Sombras de una Vieja Raza

Meliot se enfrenta a la peor decisión de su vida; debe tomar partido por uno de los dos bandos en litigio y los odia a los dos por igual. Los miembros de la Vieja Raza están a punto de batirse en una lucha fraticida: la tiránica y poderosa aristocracia, en el gobierno, contra la plebe mediocre que inunda y controla las ciudades. Esta guerra le forzará a entrar en el juego que otros han dispuesto para él, a aliarse con renegados; se verá obligado a reclutar a viejas amistades olvidadas… mientras una extraña enfermedad le impide llevar una vida normal.

Una novela de terror en la que la Sed de Sangre nublará el juicio de Meliot, instándole a elegir entre su Instinto y su Humanidad.

Sombras de una Vieja Raza resultó finalista en la tercera edición del Premio Minotauro.

ANTICIPO:
La Sed…

¡Maldita sea! La Sed…

La segunda vez aquella semana. ¿Qué era lo que le estaba pasando? El ansia de alimentarse era cada vez mayor e iría empeorando a medida que transcurrieran las horas. Se removió inquieto, todavía soñando, si es que era capaz de hacerlo. Los ojos, en un balanceo frenético bajo los párpados, de un lado a otro. La cabeza, coronada por dorados rizos, meneándose, dispersando las ondas de pelo a ambos costados del rostro. Las manos, terminadas en unos dedos largos, esbeltos, que permanecían encogidos como agarrotados. El resto del cuerpo, fuerte y perfecto, crispado y en tensión, a punto de incorporarse por su propia voluntad.

Abrió los ojos…

Se despertó. Se sentía peor que nunca. Aún era pronto para lo que tenía por costumbre. Comenzaba la puesta de sol.

Entonces, recordó que estaba a salvo y en su casa, que era como se había acostumbrado a llamar a la construcción que le daba cobijo desde el siglo anterior. Su casa, ¡qué sentimiento más humano el de la posesión y el apego a una masa de ladrillos y cal! Sin embargo, era aquello lo que sentía por la estúpida mansión que había comprado, en uno de los pocos lujos que se había permitido. Aunque el parque que la rodeaba parecía una selva, no contrataría a un jardinero, demasiadas preguntas y miradas indiscretas.

Se revolvió y se desperezó en el lecho bostezando e incorporándose. ¡La maldita sensación de nuevo!

Doble dosis, Meliot. Eso fue lo que le había recomendado. ¡Dicho y hecho!

Fue andando descalzo hasta la cámara frigorífica. Cogió el tirador y la abrió. Una vaharada de frío le alcanzó en la cara, entró y cogió las dos bolsas transparentes. Cerró de un golpe y subió del sótano al primer piso, dónde guardaba lo que le hacía falta. Los peldaños de madera crujían bajo su peso, debía hacerlos reparar, pero, ¿dónde dormiría él mientras los arreglaban? Unas obras representaban problemas. Extraños en su casa, husmeando y hurgando entre sus posesiones y encontrando cosas que no deberían encontrar. No. Prefería su casa según estaba: oscura, polvorienta y avejentada. Sin quererlo, había creado cierto halo a su alrededor que la mantenía apartada de los curiosos y de los vendedores de enciclopedias.

Rompió el precinto y desenroscó un tapón. Repitió la operación y conectó las bocas de ambas bolsas a sendos tubos de plástico. Estos llegaban hasta una máquina de forma cúbica y de más de un metro de alto, repleta de teclas y pantallas de cristal líquido, pulsó una de ellas y se escuchó un sonido, varias luces se encendieron y las pantallas se iluminaron. Tomó del artefacto otros dos tubos rematados en finas agujas. Otra noche más.

Como cada día, comenzaba el ritual. Con un rápido movimiento se clavó uno de los extremos de los tubos en la cara interior de su brazo izquierdo, destrozando la costra negra de sangre coagulada, dura como la roca. Hizo lo mismo en su brazo derecho, aullando de dolor. Se dejó caer en el sillón que había, en su sala de torturas, pues así se refería a ella. Un zumbido y el contenido de las bolsas comenzó a vaciarse y a introducirse en el interior del aparato. Desde uno de los catéteres comenzó a manar una sustancia viscosa, oscura, casi negra y grumosa. Apenas había recorrido el primer tercio del tubo, cuando un líquido rojo transparente entraba ya en el otro orificio hacia el organismo de Meliot.

