← Milagros de Vida Astur → Secretos familiares octubre 18, 2008 Sin opiniones Candace Camp Género : Romántica Lady Irene Wyngate juró que nunca se casaría, y había mantenido a los pretendientes a raya con su afilada lengua. Sin embargo, se topó un hombre al que no pudo asustar: Gideon, el heredero del conde de Radbourne. De niño, Gideon fue secuestrado, y se crió en las duras calles de Londres. Y, aunque finalmente volvió con su familia, se sentía más cómodo en los antros de juego que en los majestuosos salones de baile de la alta sociedad. A Irene no le atraía Gideon, o eso le decía a la casamentera Francesca Haughston cuando la dama le pidió ayuda para que lo volviera civilizado, de modo que pudiera encontrarle una prometida. Después de todo, él era un verdadero pícaro con un pasado dudoso; aunque Irene debía admitir que era un pícaro muy guapo. Sin embargo, a medida que ella comenzaba a caer en las redes del amor, salieron a la luz antiguos secretos familiares que tendrían consecuencias abrumadoras para los reacios amantes. ANTICIPO: A unas cuantas manzanas, sin saber que era el tema de conversación de lady Wyngate y sus amigas, Francesca Haughston estaba sentada en la sala de estar de su casa, su estancia favorita. Era más pequeña e íntima que el salón, y estaba pintada de un alegre color amarillo que atrapaba todos los rayos de sol que entraban por las ventanas, orientadas al oeste. Era un lugar agradable. Estaba amueblada con piezas que, aunque un poco gastadas, era cómodas y muy queridas para ella. Era la habitación que más usaba Francesca, sobre todo en el otoño y el invierno, porque era más cálida que las demás estancias, y resultaba más barato mantener el fuego encendido allí que en el salón grande. En realidad, el fuego no tenía importancia en aquel momento, porque estaban en agosto, pero de todos modos era su sala preferida. Como la temporada social había terminado y la mayor parte de los miembros de su círculo habían vuelto a sus fincas del campo, Francesca tenía pocas visitas; sólo sus mejores amigos y amigas. En aquel momento, estaba sentada ante un pequeño escritorio, junto a la ventana, con el libro de cuentas abierto frente a sí. Su problema era, como siempre, el dinero. Más bien, la falta de dinero. Su difunto marido había sido un derrochador y un inversor poco inteligente, y cuando murió, la dejó sólo con su guardarropa y sus joyas. El patrimonio, por supuesto, estaba vinculado al título nobiliario, y había pasado a manos del primo de lord Haughston. Así pues, ella ya no tenía residencia, salvo en Londres. Aquella casa la había comprado Andrew y también se la había dejado en herencia a Francesca. Ella había cerrado gran parte de las habitaciones para economizar, y con tristeza, había tenido que dejar marchar a gran parte de los sirvientes; sólo tenía algunos de mucha confianza. También había reducido drásticamente sus gastos. Pese a todo, Francesca apenas conseguía arreglárselas para sobrevivir. La forma más fácil por la que podría volver a ser rica, el matrimonio, no entraba en sus planes. Tendría que verse en una situación mucho más acuciante para recorrer aquel camino nuevamente. Oyó que alguien llamaba a la puerta y volvió a la cabeza. Su doncella, Maisie, estaba allí con una expresión dubitativa. Francesca sonrió y le indicó que pasara. Milady, no quisiera molestarla, pero el carnicero ha venido otra vez, y es muy insistente. La cocinera dice que se niega a venderle más carne hasta que pague la cuenta. Si, claro respondió Francesca. Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una moneda de oro. Se la tendió a Maisie y dijo Supongo que esto será suficiente para con tentarlo. Maisie tomó la moneda, pero siguió allí, mirando con preocupación a su señora. Podría llevar algo a vender, si quiere. Quizá esa pulsera… Durante los años que habían transcurrido desde la muerte de su marido, para sobrevivir. Francesca había vendido la mayor parte de sus joyas y otros artículos de valor Maisie los había llevado a empeñar. Su doncella era la persona en quien más confiaba en el mundo. Maisie sólo tenía unos años más que Francesca, y había estado con Francesca desde que se había casado con lord Haughston. Maisie la había acompañado en todas las situaciones las buenas y las malas. Era Maisie la única que nunca le había sugerido que resolviera su difícil situación económica aceptando la proposición de alguno de sus muchos pretendientes. En aquellos años, Francesca se había mantenido ingeniosamente, ayudando