Roma victoriosa

Javier Negrete vuelve a adentrarse en la divulgación del mundo clásico para narrar, con su maestría habitual, cómo Roma pasó de ser una más entre las pequeñas ciudades de una comarca del centro de Italia a dominar todo el Mediterráneo y convertirse en un imperio cuyo recuerdo todavía sigue marcando nuestra cultura, nuestra política y nuestros ideales. En Roma victoriosa nos dará a conocer el origen de la ciudad y la historia de los siete reyes, la caída de la monarquía y los primeros siglos de la República. Asistiremos a las vicisitudes de los primeros tiempos, cuando no sólo no estaba claro si Roma llegaría a ser grande, sino incluso si sobreviviría como ciudad. Después veremos a los romannos enfrentarse con el gran general Pirro, empezar su larga historia de conflictos con los galos y mantener dos guerras largas y terriblemente cruentas con Cartago. Mientras tanto comprobaremos cómo las legiones se fueron convirtiendo en la máquina militar que admiró y aterrorizó al mundo, apoyadas por los ingenieros que construían calzadas, túneles, acueductos y máquinas de guerra. Para terminar, la conquista de Grecia no supondrá un final sino un nuevo comienzo…

ANTICIPO:

Tarquinio Prisco murió asesinado en el 578, después de go­bernar durante treinta y siete años. Como estamos comprobando, los reinados de estos monarcas fueron muy largos: entre los siete reyes cubren dos siglos y medio.
Si comparamos con los primeros doscientos cincuenta años del imperio romano, comprobamos que en ese periodo goberna­ron dieciséis emperadores, sin contar con los numerosos usurpadores. ¿Por qué duraban tanto los reyes, treinta y cinco años de promedio contra los quince de los cesares? Muchos de éstos mo­rían asesinados, pero lo mismo ocurrió con varios reyes, así que la respuesta no puede ser que existía más estabilidad política.
Lo más probable es que las fechas sean erróneas. Para empe­zar, Rómulo es un personaje legendario. Salta a la vista por su nacimiento, por su nombre —«niño de Roma»— y por el relato de su ascensión a los cielos. Los demás soberanos probablemente son históricos, pero resulta difícil aceptar reinados tan largos. To­do se arreglaría comprimiéndolos y acercándolos en el tiempo, de modo que la monarquía en su conjunto habría durado un siglo menos. En cualquier caso, mientras no haya acuerdo entre los estudiosos para corregir la datación, seguiré ofreciendo a los lec­tores las tradicionales.
A Tarquinio Prisco lo sucedió su yerno Servio Tulio. La pos­teridad contó muchos prodigios de él. Por ejemplo, se decía que su madre Ocrisia, esclava de la reina Tanaquil, lo había concebi­do con un dios, del que algunos aseguraban que era Vulcano. La historia es bastante escabrosa. Según Plutarco, cuando la joven iba a depositar unas ofrendas en el fuego, surgió de las llamas un falo volador. Sobre el resto correremos un tupido velo, pero el caso es que según la leyenda así nació Servio Tulio, cuyo primer nom­bre implicaría que era hijo de una serva, una esclava.
Otro portento que señaló el grandioso futuro de Servio Tu­lio se presentó cuando dormía, en forma de corona luminosa que rodeaba su cabeza, algo que los testigos interpretaron como indi­cio de favor divino.
Prescindiendo de adornos mitológicos, a Servio Tulio se le atribuyen muchas reformas, probablemente más de las que llegó a realizar. Por ejemplo, se afirmaba que fue el primero en decre­tar un census.
El censo era un registro oficial de los habitantes de Roma. Al principio se encargaban de él los reyes, después los cónsules y des­
de el año 443 unos magistrados creados para este fin y denomina­dos censores. Cada ciudadano se apuntaba con su nombre com­pleto y el de su padre, su edad, su oficio, su patrimonio y su domicilio. Sólo se inscribía a los varones libres y adultos. Por eso, cuando se utiliza el censo para calcular la población de Roma en un momento determinado hay que hacer ciertas extrapolaciones.
Por ejemplo, tomemos el censo del año 234 a.C., que, según Tito Livio, dio como resultado doscientos setenta mil setecientos trece ciudadanos varones. (No hablamos sólo de la ciudad de Ro­ma, sino de sus territorios). Lo lógico es que contemos otras tan­tas mujeres, lo que eleva la cifra a quinientos cuarenta mil. Pero ¿cuántos niños? ¿Y esclavos? La cifra total de habitantes del terri­torio romano podría ascender a setecientos cincuenta mil o in­cluso a un millón según las proporciones que aceptemos.
¿Por qué no inscribían a todo el mundo? El censo romano no pretendía ser un estudio demográfico. Su función era clasificar a las personas para que pagaran impuestos, sirvieran en el ejército y votaran. Basándose en la información que daba cada uno, los censores inscribían a los ciudadanos en tribus por su domicilio, y en centurias por su edad y su patrimonio. Cuando hablemos de los comida tributa y los comida centuriata veremos cómo se aplicaba esta división a la política cotidiana.
