Roosevelt y Franco. De la guerra civil española a Pearl Harbor

Pocos problemas diplomáticos tuvo la Administración Roosevelt tan cruciales e incómodos como las relaciones diplomáticas con España. Al estallar la guerra civil española, el presidente estadounidense intentó nadar entre dos aguas mientras en las calles de su país se sucedían las manifestaciones a favor del gobierno de la República y de las acciones de ayuda al pueblo español (a las que tenía que añadir la presión de su propia esposa). El acercamiento cada vez más evidente de la España de Franco a las potencias del Eje obligó a Roosevelt a hacer auténticos malabarismos con la mano izquierda y no siempre a cara descubierta. Por su parte, el Ejecutivo español se debatió durante años entre la apremiante necesidad de las ayudas económicas americanas y las voces que clamaban por un acercamiento aún más explícito a Hitler y Mussolini.

ANTICIPO:
Roosevelt y Estados Unidos ante el estallido de la Guerra Civil española

¿Qué había pasado? ¿Por qué no habían adoptado los Estados Unidos de América desde el principio de la Guerra Civil española una política que hubiera permitido a la República Española proveerse de armas norteamericanas para defenderse del golpe de Estado militar? Y ¿qué factores habían condicionado, dentro y fuera de Estados Unidos y de su Administración, la adopción de una política de embargo que había resultado lesiva para la supervivencia de esa República? A la hora de buscar explicaciones debemos partir del hecho de que las simpatías del presidente Roosevelt por el bando loyalist fueron también compatibles durante buena parte de la guerra de España con su aceptación —más o menos convencida— de la política de embargo de la venta de armas estadounidenses a ambos contendientes diseñada, dentro de su Administración, por el Departamento de Estado. Ello confirma la apreciación que hizo años más tarde la esposa del presidente, Eleanor Roosevelt, respecto a algunas de las actitudes políticas de su marido, al decir que «Franklin a menudo se abstenía de apoyar causas en las que creía debido a realidades políticas»." No obstante, y como acabamos de ver, en la medida en que Roosevelt tendió a adoptar una postura cada vez más firme y decidida frente a la amenaza que para la paz europea y mundial planteaban las potencias fascistas de Alemania e Italia, y en la medida también en que fue evolucionando la Guerra Civil española en sentido contrario al bando loyalist, él mismo se cuestionó seriamente la conveniencia del embargo y, en concreto, el perjuicio que estaba ocasionando a la República Española en su lucha contra los insurgentes. Pero al decidirse a actuar a favor de los loyalists, o bien ya no pudo o ya no quiso con la misma fuerza cambiar dicha política. Sin embargo, nunca dudaría acerca de qué parte de su Administración había diseñado tal política ni de dónde habían provenido los —continuos— esfuerzos para su mantenimiento: del Departamento de Estado. Y cuando la guerra de España se aproximaba a su fin y la victoria franquista era segura, respondió Roosevelt a un periodista que le preguntaba sobre «la sensatez de mantener el embargo» con un tajante «eso se lo tendrá que preguntar al Departamento de Estado». Al tiempo, en una reunión de su gabinete admitió por primera vez que el embargo había sido un error, ya que «contravenía viejos principios americanos e invalidaba la ley internacional establecida».

La primera reacción de la Administración Roosevelt ante el estallido de la Guerra Civil española había sido la de abstenerse de realizar cualquier intervención en favor de ninguno de los contendientes. Hay que decir que no todas las democracias occidentales habían actuado de la misma manera. Ése había sido el caso de Francia, por ejemplo, que había mostrado una disposición favorable a la República Española, si bien tan sólo durante un breve período de tiempo. La originaria disposición de León Blum, presidente socialista del gobierno del Frente Popular francés, a responder positivamente a las demandas de venta de armas de una República Española gobernada igualmente por un gobierno de coalición de los denominados de Frente Popular, había encontrado inmediatamente la oposición de sectores de su propio Gobierno, de las derechas, de la opinión católica y de sectores influyentes de la Administración, civil y militar; y acabó frustrándose al sumarse a tales presiones las reticencias del gobierno conservador británico de Stanley Baldwín a que se prestase cualquier tipo de ayuda a una República motejada el 26 de julio de 1936 como… «¡Los rusos!»;44 es decir, a un bando presunta mente seguidor de los dictados soviéticos, según un posiciona miento británico que se había dado a conocer a Blum en el curso de una visita a Londres el 24 de julio.

