Tinieblas y amanecer

George Allan England (1877-1936) aúna la biografía tradicional del escritor pulp, la publicación de una docena de seriales, algunos relatos cortos y cinco novelas de ciencia ficción bajo seudónimo, publicadas en las revistas del editor Frank A. Munsey, y la más atípica como aventurero y explorador.

Algunos de sus títulos revelan influencias concretas, como The Thing from… Outside, muy influenciada por La isla del doctor Moreau (1896) y Los sauces (1907) Algernon Blackwood y su socialismo, evidenciado en The Golden Blight y The Air Trust, debe mucho a la obra de Jack London. Pero esas influencias no fueron la clave para que, a juicio de su editor y un sector importante del público de la época, fuera el mayor rival de Edgar Rice Burroughs y, a juicio de Frank Munsey, su posible sucesor. Teniendo esto en cuenta, no parece aventurado considerar que la historia no se ha portado con total ecuanimidad con un autor que hizo de sus historias de mundo perdido uno de sus máximos hallazgos, reforzando un escenario en la iconografía popular tanto en su país, Estados Unidos, como en Francia.

ANTICIPO:
La idea de que pudiera haber otros de su clase en partes distantes de la tierra ocupó con fuerza el pensamiento de la muchacha. Al siguiente día volvió a sacar a relucir el tema a su compañero.

-Supongamos -teorizó- que hubiera una veintena más como nosotros, quizá unos centenares, dispersos aquí y allá. Puede que hayan despertado uno a uno sólo para morir, si tuvieron menos suerte que nosotros. ¡Quizá fueron miles los que se quedaron dormidos, como nosotros, para despertar y morir de inanición!

-No cabe duda que podría ser -respondió él con seriedad-. ¡Es muy posible! Puede que algunos hayan escapado de la gran muerte si estaban en altitudes elevadas, en la torre Eiffel, por ejemplo, o en determinadas montañas o mesetas de gran altura. Pero lo más que podemos hacer, por el momento, es adivinar lo probable. Y..

Ella le interrumpió nerviosa, con la esperanza brillando en sus ojos. -¿Pero si hay gente en algún otro sitio, no hay alguna forma en que pudiéramos ponemos en contacto con ellos? ¿Por qué no tratamos de averiguarlo? Supón que sólo hayan sobrevivido una o dos personas en cada país. ¿Y si pudiéramos reunirlas de nuevo en una sola colonia, qué me dices?

-¿Quieres decir que todavía podríamos preservar las distintas lenguas y artes del mundo, y todo lo demás? ¿Que la colonia podría crecer y prosperar y la raza humana podría tomar de nuevo posesión de la Tierra y conquistarla en unas décadas? ¡Claro que podría! Pero, aunque no haya nadie más, no hay razón para desesperarse. Pero no hablemos de eso ahora.

-¿Pero por qué no tratamos de averiguarlo? -insistió ella-. Si hubiera la más remota posibilidad…

-¡Por Jupiter, lo intentaré! -exclamó el ingeniero a impulsos de un nuevo pensamiento, de una nueva ambición-. ¿Cómo? Todavía no lo sé, pero ya veremos. Seguro que encontraré algún modo, si soy capaz de pensar en ello.

Aquella tarde ser abrió camino hasta Broadway, más allá de la tienda de cobre, hasta lo que quedaba de la oficina de telégrafos situada frente al Flatiron. Penetró en ella con cierta dificultad. La visión de la que fuera núcleo central del sistema nervioso del país era tristísima: los bancos y mostradores habían desaparecido, los instrumentos corroídos eran irreconocibles y el más espantoso desorden reinaba por todas partes. Sin embargo, Stern encontró en la trastienda una gran cantidad de alambre de cobre. Las bobinas de madera donde estaba enrollado habían desaparecido, también el aislamiento del alambre, pero seguía sirviendo.

-¡Bien! -exclamó el ingeniero reuniendo varias bobinas-. A ver cómo llevo todo esto hasta el Metropolitan. Creo que he dado el primer paso hacia el éxito.