Una vez terminado el proceso, se celebraba un sacrificio de pu­rificación, el lustrum. Como el censo se registraba cada cinco años, llamamos «lustro» a un periodo de cinco años —pero la raíz original significa «limpiar», como en la expresión «dar lustre».
La reforma de Servio Tulio permitió aumentar el número de ciu­dadanos disponibles para el ejército. Se cree que también duran­te su reinado los romanos adoptaron la táctica hoplítica. Ésta se había extendido en el mundo griego desde principios del siglo vn y había llegado a las ciudades etruscas hacia el año 650.
Hasta entonces, los romanos habían peleado como los héroes de la litada, enfrentándose en duelos individuales para despojar al enemigo y acompañados por bandas de partidarios armados. Era un tipo de lucha muy desorganizado, en el que primaban la fuer­za y la habilidad individuales.
En cambio, en la táctica hoplítica los guerreros formaban en filas ordenadas y compactas. Estaban protegidos con escudos, yel­mos y corazas, y a veces también con grebas. Su armamento ofen­sivo consistía en una lanza y, como recurso secundario, una es­pada o puñal.
Los hoplitas combatían sin salir de la fila, cubriéndose unos a otros con los escudos. Era una forma de combatir que no exigía demasiado adiestramiento individual, aunque sí valor y disciplina. Servía para estrechar los lazos entre los ciudadanos, ya que éstos dependían unos de otros en el combate. Si alguien arrojaba el es­cudo y huía o, por el contrario, se adelantaba de la fila para aba­lanzarse sobre el enemigo llevado por el ardor del combate, podía poner en peligro a todos los demás.
En la época de los reyes, el ejército romano constaba de una sola legión. En realidad, la palabra legio, derivada de una raíz que significa «escoger» —por lo que querría decir «selección»— se aplicaba al ejército en su conjunto.
A finales de la época monárquica, Roma tenía unos treinta y cinco mil habitantes, y podía movilizar hasta seis mil soldados de infantería pesada. Puede no parecer una cifra espectacular, pero para los estándares de la Antigüedad era más que considerable. De todos modos, con el tiempo, Roma multiplicaría sus efectivos militares merced a las conquistas y al crecimiento de la propia ciudad. Eso la convirtió en una potencia con una capacidad de movilizar ejércitos que ningún enemigo conseguiría superar. Pe­ro no adelantemos acontecimientos.
Sin salimos de lo militar, también se atribuía a Servio Tulio la construcción de una gran muralla. El llamado muro Serviano
tenía once kilómetros de perímetro, más de ocho metros de al­tura y cuatro de espesor. Estaba construido en toba volcánica ex­traída de la llamada Grotta Oscura, una cantera situada junto a la ciudad de Veyes. Eso demuestra que la construcción de esta mu­ralla es posterior a Servio Tulio: Veyes no cayó en poder de los romanos hasta el año 396.
En realidad, el muro debió construirse hacia el 378, después de que la ciudad fuera asaltada por los galos. De haber existido antes, los saqueadores no habrían podido entrar. Seguramente la Roma de los reyes tenía empalizadas y terraplenes defensivos, pe­ro no un perímetro amurallado completo.
En el año 534, Servio Tulio fue asesinado. Sus reformas estaban enojando a los patricios, que empezaban a nacer por aquel entonces como clase de poder. En cualquier caso, el hombre que instigó el crimen sería todavía más pequdicial para los intereses de los patricios. Se trataba de Tarquinio el Soberbio. Con ese apodo, ya podemos imaginar que no fue demasiado querido por la posteridad.
Según algunos historiadores romanos era hijo de Tarquinio Prisco. Sin embargo, éste había muerto en el año 579, cuarenta y cinco años antes de que su hijo se convirtiera en rey. Se anto­ja demasiada diferencia, así que o modificamos las fechas, como ya comenté antes, o aceptamos otras versiones que aseguran que se trataba de su nieto.
Durante el reinado de Tarquinio, se presentó ante él una si­bila o profetisa que le ofreció nueve libros escritos en hojas de palma. Contenían oráculos e instrucciones que podrían servirle para aplacar la ira de los dioses cada vez que una desgracia cayera sobre la ciudad. Pero el precio que pidió la sibila era tan exorbi­tante que Tarquinio se negó a pagar.
Entonces la mujer hizo algo sorprendente. No sólo no bajó el precio, sino que quemó tres de los nueve libros y pidió la misma cantidad por los seis restantes. A Tarquinio le seguía parecien­do muy caro, y volvió a rechazar la oferta. La sibila destruyó otros tres y mantuvo el precio.
Al parecer, sólo entonces se dio cuenta Tarquinio de que aquellos libros debían de ser muy valiosos. Si en verdad la sibila veía el futuro, debía haber atisbado en él las leyes de la oferta y la demanda postuladas por Adam Smith o David Ricardo: al re­ducir la oferta de libros, aumentó la demanda de Tarquinio. ¡Una manipulación psicológica genial!
El rey pagó por los tres libros que quedaban e hizo que los guardaran en un arcón de piedra, en el sótano del templo de Jú­piter Capitolino. Y, efectivamente, cada vez que Roma se vio en apuros, los magistrados encargados de su custodia, que empezaron siendo dos y llegaron a quince, los consultaban para saber qué se debía hacer.
A veces, la respuesta que ofrecían los libros era que la ciudad necesitaba introducir un nuevo culto a un dios extranjero, como pasó con Cibeles durante la Segunda Guerra Púnica. En otras ocasiones, la medida que se debía tomar era mucho más drástica: en esa misma guerra, en el año 216, los romanos enterraron vivos a dos galos y dos griegos de ambos sexos en el Foro. Pero, en general, lo que descubrían en los libros sibilinos era que habían descuidado alguna tradición, y trataban de restaurarla para devol­ver el equilibrio en las relaciones entre hombres y dioses.
Apenas empezó a reinar, Tarquinio dio las primeras muestras de su talante despótico. Tras ejecutar a varios senadores por apoyar al asesinado Servio Tulio, se negó a cubrir sus vacantes. La im­presión que da es que gobernó como un auténtico tirano.
Pero debemos entender la palabra «tirano» en su acepción griega. Los tiranos eran autócratas que, aunque solían proceder de las filas de la aristocracia, se apoyaban en las clases medias y hu­
mildes para subir al poder y después las favorecían con sus medi­das. Lógicamente, no eran muy queridos entre los nobles, que trataban de derrocarlos.
En Atenas ocurrió algo similar por estas mismas fechas. En el año 510, el tirano Hipias fue desterrado por una revuelta que en su origen era aristocrática. Sin embargo, los acontecimientos to­maron un rumbo imprevisto cuando un noble, Clístenes, no só­lo se alió con las clases más humildes como habían hecho los ti­ranos originarios, sino que directamente les entregó el poder con una serie de reformas de las que nació la célebre democracia ate­niense.
Aunque en Roma se produjo una revuelta parecida, a la lar­ga el desenlace fue muy diferente. Los hechos son tan dramáticos que Shakespeare se basó en ellos para su tragedia La violación de Lucrecia. De nuevo, es difícil saber dónde acaba la historia y dón­de empieza la leyenda.
El ejército de Tarquinio estaba asediando la ciudad de Ardea. Sexto Tarquinio, hijo del rey, empezó a discutir con su>*primo Colatino cuál de los dos tenía la mujer más virtuosa. Para com­probarlo por sí mismos, decidieron montar a caballo y visitarlas sin avisar y de incógnito. Primero fueron a Roma y encontraron a la mujer de Sexto en un banquete.
Después, los dos primos acudieron a la villa de Colacia, don­de vieron a Lucrecia, la mujer de Colatino, tejiendo con sus es­clavas. Desde el punto de vista romano, saltaba a la vista que la más virtuosa era Lucrecia.
Para desgracia de la joven, Sexto se encaprichó de ella. Días después, el hijo del rey volvió a Colacia, donde Lucrecia lo aco­gió como huésped. Sexto le confesó su pasión y al mismo tiempo la amenazó con una espada. Ni siquiera así pudo conseguir que la esposa de su primo cediera, de modo que llevó la amenaza un paso más lejos. Si no se acostaba con él, le dijo, después de de­gollarla asesinaría también a un esclavo y lo tumbaría desnudo junto a ella en la cama para alegar que los había matado al sor­prenderlos en adulterio. Lucrecia, ya muerta, no podría defender su honor y su memoria quedaría mancillada.
De ese modo consiguió que Lucrecia se rindiera. Pero des­pués la joven hizo venir a su padre y a su esposo, que acudieron acompañados por su amigo Lucio Junio Bruto. Les contó lo su­cedido y añadió: «Sólo mi cuerpo ha sido violado. Mi alma sigue pura, y mi muerte lo testificará». Tras pedirles que la vengaran, sacó un puñal que llevaba escondido y se mató.
Con su muerte, Lucrecia se convirtió en el modelo de ma­trona romana: trabajadora, encerrada en casa y heroica a la hora de defender su castidad. Bruto juró sobre su cadáver que no ce­jaría hasta expulsar a toda la familia de Tarquinio el Soberbio, y que se aseguraría de que nadie volviera a reinar en Roma.
Después de esto, Bruto se dirigió a Roma y contó a sus ha­bitantes lo sucedido. Los romanos se indignaron tanto que, cuan­do Tarquinio llegó con sus hijos, se encontraron con las puertas de la ciudad cerradas. Aunque lo intentó varias veces, Tarquinio no volvería a entrar en Roma.
Según la tradición, el pueblo juró que jamás se dejaría a de­jarse gobernar por un rey. Ese fue el origen de la República.

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