Reina de la nieve

Arienrhod: Tan hermosa como longeva, gobierna desde hace ciento cincuenta años Tiamat, un lejano mundo unido al Imperio Galáctico solamente por la Puerta Estelar. Pero la Puerta Estelar está a punto de cerrarse; los espacianos y su alta tecnología se marcharán del planeta, y la preponderancia de los invernales dará paso a la de los estivales en todo el mundo. El reinado de Arienrhod, y su vida artificialmente prolongada gracias a las matanzas de los mers, terminará.

Luna: El clon secreto de la reina, la llave de su supervivencia. Una muchacha criada y educada por el semicivilizado pueblo estival, ignorante de su herencia, pero irresistiblemente atraída a cumplir con su destino: desafiar a la Reina, y regir sobre el futuro.

Y entre ellas, con ellas, alrededor de ellas y por encima de ellas, un mundo de intrigas estelares, de corrupción, de amores y odios, encarnado en Carbunclo, la ciudad-concha que para unos es una joya y para otros es una pústula, el dominio particular de la Reina de la Nieve.

ANTICIPO:
Aquí en Tiamat, donde hay más agua que tierra, el borde entre océano y cielo es impreciso; los dos se mezclan en uno. El agua es atraída hacia arriba del resplandeciente espejo del mar y cae de nuevo en irritados chubascos. Las nubes cruzan como emociones por delante de los feroces rostros rojos de los Gemelos, y se estremecen, y se deshacen en arcos iris: docenas de arcos iris cada día, hasta que la gente deja de sorprenderse por ellos. Hasta que nadie se detiene para mirar, hasta que nadie alza la vista…

—Es una vergüenza—dijo de pronto Luna, aferrando fuertemente el remo que hacía de timón.

—¿Qué? —Destellos se agachó mientras la chasqueante vela se hinchaba y la botavara giraba por encima de su cabeza. La batanga se sumergió como un pez volador—. La vergüenza es que no prestes atención. ¿Qué es lo que quieres, que nos hundamos?

Luna frunció el ceño, roto su instante de meditación.

—Oh, ahógate.

—Ya estoy medio ahogado; ése es el problema.—Hizo una mueca al agua que chapoteaba en torno a los tobillos de sus botas altas impermeables de piel de klee y agarró de nuevo el achicador. El último chaparrón había ahogado de todos modos su buen talante, pensó ella, junto con los empapados cestos de provisiones. O quizá sólo fuera el cansancio. Llevaban en el mar en aquel viaje hacía casi un mes, arrastrándose de isla en isla a lo largo de la cadena Barlovento. Y durante el último día habían estado más allá de las Barlovento, más allá de los mapas que conocían, avanzando a través de la gran extensión de océano abierto hacia tres islas que se mantenían aisladas, un refugio de la Madre Mar. Su bote era pequeño para llegar hasta tan lejos, y sólo disponían de las estrellas y de un burdo mapa de corrientes hecho con varillas entrecruzadas para orientarse. Pero eran tan hijos del Mar como hijos de las madres que los habían parido; y puesto que se hallaban en una búsqueda sagrada, Luna sabia que Ella iba a ser tolerante.

Observó a Destellos mientras la oscilante cabeza del muchacho parecía incendiarse cuando la girándula binaria del doble sol de Tiamat surgió de entre las nubes, derramando rojas llamas sobre su pelo y su rala y bisoña barba y arrojando la sombra de imprecisos bordes de su delgado y musculoso cuerpo contra el fondo del bote. Suspiró, incapaz de mantener su irritación al mirarle, y tendió tiernamente un dedo hacia un rojo y resplandeciente mechón.

—Arcos iris… Hablaba de arcos iris. Nadie los aprecia. ¿Qué ocurriría si nunca volviera a haber ningún otro arco iris? —Echó hacia atrás la capucha de su moteado impermeable de tela encerada y aflojó el lazo que la sujetaba a su garganta. Unas trenzas tan blancas como la nata se derramaron sobre su espalda. Sus ojos eran del color de la ágata musgosa y de la bruma. Alzó la vista por encima de la vela cangreja, frunciendo los ojos mientras buscaba por entre las amontonadas nubes en busca de las arqueadas franjas de fracturada luz, casi invisibles aquí, brillando intensamente allí hasta que sus estandartes se doblaban y triplicaban.

Destellos echó otra concha llena de agua por la borda, devolviéndola a su hogar, antes de alzar la cabeza para seguir la mirada de ella. Aun sin su bronceado de sol, su piel era oscura para un isleño. Pero cejas y pestañas eran tan pálidas como las de ella cuando se fruncieron contra el resplandor, sobre unos ojos que cambiaban de color como el mar.

—Oh, vamos. Siempre habrá arcos iris, muchacha. Mientras existan los Gemelos y la lluvia. Es un simple caso de difracción; te mostré…

Ella le odiaba cuando hablaba tec…, odiaba la irreflexiva arrogancia que asomaba a su voz.

—Ya lo sé. No soy estúpida. —Tiró secamente del cobrizo mechón.

