Tan solo una aventura

Beatrice, Lady Somerfield, está demasiado ocupada ejerciendo de carabina para la testaruda de su sobrina Emily como para encontrar tiempo para buscarse un amante… hasta que una noche en un baile de máscaras, un desconocido le hace darse cuenta de los placeres que se ha estado perdiendo.
Sin embargo, cuando descubre su identidad, cualquier aventura con él se torna imposible. Se trata de Gabriel, marqués de Thayne, la atracción de la temporada. Sin embargo, Beatrice ha cautivado por completo a Thayne, que comenzará a sospechar que bien podría ser la esposa perfecta para él. Pero ¿serán los sentimientos de Beatrice tan profundos como para que esta sea capaz de romper su promesa de no volver a casarse y de hacer frente al escándalo cuando su relación salga a la luz?
Después de ser durante años una ávida lectora de novela romántica de Regencia, Candice Hern decidió probar a escribir una. Su primer libro, A Proper Companion, fue publicado en enero de 1995. Desde entonces todas sus novelas son un éxito.

ANTICIPO:

El beso fue sorprendentemente seductor y pausado. Instantes después, el desconocido se retiró y aflojó los brazos que la rodeaban.
—Quizá deberíamos bajar las armas, ¿no cree? —Cogió la aljaba y el arco y los deslizó por su brazo. A continuación él se quitó la daga del fajín y la dejó caer al suelo.
Volvió a rodearla con sus brazos y dijo:
—Ahora ya podemos rendirnos.
La besó lentamente, explorándola, saboreándola, atormentándola con delicados asaltos a sus sentidos. Besó su labio superior, las comisuras de su boca y finalmente atrapó el labio inferior entre los suyos y lo succionó con dulzura. Beatrice se sintió mareada y abrumada ante tantas sensacio­nes. Se recostó sobre sus brazos y saboreó cada caricia de su lengua y labios.
El placer era profundo y abrumador pero, a pesar de ello, había un contrapunto de aprensión, de duda. Una insistente voz en su interior le susurraba que una mujer decorosa y respetable estaría escandalizada, que una mujer decorosa y respetable jamás permitiría que un perfecto desconocido la llevara al lugar más oscuro de aquel emplazamiento y la besara hasta hacerle perder el sentido.
Beatrice le dijo a aquella voz que permaneciera callada.
El marajá continuó con la lenta y fascinante exploración de su boca y finalmente se abrió paso entre sus labios, momento en el que el beso se tornó más urgente y profundo. Besó su boca sin tregua. Había dicho que la deseaba y ella podía sentirlo en ese momento, sentía su deseo como si se tratara de algo tangible. Vertió su calor en ella hasta que sintió hervir su sangre. Ella se irguió y arqueó contra él, devolviéndole aquellos besos con una pasión tiempo atrás enterrada, pero nunca extinta del todo. Respondió a las enérgicas ofensivas de su lengua con avidez e impaciencia.
Sin avisar, la giró sobre sus brazos e intercambiaron posicio­nes, ella contra el muro, las caderas del desconocido presionan­do las de ella, su erección férrea y notoria contra el vientre de Beatrice. La besó de nuevo, empujando la lengua de Beatrice más profundamente al interior de su boca y acariciándola con la suya. Corrientes de calor seguían recorriéndole las venas, oleadas y oleadas de fuego, desde sus pies desnudos hasta su cuero cabelludo, hasta que sintió la calidez y humedad entre sus muslos y una parte de su cuerpo que no se había sentido tan excitada en más de tres años comenzó a latir con fuerza.
Las manos del desconocido se deslizaron por la seda de su túnica, trazando la curva de su hombro, columna y caderas, atrayéndola para sí. Beatrice lo exploró atrevidamente con manos y dedos igual de inquisitivos. Todavía estaba demasiado oscuro como para verlo bien, pero no necesitaba la luz de la luna para descubrir las formas y ángulos de su rostro y cuerpo. Mientras sus dedos recorrían el hoyuelo de su barbilla, su fuerte mandíbula y el puente de la nariz, se percató de que se había quitado la máscara. Sobresaltada, se dio cuenta de que ella tampoco la llevaba puesta y le pendía del cuello. ¿Se la había quitado ella misma? ¿Se la había quitado él? No sabría decirlo con certeza.