La sangre artificial conseguía sumirle en un pequeño letargo, pero se serenaba en poco rato. Si continuaba creciendo así… ¿qué haría? ¿Aumentar la dosis cada vez que fuera a peor? ¿Rendirse al poder de la Sed?

Si había logrado vencerla durante tanto tiempo, ¿por qué le ocurría ahora? Cuanto más precavido era, cuanto más se cuidaba, resultaba qué era cuando se volvía contra él.

¡Pobre Meliot!, bebiendo sangre de animales durante siglos, con tal de no probar la de los humanos.

El brebaje de Loveman no había fallado antes, por lo que supuso que el problema estaría en su organismo. Su amigo no paraba de trabajar, un día de estos iba a agotarse como no bajara el ritmo. Debería obtener el reconocimiento de la comunidad científica mundial por su síntesis de sangre ideada a medida de su amigo no-humano. Pero no era posible descubrir algo tan fascinante sin poner en peligro a mucha gente. Incluido el propio Loveman. Suerte que contaba con los fondos ilimitados de la fundación Hailer. Sí, el señor Hailer donaba una buena parte de su inmensa fortuna al beneficio de la investigación médica del aplicado Loveman. Digamos que nuestro protagonista se escondía bajo varios alias en nuestro siglo, uno de ellos, del que más orgulloso estaba, era el de un viejo millonario filántropo, siempre resfriado y cubierto por todo tipo de ropas.

El juego en el que se había visto involucrado, debido a su condición, era muy emocionante. En un momento de su dilatada existencia había experimentado placer con el hecho de trabajar como actor, algo natural en él por otra parte. Un oficio interesante… Con la llegada del cinematógrafo había considerado en serio recuperar su antiguo empleo, por mera diversión y entretenimiento, se aburría tanto… pero los guionistas no hacían papeles adecuados para su nivel. Tampoco quería exponerse en demasía, lo dejó a tiempo. No era conveniente ser muy conocido para sus propósitos. Excepto una sanguijuela entre los de su raza. Apenas contaba con un siglo de existencia y había conseguido triunfar en las pantallas en blanco y negro de los cinemas. Le corrompió la fama y se tornó descuidado. La vanidad era el peor de los pecados entre los vástagos de la vieja raza. Fue repudiado y destruido, pues suponía un serio problema para la Jerarquía y era envidiado por los urbanitas. Todo consistía en saber retirarse después de haber rodado un par de películas… desde luego, sin descuidar la propia seguridad. El billete verde lograba tentar hasta a los inmortales. La codicia los arrastraba a su fin.

Muchos de sus hermanos pretendían dominar a los mortales a través del poder del dinero. Gran error, pues era un invento de la raza humana. Como depredadores, estaban en la cima de la cadena alimenticia. Los dones recibidos por su raza sólo deberían servir para la supervivencia. No entendían que, exterminando al ser inferior en la pirámide, la cadena se rompía.

Meliot siempre había sido consciente de su superioridad como ser. Su única pretensión era cambiar la bestia asesina que llevaba en su interior por algo más noble, más sensato y más dócil. Si existía una posibilidad que le ayudara a evitar más muertes, la tomaría sin pensarlo dos veces.

La debilidad persistía. Y era consciente de que, cuando menos lo esperara, se lanzaría a las calles de cacería. Estaba obsesionado y no era capaz de pensar en otra cosa. Todo cuanto pasaba por su mente terminaba relacionándolo con la sangre.

¿Quién era él después de todo? Un ser descastado por los suyos por no aceptar las rígidas normas de una sociedad invisible a la vista de los humanos, oculta, inamovible y olvidada. Por eso su supervivencia tenía mucho más valor. Envidiado por sus congéneres, debido a su posición, por su independencia, por su libertad, por haber sabido relacionarse en cada época con la raza hermana.

—Loveman, esta noche es muy agudo. No lo soporto más… tomé la dosis doble hace una hora y ya lo estoy comenzando a sentir de nuevo. Voy hacia allí… llegaré en treinta minutos.

Acelera… un buen coche… de lo mejor que el dinero mortal podía conseguir. Potente, veloz, funcional, pero nada ostentoso. Su disfraz debía ser perfecto, no quería a ningún funcionario metiendo las narices por ahí, preguntándose cómo un viejo, que donaba la mayor parte de su dinero a una fundación médica, podía permitirse una gran mansión y un deportivo de lujo. En los viejos tiempos había conocido a otros como él que fueron descubiertos y exterminados por pequeños errores de ese estilo. No iba a caer en un error tan burdo.

