Sólo para tus ojos

Por el creador y productor de la aclamada serie de TV Héroes.
¿Mató el LSD a JFK?
Un thriller conspirativo con elementos alucinógenos
Ambientado en el crisol de la década de 1960, Sólo para tus ojos es la historia de Chandler Forrestal, un hombre cuya vida cambia para siempre cuando es reclutado para un experimento de control mental orquestrado por la CIA. Tras serle inyectada una dosis masiva de LSD, Chandler desarrolla unas extrañas, y aterradoras, capacidades mentales, entre ellas una percepción privilegiada que destapa un complot de asesinato al presidente Kennedy. 
De pronto, Chandler se convierte en blanco de todo tipo organizaciones, tanto gubernamentales como extragubernamentales. Mientras es perseguido por agentes de la CIA, matones de la Mafia, asesinos cubanos y ex científicos nazis, se siente atraído por los encantos de una bella y misteriosa mujer con un turbio pasado. En su huida, ¿podrá Chandler controlar su poder y reescribir la Historia?
Mezclando el trepidante estilo de Robert Ludlum con las mejores conspiraciones de Don DeLillo y Philip K. Dick, Sólo para tus ojos convoca a personajes reales como Lee Harvey Oswald, Timothy Leary y J. Edgar Hoover para convertirse en un thriller provocador que no deja indiferente.

ANTICIPO:

Chandler tenía una botella en el coche. Vodka en lugar de ginebra.
—No hay que mezclarlo con nada —dijo a modo de expli­cación.
Naz le comentó que su casera no permitía invitados varones («La mía tampoco»), pero si a Chandler le sorprendió que ella insistiera en ese motel en particular, tan alejado de East Boston que estaba prácticamente en el aeropuerto de Logan, logró ocul­tarlo. Cuando él se excusó para ir al baño, Naz sirvió un par de copas y sacó del bolso el sobre de papel antiadherente que le había dado Morganthau.
En ocasiones los secantes estaban en blanco, otras veces te­nían dibujos. Un sol naciente, un personaje de dibujos anima­dos, uno de los Padres Fundadores. En aquéllos se veía a un hombre con barba. Al principio pensó que era Castro —era la clase de broma que ella esperaría de la CIA—, pero luego se dio cuenta de que se trataba de un grabado de William Blake. Uno de sus dioses. ¿Cómo se llamaba éste? ¿Orison? No, eso era una clase de plegaria. ¿Origen? No conseguía recordarlo.
Estaba a punto de echar los secantes en la bebida de Chandler cuando oyó un portazo en la habitación de al lado. Levantó a mirada y allí estaba el espejo. Colgaba sobre la cómoda, atornillado con fuerza en el yeso. Naz había estado en esa habitación suficientes veces para saber que si te acercabas se apreciaba que estaba incrustado un par de centímetros en la pared. Un fallo de diseño, habría pensado —¿cuántos moteles de cinco dólares te­nían esa clase de problemas?—, pero Morganthau le había dicho que reducía las esquinas oscuras del campo de filmación de la cámara.
Se quedó mirando al espejo. A continuación, asegurándose de que sus acciones eran plenamente visibles, sacó los dos secan­tes del sobre y echó uno en la copa de Chandler y otro en la suya. Agitó con los dedos y al cabo de un segundo habían de­saparecido.
—Salud —dijo al espejo.
—Supongo que si tuviera tan buen aspecto como tú, también brindaría conmigo mismo.
Naz se volvió. Chandler estaba en el umbral del cuarto de baño, con la cara húmeda y recién peinado. Se había quitado la chaqueta y su camisa blanca se adhería a su torso delgado. El corazón de Naz palpitó con fuerza bajo la blusa. «¿Qué estoy haciendo?», se dijo a sí misma, pero antes de que pudiera res­ponder, se llevó la copa a los labios. El vodka caliente le raspó como papel de lija en la garganta, y tuvo que esforzarse para no hacer una mueca.