Para cuando se hizo de noche había acopiado suficiente cantidad de alambre para realizar sus experimentos. Al día siguiente, en compañía de la muchacha, exploró las ruinas de la antigua estación telegráfica situada en la terraza del edificio que daba a la avenida Madison. Llegaron a la terraza trepando por una ventana del lado este de la torre y descendiendo por la escalera de mano de casi cinco metros que Stern había construido con fuertes ramas para tal fin.

-Podrás ver que está casi intacta -observó el ingeniero señalando la gran abertura-. Sólo algunos agujeros, aquí y allá, a causa de las piedras que cayeron. ¡Fíjate que llega hasta las habitaciones de abajo! Bueno, sígueme. Probaré con el hacha y si el tejado resiste mi peso estarás segura.

De este modo consiguió abrirse camino hasta la pequeña estación. El diminuto edificio, construido, afortunadamente, en hormigón armado, se mantenía casi incólume. Penetraron por la deshecha puerta. Los vientos reinantes arrastraron cualquier rastro de cenizas del telegrafista muchos siglos, atrás, pero los aparatos seguían allí, oxidados, estropeados y en desorden. Sin embargo, a los expertos ojos de Stern eran toda una promesa. Tras una hora de reparaciones, el ingeniero se convenció de que podía sacarles partido, por lo que se apresuró a seguir con la tarea. Primero, con la ayuda de la muchacha, tendió una antena de cobre desde la plataforma enlosada de la torre hasta el tejado de la estación telegráfica. Fue una tarea ardua, pero respondió a sus propósitos como si hubiera sido una obra perfectamente acabada.

Conectó el aparato reparado a la antena y lo aseguró firmemente. A continuación dejó caer los hilos por el costado del edificio hasta alcanzar una de las dinamos del subsótano. Dos días y medio de duro trabajo les costó realizar todo ello, con los consiguientes intervalos para obtener comida, cocinarla y realizar las tareas caseras. Finalmente, cuando todo estuvo terminado, el ingeniero exclamó:

-¡Vamos a obtener corriente!

Alumbrándose con su lámpara descendió a inspeccionar una vez más las dinamos y asegurarse de que estaba en lo cierto al confiar en que una o dos podían funcionar. Tres de las máquinas ofrecieron pocas probabilidades ya que el agua las había inundado y estaban oxidadas más allá de cualquier posible reparación. La cuarta, situada junto a la calle Veintitrés, había sido protegida, por rara casualidad, con una lona. Ésta no era más que una masa de harapos podridos, pero había protegido a la máquina tanto tiempo que no había sufrido deterioros importantes.

Stern trabajó casi una semana con las herramientas que pudo encontrar o fabricar -tuvo que forjar una llave de gran tamaño para las enormes tuercas-, desmontando la dinamo para engrasarla, limarla, pulimentarla y repararla pieza a pieza.

El conmutador estaba en malas condiciones y las escobillas casi totalmente corroídas. Pero estañó, parcheó, martilleó, calentó y limó hasta dejar montada de nuevo la máquina, tras un agotador esfuerzo, convencido de que funcionaría.

-¡Vamos ahora con el vapor! -fue su siguiente indicación una vez que hubo conectado la dinamo con la estación del tejado. Estaba ya en el octavo día desde que inició su tarea.

Un examen de la sala de calderas, a la que llegó tras remover una tonelada de piedras caídas de la puerta que conducía a la sala de las dinamos, le estimuló más si cabe. Al penetrar en aquel lugar, alumbrándose con la débil luz de su lámpara que mantenía en alto, sus ojos captaron enseguida la situación y supo que el éxito no estaba lejos.