Para comprender las reticencias del gabinete conservador británico a prestar su ayuda a un Estado democrático formal mente amigo como era la República Española hay que partir del hecho de que, ya desde la caída de la monarquía y del estable cimiento del nuevo régimen el 14 de abril de 1931, los conservadores británicos habían venido considerándolo como peligrosamente izquierdista. Y ello sobre todo debido a la política económica nacionalista que adoptó la joven República desde sus inicios, una política que aplicó durante el bienio de gobiernos de centro—izquierda de 1931—1933, que suavizó durante el bienio centro—derechista de 1933—1936 y que retomó al llegar al poder una nueva versión del centro—izquierda en febrero de ese último año, el Frente Popular. De hecho, la amenaza que tal política suponía para los intereses económicos del Reino Unido fue magnificada políticamente por los conservadores británicos: se tendió a considerar en Londres que la República Española era una especie de régimen de Kerensky que, como en el caso ruso, estaba destinada a ser la antesala del acceso del bolchevismo al poder. Tales temores se acrecentaron con la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y con los desórdenes que se vivieron en España durante la primavera las primeras semanas del verano de aquel año. Debido a ello, el golpe militar de los días 17—19 de julio de 1936 fue percibido por el gabinete británico como una reacción necesaria ante el desorden imperante y ante los problemas por los que estaban pasando los intereses británicos, simbolizados en los conflictos laborales de las minas de Río Tinto. Y cuando, tras el fracaso del golpe militar, se inició un estallido revolucionario en el territorio controlado por el Gobierno republicano, un estallido en mayor medida anarquista y socialista radical que comunista, fue considerado por el gabinete británico como la confirmación de sus temores de bolchevización. En función de lo expuesto no deberá sorprendernos que las simpatías de la mayoría de dicho gabinete estuvieran a lo largo de toda la guerra española del lado de los militares y de Franco. De aquellos que, a sus ojos, aparecían como garantes de la ley, el orden y la propiedad privada ante la amenaza comunista. La destrucción de la democracia española que podía conllevar el triunfo franquista era vista como un —relativamente incómodo— mal menor ante la magnitud del desastre que un triunfo rojo habría supuesto para los intereses británicos.

Pero la política británica respecto de la Guerra Civil española debe además inscribirse dentro de la general de appeasement, de contemporización que venía aplicando el Reino Unido hacia Alemania en el continente e Italia en el Mediterráneo. De hecho, de los objetivos que se había fijado Gran Bretaña al estallar la guerra de España, a saber, el confinamiento del conflicto dentro de las fronteras españolas, el mantenimiento de la integridad territorial del país, y conseguir que España no fuera en el futuro hostil al Reino Unido (o al menos, que permaneciese neutral en caso de una nueva guerra), este último y más importante no había quedado en absoluto asegurado al finalizar la conflagración el 1 de abril de 1939.48 Todo lo contrario, pues a finales del mes de marzo anterior España se había adherido al Pacto Anti—Komintern. Y también, aunque en este caso secretamente, había suscrito con Alemania un tratado de amistad similar al ya existente con Italia desde noviembre de 1936. Acuerdos a los que se había añadido el 17 de marzo de 1939 otro de amistad con Portugal (que tenía, entre otros objetivos, el de cerrar la puerta a un posible ataque británico a través del país vecino).

Por su parte, el Gobierno de la República Española, ante las sorprendentes —desde el punto de vista del Derecho Internacional— negativas de los gobiernos de Francia y de Gran Bretaña a prestarle la ayuda en pertrechos y armas que necesitaba (más sorprendente si cabe en el caso de un gobierno considerado amigo por la República Española como era el del Frente Popular francés), se dirigió al de Estados Unidos en busca de los ansiados suministros bélicos. Infructuosamente, como comprobaría enseguida.