Chandler se quedó mirándola. Ella notó su incomodidad, sa­bía que era ella quien se la estaba transmitiendo. Si no tenía cuida­do iba a asustarlo. Pero debajo de eso también podía sentir su curiosidad. No deseo, o no sólo deseo, sino una voluntad genuina de conocer a esa chica vestida con ropa que, como la suya, era cara pero gastada. Por primera vez en los nueve meses que hacía que la había reclutado Morganthau, por primera vez en los tres años desde que había empezado a hacer lo que hacía, sintió una co­rriente mutua entre ella y el hombre de la habitación. —¿Naz?
Ella levantó la mirada, sobresaltada. De alguna manera, Chandler estaba a su lado. Su mano derecha la agarró con suavi­dad por el codo, del modo en que su padre siempre sujetaba a su insinuó que las cosas que los hombres veían —«alucinación» parecía un término inadecuado, al menos desde la perspectiva de Naz; eran más bien apariciones demoníacas— estaban influi­das por el contexto. Puesto que estaban en Boston, donde las raíces puritanas eran profundas, sus puteros tenían tendencia a manifestar el pilar de la rectitud que más temieran: la policía, sus mujeres, sus madres. El propio Urizen.
Sin embargo, ninguno de ellos se sentía tan culpable como Naz. Ella era la zorra, al fin y al cabo. La que había vivido cuan­do sus padres murieron. La que cambiaba su cuerpo por un pu­ñado de dólares y las botellas de alcohol aturdidor que con ellos compraba. Sólo después de haber ingerido la droga se permitió admitir que quizá no la había tomado para desafiar a Morganthau, o descubrir qué era lo que había estado dando a hombres incautos durante los últimos nueve meses, sino para castigarse más de lo que lo hacía normalmente. Para evitar acercarse al hombre que incluso en ese momento la estaba mirando a los ojos con expresión de asombro, con una sensación de asombro posi­tivo que irradiaba por sus poros, como si no se explicara qué había hecho para merecerla.
Parpadeó, preguntándose cuándo, y cómo, había vuelto Chandler a la sala. La cubitera estaba en la mesa, había nuevas bebidas servidas. El incluso se había quitado los zapatos. Uno había quedado sobre la cama como un gato con las patas dobla­das bajo el cuerpo.
—¿Tienes frío? —le preguntó Chandler.
Naz bajó la mirada y vio que aún se estaba frotando el brazo donde él la había cogido.
—¿Quieres que te dé calor?
Chandler cruzó la habitación en un destello en blanco y ne­gro, y antes de que Naz se diera cuenta las manos de él volvían a estar en sus brazos, acariciándola suavemente. No había nada falso en el gesto, ni dominante o sexual. No la manoseó como si fuera un trozo de masa humana. Sólo estaba frotándole los bra­zos para calentarlos, y ella, impotente, se apretó contra él, levan­tó la cara para mirarlo.
—Dios mío… —dijo él con una voz bronca que no era ni un susurro ni un gemido—. ¡Eres preciosa!
La miró a los ojos y Naz le devolvió la mirada, buscando aquello que lo hacía diferente de los demás. Por primera vez vio que sus pupilas eran de color avellana. La clase de ojos que cam­bian de tonalidad según cómo incide la luz. Castaños, ámbar, verdes. Un poco de cada cosa al mismo tiempo. Motas de púr­pura también. Azul. Rosa. Ojos asombrosos, en realidad. Los iris eran caleidoscopios que rodeaban los túneles de sus pupilas, y al fondo de esa oscuridad impenetrable había aún otra chispa de color. Dorada, esta vez. Pura, inmutable, como una descarga eléctrica.
Sabía qué era esa chispa. Era su esencia. Aquello que lo hacía diferente de cualquier otra persona que hubiera conocido desde que había llegado al país hacía una década. Estaba justo ahí, parpadeándole. Invitándola.
Podía seguir viéndola incluso después de que él cerrara los ojos y la besara.