Dos calles más, entonces el automóvil negro gira hacia la derecha en la segunda… ¡Cómo para encontrar aparcamiento a aquellas horas!

—¡Estás como un toro, Meliot! Todos los parámetros son los habituales en ti. Tu fluido corporal está un poco más viscoso y oscuro que de costumbre, pero eso es normal a estas alturas del ciclo, ¿cuánto te queda? —la voz que hablaba parecía profesional, segura de sí misma y a un tiempo serena y amable.

—Apenas tres días doc… —respondió, un poco cansado.

—¿Cómo te encuentras ahora? —el doctor buscaba algún signo externo que pudiera revelarle la causa del malestar de su amigo.

—Cansado, nervioso, tengo sueños que no puedo recordar… y la maldita Sed… —se pasó la mano por la frente y se limpió el sudor con el dorso.

—Lo de los sueños parece interesante, pero, como sabes, no tengo experiencia en ese campo.

—Bueno, y hoy me desperté cuando el sol todavía no se había ocultado del todo.

—Así que antes de tiempo… mmm… tengo que pensar sobre ello. Antes de tiempo…

De esa forma le dejó, concentrado en sus pensamientos, ensimismado en su laboratorio, pues estaba acostumbrado a que se esfumara sin despedirse de él. A fin de cuentas, se suponía que nunca se sabía cuándo llegaba ni cuándo se marchaba.

A partir del instante que había probado la Savia Negra y se convirtió, era la primera vez que se sentía vulnerable. Impotencia, aquella era la palabra, le estaba creando una gran inseguridad por la que antes no se habría preocupado.

Aquello que le sucedía iba más allá de la vastedad de la sabiduría que había ido acumulando durante siglos.

Miedo. Sí, sentía miedo, mucho miedo, un miedo atroz a lo desconocido, a la incertidumbre. Estaba muerto de pánico sólo de pensar que volvería a convertirse en una bestia asesina. No era un carnicero…ni nunca lo había sido. Cuando era necesario, se hacía, sin más. Un trabajo o una obligación que te encargaban y no te gustaba, pero eras consciente que tenías que hacer. Una rutina, no un festín de carne y sangre, como era visto por sus hermanos.

¡Insensatos! No comprendían que, aunque superiores en fuerza y poder, los Hijos de Adán seguían siendo más inteligentes que ellos. El ansia de conocimiento de los humanos nunca podría ser superado ni con todo el poder y la magia de un Antiguo.

Aquel era uno de sus mayores defectos: subestimar a la raza humana. Eso había traído de cabeza a los Hijos de Caín.

¡Pobres ignorantes! Los veían como un mero plato de comida y eran mucho más que eso. Enemigos, sin los que el eterno desafío no sería posible. Esto hacía el interminable juego de la depredación excitante. Sin la raza humana, su existencia no sería viable. Estaban unidos para siempre en una macabra relación simbiótica. Desaparecerían sin ellos.

Si los Señores de la Noche no estuvieran sobre la superficie de la Tierra, probablemente terminarían matándose entre sí, porque no tendrían contra qué luchar. El Diablo, el Anticristo, los no-muertos…

Desde que Caín mató a Abel, había sido así y así sería la eternidad que un hijo de la vieja raza fuera capaz de soportar.

Caín, el hijo de Adán y envidioso de su hermano Abel.

Caín, el primer fratricida de la humanidad, el primer asesino, el primero en matar por la Sangre, el primero en sentir la Sed y el primero en transmitir la Savia Negra.

Caín el Padre de la vieja raza.

Y sobre todo la Sed…

La Sed, la Maldita Sed…

LA SED…

TENGO SED… ME MUERO DE SED…

SED…

—Oye, Loveman, ayer casi caigo… así que o te das prisa en encontrar una solución o tu amigo se va a comer a media ciudad. Adiós.

CLIC. Depositó el auricular sobre su base y se marchó.

¿Qué fue eso?… un grito… es una mujer… es la zona de caza de los urbanos.

Cada vez más cercano… es en ese callejón…

En el que tres neonatos urbanitas estaban intentando terminar su noche de cacería con una pieza apetitosa.

