Pruebas falsas

Género :


Una anciana es brutalmente asesinada y las sospechas recaen sobre su criada rumana. La joven muere mientras la policía la persigue, llevando consigo documentación falsa y gran cantidad de dinero. Pero el caso no está resuelto: una vecina deja claro que la empleada no pudo cometer el crimen. Los siete pecados capitales pueden tener relación con el crimen.

ANTICIPO:
Permanecieron sentados frente a frente hasta que, al fin, Scarpa se levantó pesadamente, dio la vuelta a la mesa y salió del despacho, cuidando de dejar la puerta abierta. La signora Gismondi estuvo contemplando los objetos que estaban encima de la mesa del teniente, pero no pudo ver en ellos indicio alguno de la clase de persona con la que tenía que habérselas: dos bandejas metálicas con papeles, un único bolígrafo y un teléfono. Al levantar la cabeza, vio que Cristo la miraba desde la cruz como si también se resistiera a revelar lo que su proximidad con el teniente Scarpa le hubiera permitido averiguar.

La única ventana del despachito era pequeña y estaba cerrada, de manera que, al cabo de veinte minutos, la signora Gismondi se sentía francamente incómoda, a pesar de estar abierta la puerta. Allí dentro hacía mucho calor, y pensó que quizá se estuviera más fresco en el pasillo. Pero, en el momento en que se levantaba, entró el teniente Scarpa, con una carpeta en la mano. Al verla de pie dijo:

—No estaría pensando en marcharse, ¿verdad, signora?

No había amenaza en su tono, pero la signora Gismondi dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y volvió a sentarse diciendo:

—No, en absoluto.— En realidad, aquello era lo que deseaba, salir de allí, olvidarse del asunto y allá se las compusieran.

Scarpa volvió a su sillón, se sentó, miró los papeles de las bandejas, como buscando señales de que ella hubiera curioseado durante su ausencia y dijo:

—Ha tenido tiempo de reflexionar, signora. ¿Aún mantiene que dio dinero a aquella mujer y la llevó a la estación?

El teniente no llegaría a saberlo, pero fue la burla que se insinuaba en su tono lo que reafirmó a la signora Gismondi en su decisión. Pensó en su marido, que físicamente era muy distinto de Scarpa, porque era bajo y rubio, pero tenía un talante muy parecido.

—No «mantengo» nada, teniente —dijo con estudiada calma—. Yo manifiesto, declaro, afirmo, proclamo y, si me da usted ocasión, juraré, que la ciudadana rumana a la que yo conocía con el nombre de Flori no pudo entrar en casa de la signora Battestini porque ésta se negó a abrirle la puerta y que, cuando yo encontré a Flori en la calle, la signora Battestini estaba viva y asomada a la ventana. También declaro que, poco más de una hora después, cuando la acompañé a la estación, parecía tranquila y serena y que no daba señales de tener el propósito de asesinar a nadie. —Al recordar el anterior comentario del teniente, agregó—: Cualesquiera que puedan ser tales señales. —Quería seguir hablando, para hacer comprender a aquel salvaje que Flori, la pobrecita Flori, nunca hubiera podido cometer tal crimen. El corazón le palpitaba con fuerza por el deseo de decirle lo muy equivocado que estaba, y el sudor le resbalaba entre los pechos por el ansia de abochornarlo, pero el hábito de la prudencia civil se impuso, y calló.

Scarpa, impasible, volvió a levantarse y a salir del despacho llevándose la carpeta. La signora Gismondi se recostó en la silla, tratando de relajarse, diciéndose que al fin se había despachado a placer y ya podía descansar. Trataba de respirar hondo acompasadamente y cerró los ojos.

Al cabo de largos minutos, oyó ruido a su espalda, abrió los ojos y se volvió hacia la puerta. Vio a un hombre tan alto como Scarpa, pero vestido de paisano, que sostenía en la mano lo que parecía la misma carpeta. Cuando sus miradas se cruzaron, él movió la cabeza de arriba abajo con una media sonrisa:

—Si sube a mi despacho, signora, estará más cómoda. Tiene dos ventanas y supongo que no hará tanto calor como aquí. —Se hizo a un lado, invitándola a salir.

Ella se levantó y fue hacia la puerta.

—¿Y el teniente? —preguntó.

—Allí no nos molestará —respondió él, y le tendió la mano—. Soy el comisario Guido Brunetti, signora, y estoy muy interesado en la información que ha venido a darnos.