En el Departamento de Estado y desde el momento de la implantación de la Segunda República en España se venían compartiendo los temores británicos a su bolchevización. Una vez estallada la Guerra Civil, el Departamento contempló con horror la posibilidad de una victoria loyalist, así como las que consideraba serían sus más que probables consecuencias directas: la expansión del comunismo por Europa y el estallido de una nueva guerra continental que una internacionalización de la guerra española podía conllevar. Más inmediata, concreta y egoístamente, se temía por la suerte de los intereses norteamericanos en España, representados por empresas como la Intemational Telephone & Telegraph (ITT) y los grandes fabricantes de automóviles que habían instalado unas plantas de fabricación o ensamblaje en el país que ahora estaban siendo incautadas por los loyalists. Por todo ello, y previendo —acertadamente— la inmediata llegada a Esta dos Unidos de las peticiones de compra de armas por parte de la República, el secretario de Estado, Hull, y su más próximo colaborador en esos días, el subsecretario William Phillips (que en el siguiente otoño sería enviado como embajador en Italia y sustituido por Welles), decidieron impedir dicha venta por la vía de instar a un «embargo moral». Tan sólo «moral», porque la venta de armas a un país en guerra civil era perfectamente legal en Esta dos Unidos, de acuerdo con la legislación por entonces vigente, la Ley de Neutralidad de 31 de agosto de 1935.5´ Tal ley, aprobada rápidamente a raíz de la invasión italiana de Etiopía y ante .el temor de que derivase en una nueva guerra mundial, había instituido la ilegalidad de la venta de armas por estadounidenses —lo que suponía un cambio radical en la política tradicionalmente seguida hasta entonces— en cuanto el presidente proclamara oficialmente la existencia de la guerra en cuestión. En febrero de 1936 se había añadido la prohibición de conceder créditos a los beligerantes, y en mayo de 1937 se añadiría la prohibición de viajar en buques de países beligerantes y, sobre todo, de que bar cos estadounidenses transportasen armas para los contendientes. Pero la ley no contemplaba su aplicación a las guerras civiles.

La toma de posición del Departamento de Estado sobre la Guerra Civil española no respondió a un posicionamiento unánime, internamente hablando, pero Hull y Phillips convencieron al presidente de la bondad de la abstención total en la guerra de España a través del mencionado moral embargo, que acabó efectivamente proclamando Roosevelt el 11 de agosto de 1936." Por todo ello, podemos apreciar que las primeras y fundamentales decisiones de la Administración estadounidense con respecto a la Guerra Civil española emanaron en mucha mayor medida del Departamento de Estado que de un presidente por entonces volcado en la preparación de las elecciones del mes de noviembre de 1936.

Por su parte, los británicos, al recibir las demandas de compra de armas de la República, encontraron la solución a una negativa —diplomáticamente difícil de justificar—, mediante el apoyo a la iniciativa francesa, en concreto del presidente León Blum, de propiciar un acuerdo internacional de No Intervención en el conflicto español. En realidad, la iniciativa de Blum escondía su voluntad de ayudar indirectamente a una República Española a la que no podía prestar ayuda directa. Es decir, que al resultarle políticamente imposible enviar armas, trataba con su iniciativa de impedir que ningún país ayudase a los contendientes para así lograr que la guerra terminase con una victoria de la República (dada la superioridad material, económica y de medios humanos de que disponía). Sí bien estas últimas esperanzas suyas no se cumplirían, la propuesta de Blum sí tuvo éxito y se concretó el 9 de septiembre de 1936 en la creación de un Comité Internacional para la Aplicación del Acuerdo de No Intervención en España, con sede en Londres. A pesar de su carácter internacional, dicho Comité no dependía de la Liga de Naciones, de una liga aún traumatizada por el conflicto de Etiopía y que se había cuestionado su implicación en el conflicto español al iniciarse éste, para acabar considerándolo un tema interno, archivándolo y aplaudiendo la creación del mencionado Comité. En concreto, el acuerdo de No Intervención incluía la abstención de toda injerencia por parte de los 26 países adheridos por la vía de prohibir la exportación o reexportación de armas a cualquiera de los dos bandos españoles beligerantes. Su objetivo primordial era impedir que la guerra de España se expandiera por el resto del continente. Con su firma, Gran Bretaña consiguió confinar la guerra de España dentro de sus fronteras «a la par que dotaba de credibilidad política a lo que había sido desde el principio su política tácita unilateral: una neutralidad malévola hacia la República, y, por ende, benévola hacia la insurrección militar».

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