¿Importaba? En cualquier caso, estaba demasiado oscuro pero ¿por qué no podía evitar sentir una punzada de aprensión ante el hecho de que pudieran verse?
La ansiedad se evaporó cuando la boca del desconocido volvió a encontrarse con la suya y saqueó sus profundidades, despo­jándola de sus sentidos. Cuando pensaba que iba a volverse loca, los labios del desconocido comenzaron a bajar, recorriendo su mandíbula, su barbilla y todo su cuello.
—Su vestido es poco. corriente. Para nada inglés.
Ella sintió el aliento de sus palabras contra su oreja mientras lamía la sensible zona del lóbulo.
—Es griego —acertó a decir, a pesar de que su cerebro parecía haber perdido todo amarre y vagaba sin rumbo por su cabeza.
—En el mundo antiguo tenían una noción de la vestimenta mucho mejor que la nuestra, ¿no cree? —le susurró—. Mien­tras que nosotros, los ingleses de la era moderna, no siempre nos sentimos cómodos en nuestros cuerpos y hacemos todo lo posible por esconderlos y atenazarlos, los vestidos griegos y romanos les concedían libertad de movimientos. No encerra­ban el cuerpo, sino que permitían que este se expresara con naturalidad. Debería llevar siempre túnicas así, Artemisa, tan poco inglesas a ese respecto.
Recorrió con un dedo el hombro donde la seda se recogía en pliegues y dejó que la túnica le cayera sobre el brazo. Su cálida mano acarició el ahora desnudo hombro y fue bajando hasta el pecho. Deslizó la mano bajo la seda para acariciárselo y soltó un leve gemido cuando su mano solo encontró ballenas y entretela.
—No tan libre y natural, después de todo —dijo—. Decorosamente confinados. Muy británico.
Aunque él no podía saberlo, los pezones de Beatrice se habían endurecido bajo las ballenas. Cómo deseaba no llevar el corsé. Deseaba sentir las manos de su amante en sus pechos.
Su mano abandonó la búsqueda y volvió a acariciar su brazo, trazando el contorno de su brazalete en forma de serpiente.
—¿Y qué hay de su traje? —dijo ella señalando su elaborado disfraz—. Parece tan opresivo como el de un caballero inglés.
—Al contrario —dijo—. La ropa oriental es muy poco opresiva.
Y de repente sintió que una suave tela le hacía cosquillas en la cara. Comenzó a reír cuando la tela siguió cayendo sin cesar sobre su rostro.
—¿Qué es?
—Mi turbante. ¿Ve lo fácil que se quita?
—No puedo verlo, pero puedo sentirlo. —Con gran atrevi­miento, alzó las manos y comprobó que ya no había ni rastro del turbante, y sus manos encontraron en su lugar cabellos suaves y abundantes.
—Oh. —Entrelazó los dedos entre sus cabellos y él gimió de placer.
Él le cogió las manos y las sostuvo por encima de su cabeza. Se las ató con holgura con la tela del turbante y las mantuvo unidas mientras besaba la parte interior de sus brazos y codos. Beatrice, que tenía muchas cosquillas, rió tontamente y se resistió a la dulce tortura de su lengua. Con un leve movimien­to, sus manos quedaron libres de nuevo y rodeó con ellas el cuello del desconocido.
—Y no solo el turbante —dijo él— es fácil de quitar.
Notó cómo se subía el faldón de aquella especie de chaqueta o casaca y, con un movimiento de muñeca, los pantalones se soltaron y cayeron al suelo con un suave silbido. Otro movi­miento rápido, y el peso contra su vientre fue real, cálido y totalmente libre. Estaba desnudo de cintura para abajo.