En aquellas profundidades, casi como si fueran el interior de la pirámide de Gizeh -si bien el lugar olía sofocantemente a humedad y ranciedad-, parecía como si el tiempo hubiera perdido gran parte de su poder destructivo. Eligió una caldera que parecía estar en buen estado y miró en torno buscando carbón mineral. Lo encontró en cantidades ingentes, bien conservado, en las carboneras. Trabajó toda la tarde transportándolo en una carretilIa de acero acumulándolo delante del hogar. A dónde conducía la chimenea y en qué condiciones estaba era algo que no sabía. No podía decir a dónde saldrían los gases de la combustión, pero decidió dejarlo al azar. Contempló cariacontecido los conductos de extracción de humos y los tubos de vapor oxidados conectados con los de la sala de dinamos, desprovistos ahora de sus revestimientos de amianto y con fugas por varias juntas.

Daba la sensación de ser una especie de gnomo mientras deambulaba de un lado a otro por aquellas regiones en tinieblas que la tenue luz de la lámpara apenas lograba romper. Sus únicas compañeras eran las arañas, las cucarachas y una o dos enormes ratas grises… y la esperanza.

-¡Me da la sensación de que estoy haciendo el tonto tratando de poner todo esto en orden! -se dijo observando las tuberías con gesto de duda-. ¡Soy culpable de haber empezado algo que ya no puedo parar! ¡Conductos de agua que tienen escapes, manómetros atascados, válvulas de seguridad oxidadas en sus asientos… el infierno mismo!

Pero siguió esforzándose. Algo le empujaba inexorablemente. Y es que era ingeniero… y americano.

Su siguiente tarea fue llenar la caldera. Tuvo que hacerla trayendo el agua, dos cubos cada vez, desde el arroyo. Le costó tres días, y así, después de once días de descorazonadora soledad y duro trabajo en aquellas mazmorras mugrientas, abrumado por la falta de herramientas, trabajando con materiales podridos, desnudo y sudoroso, desencantado, sumido en pensamientos sombríos, exhausto, todo quedó listo, al fin, para realizar el experimento: el experimento más extraño, sin lugar a dudas, en los anales de la raza humana.

Encendió el hogar con madera seca y 10 llenó luego de carbón mineral hasta la boca. Una hora y media más tarde, con el corazón encogido por una mezcla de temor y exaltación vio salir el vapor, blanco primero y luego azul y transparente, que empezó a silbar a lo largo de la tubería.

-¡No tengo forma de estimar la presión ni nada! -observó para su capote-. ¡Tendré toda la suerte del mundo si no me manda directamente al infierno!

Se alejó un poco del cegador brillo del hogar y se secó, con el brazo desnudo, el sudor que empapaba su frente atormentada.

-¡Toda la suerte del mundo! -repitió-. ¡Pero, por el Altísimo que enviaré ese mensaje por morse o reventaré!

Resoplando de agotamiento y excitación, Stern se abrió camino de vuelta a la sala de motores. Fue un momento extrañamente crítico cuando tomó la rueda reguladora corroída para poner en marcha la dinamo. Pero estaba atascada y no cedía.

Stern lanzó una maldición exasperada, golpeándola con la gran llave. La introdujo luego entre los radios e hizo palanca. Con un chirrido, la rueda cedió y empezó a girar. El ingeniero aumentó su esfuerzo. -¡Venga! -gritó-. ¡Empieza! ¡Muévete!

Con un prolongado gemido, como si se rebelara contra este brusco despertar de su sueño de siglos, el motor se puso en movimiento.

A pesar del engrasado a fondo que les aplicó Stern, cada eje y cada cojinete se lamentaba como un alma en pena. Repentinamente, al ganar velocidad, la máquina empezó a temblar como si se estuviera desvencijando. La dinamo empezó a zumbar con acompañamiento de extrañas y agudas protestas del atormentado metal. La antigua correa de cáñamo alquitranado se estiró y crujió, pero se mantuvo firme.

Y, como si se tratara de una calesa tirada por un solo caballo que estuviera a punto de derrumbarse, todo el tejido de la resucitada instalación, goteando por mil puntos, crujiendo, silbando, temblando, voceando un ciento de juramentos con voz metálica, cobró vida de nuevo en forma de grotesca, absurda y sorprendente imitación de lo que antaño era su belleza y su poder.

