Teseo. El rey debe morir y El toro del mar

Publicada anteriormente en dos volúmenes independientes (El rey debe morir y Teseo, rey de Atenas), Mary Renault convierte en una magnífica novela una de las historias más emocionantes, maravillosas y sorprendentes de la Antigüedad clásica: El mito de Teseo.

Fundador de la dinastía ateniense, reformador religioso, gran navegante y hasta pirata, a Teseo también se le atribuye el sinecismo ateniense. Pero Mary Renault va más allá, y nos muestra al héroe no sólo en los episodios más conocidos, como su lucha contra el Minotauro de Creta, sino también en sus relaciones personales, sus amorías y todo su mundo interior.

Mary Renault pertenece al selecto y restringido grupo de cultivadores de novela histórica que han alcanzado un estatus de clásicos de la literatura y sólo ella puede acometer un tema como éste y salir airosa en su empresa.

ANTICIPO:
Recuerdo muchos días iguales: la quietud del mediodía; la sombra del tejado, recta y cortante; apenas el rumor de una cigarra en la hierba caliente, las inquietas copas de los pinos y el lejano rumor del mar como el eco de una caracola. Yo barría el suelo que rodeaba el manantial sagrado y esparcía arena limpia; luego, tomaba las ofrendas depositadas sobre la roca que había al lado y las colocaba en un plato para que comieran los sacerdotes y servidores. Sacaba rodando el gran trípode de bronce y llenaba el cuenco con agua del manantial, recogiéndola en un recipiente con forma de cabeza de caballo. Después de lavar las vasijas sagradas, de secarlas con telas limpias y disponerlas para las ofrendas nocturnas, vertía el agua en un cántaro de barro que había debajo de los aleros. Es curativa, sobre todo para las heridas infectadas, y la gente acude desde lejos a buscarla.

Sobre la roca había una efigie de Poseidón, de madera, con la barba azul, un arpón de pescar y una cabeza de caballo. Pero pronto no le presté atención. Como la antigua gente de la ribera, que adoraba a la Madre Mar a cielo abierto, matando a sus víctimas sobre la roca desnuda, yo sabía dónde vivía la deidad. Acostumbraba escuchar en la densa sombra del mediodía, inmóvil como los lagartos sobre los troncos de los pinos; a veces, sólo se oía el arrullo de las tórtolas; pero otros días, cuando el silencio era casi absoluto, se oía a lo lejos, en el manantial, una gran garganta que tragaba o una enorme boca que chasqueaba los labios; o, a veces, sólo un suspiro largo y sofocado.

La primera vez que lo oí, dejé caer la copa en el cuerno y salí corriendo entre las columnas pintadas al ardiente sol, hasta detenerme, jadeante. Luego, salió el viejo Cónidas y me puso la mano sobre el hombro.

—¿Qué sucede, hijo? ¿Has oído el manantial? —Asentí. Me revolvió el pelo y sonrió.

—¿Qué significa esto? —agregó—. ¿Acaso temes a tu abuelo cuando se remueve en sueños? ¿Por qué temes al padre Poseidón, que está aun más cerca? —Pronto aprendí a reconocer los sonidos y escuchaba en vilo, como los niños; hasta que terminaron por parecerme monótonos los días de silencio. Y cuando transcurrió un año, entre preocupaciones que no podía confiarle a nadie, adopté la costumbre de inclinarme sobre la roca hueca y murmurarle al dios; si me contestaba, me sentía consolado.

Ese año, apareció en el santuario otro niño. Yo venía y me iba, pero él llegó para quedarse; se lo habían ofrecido como esclavo al dios, para servir allí durante toda su vida. Su padre, agraviado por un enemigo, lo prometió antes de que naciera a cambio de la vida de aquel hombre. Volvió a su casa, arrastrando el cadáver a la zaga de su carro, el mismo día en que nació Simo. Yo estaba allí cuando lo consagraron, con un bucle del muerto atado a la muñeca.

Al día siguiente, lo llevé al santuario para enseñarle sus obligaciones. Era hasta tal punto más grande que yo, que me pregunté por qué no lo habrían mandado antes. No le gustaba que le enseñara un chiquillo y acogía con desdén todas mis palabras; no provenía de Trecén, sino de la costa, de las cercanías de Epidauro. Cuanto mejor lo conocía, menos me gustaba. A juzgar por sus palabras, sabía hacerlo todo. Era rechoncho y rubicundo, y si atrapaba a un pájaro, lo desplumaba vivo y lo ponía a corretear.

Cuando le dije que debía dejarlos en paz y que, de lo contrario, Apolo lo perseguiría con una flecha, porque los pájaros traen sus augurios, me replicó en tono burlón que yo era demasiado melindroso para ser un guerrero. Me inspiraba odio incluso su olor.

Un día, en el bosquecillo, me dijo: —¿Quién es tu padre, pelirrojo?

Con aire audaz y sacando el pecho, respondí: —Poseidón. Por eso estoy aquí.

Se echó a reír e hizo un gesto grosero con los dedos.

—¿Quién te dijo eso? ¿Tu madre? —Me pareció que acababa de romper contra mí una ola negra.

Nadie me había dicho una cosa así abiertamente. Yo era un niño mimado, aún; lo peor que había sufrido era la justicia de los que me amaban. Él dijo: —¡Hijo de Poseidón, un pigmeo como tú! ¿No sabes que los hijos de los dioses les sacan una cabeza a los demás hombres? —Yo temblaba de pies a cabeza, ya que era demasiado joven para ocultar mis sentimientos. Me creía a salvo de estas cosas en el sagrado recinto.

—Pues seré alto, tan alto como Heracles, cuando sea un hombre. Todos tienen que crecer y yo no tendré nueve años hasta la primavera.

Mi interlocutor me dio un empellón que me hizo caer de espaldas. Como había pasado un año en el santuario, su impiedad me arrancó una exclamación entrecortada. Creyó que era a él a quien temía.

—¡Ocho y medio! —dijo, señalando con su romo dedo—. Aquí me tienes a mí, que no he cumplido los ocho aún y soy lo bastante grande para derribarte. ¡Corre a tu casa, bastardillo! Dile a tu madre que te cuente otro cuento mejor.

Creí que me iba a estallar la cabeza. Lo siguiente que recuerdo es que me vociferó al oído. Lo tenía apresado entre las piernas, con los puños llenos de pelos suyos, mientras trataba de romperle la cabeza contra el suelo. Cuando levantó un brazo para repelerme, le clavé los dientes y no lo solté. Los sacerdotes me separaron de él abriéndome las mandíbulas con un palo.

Después de limpiarnos y zurrarnos nos llevaron a pedirle perdón al dios, quemando nuestras cenas ante él para expiar nuestra impiedad. En el momento del sacrificio, la garganta del manantial eructó y gorgoteó. Simo dio un salto; desde entonces, la presencia del dios le inspiró más respeto.

Cónidas le curó el brazo, cuando se infectó, con el agua sagrada. Mi herida era interna y se curó lentamente.

Yo era el menor de los niños del palacio y nunca había pensado en cotejar mis fuerzas con las de los demás. Cuando volví de nuevo a casa, comencé a fijarme en quienes me rodeaban y a preguntarle su edad a la gente. Encontré siete niños nacidos en el mismo año y en la misma estación que yo. Sólo uno de ellos era más bajo. Hasta había muchachas más altas. Comencé a mostrarme taciturno y a cavilar.

Los seis niños, a mi modo de ver, eran amenazas para mi honor. Si no podía crecer más que ellos, tenía que revalidarme de otra forma. Por eso los desafiaba a zambullirse entre rocas escarpadas, a buscar nidos de avispas silvestres y a correr, a montar la mula coceadora y a robar huevos de águila. Si se negaban, los obligaba a pelear. Y los vencía, ya que arriesgaba más que los otros, bien que decirlo. Luego, por mí, podíamos ser amigos. Pero sus padres se quejaban de que yo los ponía en peligro; y no pasaban dos días seguidos sin que se provocase alguna pelea.

En cierta ocasión, vi que el viejo Cónidas volvía de Trecén y lo alcancé cerca del vado. Él cabeceó y dijo haber oído cosas lamentables sobre mí; pero lo noté contento de que lo hubiese alcanzado. Eso me dio ánimos y dije: —Cónidas… ¿qué estatura tienen los hijos de los dioses? Me escrutó a fondo con sus viejos ojos azules y me propinó un golpecito en el hombro.

—¿Quién podría decirlo? —respondió—. Eso significaría imponer leyes a nuestros mayores. Los dioses pueden ser de las dimensiones que se les antojen; Apolo Peán pasó una vez por hijo de un pastor. Y el propio Zeus, padre del poderoso Heracles, galanteó en otra ocasión adoptando la forma de un cisne. Su esposa tuvo cisnecitos acurrucados en huevos, de este tamaño… ¿ves?

—Entonces, ¿cómo saben los hombres si los han engendrado dioses? —pregunté.

Cónidas bajó sus blancas cejas.

—Nadie puede saberlo. Y menos aún afirmarlo. Los dioses castigarían su orgullo. Sólo se puede pretender ese honor, como sí fuera cierto, y servir al dios. A los hombres no se les pide que sepan esas cosas: el cielo envía una señal.

—¿Qué señal? —pregunté.

Pero él denegó con la cabeza.

—Los dioses la dan a conocer cuando les viene bien.

Medité mucho sobre aquel asunto del honor. El hijo de Tálao, al trepar a una rama que soportaba mi peso pero no el suyo, se rompió un brazo y yo me gané una zurra. El dios no enviaba ninguna señal; por lo tanto, no parecía satisfecho.

Detrás de los establos se hallaba el pesebre del toro del palacio. El toro era rojo como una vasija, de cuernos cortos y rectos, y se parecía a Simo. A los niños nos gustaba burlarnos de él por entre la empalizada, aunque el mayordomo del palacio nos daba un pellizco si nos sorprendía haciéndolo. Cierto día, habíamos estado observando cómo el toro cubría a una vaca y, cuando hubo concluido el espectáculo, se me ocurrió saltar al corral y cruzarlo corriendo.

El toro estaba tranquilo después del placer y me zafé sin dificultad; pero aquello causó revuelo entre los niños y bastó para hacerme volver al día siguiente. La vida que llevaba me había hecho duro, fuerte y ágil; y cuando los demás niños, por emulación, intervinieron en el juego, seguí dominándolos. Elegí mi pandilla entre los más ligeros y activos; jugábamos con el toro dos o tres a un tiempo, despertando la envidia de los demás, mientras alguno vigilaba por si aparecía el mayordomo.

También el toro aprendía. Pronto, antes de que llegáramos a la cerca, se ponía a escarbar. Mi pandilla se acobardó hasta que, al final, el único que aceptaba acompañarme era Dexio, el hijo del caballerizo mayor, que no temía a los cuadrúpedos. A nosotros dos incluso nos gustaba que los demás distrajeran la atención del toro antes de meternos. Cierto día, mientras esperaba su turno, Dexio resbaló estando el animal a la expectativa.

Era un niño menor que yo, se dejaba guiar por mí y simpatizaba conmigo. Comprendí lo que iba a suceder y que todo era culpa mía. Como no se me ocurrió otra cosa, salté sobre la cabeza del toro.

No recuerdo muy bien qué ocurrió, qué sensaciones experimenté ni si temí morir. Por suerte, me agarré a los cuernos, y como el toro era tan novicio como yo en aquellas lides, se desembarazó de mí sin hacerme mucho caso. Volé por los aires, di con el vientre contra lo alto de la cerca y me quedé colgado; luego, noté que los niños me asían y bajaban por la otra parte. Mientras tanto, Dexio trepó la valla y el estrépito hizo acudir al mayordomo.

Mi abuelo me tenía prometida la mayor paliza de mi vida. Pero, cuando me desnudó y me vio negro y morado, como si la hubiese recibido ya, me palpó y encontró dos costillas rotas. Mi madre se echó a llorar y preguntó qué me había pasado. Pero no era a ella a quien yo podía decírselo.

Para cuando se me curaron los huesos, ya era tiempo de volver al santuario. Ahora, Simo había aprendido algo de modales; pero recordaba el mordisco en el brazo. Nunca me llamaba por mi nombre, sino siempre «hijo de Poseidón». Lo decía con demasiada melosidad y ambos sabíamos qué quería dar a entender.

Cuando me tocaba el turno de limpiar el santuario, acostumbraba arrodillarme junto al arroyo y susurrar el nombre del dios, y si me contestaba algún murmullo, decía, en voz baja: «Padre, envíame un signo».

Cierto día, a mitad del verano en que yo tenía diez años, la quietud del mediodía me pareció más sofocante que nunca. La hierba del bosquecillo estaba descolorida a causa de la sequía; la alfombra de pinochas ahogaba todos los ruidos. No cantaba ningún pájaro; hasta las cigarras habían enmudecido; las copas de los pinos se perfilaban inmóviles contra el azul intenso del cielo, macizas como si fueran de bronce. Cuando volví a entrar mi trípode al santuario, el traqueteo de las ruedecillas me pareció atronador y me inquietó, no sé por qué. Anduve con cuidado, evitando que las vasijas tintinearan. Y, mientras tanto, pensaba: «Ya he sentido esto en otra ocasión».

Me alegraba haber terminado y no fui al manantial, sino que salí y me paré junto al santuario, con un hormigueo en la piel. La gorda esposa de Cónidas me saludó mientras sacudía las mantas, y ya me sentía mejor, cuando se acercó Simo y me dijo: —Y bien, hijo de Poseidón, ¿has estado hablando con tu padre? —Es decir, que me había espiado. Pero ni siquiera esto me afectó, como en otros tiempos. Lo que me enfadó fue que Simo no bajara la voz, aunque en todo momento parecía estar diciendo: «Chitón».

Aquello me irritó como si me estuvieran tirando de los pelos y dije: —Cállate.

—Simo asestó un puntapié a una piedra, lo cual me crispó los nervios.

—He mirado por la persiana y he visto a la vieja desnuda — dijo—. Tiene una verruga en el vientre. —Su voz, que parecía aserrar el silencio, me resultó insoportable. El ultrajado silencio parecía vacilar a nuestro derredor.

—¡Vete! —dije—. ¿No sientes que Poseidón está furioso? Me estuvo mirando un rato; luego, dejó escapar un relincho burlón. Cuando brotó de su boca, el aire que nos envolvía se llenó de un zumbido de alas. Todos los pájaros del bosquecillo habían abandonado los árboles y se cernían en el cielo, chillando sus advertencias. Al oír aquel rumor, sentí un cosquilleo en todo el cuerpo, en los brazos y en la cabeza. No sé el porqué de semejante opresión, pero la risa de Simo era insoportable. Grité:

—¡Márchate! —Y golpeé el suelo con el pie; y la tierra se movió.

Sentí un fragor y un temblor, como si un enorme caballo sacudiera el flanco para ahuyentar las moscas. Se oyó un gran estrépito de madera que se resquebrajaba, y el techo del santuario se inclinó hacia nosotros. Los hombres gritaban, las mujeres chillaban, los perros ladraban y aullaban; la vieja voz cascada de Cónidas invocaba al dios; y, de pronto, el agua fría me rodeó los pies. Brotaba a chorros del santuario, de las rocas del manantial sagrado.

Yo estaba casi aturdido. En medio del estruendo, notaba la cabeza clara y despejada, como el aire después del trueno. «Era esto —pensé—. Lo presentía.» Luego, recordé las extrañas sensaciones que había experimentado, y cómo había llorado, a los cuatro años de edad.

Por todas partes, en el interior del santuario y en los alrededores, la gente invocaba a Poseidón, el sacudidor de la tierra, y le prometía ofrendas si cesaba de moverse. Luego, cerca de mí, oí una voz que lloraba y gritaba. Simo retrocedía, con el puño contra la frente, en actitud reverencial, y gritando:

—¡Creo! ¡Creo! ¡No permitáis que me mate! —Mientras gimoteaba, chocó contra una laja rocosa, cayó cuan largo era y empezó a bramar; entonces acudieron corriendo los sacerdotes, suponiendo que estaría herido. Siguió balbuceando y señalándome, mientras yo estaba demasiado impresionado para sentirme contento, me tragaba las lágrimas y lamentaba que no estuviese allí mi madre. El agua se trocaba en barro bajo mis pies. Me quedé allí quieto, escuchando los chillidos de los pájaros que describían círculos en lo alto y los sollozos de Simo, hasta que el viejo Cónidas se acercó e hizo el signo reverencial. Luego, me apartó el pelo caído de la frente y me condujo de la mano.

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