Siete días en el mundo del arte

Desde los 80, el arte se ha convertido en el movimiento cultural por excelencia. Varias generaciones de artistas han contribuido a que así fuera, pero eso no es suficiente para explicar su lugar preponderante. En paralelo, un mercado que ya estaba desarrollado creció y se multiplicó varias veces, conformando al mismo tiempo un microcosmos con leyes propias, personalidades de leyenda y eventos paradigmáticos.
Traducido a diez idiomas, este libro delicioso y asombrosamente bien informado, fruto de varios años de investigación y de viajes por Estados Unidos, Europa y Asia, abre las puertas de ese universo secreo y revela su grandeza y sus excesos. Con una prosa vibrante y una aguda capacidad de análisis, Sarah Thornton es capaz de detectar lo que se oculta tras la frivolidad y señalar con autoridad a los mejores artistas de nuestro tiempo.

ANTICIPO:

Siete días en el mundo del arte es una muestra sintética y representativa de un período extraordinario en la historia del arte. Durante los últimos ocho años, el mercado del arte contemporáneo cobró un impulso inusitado, se incrementó la concurrencia a los museos y, como nunca antes, muchas personas pudieron huir de sus empleos para pasar a autodenominarse artistas. El mundo del arte se expandió y se aceleró; se puso de moda, cada vez más concurrido y más caro.
El mundo del arte contemporáneo es una red dispersa de subculturas superpuestas, vinculadas por el simple hecho de que todas ellas creen en el arte. Estas subculturas se distribuyen por todo el planeta, pero se agrupan en ciertas capitales: Nueva York, Londres, Los Ángeles, Berlín. Claro que existen vitales comunidades artísticas en lugares como Glasgow, Vancouver o Milán, pero a tal punto son periféricas que los artistas que las integran, por lo general, han tomado la decisión consciente de quedarse. Aun así, el mundo del arte es hoy más policéntrico de lo que era en el siglo xx, cuando París y después Nueva York dominaban la escena.
Los integrantes del mundo del arte desempeñan, por lo general, una de seis funciones defi nidas: artista, galerista o marchante, curador, crítico, coleccionista o subastador. Es posible encontrar artistas-críticos y marchantes-coleccionistas, pero ellos mismos admiten que no siempre es fácil lograr un equilibrio entre sus dos tareas, y que una de sus identidades suele predominar sobre la otra en la percepción de los demás. Llegar a ser un artista creíble o exitoso es la más difícil de todas
estas posiciones; pero son los marchantes quienes, manipulando el poder de los otros participantes, ocupan el lugar más decisivo. En opinión de Jeffrey Poe –un galerista que aparece en varios capítulos del libro–, “el mundo del arte no tiene que ver con el poder sino con el control. El poder puede llegar a ser vulgar. El control es algo más agudo, más preciso. Surge de los artistas, porque es su obra la que determina cómo van a desarrollarse las cosas; pero los artistas necesitan un diálogo honesto con un conspirador. Un control discreto –basado en la confianza–; de eso se trata, en realidad, el mundo del arte”.
Es importante tener en cuenta que el mundo del arte es mucho más amplio que el mercado del arte. El mercado abarca a los que compran y venden obras (es decir, a los marchantes, los coleccionistas, las casas de subastas), pero muchos integrantes del mundo del arte (los críticos, los curadores y los propios artistas) no están directamente involucrados en esta actividad comercial de manera regular. El mundo del arte es, incluso, un medio en el que mucha gente no sólo trabaja sino también reside en forma permanente. Es una “economía simbólica” donde el trueque se realiza en ideas y el valor cultural suele ser más significativo que la bruta abundancia.
Aunque a menudo se describa como una escena sin clases sociales, donde artistas de clase media baja toman champán con altos gerentes de fondos de inversión, eruditos curadores, diseñadores de moda y otros “creativos”, sería un error pensar que el mundo del arte es igualitario o democrático. El arte tiene que ver con la experimentación y las ideas, pero también con la excelencia y la exclusión. En una sociedad donde todos buscan una pequeña distinción individual, esto resulta una combinación embriagadora.
El mundo del arte contemporáneo es lo que Tom Wolfe llamaría una “estatusfera”. Se estructura alrededor de nebulosas y hasta contradictorias jerarquías de fama, credibilidad, imaginada importancia histórica, afiliación institucional, educación, inteligencia percibida, riqueza y atributos tales como el tamaño de la colección que se posee. En mis andanzas por el mundo del arte, me ha divertido la ansiedad por el estatus que demuestran todos sus integrantes. Los galeristas que se preocupan por la ubicación de su stand en una feria de arte o los coleccionistas que intentan ser los primeros de la fila cuando aparece una nueva “obra maestra” tal vez sean los ejemplos más obvios, pero nadie está exento. Como me dijo John Baldessari –un artista que vive en Los Ángeles y que aportó, para estas páginas, sabias e ingeniosas palabras–: “Los artistas tienen egos inmensos, pero esto se manifiesta de diversas maneras según la época. Me resulta tedioso toparme con personas que insisten en comunicarme los puntos destacados de su currículum. Siempre pensé que usar insignias o galones sería una buena solución. Si estás exponiendo en la Bienal del Whitney o en la Tate, lo puedes anunciar en tu solapa. Los artistas podrían usar galones, como los generales, y así todos sabríamos cuál es su rango”.