a algunas jóvenes a presentarse en sociedad y a encontrar un marido adecuado. Cuando había tenido que enfrentarse al hecho de que no tenía más Joyas que empeñar, y que no le quedaba más remedio que volver a casarse o que vender su virtud, había tomado una determinación: utilizar su habilidad más grande la de atraer admiradores, para ganarse la vida. Ella tenía ventajas naturales: era elegante y esbelta, tenía el pelo dorado y los ojos grandes de un azul oscuro y brillante. Además, su familia era de un linaje antiguo y respetado; y por último, Francesca tenía algo muy importante: estilo y personalidad. Era inteligente y tenía un ingenio rápido, y podía mantener una conversación agradable sobre casi cualquier tema y hacer sonreír a sus interlocutores; sabía cómo vestirse para cualquier ocasión y se encontraba como pez en el agua en las reuniones sociales. Daba fiestas memorables, y como invitada, era capaz de animar hasta la más aburrida de las celebraciones. Durante toda su vida había ayudado a sus amigas en las cuestiones del buen gusto y del estilo, y cuando había guiado con éxito a la hija de uno de los parientes de su difunto marido por entre las aguas traicioneras de la temporada social de Londres, había recibido un generoso regalo de los padres de la muchacha: un gran centro de mesa de plata. Francesca había encontrado en aquel suceso un modo de mantener su estilo de vida sin tener que rebajarse a aceptar la circunstancia más terrorífica para los aristócratas ingleses: el empleo remunerado. Había empeñado el centro de mesa y con el dinero había pagado a los sirvientes y había cancelado muchas de las deudas de la casa. Después se había insinuado a algunas de las madres de hijas casaderas; una sugerencia por allá, un ofrecimiento por allí, y pronto se había encontrado con numerosas muchachas que acudían a ella para encontrar un buen marido. Su proyecto más reciente había sido resultado de una apuesta con el duque de Rochford. El duque le había prometido que le regalaría una pulsera si ganaba aquella apuesta, y ella había prometido, de perderla, que acompañaría al duque a visitar a su tía abuela Odelia, que era una mujer bastante terrorífica. Había sido una apuesta absurda, y ella había aceptado solamente porque Rochford la había provocado. Sin embargo, y para sorpresa de Francesca, como resultado de aquella apuesta su propio hermano se había enamorado de la señorita Constante Woodley y se había casado con ella. No era lo que Francesca había previsto, pero todo había terminado mucho mejor de lo que ella hubiera podido pensar. Además, el duque le había regalado la pulsera, un brazalete de zafiros y diamantes. Aquella joya estaba guardada en su dormitorio del piso de arriba, en un compartimento secreto de su joyero, junto a un par de pendientes de zafiros que le habían regalado mucho tiempo atrás y que nunca había empeñado. Francesca miró a su doncella, que la estaba observando con expectación. Después negó con la cabeza. No, no la venderé todavía. Después de todo, debemos tener una reserva. Maisie asintió con poco convencimiento mientras se guardaba la moneda en el bolsillo y se daba la vuelta para salir de la estancia. En la puerta, la muchacha se detuvo y volvió a mirar a su señora pensativamente antes de marcharse definitivamente. Francesca vio aquella mirada. Sabía que su doncella tenía curiosidad, pero Maisie no era de las que fisgoneaban, y de todos modos, Francesca no tenía una respuesta que darle. Tanto aquella pulsera como Rochford eran temas que no debían abordarse. Lo que sí debía pensar Francesca era cómo iba a arreglárselas hasta que comenzara la siguiente temporada. Tenía pocas probabilidades de recibir otro encargo de unos padres deseosos de casar bien a su hija hasta que diera comienzo la próxima temporada social de Londres, en abril del año siguiente. Quizá diera con alguna bandeja de plata o algo parecido que vender por la casa. Debía ir a buscar en la buhardilla, entre todos los baúles. Sin embargo, no creía que encontrara más que una o dos piezas de plata, y con aquello no podría mantenerse durante casi un año. Por supuesto, podía cerrar la casa e ir a pasar aquellos meses a Redfields, la casa de su familia, donde había crecido; sabía que su hermano Dominic y su cuñada Constance la recibirían con cariño; pero no quería molestar a los recién casados. Dominic y Constance acababan de volver de su luna de miel, y ya era suficientemente malo que tuvieran a sus padres viviendo en la casa de