Ella estudió la cara del hombre, dedujo que decía la verdad en lo de que estaba interesado en lo que ella tuviera que decir y le estrechó la mano. Terminadas las formalidades, él la invitó a precederle con un ademán. Cuando llegaron al pie de la escalera, sorprendente vestigio de pasado esplendor en un edificio que había sufrido numerosos atropellos en nombre de la eficacia, él se situó a su lado.

—Creo que le conozco de vista —dijo ella.

—Sí —respondió él—. Yo a usted también. ¿Trabaja cerca de Rialto?

Ella sonrió, más relajada.

—No; yo trabajo en mi casa, cerca de la Misericordia, pero voy al mercado por lo menos tres veces a la semana. Creo que nos hemos visto allí.

—¿En casa Piero? —preguntó Brunetti, refiriéndose a una tiendecita minúscula en la que ella compraba el parmigiano.

—Claro. Y me parece que también lo he visto más de una vez en Do Mor¡ —dijo ella.

—Últimamente, ya no tanto.

—¿Desde que Roberto y Franco traspasaron el negocio?

—Sí —dijo él—. Los nuevos dueños también son muy agradables, pero no es lo mismo.

«Qué desesperante tiene que ser adquirir un negocio próspero en esta ciudad —pensó ella—. Por bueno que seas y por muchas mejoras que hagas, al cabo de diez o de veinte años, la gente seguirá hablando con nostalgia de los buenos tiempos de Franco, de Roberto o de Pinco Pallino.» Los dos nuevos dueños —ella ni sabía cómo se llamaban— eran tan simpáticos como los anteriores, despachaban el mismo vino y hasta tenían mejores sándwiches, pero, por bueno que pudiera ser lo que vendían, estaban condenados a ser comparados durante toda su vida comercial con un modelo idealizado, frente al que, invariablemente, quedarían en desventaja, por lo menos, hasta que todos los viejos clientes murieran o se mudaran, y ellos, a su vez, se convirtieran en el nuevo baremo por el que se mediría a sus sucesores, que, fatalmente, tampoco darían la talla.

En lo alto de la escalera, Brunetti torció por el pasillo de la izquierda, se detuvo delante de una puerta y la instó a entrar. Lo primero que ella observó fueron las altas ventanas que daban a la iglesia de San Lorenzo y el gran armario. También aquí había una mesa con un sillón detrás y dos sillas delante. —¿Desea beber algo, signora? ¿Café? ¿Un vaso de agua? —Él sonreía, animándola a aceptar, pero ella, todavía molesta por la actitud de Scarpa, rehusó, aunque con cortesía.

—Quizá después —dijo sentándose en la silla más próxima a la ventana.

El comisario, en lugar se parapetarse detrás del escritorio, hizo girar la otra silla de cara a la mujer y se sentó. Dejó la carpeta en la mesa y sonrió.

—El teniente Scarpa me ha informado de lo que usted le ha dicho, signora, pero me gustaría oírlo en sus propias palabras. Le agradeceré que me dé todos los detalles posibles.

Ella había leído novelas policíacas y pensó que quizá el comisario pondría en marcha una grabadora o sacaría una libreta, pero él la miraba sin moverse, con un codo apoyado en la mesa, esperando que hablara.

Entonces ella le dijo todo lo que había explicado a Scarpa: que volvía del banco, de cobrar un cheque; que había visto a Flori, con la bolsa de plástico en la mano; que la signora Battestini las miraba desde la ventana y movía el índice en señal de absoluta negación.

—¿Recuerda cuánto dinero le dio usted, signora? —preguntó el comisario cuando la mujer hubo terminado.

Ella movió la cabeza negativamente.

—No; el cheque era de unos mil euros. Cuando volvía a casa, compré varias cosas: cosméticos, pilas para el discman y no sé qué más. Recuerdo que, al sacar el dinero, separé unos billetes (todos eran de cien) y le di el resto. —La mujer rememoró la escena, tratando de determinar si había contado el dinero al llegar a casa—. No recuerdo con exactitud, pero debieron de ser seiscientos o setecientos euros.

—Es usted muy generosa, signora —dijo el comisario, y le sonrió.

Ella se dijo que, en boca de Scarpa, estas palabras hubieran sido una sarcástica manifestación de incredulidad; viniendo de este hombre, eran un cumplido, y se sintió halagada.

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