Si había que poner fin a lo que estaba sucediendo, ese era el momento. La razón le decía que se retirara, que mostrase algo de compostura antes de que fuera demasiado tarde, pero no lo hizo. Que Dios la perdonara, pero no quería parar. Deseaba aquello. Lo deseaba a él.
Comenzó a besar su cuello y Beatrice apoyó la cabeza contra el muro para que llegara mejor. Sus huesos se habían derretido. Si no se hubiera encontrado firmemente sujeta entre el muro y el cuerpo de él, se habría desplomado. Apenas si se dio cuenta del sonido del roce de la seda cuando le subió la túnica y deslizó una mano por su pierna desnuda. El aire frío de la noche le acarició la piel de las pantorrillas y a continuación los muslos mientras él le subía el dobladillo hasta la cintura. La calidez de su mano sobre su fría piel, el roce de su muslo desnudo contra el de ella, y la aterciopelada presión de su erección contra su vientre hicieron que se le escapara un grito ahogado. Él lo sofocó con su boca, besándola profundamente.
Lo que quedaba de su razón, de su dignidad, de su cordura, se evaporó en ese preciso instante. Cediendo a la urgente demanda de su cuerpo, presionó descaradamente su cuerpo contra el de él, ajustando su peso para que la tomara. Estaba húmeda y excitada y lista para él. Impaciente. Deseosa.
—Así —dijo él.
La agarró de la corva, elevándole la pierna y colocándola alrededor de su cintura. Su sexo quedaba descaradamente abierto para él, pero todavía no la penetró. Por el contrario, la provocó y acarició, primero con sus hábiles dedos y después con la punta de su pene hasta dejarla húmeda y agonizante de deseo por él. Beatrice dejó escapar un gemido lastimero y él apartó la mano y le sujetó las nalgas. Presionó y de repente se encontró dentro de ella.
El deseo arrancó a Beatrice todo resquicio de razón, debili­tando su decoro, su compostura, su intelecto. Se retorció contra la pared y rodeó con más fuerza su cintura. El desco­nocido comenzó con un ritmo lento, saliendo casi por comple­to de ella antes de volver a empujar hacia su interior. El cuerpo de Beatrice se arqueaba y retorcía por el placer que le propor­cionaba.
Involuntarios susurros de placer se le escapaban con cada respiración, gemidos de puro gozo acompasados con los movi­mientos del desconocido.
Sintió de nuevo la boca de él contra la suya. Dijo algo, una palabra que no entendió o que no pudo oír a causa de su respiración entrecortada.
—¿Qué? —le preguntó, jadeante, sin importarle demasiado si le respondía o no.
—Jataveshtitaka —dijo él e incrementó el ritmo—. El enla- zamiento de la enredadera.
No tenía idea alguna de qué estaba hablando, pero no importaba. Se elevó un poco para poder recibirlo mejor. Cuanto más incrementaba el ritmo, más fuertemente se golpeaba Beatrice contra el muro. Percatándose de que iba a acabar lastimada, el desconocido sostuvo sus nalgas con las manos, protegiéndola así del muro.
Cuanto más rápido se movía él, mayor era la tensión que crecía en su interior, tanto que pensó que iba a quebrarse en pedazos. Iba a morir de placer, estaba segura de ello. Y sin embargo, no podía parar, a pesar de estar a punto de desfallecer, porque sabía adónde conducía aquello y, Dios, lo deseaba. Todo pensamiento, toda percepción, fueron arrojados a un lado para poder dar fin a ese insoportable dolor. Sus músculos internos se aferraron fuertemente a él y este dejó escapar un gemido. Comenzó a moverse contra él, más y más fuerte, para lograr llegar al final.
Y entonces sucedió. Una explosión de sensaciones tan pode­rosa que todo su cuerpo se tambaleó. Beatrice echó la cabeza hacia atrás y a punto estuvo de gritar cuando la boca de él cubrió la suya y amortiguó el sonido. Unos segundos después él cesó sus frenéticos movimientos y salió de ella. Beatrice sintió como el cálido líquido caía por su muslo.