Naz se estiró hacia ella con la mano, pero estaba demasiado lejos, en el interior de la cabeza de Chandler. Tendría que ir tras ella. Tuvo que separar los bordes de su pupila para colarse a tra­vés de ella, pero una vez que estuvo dentro, había más espacio del que esperaba: cuando estiró los brazos, no alcanzó a tocar los costados. Tampoco podía sentir nada bajo sus pies, y estaba tan oscuro que lo único que divisaba era la chispa en la distancia. Por un momento, notó su propia chispa de pánico, pero antes incluso de reconocer la sensación oyó la voz de Chandler. «Está bien.»
Naz rio como una adolescente en una película de monstruos. Al parecer a la luz le habían crecido extremidades, como si no fuera sólo una chispa o una llama, sino una persona. Una perso­na en llamas. Pensaba que debería asustarla, pero no lo hizo. No había sensación de tortura en la figura que lo conducía más pro­fundamente al interior de Chandler, ni sensación de sufrimiento o miedo, sino más bien de protección. Incluso de rectitud. Sadrac, Mesac y Abed-Nego retozando en el horno ardiente.
La chispa era más grande ahora. Había perdido sus miem­bros y adoptado una forma más sólida, más alta que ancha, llana en la parte inferior y en los costados, pero ligeramente curvada por encima. Una lápida, pensó al principio, pero cuando se acer­có se dio cuenta de que de hecho se trataba de una entrada en
arco.
Fue al meter la cabeza cuando vio los libros. Millares de ellos, apilados uno sobre el otro en columnas largas y estrechas que salían del suelo del cerebro de Chandler y se perdían en alturas impenetrables. Naz había pensado que el destello había sido su esencia, su secreto, pero entonces se dio cuenta de que sólo la había conducido allí. El secreto real estaba oculto en uno de aquellos miles y miles de tomos enmohecidos. Un trozo de pa­pel doblado entre las cubiertas de alguno de los cuentos favori­tos de su infancia, trasladado desde hacía mucho al fondo de uno de estos centenares, miles, de pilas. Al lado sonó una risa avergonzada.
—Pensaba que parecería más una cueva. Oscura, estrecha, con agua goteando de algún lugar invisible.
Chandler estaba de pie detrás de una pila de libros justo lo bastante alta para ocultar su desnudez. Naz se miró a sí misma, vio que también estaba desnuda y oculta de manera similar.
—Aparentemente, eres un erudito.
En el mismo momento de decirlo recordó lo que le había contado Morganthau. Era un erudito, o al menos un estudiante. En Harvard. En la facultad de teología.
—Pues, eh, ¿por qué tantos libros? Chandler se encogió de hombros.
—Supongo que es más seguro que la vida real.
—¿Te refieres a la política? —Naz dibujó unas comillas en el aire, aunque parecía un gesto muy ridículo, dado el contexto.
—En mi familia no lo llamábamos política. Lo llamábamos servicio. Pero desde donde estaba yo sólo parecía servilismo.
Naz rio.
—Bueno… ¿qué hacemos ahora?
—No estoy seguro, pero creo que ya lo estamos haciendo.
—Antes de que Naz pudiera preguntarle qué quería decir, él abrió el libro de encima de la pila que tenía delante—. Mira.
Naz entornó los ojos. No porque la imagen fuera dura de ver, sino porque era difícil de creer. Mostraba la habitación del motel: la cama del motel, para ser precisos, en la que aparente­mente yacían los cuerpos desnudos de Chandler y Naz, aunque la mayor parte de su carne estaba cubierta por la manta. Pero ésa no era la parte que le costaba aceptar a Naz. El punto de pers­pectiva de la escena era el espejo de encima del tocador. Era como si ella estuviera mirándose a sí misma y a Chandler a tra­vés de los ojos del agente Morganthau, cuya respiración ronca iba acompasada con el chirrido rítmico de los muelles bajo su cuerpo…
Y de repente terminó. Naz volvía a estar en la habitación. En la cama. Bajo las mantas. En los brazos de Chandler. Desnuda.
«Guau… —pensó—. Menudo viaje.» Pero entonces miró a los ojos de Chandler.
—¿Urizen?
Naz tardó un momento en recordar al hombre barbudo del secante.
—Oh, no… —dijo, y se volvió temerosa hacia el espejo.

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