciones humanas de tal modo que se haga realidad el futuro que ha predicho. Es mejor hacer un buen futuro que predecir uno malo.
Seldon frunció el ceño.
—Ya veo a qué os referís, mi señor, pero eso es igualmente imposible.
—¿Imposible?
—Bueno, en cualquier caso, poco práctico. ¿No lo veis? Si no se puede empezar con emociones y reacciones humanas y predecir el futuro que harán realidad, tampoco se puede hacer lo contrario. No se puede empezar con un futuro y predecir las emociones y reacciones humanas que lo harán realidad.
Cleón parecía frustrado. Apretó los labios.
—¿Y su ponencia, entonces? ¿Es así como lo llama, ponencia? ¿De qué sirve?
—No era más que una demostración matemática. Era un punto interesante para los matemáticos, pero en ningún momento se me ocurrió que pudiera tener alguna utilidad.
—Lo encuentro repugnante —dijo Cleón con tono colérico.
Seldon se encogió un poco de hombros. En ese momento, más que nunca, supo que jamás debería haber dado la ponencia. ¿Qué sería de él si al emperador se le metía en la cabeza que lo había hecho quedar como un imbécil?
Y lo cierto era que Cleón no parecía muy lejos de pensar eso mismo.
—No obstante —dijo—, ¿y si hiciera predicciones sobre el futuro, ya sea con justificación matemática o sin ella; predicciones que los funcionarios del Gobierno, seres humanos cuyo trabajo es saber lo que es probable que haga el pueblo, juzguen que son del tipo que harán realidad reacciones útiles?
—¿Y por qué ibais a necesitar que las hiciera yo? Los funcionarios del Gobierno podrían hacer esas predicciones ellos mismos y se ahorraría el intermediario.
—Los funcionarios del Gobierno no podrían hacerlo de forma tan eficaz. Los funcionarios del Gobierno ya hacen declaraciones de ese tipo de vez en cuando. No siempre se les cree.
—¿Y por qué me iban a creer a mí?
—Usted es matemático. Habría calculado el futuro, no… no intuido, si es que esa es la palabra.
—Pero no lo habría hecho.
—¿Y quién lo iba a saber? —Cleón lo contempló con los ojos entrecerrados.
Se produjo una pausa. Seldon se sentía atrapado. Si el emperador le daba una orden directa, ¿sería seguro negarse? Si se negaba, quizá lo encarcelaran o ejecutaran. No sin un juicio previo, por supuesto, pero solo con ciertas dificultades se puede hacer que un juicio vaya contra los deseos de una burocracia más que severa.
—No funcionaría —dijo al fin.
—¿Por qué no?
—Si se me pidiera que predijera generalidades vagas, que no pudieran hacerse realidad hasta mucho después de la muerte de esta generación y quizá de la siguiente, tal vez pudiéramos salirnos con la nuestra, pero, por otro lado, el público no le prestaría mucha atención. No les importaría mucho una eventualidad resplandeciente que fuera a producirse dentro de un siglo o dos.
»Para conseguir resultados —continuó Seldon—, tendría que predecir asuntos de una trascendencia más marcada, eventualidades más inmediatas. El público solo respondería a estas. Pero antes o después y es muy probable que antes, una de esas eventualidades no se daría y mi utilidad terminaría en ese mismo instante. Y con eso es posible que también desapareciera vuestra popularidad y, lo que es peor, nunca más se apoyaría el desarrollo de la psicohistoria de modo que no habría posibilidad de que saliera nada bueno si los avances futuros en las percepciones matemáticas contribuyen a acercarla más al reino de lo práctico.
Cleón se tiró en una silla y miró furioso a Seldon.
—¿Y eso es todo lo que saben hacer los matemáticos? ¿Insistir en lo que es imposible?
—Sois vos, mi señor —dijo Seldon con una suavidad desesperada—, quien insiste en lo que es imposible.
—Déjeme ponerlo a prueba, hombre. ¿Supongamos que le pidiera que utilice sus matemáticas para decirme si seré asesinado algún día? ¿Qué diría?
—Mi sistema matemático no daría una respuesta a una pregunta tan concreta aunque la psicohistoria trabajara a pleno rendimiento. Ni toda la mecánica cuántica del mundo puede hacer posible que se prediga el comportamiento de un solo electrón, solo el comportamiento medio de muchos.
—Usted sabe de matemáticas mucho más que yo. Haga una suposición bien fundamentada basándose en eso. ¿Me asesinarán algún día?
—Me tendéis una trampa, mi señor —dijo Seldon sin alzar la voz—. O me decís qué respuesta queréis y os la daré o bien me dais la libertad de daros la respuesta que desee sin que luego me castiguéis.
—Hable como le plazca.
—¿Tengo vuestra palabra de honor?
—¿Lo quiere por escrito? —Cleón se puso sarcástico.
—Con que me deis vuestra palabra de honor será suficiente —dijo Seldon, al que se le había caído el alma a los pies porque no estaba muy seguro de que con eso bastase.
—Tiene mi palabra de honor.
—Entonces puedo deciros que en los últimos cuatro siglos, casi la mitad de los emperadores han sido asesinados, por lo que llego a la conclusión de que las posibilidades de que os asesinen son más o menos del cincuenta por ciento.
—Cualquier idiota puede dar esa respuesta —dijo Cleón con desdén—. No hace falta ser matemático.
—Pero ya os he dicho varias veces que mis matemáticas son inútiles para problemas prácticos.
—¿No podéis suponer siquiera que he aprendido las lecciones que me han dado mis desafortunados predecesores?
Seldon respiró hondo y se lanzó de cabeza.
—No, mi señor. La historia demuestra que no aprendemos de las lecciones del pasado. Por ejemplo, me habéis permitido entrar aquí y me habéis concedido una audiencia privada. ¿Y si tuviera en mente asesinaros? Que no lo tengo, mi señor —añadió Seldon a toda prisa.
Cleón sonrió sin ganas.
—Amigo mío, no tiene usted en cuenta nuestra meticulosidad, ni los adelantos tecnológicos. Hemos estudiado su historial, sus expedientes. Cuando llegó aquí, fue sometido a un escáner. Se analizaron sus expresiones e impresiones vocales. Conocíamos con detalle su estado emocional, prácticamente conocíamos sus pensamientos. Si hubiera habido la más mínima duda sobre su inocuidad, no se le habría permitido acercarse a mi persona. De hecho, no estaría vivo ahora.
Una oleada de náuseas bañó a Seldon, pero continuó.
—A los desconocidos siempre les ha resultado difícil llegar a los emperadores, incluso con tecnología menos avanzada. Sin embargo, casi todos los magnicidios han sido por un golpe de mano en palacio. Son aquellos que más cerca están del emperador los que suponen un mayor peligro para él. Contra ese peligro, el escrutinio de los desconocidos es irrelevante. Y en cuanto a vuestros funcionarios, vuestra guardia personal, las personas de vuestro círculo íntimo, no podéis tratarlos como me tratáis a mí.
—Eso ya lo sé, y al menos tan bien como usted —dijo Cleón—. La respuesta es que trato a los que me rodean de forma justa y no les doy motivo para que se resientan.
—Es una tontería… —empezó a decir Seldon y después se detuvo, confuso.
—Continúe —dijo Cleón, colérico—. Le he dado permiso para hablar con libertad. ¿Por qué soy tonto?
—Se me escapó la palabra, mi señor. Quería decir «irrelevante». Cómo tratéis a vuestros íntimos es irrelevante. Debéis tener vuestras sospechas, sería inhumano no tenerlas. Una palabra imprudente como la que he utilizado yo, un gesto imprudente, una expresión dudosa y vos debéis de retiraros un poco al tiempo que entrecerráis los ojos. Y cualquier toque de suspicacia pone en marcha un círculo vicioso. El íntimo percibirá y le molestará esa sospecha y su comportamiento cambiará, por mucho que intente evitarlo. Vos lo percibiréis y vuestras sospechas aumentarán y, al final, o a él lo ejecutan o a vos os asesinan. Es un proceso que, según se ha demostrado con los emperadores de los últimos cuatro siglos es inevitable, y no es más que una señal de la creciente dificultad que supone dirigir los asuntos del Imperio.
—Entonces nada de lo que pueda hacer evitará el magnicidio.
—No, mi señor —dijo Seldon—, pero, por otro lado, es posible que tengáis suerte.
Los dedos de Cleón tamborileaban en el brazo del sillón.
—Es usted un inútil, hombre —dijo el emperador con dureza—, y su psicohistoria también. Déjeme solo. —Y con esas palabras el emperador apartó la vista y en un instante pareció tener muchos más de treinta y dos años.
—Ya he dicho que mis matemáticas os serían inútiles, mi señor. Mis más sinceras disculpas.
Seldon intentó inclinarse, pero a una señal que él no vio entraron dos guardias y se lo llevaron. La voz de Cleón lo siguió cuando salió de los aposentos reales.
—Devuelvan a ese hombre al lugar del que lo recogieron.

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1 Opinión

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    Rico
    on

    Hay gente a la que no le entusiasma demasiado la trilogía de la [i]Fundación[/i]. Yo la tengo entre mis favoritas, pero no así al conglomerado de obras que, 30 años después, [b]Asimov [/b] intentó vincular con la trilogía en un engendro que llamó [i]El ciclo de las fundaciones[/i] en el que sus historias de robots detectives, sus cuentos, etc. formarían parte de un mismo hilo temporal.

    Encima, cuando décadas después [b]Asimov [/b] retomó las Fundaciones ya había dejado de convencerle su (interesante, genial) idea de la psicohistoria y en todas sus nuevas novelas intenta hacer un cambio de caballo, además de extraño, contrario a la propia idea de la Fundación: la evolución humana hacia una especie de megacomuna hippi llamada Gaia en hermandad con todos los seres vivos y electrodomésticos, y la presencia de un ser protector, ético y vigilante por el buen destino de la humanidad.

    [i]Preludio a la fundación[/i], lamentablemente, es parte de estas últimas.

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