El ingeniero -cuya vida había transcurrido dedicada al amor y servicio de las máquinas- sintió una extraña y triste emoción a la vista de aquella fantasmal resurrección. Se dejó caer al suelo, agotado. La lámpara temblaba en su mano, pero, cubierto como estaba de sudor, suciedad y óxido, aquel momento de triunfo fue uno de los más dulces que había experimentado jamás.

Comprendió que no era el momento para permanecer inactivo. Quedaba mucho por hacer. Se puso en pie de nuevo y reanudó su trabajo. Se aseguró, en primer lugar, de que la dinamo funcionaba sin defectos graves Y que el cableado era correcto. Llenó luego el hogar de carbón y cerró la trampilla, dejando sólo la corriente de aire suficiente para mantener un calor firme durante una hora, más o menos.

Hecho esto, volvió a la diminuta estación telegráfica del tejado, donde Beatrice le esperaba impaciente. Entró tambaleándose, al borde del agotamiento.

Abriendo la boca buscando aire, con los ojos extraviados, los brazos negros que surgían de la blancura de la piel de oso, componía una figura singular.

-¡Está en marcha! -exclamó-. Ya tengo corriente, por lo menos para un rato. Ahora… ¡a realizar la prueba!

Permaneció un momento reclinado en el banco de hormigón al que estaba sujeto el aparato. El día estaba ya en el ocaso prácticamente. El brillo del atardecer había empezado a desvanecerse siguiente el lejano horizonte y más allá de las Palisades empezaba a descender un velo púrpura.

A la tenue luz que se filtraba por la puerta, Beatrice observó su cara profundamente surcada, barbada, chorreando sudor y sucia de polvo y carbón. Un rostro feo, pero no para ella. Porque a través de aquella máscara, ella leyó el dominio, el impulso, el valor de aquel hombre tan versátil e inconquistable.

Stern rompió a reír inesperadamente; tenía un extraño acento en su voz.

-¡Bien! Allá va, para el operador de la torre Eiffel, ¿ vale? -Echó un vistazo aprobatorio al aparato situado delante de él, apenas visible ya en la penumbra-. Confío en que funcione.

Deslizó la mano por el oxidado receptor, la puso luego sobre el transmisor y trató de lanzar unos cuantos puntos y rayas al éter.

La muchacha le contemplaba conteniendo el aliento, sin atreverse ya a formular más preguntas. El chisporreteo y las breves llamaradas verdes del dieléctrico crepitaban y silbaban como si fueran espíritus vivos de un poder desconocido.

Stern, sintiéndose revitalizado por el contacto de la que fuera potencia vital del mundo, estaba exultante, poseído por una alocada emoción. Sin embargo, adorador de la ciencia como era, una cierta admiración reverente teñía su profunda sensación de triunfo. Sus ojos tenían un extraño brillo y el aliento surgía agitado de sus labios al sumergirse con todo su ser en el experimento supremo. Se dirigió al ondómetro y con sumo cuidado, con gran lentitud, fue sintonizando las longitudes de onda; subió hasta los cinco mil metros, para regresar de nuevo, recorriendo la gama completa de la escala de la telegrafía sin hilos.

Lanzó sus mensajes al exterior, a la cada vez más densa oscuridad, atravesando el vacío y un mundo muerto, en llamadas al azar. Su rostro había cobrado una gran dureza y ansiedad.

-¿Hay algo? ¿Alguna respuesta? -preguntó Beatrice apoyando su mano temblorosa en el hombro del ingeniero.

Él agitó la cabeza en señal de negación. De nuevo conectó la corriente; de nuevo lanzó al aire su grito de aviso, de socorro, de esperanza, de invitación –la última llamada solitaria de hombre a hombre, del último neoyorquino a cualquier otro ser humano que la casualidad hiciera que le escuchara entre las ruinas de alguna otra ciudad, de otros países. ¡S.O.S.! crepitaba la llamita verde, ¡S.O.S!.

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