—¡Ay!

—Pero sigo prefiriendo cuando Abuela nos cuenta que fue la promesa de plenitud de la Señora, en vez de oír toda la historia convertirse en algo sin sentido. Y así tendrías que hacer tú también. ¿Por qué no lo haces, mi niño de las estrellas? ¡Admítelo!

—¡No!—Apartó la mano de ella de un golpe; la furia bañaba su rostro—. ¡No te burles de esto, maldita sea!—Se volvió de espaldas a ella, arrojando furiosamente agua. Luna imaginó sus nudillos poniéndose blancos sobre las corroídas cruces encerradas en un círculo: el símbolo que su padre espaciano había dado a su madre en el último Festival—. ¡Madre de Todos Nosotros!

Eso era lo que se interponía entre ellos como la hoja de un cuchillo…, su consciencia de que él poseía una herencia que no compartía con ella, ni con nadie que conocieran. Ambos eran estivales, y su gente raras veces tenía contactos con los invernales, que amaban la tecnología y se unían con los espacianos…, excepto en los Festivales, cuando los que buscaban aventuras y alegría acudían desde todas partes de aquel mundo a Carbunclo; cuando se cubrían los rostros con máscaras y echaban a un lado sus diferencias, para celebrar la cíclica visita del Primer Ministro y una tradición que era mucho más antigua aún que eso.

Sus dos madres, que eran hermanas, habían acudido al último Festival a Carbunclo, y habían regresado a Neith llevando consigo, como su madre le había contado. “la memoria viva de una noche mágica”. Ella y Destellos habían nacido el mismo día; la madre de él había muerto al dar a luz. Su abuela los había criado a los dos mientras la madre de Luna estaba en el mar con la flota de pesca. Habían crecido juntos…, como gemelos, pensaba a menudo ella: unos gemelos extraños y espurios que crecían bajo la vagamente inquieta mirada de los impasibles isleños provincianos. Pero siempre había habido una parte de Destellos que había permanecido cerrada para ella, que no podía compartir: la parte de él que oía el susurro de las estrellas. Negociaba subrepticiamente con los traficantes de paso para conseguir chucherías mecánicas de otros mundos, se pasaba días desmontándolas y volviendo a montarlas, para arrojarlas finalmente al mar en un acceso de irritación consigo mismo, junto con efigies propiciatorias hechas de hojas.

Luna mantenía los secretos tecnológicos de Destellos ocultos de Abuela y del mundo, agradecida de que al menos los compartiera con ella, pero alimentando a la vez un secreto resentimiento. Por todo lo que sabía, su propio padre podía haber sido un invernal o incluso un espaciano, pero ella se contentaba con construirse un futuro que encajara bajo su propio cielo. A causa de ello le resultaba difícil ser paciente con Destellos, que no se conformaba, que se hallaba atrapado en el inmenso espacio entre la herencia en la que vivía y la que veía a la luz de las estrellas.

—Oh, Destellos.—Se inclinó hacia delante, apoyó una fría mano en su hombro, y masajeó los anudados músculos a través del espesor de la tela encerada—. No me estoy burlando. No pretendía hacerlo; lo siento.—Pensando: Preferiría no tener padre que vivir con una sombra toda mi vida—. No te entristezcas. ¡Mira ahí!—Centelleos azules danzaban sobre el océano más allá de los destellos rojos que brillaban en el pelo de él. Una pequeña bandada de peces voladores apareció sobre las olas y flotó por encima de las agitaciones de Madre Mar, y ahora vio claramente la isla, a sotavento, la mayor de las tres. Un serpentino encaje señalaba el distante encuentro de mar y orilla—. ¡El lugar de elección! ¡Y mira, mers! —Envió un beso, en maravillada reverencia.

Unos largos, sinuosos y moteados cuellos rompían la superficie del agua delante y alrededor de ellos; ojos color ébano los estudiaron con inescrutable conocimiento. Los mers eran los hijos del Mar, y la suerte para un marino. Su presencia sólo podía significar que la Señora estaba sonriendo.

Destellos la miró, sonriendo repentinamente también, y sujetó su mano.

—Nos conducen hasta allí… Ella sabe por qué hemos venido. Y hemos venido realmente, vamos a ser elegidos al fin. —Extrajo la espiralada flauta de concha del bolsillo de su cadera y desgranó un alegre entrelazado de notas. Las cabezas de los mers empezaron a agitarse al compás de la música, y sus propios silbidos y cantos, casi sobrenaturales, se le unieron en contrapunto. Las viejas historias decían que se lamentaban de una terrible pérdida y de un terrible error; pero no había dos historias que coincidieran respecto a cuáles habían sido esa pérdida y ese error.

Luna escuchó su música, sin hallarla en absoluto triste. De pronto sintió que tenía la garganta demasiado oprimida para cantar: vio en su mente otra orilla, hacía media vida, donde dos niños habían recogido un sueño tendido como una rara y enroscada concha en la arena a los pies de una desconocida. Siguió su memoria hacia atrás a través del tiempo…

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