Sujetos pasivos

Sujetos pasivos es la historia de Carolina: una funcionaria de Hacienda soltera, que acaba de perder a su madre, que tiene cinco jefes por encima, que no cobra un duro de incentivo y cuyas posibilidades de promoción son nulas. Y por si esto fuera poco, Carolina se ve envuelta en un turbio asunto de filtración de documentos privados a la prensa que mantiene en vilo y al borde de la histeria a todos los funcionarios de su Delegación.

«Más o menos era lo que me decía mi madre cuando trabajaba con Fredeswindo. Decía que si él no se decidía a ser mi novio, debía de ser yo la que le demostrara mi afecto de alguna forma ostensible. Que a los hombres hay que ponerles las cosas fáciles. Pero no es lo mismo. No puedo tatuarme el nombre de todos los jefes que pasen por mi vida».

Carmen García-Roméu, a través de un humor fresco e irreverente, una trama con las dosis justas de absurdo, suspense y desbordante inteligencia, ha construido una novela sorprendente y repleta de personajes pintorescos (un compositor de canciones metido a asesor fiscal, un cirujano con aspecto de marinero o un dentista pobre de solemnidad) enfrentados a una situación límite: la Inspección de Hacienda.

ANTICIPO:
Hoy ha venido el primer contribuyente citado, cojea. Lleva un parche en el ojo derecho y los pantalones rotos por las rodillas. Dice que es pobre y se pasa la mano por el pelo. Va sin afeitar y huele a demonios. Le indico que se siente. Dice que no puede, que tiene un forúnculo adiposo y que está de luto. Observo por su declaración que es dentista, y por la documentación que tengo que gana una barbaridad. Veo que ha comprado un Mercedes deportivo el último año, y es propietario de una embarcación de recreo.

—Ha adquirido usted un vehículo, ¿no? —le pregunto.

Me pide que salga con él a la puerta, le digo que no hace falta, insiste. Al salir se agarra de mi brazo, no sé si por el forúnculo o por el parche del ojo. Al llegar al pasillo izquierdo de la Administración llora. La gente que está en la cola me mira mal. Le pregunto que adónde me lleva. Él grita:

—Con la cantidad de sinvergüenzas que hay por el mundo, que me hayan tenido que citar a mí. El dentista no ha traído ni un sólo papel de los que le pedía. Dice que él no entiende de eso, que él es un pobre jubiladito.

—¿Jubiladito? Si está dado de alta en Actividades Económicas.

—Eso es mi yerno que no me puede soportar y en cuanto me despisto me da de alta en cosas.

Saca la multa del bolsillo y me pregunta si es deducible, que al fin y al cabo se la han puesto por culpa mía, por haberlo citado. Estoy agotada. Miro al techo y veo a la lagartija. Le chisto para que se vaya y el dentista se ofrece a matarla. Le digo que no, que no ha hecho nada.

—¿Y yo? ¿Qué he hecho yo? —grita.

Estoy muy cansada. Lo cito para otro día y le levanto una diligencia señalando que no ha traído ni uno solo de los documentos que le pedía. Me mira raro. Dice que tengo muy mala idea y que no se piensa olvidar de mi cara.

—No me voy a olvidar de usted, señorita —me dice. Luego da un golpe en la mesa. Está probando una segunda táctica, ya no quiere conmoverme sino asustarme. Lo miró con tal indignación que se acobarda y me pide perdón. Dice que tiene prontos desde que le picó un mosquito en Kenia. Le pregunto que si en un safari de lujo, y vuelve a cojear.

Le pido que me firme la diligencia y le tiembla la mano. Dice que no puede, que le ha dado algo, que debe ser párkinson. Le digo que salga inmediatamente de mi despacho. Vuelve a llorar y se aleja cabizbajo.

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