El dominante le percibió enseguida y se volvió hacia él con una sonrisa entre divertida y cínica.

—¡No eres de los nuestros! ¡Mirad chicos es un repudiado!

—¡Largo de aquí, converso! ¡Esta es nuestra zona de caza! —dijo el otro.

—Sí, ¡eso! No te metas en nuestros asuntos.

—¡Vuelve al nido del que viniste! —apostilló el que había hablado en primer lugar.

Sin duda alguna, locuaces y deslenguados, les tendría que lavar la boca con jabón.

—Primero, no respeto vuestras leyes, me importa un bledo si éste es vuestro territorio o no —extendió el índice—. Segundo, pasaré por alto los insultos —otro dedo siguió al anterior—. Tercero, vuestros asuntos son los míos, si a mí me da la gana —otro dedo más—. Y cuarto, y más importante, dejad en paz a la señorita si no queréis haceros daño —un último dedo se unió al resto.

Se notaba que llevaban toda la noche dándose un festín de sangre, tres o cuatro víctimas cada uno, los ojos inyectados y todos los estigmas bien visibles, ¡qué inconscientes!

Se agruparon dispuestos a atacar a Meliot. Uno de ellos estaba ya lanzándose hacia él. Arqueó el brazo derecho hacia la izquierda con la vista fija en ellos. Los otros también iniciaban el ataque. El líder llegó a su altura, pero, en aquel instante, los tres salieron despedidos a gran velocidad contra un muro cercano, ocasionando un crujido, de los huesos al romperse.

Gruñeron, conscientes ahora de su inferioridad. Se lamieron las heridas y se esfumaron.

—Disculpe, señorita, ¿se encuentra bien? —entre la tapadera de un cubo de basura y un spray irritante contra agresores, se parapetaba una muchacha pelirroja de unos veinticinco años, esbelta y muy bella.

—Sí, sí… me encuentro perfectamente —respondió, un tanto nerviosa—. Muchas gra-gracias, señor…

En cuanto levantó la cabeza le miró.

—¡Oh Dios mío! ¡Sus ojos, son sus ojos! ¡Sus ojos son los que…!

No le dio tiempo a decir nada más. Acababa de caer desmayada ante el poder de la misteriosa mirada de Meliot. No la habían mordido, mejor para ella.

La cogió con cuidado, tomándola en brazos.

Inmortalidad, poder… pero también sufrimiento, dolor, soledad y SED.

La pertenencia a la vieja raza no era un don, era una forma de vida nada convencional que no había elegido, fue obligado a aceptarla.

Sobrevivir, esquivando a los hijos bastardos de Van Helsing, que trataban de condecorarle con una bonita y afilada estaca, no era más que una de sus menores preocupaciones. No sabían que los antiguos rituales no podían dañarle. En otras épocas habían sido eficientes porque tenían fe en lo que hacían, pero hora nadie tenía fe. Nadie creía en la vieja raza.

—¿Y dice que no recuerda nada?

—Así es, doctor. Sólo recuerda que salió de trabajar, era tarde y estaba oscuro.

—Mmm, vamos a ver… ingresó con pérdida de conciencia, con excoriaciones y hematomas, ninguna fractura, ningún daño interno… presenta un cuadro de sueño inducido, sin embargo, los análisis no muestran la presencia de fármacos o drogas en su cuerpo. En fin… ¡Qué curioso! Madeleine, mantenla veinticuatro horas más en observación y si mañana se encuentra con fuerzas le daremos el alta.

—Como usted diga, doctor.

—¿Madeleine?

—¿Sí, doctor?

—¿Quién la trajo hasta aquí?

—Los celadores dicen que fue un hombre alto y corpulento de unos treinta años, bien vestido…

—¿Y su nombre?

—Ése es el problema. Cuando volvieron de buscar el formulario de admisión, el hombre ya se había marchado. Qué extraño, ¿no?

—Ya lo creo, Madeleine, ya lo creo.

Un zumbido le anunció que el programa había terminado. Las bolsas estaban vacías. Se había quedado dormido mientras la máquina ejercía su labor. Se arrancó las agujas y al momento las heridas comenzaron a cicatrizar. Estaba rendido, sin fuerzas apenas para levantarse.

Decidió hacer una llamada al doctor Loveman. Algo marchaba mal.

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1 Opinión

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  • Avatar
    asdf
    on

    Me gusta, gracias!!

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