Si en el mundo del arte existiera un principio en común, probablemente sería que nada es más importante que el arte mismo. Algunos lo creen de verdad; otros saben que decirlo es de rigor. Sea como sea, el universo social alrededor del arte suele ser desdeñosamente considerado como un contaminante sin relevancia.
Cuando estudiaba historia del arte, tuve la suerte de acceder a muchas obras recientes. Nunca, sin embargo, tuve muy claro de qué forma circulaban, cómo era que llegaban a considerarse dignas de la atención crítica o lograban difusión, cómo entraban al mercado, se vendían o se coleccionaban. Hoy más que nunca, cuando las obras de artistas vivos conforman la mayor parte del currículum, vale la pena entender los primeros contextos del arte y los procesos de valoración que una obra experimenta entre el taller y su llegada a la colección permanente de un museo (o al basurero, o a alguna otra ubicación intermedia).
Como me dijo el curador Robert Storr –que aparece en el capítulo de la Bienal de Venecia–, “la función de los museos es volver a desvalorizar el arte. Sacan la obra del mercado y la ponen en un lugar donde se convierte en parte de la riqueza común”. Mi investigación me ha llevado a pensar que las grandes obras no aparecen: se hacen. No sólo las hacen los artistas y sus asistentes sino también los galeristas, los curadores, los críticos y los coleccionistas que “apoyan” la obra. Esto no quiere decir que el arte no sea grandioso o que las obras que llegan a los museos no merezcan estar allí. En absoluto. Es sólo que la creencia colectiva no es tan simple ni tan misteriosa como podríamos imaginar.
Uno de los temas subyacentes a lo largo de este libro es que el arte contemporáneo se ha convertido en una especie de religión alternativa para ateos. Francis Bacon dijo que cuando “el Hombre” comprende que no es más que un accidente en el amplio esquema de cosas, sólo puede “engañarse por un tiempo”. Y agregó: “La pintura, más que ninguna otra disciplina artística, se ha transformado por completo en un juego con el que el hombre se distrae… y el artista debe profundizar mucho ese juego para ser mínimamente bueno”. Para muchos integrantes del mundo del arte, así como para diversos tipos de afi cionados, el arte impulsado por conceptos es una especie de canal existencial que aporta sentido a sus vidas. Requiere actos de fe pero recompensa al creyente con una sensación de trascendencia. Por otra parte, así como las iglesias y otros puntos de reunión ritualistas cumplen una función social, los eventos artísticos generan una sensación de comunidad alrededor de intereses comunes. Eric Banks –escritor y editor que aparece en el Capítulo 5– sostiene que la ferviente socialidad del mundo del arte tiene benefi cios inesperados. “La gente realmente habla sobre el arte que ve”, me dijo. “Si estoy leyendo algo de, digamos, Roberto Bolaño, voy a encontrar muy poca gente con quien comentarlo. Leer lleva mucho tiempo y es una tarea solitaria, mientras que el arte promueve comunidades imaginadas de rápida formación.”
A pesar de su autorreferencialidad, y muy al estilo de una sociedad de devotos seguidores, el mundo del arte depende del consenso tanto como de los análisis individuales o el pensamiento crítico. Si bien venera lo no convencional, rebosa conformismo. Los artistas hacen obras que “lucen como arte” y se comportan de maneras que encajan en los estereotipos. Los curadores complacen las expectativas de sus pares y de los directorios de sus respectivos museos. Los coleccionistas corren en manada a comprarle a un grupito de pintores de moda. Los críticos se fi jan para dónde sopla el viento; no sea cosa de quedar descolocados. La originalidad no siempre se ve recompensada, pero algunas personas realmente deciden arriesgarse e innovar, lo cual le da razón de ser a todo lo demás.
El boom del mercado del arte es un telón de fondo en este libro.
Para averiguar por qué ha remontado de tal modo en la última década, podríamos empezar por otra pregunta, también relacionada: ¿por qué el arte se volvió tan popular? Las narraciones incluidas en el libro aluden repetidamente a diversas respuestas, pero he aquí algunas hipótesis directas e interrelacionadas: primero, estamos más educados que antes, y hemos desarrollado un apetito por bienes culturalmente más complejos. (En los Estados Unidos y el Reino Unido, el porcentaje de población con título universitario ha aumentado de manera espectacular en los últimos veinte años.) Idealmente, el arte estimula el pensamiento requiriendo un esfuerzo activo y disfrutable. Así como ciertos sectores de la escena cultural parecen ir volviéndose cada vez más básicos, una considerable audiencia visual se dirige hacia un terreno que intenta sacudir hábitos perezosos, atolondrados. Segundo, aunque estemos mejor educados, leemos menos. Ahora nuestra cultura pasa por la televisión o por YouTube. Si bien hay quien lamenta esta “oralidad resultante”, otros señalan un incremento de la alfabetización visual, que acarrearía mayor placer intelectual a través del sentido de la vista.
Tercero, en un mundo cada vez más global, el arte cruza las fronteras.
Puede ser lengua franca e interés compartido como no podría serlo nada ligado a la palabra.

compra en casa del libro Compra en Amazon Siete días en el mundo del arte
Interplanetaria

Sin opiniones

Escribe un comentario

No comment posted yet.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