Tren de la mañana a Talavera

Tren de la mañana a Talavera es una colección de cuentos entre históricos y ficticios en donde el protagonismo no lo tiene el torero, ni siquiera el toro; tampoco lo tiene todo aquello que rodea a una buena corrida. Es la belleza la que acapara toda la atención, una belleza trágica, como toda la belleza; la estética del fugaz momento, de la cercanía de la muerte, de lo efímero. La juventud muere rápido, escasos son los momentos en los que la espinosa flor brilla; tan sólo el arte con sus artificios se atreve a que perdure en el tiempo. Como en este caso.

Guillermo Pilía nos ofrece cinco relatos en donde leeremos la lucha del hombre contra el toro, pero también la lucha del hombre contra sí mismo, contra sus miedos y pasiones, con la alargada e inexorable sombra de la muerte como fiel testigo.

El presente volumen se abre con una nota introductoria de Miguel Bienvenida, de la afamada saga de toreros.

Guillermo Pilía nació en 1958 en La Plata, Argentina, donde estudió y se graduó en Letras. Ha publicado diez libros de poesía y numerosos cuentos y ensayos por los que ha recibido numerosos premios en su país y en el extranjero. Su cuento Quite a la sombra mereció el primer premio del Primer Concurso Internacional de Cuento Taurino de la Peña “El Albero” de Quito, Ecuador, certamen auspiciado por la Embajada de España en ese país. Por su parte, Como todos los muertos de la tierra fue distinguido con el segundo premio del Segundo Certamen Taurino Internacional de Narración Corta de la Asociación Cultural “Peña Félix Rodríguez” de Santander. Guillermo Pilía se encuentra vinculado a varias instituciones españolas de la Argentina para las que ha pronunciado conferencias sobre cultura e hispanidad y sobre la relación de los toros con las artes y las letras.

ANTICIPO:
UNA BUENA VARA

Rafael atravesó la puerta del patio de caballos bamboleándose cansinamente sobre el animal, mientras recibía distraído la garrocha que el mozo le presentaba. Dejó que el regatón trazara un leve surco sobre la arena antes de asirla por la mitad y de hacer virar su cabalgadura para colocarse en suerte. Ese día cumplía cincuenta años. Apenas un par de horas antes, como sucedía siempre que tenía que actuar, Rafael se había asomado a la ventana del hotel y había observado el trajín de la población. Allí, en provincias, se percibían las tarde de toros; en Madrid, sólo en los alrededores de Las Ventas. En las terrazas de los cafés se observaban grupos de hombres bebiendo cañas y discutiendo con ademanes. Rafael había imaginado que hablaban de la corrida, del regreso de El Califa. Había pasado el camión del Ayuntamiento haciendo sonar un pasodoble, mientras una voz hacía esfuerzos por detrás de la música por entusiasmar a los vecinos a asistir a la plaza. Cincuenta eran muchos años. La víspera había llovido, pero ahora Rafael veía los tendidos y los palcos radiantes de sol, y todas las cosas en estado de gracia. Se sintió triste. Ya muchos le habían descubierto esa tristeza del subalterno que ha envejecido pero que aún no piensa en retirarse.

Si El Califa no hubiese regresado a los ruedos, dos años atrás, otra hubiera sido la historia. Pero al volver, Rafael se había sentido en la obligación de unirse de nuevo a su cuadrilla. Estar inactivo representaba para el matador una abstinencia que no era capaz de soportar. En ese final de su carrera no sólo necesitaba los aplausos, cada vez más raleados, sino sobre todo la presión de la taleguilla sobre las caderas, el picotazo del sol en la nuca, el olor del estiércol y de los puros, la sequedad que el miedo le producía en la boca. Así que El Califa había decidido retornar, un poco por todo eso y otro poco para mantener viva su leyenda. Y Rafael, que lo había acompañado desde su alternativa y que ahora se escupía las manos para sujetar mejor el palo y las riendas, pensaba que desde entonces venía sintiendo ese ácido que le subía hasta la boca del estómago.

Rafael sufría con el resentimiento de quien ha dado todo a manos llenas y sólo le han devuelto limosnas. Esa era quizás la última corrida en la que actuarían con el gitano. Días atrás, algunos amigos le habían dado a entender que El Califa deseaba incorporar a un picador más joven, un tal Claudio Martínez, al que decían Cayín: un engreído en el que El Califa depositaría la responsabilidad de que le ahormara bien los toros. Como si la cosa fuese tan fácil…Allá, en los medios de la plaza, estaba ahora vestido de burdeos y oro. «Le gustan los ternos oscuros —pensó Rafael—. No ha vuelto a usar el corinto desde la tarde aquella de los seis toros». Y súbitamente le volvió a la memoria el cubo de luz de la plaza mayor de ese pueblo, y el camión del Ayuntamiento que pasaba tocando Suspiros de España.

«Algún día—pensó—, cuando me retire, volveré a visitar todos estos lugares, sólo para entrar a las iglesias con mi mujer y mi hijo y para sentarme en las terrazas a leer los periódicos: ya sin este nudo en el estómago de las tardes en que hay toros, ni el ácido en la boca del regreso de El Califa».

Perdigón era cárdeno oscuro y muy astifino. Un número, escrito en un papel de fumar y echado como una bolita dentro de un sombrero, había decidido que su lidia y muerte estuviese a cargo de El Califa. Nunca había entendido ni tendría tiempo de entender por qué la dehesa se había vuelto, de pronto, un oscuro pasillo. Nada lo ayudaba a percibir cuánto llevaba ya en ese lugar. Pero de pronto vio por delante un rectángulo de luz cegadora, y casi enseguida sintió sobre el morrillo como el picotazo de un enorme tábano. Y entonces se lanzó, levantando polvareda, hacia esa ilusión de libertad.

Detrás de la luz tampoco estaba la dehesa ni sus hermanos de camada, sino un círculo de yeso rodeado de puntos de mayor o menor claridad. Perdigón fue barbeando los límites de ese círculo, como si buscase una salida, mientras percibía a su alrededor un sonido confuso y poderoso, como si brotase de varias fuentes y se hiciese uno solo, una especie de bramido mucho más potente que el que formaba el riacho de la dehesa sobre las rocas. Dio toda una vuelta al redondel y regresó al mismo lugar del que había salido, pero ahora ya no había allí ninguna abertura, sino otra cerca que olía a madera resecada por el sol; y apenas por debajo de ese olor a madera, algo así como un recuerdo de su propio olor o del olor de su especie. Comenzó a dar una segunda vuelta, pero alguien agitó un trapo e instintivamente se detuvo. Entonces vio el bulto de un hombre vestido de oscuro que llevaba por delante un trapo más claro. El bulto del hombre era casi negro, pero estaba espolvoreado de luz, como la del sol cuando pegaba sobre los granos de arena de la pequeña playa de su riacho.

El hombre agitó el trapo más claro y Perdigón sintió un impulso ancestral que lo llevaba a embestirlo. Galopó alegremente para clavar los cuernos en esa tela ondulante, pero detrás de la tela no estaba el hombre, sino nuevamente el suelo de cal y más allá las maderas resecas. El hombre se encontraba cerca aún, podía percibir su olor, podía olfatear su miedo, su vejez. Nuevamente se le presentó ante los ojos el trapo que lo llamaba y de nuevo volvió a embestir, ahora con el pitón izquierdo, para pasar una vez más junto a ese hombre al que no alcanzaba a herir, pero al que sentía sudar y temer bajo su traje salpicado de estrellas. Quiso provocarlo por tercera vez y Perdigón dudó por unos segundos; después calculó mejor hacia dónde iba a arremeter, y cuando metió los cuernos escuchó que la tela se rasgaba, que de los bordes del círculo surgía ya no una sola voz, sino numerosos chillidos, y al volverse vio que el hombre oscuro corría hacia las maderas, mientras que otros dos de vestidos más claros agitaban otros trapos delante de su hocico.

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Interplanetaria

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