Rebelión en el desierto

Rebelión en el desierto nació como un resumen de contenido fundamentalmente político y reflexivo hecho sobre Los siete pilares de la sabiduría. Lawrence aseguraba a sus amigos militares, varios de los cuales habían compartido con él andanzas por el desierto, que se proponía sólo la eliminación de aquellos fragmentos de la novela en los que fuera más perceptible su borrachera de literatura. Pero lo cierto es que al final, acaso venturosamente, el resumen se le fue de las manos e incluyó –aparte de suprimir, en efecto, cuanto lastraba pesadamente la información que pretendía ofrecer en la novela– observaciones de una profundidad tan severa y poco autocomplaciente, y de una inteligencia tan sutil como aguda y hasta lacerante, que hoy, a la vista del devenir histórico de esa parte del mundo, Palestina, o si se prefiere, las actuales Siria y Jordania, y el Estado de Israel, cobran una importancia suprema. Rebelión en el desierto es, pues, una novela de aventura real, donde veremos a Lawrence comandando columnas de árabes, atacando las vías férreas de los turcos, enfrentándose a las ametralladoras y a la aviación de los alemanes que sostenían militarmente la presencia turca en Palestina… En aquel marco no precisamente incomparable de la Primera Guerra Mundial, combatió por lo que le pedía el Alto Mando británico y por su afán denodado de ayudar a la construcción de una nación árabe que se opusiera al imperialismo turco, a pesar incluso de muchas tribus árabes, y además tuvo tiempo de pensar en el futuro, en las consecuencias de la propia política británica de aquel tiempo.

ANTICIPO:
Así, y cuando nuestros guerreros árabes terminaron de despojar a los turcos caídos y a los prisioneros hechos, Auda dijo que teníamos que partir de inmediato, que ya celebraríamos como era debido aquella victoria. Eso nos molestó a Nasir y a mí, pues estábamos muy cansados, enfermos en realidad, y hasta deprimidos después de la batalla. Auda, empero, insistió tan vehemente e incluso violento como siempre. Lo hizo, en parte, porque era supersticioso a extremos de causar risa en ocasiones, y tenía miedo de los muertos en combate, aunque también porque, con buena lógica militar, temía igualmente que aparecieran refuerzos turcos, o hasta salteadores de los Howeitat que no se habían sumado a la rebelión árabe. Atendimos sus razones, en definitiva, pusimos en fila a nuestros prisioneros de guerra, en larga cuerda, y partimos.

Muchos de nuestros hombres tenían que ir a pie, junto a los presos turcos. Habíamos perdido una veintena de camellos y poco después tendríamos que sacrificar a varios más que ya no podían sostenerse a causa de los balazos recibidos. Otros estaban tan débiles que no podían llevar a dos hombres y la carga. A los turcos que presentaban heridas más graves tuvimos que dejados poco después junto al manantial. Al menos no morirían de sed y podrían ser hallados por alguna patrulla de su ejército, aunque a la mayor parte de ellos apenas les quedaba ya un hálito de vida. El propio´Nasir se preocupó de recoger varias mantas para dárselas y que se cubrieran, mientras aguardaban la muerte o la liberación. Más tarde supimos que murieron todos, poco después, a manos de los beduinos, que los mataron fríamente para quitades aquellas mantas y la ropa militar que llevaban.

Eso también habían hecho varios de nuestros hombres con los soldados turcos muertos en combate. Para los árabes, una parte fundamental de la gloria del triunfo radica en vestir las ropas del enemigo; así, al día siguiente de la batalla vimos a muchos de nuestros hombres vestidos con uniforme turco, felices y contentos de su preciado tesoro. El enemigo al que habíamos batido iba muy bien pertrechado, con uniformes nuevos. Aquellos pobres muchachos caucásicos, jovencísimos muchos de ellos, era la primera vez que abandonaban el cuartel para emplearse en un combate.

Al fin evolucionaba nuestro pequeño ejército por las alturas, lentamente, deteniéndose en una depresión a resguardo del viento para descansar lo necesario. Mientras los más extenuados de nuestros soldados dormían, luego de una frugal colación, nos pusimos a dictar cartas para los jeques de los Howeitat de la costa, relatándoles nuestra victoria sobre los turcos a fin de que no les cupieran dudas del avance, para así poner definitivamente de nuestro lado a los que aún dudaban. Les pedíamos, además, que sitiaran y hostigaran en la medida de sus posibilidades a las guarniciones turcas que había en la zona, pues sabíamos que constaban de pocos hombres y lo suficientemente desmoralizados como para batirse en retirada al menor contratiempo. Además, había un oficial turco que de inmediato se puso a nuestras órdenes, lo que le valió el rechazo de los otros prisioneros, ofreciéndose a escribir cartas en su lengua a los comandantes de Guweira, Khetera y Hadra, los tres puestos más importantes que se interponían entre nosotros y Ákaba, diciéndoles que serían bien tratados, y enviados con suficientes garantías a Egipto, si deponían las armas.

Llegó el alba del día siguiente y Auda nos reunió en el camino, guiándonos a través del último kilómetro de terreno suave y fértil que llaneaba entre las colinas. Aquello alegraba el corazón y la vista. Era una especie de ventana abierta al fin en el duro muro de la vida. Allí hicimos un alto, echándonos a descansar un rato y dormitando plácidamente muchos de nosotros. Pero Auda nos azuzó pronto, diciendo que no podíamos demoramos más. Nos quedaban pocas provisiones y apenas agua. Seguimos, pues, la marcha. Ya de noche, nos detuvimos a corta distancia de Guweira. Allí estaba el jeque Ibn Jad, que aún vacilaba, que aún no sabía si ganaríamos la guerra. Pero muy pronto, aquel hombre tan zorro y taimado, supo cuál era la situación y se puso de nuestra parte, ayudándonos tanto como antes había ayudado a los turcos.

Niazi Bey, comandante del batallón turco que habíamos derrotado, iba a mi lado. Sus párpados caídos y su nariz semítica daban cuenta de su mal humor, y no tardó en comenzar a lamentarse de que un árabe lo había insultado en turco con muy malas palabras. Traté de disculpar a nuestro soldado, diciéndole que seguramente había aprendido tan gruesas expresiones de los gobernadores turcos de su región. Entonces sacó de su bolsillo un mendrugo de pan duro y me preguntó si consideraba que aquello era digno de un oficial superior. Me limité a decirle que aquello no era sino el desayuno, la comida y la cena, y que yo también era un oficial superior y muchos días me alimentaba incluso con menos. Yo, oficial del Estado Mayor del ejército británico (un ejército tan bien alimentado como el turco, puedo jurado), había comido mi escasa ración con el grato sabor que dan las victorias en la guerra. Él era un vencido. Le rogué que supiera disculparme si a mí me sabía a gloria el mendrugo de pan.

A medida que nos adentrábamos en la región de Wethira topamos con diversos puestos turcos, unos a poca distancia de otros y todos abandonados. Los soldados de la guarnición en la zona habían sido trasladados a Khadra, una posición atrincherada que, en la desembocadura del Itm, protegía con cierta eficacia Kaba contra el peligro de un desembarco. Pero no habían previsto un ataque por tierra, desde el interior, por lo que no había fuerte ni trinchera que mirase al lugar por donde avanzábamos. Ni que decir tiene que nuestra presencia provocó en los turcos auténtico pánico. A esas alturas de la marcha habíamos doblado el número de nuestros combatientes, por la gran cantidad de árabes que salían a unirse a nuestra columna enarbolando con júbilo sus fusiles y sus espadas y cuchillos. de los planes de ataque que elaborábamos. Tuve que poner orden despacio, y con el calor de veras asfixiante, los olores mezclados de hombres que llevaban días y días sin bañarse podían hacer que me desvaneciera… Noté, mientras imponía orden, que las sienes me palpitaban como si tuvieran dentro el mecanismo de un reloj.

compra en casa del libro Compra en Amazon Rebelión en el desierto
Interplanetaria

Sin opiniones

Escribe un comentario

No comment posted yet.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