← El Nilo. Cartas de Egipto La ira de los hombres del Norte I. El camino de las ballenas → Trilogía de las Sombras I. Baile de Capas mayo 24, 2011 Sin opiniones David Dalglish «Le corto una mano y sin embargo me da las gracias por no hacerle algo peor. Ése es el poder que debes tener. Todos tienen que pensar que cada vez que respiran reciben un nuevo regalo, no de los dioses, sino tuyo».Thren Felhorn es el asesino más terrible de su tiempo. Con los gremios de ladrones bajo su poder, decide declarar la guerra contra el Trifect, una alianza de nobles ricos y poderosos. Su hijo, Aaron, ha sido adiestrado desde su nacimiento para ser su heredero, pero en una misión en la que se le encomienda acabar con la hija de un influyente clérigo, optará por arriesgar su vida para protegerla de la ira de su propio gremio.Asesino o protector, cada elección tiene sus consecuencias…Nacido en Fort Lauderdale (Florida), David Dalglish, actualmente vive en una zona rural de Missouri con su esposa Samantha, su hija Morgan, y el dragón barbudo Harruq. Es Licenciado en Matemáticas, estudios que culminó en 2006 en la Missouri Southern State University. Después de un largo periodo centrado en el mundo de la restauración, y de trabajar con niños de Educación Especial, ahora está dedicado por completo a la escritura. Es autor de siete libros (incluida la prestigiosa saga The Half-Orcs), con los que ha cosechado un notable éxito entre los lectores de habla inglesa, convirtiéndose así en uno de los grandes autores revelación de la literatura fantástica de los últimos tiempos. En cuanto a sus aficiones, pasa su tiempo libre viendo Bob Esponja con su hija. ANTICIPO: Prefacio A LO LARGO DE LAS DOS ÚLTIMAS SEMANAS AQUELLA SENCILLA casa había sido su piso franco, pero ahora Thren Felhorn dudaba de su seguridad mientras entraba cojeando por la puerta. Se sujetó firmemente el brazo derecho contra el cuerpo y luchó por dejar de temblar. La sangre le corría desde el hombro herido por toda la extremidad, tras haber sido alcanzado por una daga envenenada. —¡Maldito león! —exclamó mientras se tambaleaba sobre el suelo de madera, avanzando por la escasamente decorada habitación, hasta que al final llegó a una pared de estuco y roble. Incluso con la vista borrosa, localizó el pequeño surco con los dedos. Presionó con fuerza, y abrió un cerrojo de hierro que había al otro lado de la pared. Al instante, una pequeña puerta se deslizó hacia dentro. El maestro del Gremio de la araña se derrumbó entonces en una silla y se quitó la capa con capucha gris que lo cubría. La habitación era amplia y estaba delicadamente pintada y decorada con cuadros en los que se podían apreciar montañas y otros paisajes. Se quitó la camisa, sacando cuidadosamente su brazo herido. Sabía que había tenido suerte de que el veneno sólo se lo hubiera paralizado. Lo más probable era que León Connington le quisiera vivo para poder sentarse en su sillón acolchado a observar cómo sus acariciadores le sacaban hasta la última gota de sangre. Las traicioneras palabras que aquel hombre sumamente obeso había pronunciado en aquella reunión habían encendido un fuego en sus tripas que aún se resistía a desaparecer. —No somos tan cobardes como las ratas que viven de nuestra mierda —había dicho León mientras se peinaba su fino bigote—. ¿Realmente crees que tienes alguna posibilidad contra las riquezas del Trifect? podríamos comprar tu alma a los dioses. Thren había contenido su impulso inicial; clavarle una hoja en la garganta a aquel gordo. Sin duda había sido un terrible error. Thren juró corregir su falta de previsión. Había tratado de detener la guerra desde sus comienzos, pero fueron demasiados los que participaron en el caos desatado en Veldaren. «Si la ciudad quiere sangre, la tendrá —pensó Thren—. Pero no será la mía». —¿Estás aquí, padre? —oyó decir a su hijo mayor desde un cuarto cercano. Thren controló su cólera. —¿Y si no fuera yo? —preguntó. Su hijo Randith entró desde la otra estancia. Se parecía mucho a su padre; los mismos rasgos bien definidos, la nariz estrecha, y la sonrisa sombría. El pelo era castaño como el de su madre, y sólo eso ya hacía que Thren lo quisiera. Ambos solían vestir las capas y los pantalones grises de su gremio. Un largo estoque colgaba a un lado de su cinturón, una daga al otro. Los ojos azules de Randith miraron a los de su padre. —Pues te mataría —respondió Randith, mostrando una presuntuosa sonrisa. —¿Dónde está el mago? —Preguntó el maestro del gremio—. Los hombres de Connington me han herido con una hoja envenenada, y sus efectos pueden ser… problemáticos. Problemático era una palabra que apenas describía su dolor, pero Thren no quería