campo que había en la finca, frente a la casa principal. Sería injusto que también tuvieran que vivir con su hermana. No. Francesca pasaría solamente un mes en Redfields, por Navidad, como de costumbre. Quizá fuera agradable visitar a alguna de sus tías, o escribir a sus amigos y mencionar lo aburrido que estaba Londres desde que todo el mundo se había marchado… Estaba distraída con aquellos pensamientos cuando una de las doncellas la avisó. Milady, tiene visita dijo la muchacha, mirando con nerviosismo hacia atrás. Les pedí que me dejaran comprobar si estaba en casa… ¡Tonterías! exclamó una mujer de voz potente. Lady Francesca siempre está en casa para mí. Francesca abrió unos ojos como platos. La voz le resultaba familiar. Se levantó, impelida por la aprensión. Aquella voz… Una mujer alta y fuerte, vestida de morado, entró en la habitación como un ciclón. El estilo de su atuendo era de la moda de diez años atrás. Lo extraño de aquel detalle era que no se debía a la falta de fondos, porque estaba claro que el terciopelo con el que estaba confeccionado su traje era de la mejor calidad, y que estaba cortado y cosido por unas manos expertas. Más bien, era una prueba fehaciente de que lady Odelia Pencully había pasado por encima de las indicaciones de alguna modista, como hacía con todos aquellos que se interponían en su camino. Lady Odelia dijo Francesca con un hilillo de voz mientras daba un paso adelante.Yo… qué placer más inesperado. La matrona resopló. No tienes por qué mentir, muchacha. Sé que me tienes miedo dijo, y por su tono de voz quedó claro que no lo lamentaba. Francesca miró más allá de lady Odelia, hacia el hombre que la había seguido por el pasillo. Era muy alto y de porte aristocrático, elegante y guapísimo desde su pelo negro como el ala de un cuervo hasta sus botas brillantes y negras también. Ni uno solo de sus cabellos estaba fuera de lugar, y su semblante era inexpresivo. Sin embargo Francesca detectó el brillo de una perversa diversión en sus OJOS oscuros. Lord Rochford dijo. El saludo fue más bien frío con un matiz de irritación. Qué amable sois por traer a vuestra tía a visitarme. El frunció los labios al oírla, pero su expresión permaneció imperturbable mientras hacía una perfecta reverencia Lady Haughston. Es un placer veros, como siempre. Francesca hizo un delicado gesto a la criada Gracias, Emily. Tráenos un poco de té, por favor´ La muchacha se marchó con cara de alivio. Lady Odelia paso por delante de Francesca hacia el sofá. Mientras el duque la seguía, Francesca se inclinó ligeramente hacia él y le susurró: ¿Cómo has podido? Rochford sonrió durante un instante, y respondió en voz baja: Te aseguro que no me ha quedado más remedio. No culpes a Rochford dijo lady Odelia, con su voz resonante, desde su sitio en el sofá. Le dije que vendría a verte con o sin él. Sospecho que ha venido a intentar imponerme restricciones, más que nada. Querida tía respondió el duque. Yo nunca sería tan atrevido como para imponerte restricciones de ningún tipo. Lady Odelia resopló nuevamente. He dicho que has venido a intentarlo replicó la dama. Claro Rochford inclinó respetuosamente la cabeza. Bueno, siéntate, niña le dijo lady Odelia a Francesca, señalándole una butaca con un gesto de la cabeza. No tengas de pie al muchacho. Oh. Sí, por supuesto respondió Francesca, y rápidamente se dejó caer en el asiento más cercano. El duque se colocó junto a su tía, en el sofá, y Francesca se obligó a sonreír a la dama. Debo admitir que me sorprende mucho vuestra visita. Tenía entendido que ya no venís nunca a Londres le dijo a lady Odelia. No, si puedo evitarlo. Seré franca contigo, hija mía. Nunca pensé que vendría a pedirte ayuda. Siempre he pensado que eras una muchacha frívola. Francesca siguió sonriendo con tirantez. Ya. El duque se movió con incomodidad en su sitio. Tía… Oh, cálmate le cortó lady Odelia. No quiero decir que no le tenga aprecio. Siempre le he tenido cariño, no sé por qué. Rochford apretó los labios con fuerza para contener la sonrisa, y evitó mirar la expresión de Francesca. Francesca lo sabe continuó lady Odelia, asintiendo. Lo cierto es que necesito tu ayuda. He venido a rogarte que me hagas un favor. Claro que sí murmuró Francesca, preguntándose con ansiedad cuál sería la tarea, sin duda desagradable, que iba a encomendarle aquella mujer. La razón por la que he venido… bueno, lo diré sin rodeos. He venido para buscarle esposa a mi sobrino nieto. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »