Tierras de Esmeralda. La Esfera Mágica

Una tierra de leyenda donde numerosos personajes se enfrentan al oscuro mundo representado por Ténebrus y sus secuaces. Mientras en las Tierras de Esmeralda, sus habitantes han comprendido que un libro vale tanto como una biblioteca y una persona como todas ellas, en el oscuro mundo colindante, la oscuridad acecha a cada paso.
¿Pueden unos adolescentes y un anciano devolver la esperanza a las ciudadelas?
¿Y qué tienen que ver en esta historia esos jóvenes voladores de Tilsmans?
Para saberlo, sólo tienes que abrir el libro por la primera página, allí donde dice… «Tierras de Esmeralda o del linaje de los Smáragdos. Se las conoce también como las tierras de los tres reinos (Mytos, Circe y Artemisa), los tres linajes y las tres bibliotecas». Después, déjate envolver por un mundo mágico, clásico y medieval, donde lo maravilloso se vuelve real.
Una guerra entre el bien y el mal. Una saga que comienza… Más de cincuenta personajes a tu disposición. Y esto es sólo el inicio.

ANTICIPO:

En el reino de Mytos, en las Tierras de Esmeralda, un hecho grandioso había sucedido, no más grande que el que iba a acontecer poco después.
De las manos del feroz Ténebrus V había logrado escapar un adoles­cente de nombre Akótlythos, quien en compañía del anciano y sabio Egregius se dirigía a las Tierras de Esmeralda más allá de los bosques. Sin embargo, la visión de aquel mundo, tan distinto al reino de Ténebrus, desde antes incluso de su llegada a las mismas puertas de las ciudadelas de las Tierras de Esmeralda, le pareció irreal y maravillosa.
Mirando hacia unos artefactos voladores pilotados por unos jóvenes como él, que salían de las altas torres, dijo:
—Egregius, ¿ves tú lo mismo que yo?
—Por supuesto. Son Tilsmans, y en ellos van nuestros valientes adolescentes.
Akótlythos suspiró. Indudablemente, se encontraban en una tierra muy diferente de la que habían dejado atrás. ¿Era ése el mundo de Egregius Vetulus? Si en aquélla —la tierra de Ténebrus— había frío y oscuridad, aquí había luz y claridad.
Por fin estaban frente a las puertas del castillo de Mytos. Habían llegado por el camino llamado Kéleuthos, que quiere decir: «Aquel por el que caminan juntos los compañeros».
—El castillo que tienes enfrente se llama Mytos. Y aquellos dos, Circe y Artemisa. Hemos llegado sanos y salvos a los tres reinos —dijo Egregius Vetulus Magus, que parecía encantado de sí mismo.
De los castillos continuaban saliendo una especie de grandes aves. Volaban de un castillo a otro y daban vueltas en círculos lentamente por el cielo o bajaban suavemente hasta el valle.
—¿Y por qué los llamáis Tilsmans? —preguntó Akótlythos, que parecía sorprendido de verlos.
—Te diré un secreto: el nombre se lo puso el primer joven que voló en uno, y tiene que ver con la palabra Talismán, que es como decir que se trata de un objeto mágico. ¡Y lo es! Poder volar así, de esa manera, a la altura de los halcones y los buitres leonados…
—¿Volar en ellos? ¿Las personas quieres decir?
—Por supuesto. Son dirigibles. Si miras bien, verás que en ellos van algunos jóvenes. —Bajo las grandes alas triangulares se dibuja­ban las figuras de algunos adolescentes—. Se pueden doblar en dos para acarrearlos a mano de un lugar a otro. Tienen un arnés en donde las personas pueden sujetarse e incluso recostarse. Los sujetos despe­gan por su propio pie, igual que haría un pájaro, corriendo desde las montañas o desde las plataformas de salida de los castillos. Se lanzan a correr y… ¡Mira! —Akótlythos volvió la cabeza—. ¡Allá sale uno!
En el cielo, uno de aquellos triángulos se alejó del castillo, y tras pla­near y ascender, se unió a un grupo de voladores de Tilsmans que daban vueltas en el aire, subiendo cada vez más arriba como hacen las cigüeñas, volando en amplios círculos, ascendiendo cada vez más y más alto.
Akótlythos los miraba maravillado.
—¿ Quieres decir que hay plataformas de salida en los castillos ?
—¡Por supuesto! Para los jóvenes… Los mayores, en cambio, somos gente de reposo. Nos gusta estar sentados al sol como salamandras o como lagartijas. Un poquito de sol aquí y otro poco allá, y mientras tanto un poco de conversación con éste y otro poco con aquél. Pero en tierra, chico. ¡Nada de alturas! Es lo que pasa cuando se llega a viejo. Se desestiman los riesgos, y la vida pierde… ¿Cómo te lo diría? ¿ Pierde un poquito de su encanto ? Pues sí, es eso. Pero gana en otros aspectos. ¡Y mucho! Créeme.
—Entonces… ¿Dices que vuelan como los pájaros?
—¡Así es! Los Tilsmans más grandes pueden llevar dos personas. Y los normales, una. ¡Están preparando un Tilsman capaz de llevar tres personas! Y quieren hacer uno de seis. Hay plataformas de lan­zamiento en las altas torres. En otros castillos esos salientes se usan para la guerra y los llaman cadalsos, pero aquí los hemos reconver­tido en plataformas de salida de vuelos Tilsman. Además, se hacen competiciones. ¿Te lo había dicho?
A Akótlythos se le iluminó el rostro. Las únicas competiciones que había visto eran de levantamiento de piedras o de tiro de bueyes; in­cluso, una vez, vio una riña de gallos, competiciones propias de los campesinos. Por eso la idea de participar en una competición de vuelos Tilsman y ser un joven volador le pareció maravillosa.
—¿Y quién es el mejor?
—¡La mejor, querrás decir!
—¿Una chica?
—Sí, es Rubí. ¡Y es la mejor! Y entre los chicos, el mejor, si tanto te interesa saberlo, es Rucidus, un joven de tu edad. Son los que vuelan más tiempo y más lejos.
—¡Vaya! —suspiró Akótlythos.
El anciano continuó:
—Hacen vuelos térmicos. Aprovechan las corrientes de aire caliente para volar más alto y llegar más lejos, mucho más lejos. Por cierto, ahí viene uno de esos jóvenes voladores —dijo el anciano mirando hacia el camino—. Es Rucidus. —El joven, dando grandes zancadas y con la jovialidad propia de su edad, se acercaba por un sendero lleno de flores silvestres, helechos, y viejas hayas y robles.
—¡Temprano anda hoy, señor Egregius! —dijo a modo de saludo, levantando la mano.
—¡Rucidus! Pues precisamente le estaba hablando de ti a este joven.
Le seguían un par de muchachos que sonrieron al acercarse. Entre los tres portaban un pájaro volador con las alas dobladas.
A Akótlythos se le despertó el deseo de tocar el Tilsman. Se le iban los ojos tras él. Después observó detenidamente al joven, comparando el cuerpo de aquél y sus maneras con las suyas, intentando averiguar si podría volar algún día.
Mientras los muchachos pasaban, Egregius le preguntó:
—¿Has visto cómo llevan las alas dobladas? Es la única forma de regresar a casa: caminando con ellos debajo del brazo. Siempre nece­sitas un lugar en las alturas donde puedas tomar el viento para salir a volar. El viaje es siempre de ida. ¿Comprendes? Luego, si quieres vol­ver a volar, hay que buscar una altura.
—Comprendo. ¿Y de quién son los Tilsmans?
—De cada uno. Pero también hay para los visitantes. Es lo más maravilloso que tenemos o, al menos, eso creen los jóvenes y también los visitantes.
—Pero para volar habrá que tener conocimientos…
—Muy básicos: de dónde viene el viento… Y por puro sentido de orientación, si sabes dónde está el sol, ya sabes dónde quedan los demás puntos cardinales, esto es: el norte, el sur y el oeste. Y como los castillos se ven desde cualquier distancia… siempre se puede volver a ellos.
Al chico le pareció que él no sabía tanto. Sabía que por oriente nacía el sol, pero no tenía claro mucho más. ¿Qué diferencias reales había entre el norte y el sur, o el este y el oeste ? ¿Qué territorios y qué gen­tes vivían allá? Sabía que había algo llamado mar donde al parecer se juntaba toda el agua de lluvia del mundo, pero tampoco lo conocía.
Según pudo observar el muchacho, el pájaro volador debía estar hecho de tela tratada con algún tipo de mezcla especial, quizás alguna resina de un árbol, para mantener su dureza y liviandad. Y el arnés de sujeción le pareció que era de cuero.
—¡Estoy asombrado! Es lo mejor que me ha pasado en mi vida. Su­pongo que el deseo de volar es algo común a los hombres —comentó como si estuviera elevándose del suelo.
—¡Ya lo creo! —aseguró el anciano—. Algún día yo también me tiraré en un pájaro de ésos… —Rió a grandes carcajadas.
Los jóvenes dieron su último adiós, sonriendo también, y tras ale­jarse, desaparecieron rápidamente entre el follaje y la penumbra de los árboles donde las motas de luz corrían de un lado a otro.
Mientras tanto, Akótlythos no lograba comprender cómo habían llegado a los tres reinos sin sufrir mayores percances; cómo nadie les había arrojado una flecha, un hacha o les había clavado una lanza. ¿Cómo era posible que no los hubiesen capturado? A él, precisamen­te, que era el que huía.
Si alguien le hubiese preguntado en ese momento cómo había ocu­rrido, habría contestado que sólo unos segundos antes se encontraba fuera de los muros de Ténebrus, con un tobillo malherido, hablando primero con una anciana y, poco después, pasando frente a los restos de una vieja abadía y contando leyendas a un anciano… de un libro que había leído sin ser suyo, y por cuya causa había acabado en una mazmorra.
La vida le pareció extraña. Ahora estaba con ese viejo frente a los tres reinos.
Miró hacia los castillos en el orden en que se los había señalado Egregius Vetulus. ¡Eran unos castillos bellísimos! De lo alto de sus torres entraban y salían palomas. Y de las plataformas, sólo los pájaros voladores humanos. Y cada uno de aquellos castillos mostraba escrito su nombre sobre la puerta.
—¡ Circe, Mytos, Artemisa! —leyó Akótlythos en voz alta—. ¿ Este sitio es de verdad? —preguntó inmediatamente.
—¡Sí! Es Tierras de Esmeralda… Y si tú eres de verdad… Suponga­mos que sí…
—¡Claro que soy de verdad!
—¡Pues este sitio también!
Akótlythos sonrió. El anciano debía ser de esos hombres que siem­pre empatan y que cuando ganan lo hacen aunque pierdan. Eso lo comprobaría también más adelante.
Mientras avanzaban hacia la gran puerta de Mytos —muy alta, aun­que menor que la del castillo de Ténebrus—, el anciano se alejó un momento para buscar algo entre la hierba y los helechos. Los tréboles y las flores le cubrían el calzado, y varios cardos habían alcanzado la altura del anciano.
—¡Espérame un momento! —gritó mirando a sus pies—. ¡Vaya, una seta! Ésta no se puede dejar. Es enorme. —La recogió—. Para la cena. —Se la mostró al joven antes de guardarla en una bolsa que llevaba de manera improvisada colgada al cinto de la túnica. Después, con la cabeza gacha y mirando hacia un lado y al otro, se alejó diciendo:
— Hum… Tiene que estar por aquí… A ver… Aquí no hay nada. Veamos… Por aquí… —Buscó entre los helechos, las plantas de moras, las hiervas…—. ¡Aquí está! —gritó alborozado, recogiendo lo que al muchacho le parecieron dos simples palos—. ¡Vaya! ¡Es un buen día! ¡Ya lo creo que sí! ¡El mejor! ¡Lo hemos encontrado!
Akótlythos lo miró intrigado. Buscaba información, pero tuvo que esperar a que el anciano se acercara.
—¿Qué es eso? —preguntó curioso.
—¿Esto? ¡Esto es historia! Un día te contaré la historia de cómo mi báculo cayó desde lo alto de la torre de Mytos hasta aquí mientras Oikos, el gran guerrero, junto a su hijo Ónix, salían hacia la gran ba­talla contra Ténebrus. Agnus, agna, agni subrumi (Cordero, cordera, corderitos de leche). Honor tibi ex merito contigit. (Diéronte la honra que merecías). Pero, de momento, esto —dijo mostrándole los trozos del báculo— es… ¡lo que tú quieras! —Le dio la mitad del cayado, mientras la parte que tenía en sus manos se convertía en un báculo.
El chico, sorprendido ante lo que el anciano había hecho, tomó su trozo en las manos.
—¿Es mío?
—¡Sí!
—Y… ¿Puedo pedir lo que yo quiera? —preguntó dudando.
—¡Siempre que sea necesario! Y sólo… ¡siempre que realmente lo sea!
—Eso quiere decir que si yo ahora digo que quiero que esto se con­vierta en una carroza…
—¡No se convertirá! No es necesaria ahora, ¿verdad, Akótlythos? Estamos a las puertas de Mytos. ¡Estás a salvo! ¿Con qué fin una ca­rroza? ¿Para qué?
Era verdad. Lo que el muchacho más podía desear en ese momen­to era un Tilsman, y eso se lo facilitarían en cuanto pasase unos días como huésped, si es que le dejaban quedarse.
—¡Ya! —El muchacho se quedó pensando—. ¿Y si pido oro?
—¿Qué necesidad tienes ahora de oro? Te dejarán entrar aunque no tengas oro. Además, el reino de Mytos es muy generoso. Nadie te preguntará quién eres, ni de dónde vienes, y te dejarán adivinar, por ti mismo, adónde vas o adónde quieres llegar. Créeme, todos han pa­sado por aquí, y de aquí han partido todos.
La respuesta era compleja. Intentaría recordarla más tarde para po­der reflexionar sobre ella.
—Es verdad —contestó como si hubiera entendido todo perfec­tamente—. ¡Ya sé lo que quiero! Lo que quiero… Lo que realmente quiero es… ¡Comer!
—¿Lo ves ? Pero eso no necesitas pedirlo; a comer te invito yo.
—Pues, señor, viéndolo de ese modo, me temo que nada sea nece­sario.
—Seguro que llegado su momento ya encontrarás cómo utilizarlo. Pide algo verdaderamente necesario y se te dará.
El muchacho se quedó pensativo. Sopesando el palo en las manos, llegó a la conclusión de que mucho de lo que uno cree necesario no lo es. Y en cuanto a aquel trozo de madera, ya tendría oportunidad de ver lo que podría dar de sí.
En esos pensamientos estaba cuando la puerta del castillo comenzó a abrirse dando paso, realmente, a otro mundo.
Era una puerta fácil de vencer, no preparada para enemigos.
Más allá había unos centinelas. Dentro se veía un constante traji­nar de gente.
Poco después, acompañando sus pasos, el cayado del viejo golpeaba sobre el puente de madera levadizo. Un sonido grave como de alguien golpeando una puerta los acompañó todo el tiempo.
Así entraron a lo que parecía un pueblo de calles de tierra, con un foso bajo la muralla.
Y fue en ese momento cuando Akótlythos comenzó a hacer me­moria de cómo había llegado hasta allí

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