Confusa y desorientada, cayó inerte contra el muro, aunque su sexo no había cesado de latir. Un diminuto rincón de su cerebro estaba agradecido por el hecho de que al menos uno de ellos hubiera tenido el sentido común como para considerar las consecuencias de lo que hacían. Ella había estado demasiado fuera de sí como para pensar de un modo racional.
—Dios mío —dijo él con la respiración entrecortada mien­tras, apoyado en el muro, se inclinaba sobre ella—. ¿O quizá debería decir «Diosa mía»? Mi dulce Artemisa, después de todo, ha conseguido matarme.
La besó con dulzura y después se echó a un lado. Beatrice cerró los ojos e intentó dar sentido a lo que acababa de ocurrir, o a lo que había permitido que ocurriera.
Comenzó a temblar. ¿Se debía al frío de la noche? ¿O era porque de repente se había dado cuenta de que había perdido todo sentido del decoro y había intimado sexualmente con un perfecto desconocido? A pesar de que su cuerpo todavía repiqueteaba con los efectos secundarios del acto, su mente comenzaba por fin a funcionar con claridad y a comprender lo vergonzoso de su comportamiento.
¿ Cómo puedo haber hecho algo así?
¿Cómo había permitido que llegaran tan lejos? Cuando salieron al exterior de la casa ella sabía que el desconocido la besaría pero ¿acaso se esperaba. esto? No, no se lo esperaba. ¿O sí? Dios santo, estaba tan confundida. Había disfrutado de su obvio interés por ella, había deseado que la besara. Pero ¿de veras se había imaginado que aquello llevaría a un anónimo encuentro sexual contra un muro? ¡Por todos los santos!
Una cosa sí era segura. Sabía cuándo había cruzado la línea y el momento en que la intimidad final se iba a dar. Podía haberlo parado; podía haber dicho que no quería. Pero no lo había hecho. Porque lo había deseado. No tenía sentido negarlo. Pero haberse dejado llevar por el deseo, haber mostrado una carencia total de dominio sobre sí misma, haber permitido que un desconocido accediera a su cuerpo. de repente se sentía estupefacta y estúpida.
No sabía si estaba alterada por tan escandaloso proceder o si se hallaba escandalosamente emocionada. ¿Debería sentirse avergonzada, asqueada o deliciosamente maliciosa?
Sí, se había sentido fascinada por su interés, se había sentido atraída por él. Y las máscaras, la música, la atrevida túnica. todo le había hecho sentirse más provocadora y osada. El anonimato de su encuentro, el descaro del mismo, la habían excitado aún más y la habían investido de tan extraño coraje.
Coraje para comportarse como una libertina. Para dejarse seducir en un jardín en el exterior de una casa donde se celebraba un baile con cientos de personas. Personas que la conocían, que la respetaban, que la admiraban incluso por su trabajo en el Fondo de las Viudas Benevolentes. Personas que se quedarían completamente estupefactas si supieran lo que acababa de hacer.
Cuando Beatrice se había imaginado con un amante, y esos pensamientos no habían dejado de martirizarla últimamente, siempre había dado por sentado que se trataría de una aventura discreta que tendría lugar en la privacidad de una habitación. Pero esto . esta tempestuosa y desatada pasión en la oscuridad, contra un muro, con gente que podría verlos, con Emily en el baile. era algo que jamás podría haberse imaginado. Parecía tan sórdido, tan sucio.
Tan excitante.
En lo más profundo de su corazón, sabía que no estaba bien. No tenía que haber dejado que ocurriera. Lo mejor que podía hacer era marcharse de allí. Ahora que todo lo que había ocurrido seguía sin saberse. De repente le resultaba de vital importancia proteger su identidad. No deseaba que ese hombre supiera quién era aquella mujer que había aceptado darle su cuerpo de tan buen grado y ella tampoco deseaba saber de quién se trataba. Eso le facilitaría las cosas para aceptar la situación como un momento de locura, una anomalía impropia de su carácter. Sin duda ese hombre pensaría que se trataba de una libertina, una mujer para la que hacer el amor en la oscuridad de la noche con un desconocido carecía de importancia. Como una prostituta de Covent Garden. No deseaba que supiera que lady Somerfield era esa mujer.
Porque no era así. Ella jamás había hecho algo indecoroso o vergonzoso en toda su vida. Jamás había estado con otro hombre que no fuera Somerfield.
Todos esos pensamientos se agolparon en su cabeza en un instante, antes siquiera de acertar a apartarse del muro. Estaba lista para marcharse de allí cuando sintió que él le levantaba la túnica de nuevo. Dio un salto atrás con un grito. ¡No! No dejaría que volviese a importunarla. No dejaría que ese mo­mento de locura se repitiera de nuevo.
Pero no la estrechó contra sí para volver a tener relaciones con ella. Usó una tela de seda para limpiarle las piernas.
—Deje que la ayude, Artemisa.
Pero ella se retorció contra su tacto. La imagen de su semilla cayendo por sus piernas, un recuerdo pegajoso de lo que había ocurrido, solo le hacía ser más plenamente consciente de lo burdo de aquel encuentro. Intentó zafarse de él, pero el desco­nocido se incorporó y la inmovilizó contra la pared.
—No huya, mi Artemisa.
La besó de nuevo y ella se apartó, luchando contra la atracción que su cuerpo sentía por él, en un intento por poner fin a aquella situación.
—Déjeme marchar —dijo, intentando parecer firme y con­tenida, pero temiendo que fuera a parecer justo lo contrario.
Sus manos la soltaron al instante y en ese momento ella supo que lo habría hecho en cualquier momento si se lo hubiese pedido. Él no la habría forzado. No la había forzado. No podía usarlo como excusa.
—No se vaya todavía —dijo—. Ni siquiera sé su nombre.
Y Beatrice quería que así fuera. Deseaba volver a la sala de baile, coger a Emily y marcharse discretamente. Estaba resuel­ta a que no conociera su identidad.
—Tengo que irme. —Se ajustó las faldas del vestido y se colocó el hombro de la túnica. Se llevó las manos al cabello para colocarse los rizos que se le habían salido del recogido y devolver algunos mechones díscolos a su sitio. Recordó que él le había acariciado el cabello y rogó a Dios que no tuviera un aspecto tan desastroso como el que se imaginaba. Cuando volviera a la casa, ¿sabrían los que la vieran qué era lo que había estado haciendo?
Beatrice se pasó la mano con brío por la parte delantera del vestido. Rogó que los polvos del cabello no le hubieran caído a la túnica. Al menos eran amarillos y no destacarían mucho sobre la seda del vestido. Las motas doradas eran otra cosa. ¿Por qué había añadido ese adorno a su peinado? Se pasó las manos una y otra vez por el vestido y estiró los pliegues para sacudir cualquier resto de polvo o de destello dorado que pudiera haberle caído.
—¿No va a decirme su nombre?
Dejó de sacudirse, pero no alzó la vista.
—No.
—Me hace daño, Artemisa. ¿Cómo puede darme de una forma tan dulce su cuerpo pero no obsequiarme con su nombre?
—Lo siento. No puedo. Debo irme.
Se puso delante de ella, bloqueándole la salida, y ella lo empujó a un lado para poder pasar. Él dio un paso atrás. Y, en ese momento, un destello de la luz de la luna se abrió paso por entre los árboles e iluminó el muro que tenía a sus espaldas. Parpadeó ante aquella repentina luz.
¡Maldición! Podía ver su rostro.
Se apartó rápidamente de la luz de la luna y se colocó de nuevo la máscara mientras se adentraba en la oscuridad. Casi se tropieza con la aljaba y el arco. Los cogió a toda prisa y echó a correr hacia el jardín.
—Pero, Artemisa —le gritó—, ¿cuándo podré verla de nuevo?

compra en casa del libro Compra en Amazon Tan solo una aventura
Interplanetaria

Sin opiniones

Escribe un comentario

No comment posted yet.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