que su hijo lo supiera. Su huida de la mansión era un borrón en su memoria. La ponzoña le había entumecido el brazo y había hecho que le doliera todo el costado. Los músculos del cuello le quemaban, y una de sus rodillas había empezado a fallarle durante la carrera. Se había sentido como un lisiado mientras escapaba a través de los callejones de Veldaren, pero la luna decrecía y las calles estaban vacías, de modo que nadie había visto el patético estado en el que se encontraba. —Cregon no está aquí —dijo Randith mientras se inclinaba sobre el hombro descubierto de su padre y le examinaba la herida. —Entonces búscale —señaló Thren—. ¿Y dónde está Senke? se suponía que iba a contarme algo sobre Gemcroft. —No somos tan cobardes como las ratas que viven de nuestra mierda —había dicho León mientras se peinaba su fino bigote—. ¿Realmente crees que tienes alguna posibilidad contra las riquezas del Trifect? podríamos comprar tu alma a los dioses. Thren había contenido su impulso inicial; clavarle una hoja en la garganta a aquel gordo. Sin duda había sido un terrible error. Thren juró corregir su falta de previsión. Había tratado de detener la guerra desde sus comienzos, pero fueron demasiados los que participaron en el caos desatado en Veldaren. «Si la ciudad quiere sangre, la tendrá —pensó Thren—. Pero no será la mía». —¿Estás aquí, padre? —oyó decir a su hijo mayor desde un cuarto cercano. Thren controló su cólera. —¿Y si no fuera yo? —preguntó. Su hijo Randith entró desde la otra estancia. Se parecía mucho a su padre; los mismos rasgos bien definidos, la nariz estrecha, y la sonrisa sombría. El pelo era castaño como el de su madre, y sólo eso ya hacía que Thren lo quisiera. Ambos solían vestir las capas y los pantalones grises de su gremio. Un largo estoque colgaba a un lado de su cinturón, una daga al otro. Los ojos azules de Randith miraron a los de su padre. —Pues te mataría —respondió Randith, mostrando una presuntuosa sonrisa. —¿Dónde está el mago? —Preguntó el maestro del gremio—. Los hombres de Connington me han herido con una hoja envenenada, y sus efectos pueden ser… problemáticos. Problemático era una palabra que apenas describía su dolor, pero Thren no quería que su hijo lo supiera. Su huida de la mansión era un borrón en su memoria. La ponzoña le había entumecido el brazo y había hecho que le doliera todo el costado. Los músculos del cuello le quemaban, y una de sus rodillas había empezado a fallarle durante la carrera. Se había sentido como un lisiado mientras escapaba a través de los callejones de Veldaren, pero la luna decrecía y las calles estaban vacías, de modo que nadie había visto el patético estado en el que se encontraba. —Cregon no está aquí —dijo Randith mientras se inclinaba sobre el hombro descubierto de su padre y le examinaba la herida. —Entonces búscale —señaló Thren—. ¿Y dónde está Senke? se suponía que iba a contarme algo sobre Gemcroft. —¿Dónde? Aarón no dijo nada. Thren, cansado y herido, no tenía tiempo para los juegos de su hijo menor. Mientras otros niños crecían balbuceando sin parar, si Aarón tenía un buen día, decía sólo unas cuantas palabras que raramente podrían usarse en la misma frase. —¡Dime dónde está, o probarás el sabor de tu sangre! —exclamó Randith, sintiendo la exasperación de su padre. —Se ha ido —replicó Aarón; su voz era apenas más alta que un susurro—. Es tonto. —tonto o no, es mi tonto, y tiene que mantenernos vivos —intervino Thren—. Ve a buscarlo. Si discute, pásate un dedo por el cuello. Lo entenderá. Aarón se inclinó y se dispuso a hacer lo que le habían pedido. —Me pregunto si ha hecho voto de silencio —dijo Randith mientras miraba cómo su hermano salía sin ninguna prisa. —¿será lo suficientemente listo como para cerrar la puerta secreta? —preguntó Thren. Randith fue a comprobarlo. —está cerrada y ha puesto el cerrojo. Al menos sabe hacer eso. —tenemos mayores preocupaciones. Si Gemcroft ha disparado contra nuestros hombres, significa que sabía lo que iba a ocurrir esta noche donde Connington. El trifect nos ha vuelto la espalda. Quieren sangre, nuestra sangre, y si no actuamos rápido la van a conseguir. —¿Quizás si subimos nuestra oferta? —sugirió Randith. Thren negó con la cabeza. —Se han cansado de ese juego. Les robamos hasta que enrojecen de ira, y luego les pagamos sobornos con su propio dinero. Ya has visto lo que han invertido en mercenarios. Quieren exterminarnos. Ningún soborno, ninguna oferta, ni ninguna amenaza cambiarán eso. Lo tienen muy claro. —Dame unos cuantos de tus mejores hombres —le pidió Randith mientras tocaba con los dedos la empuñadura de su estoque—. Cuando León Connington esté desangrándose en su lecho, el resto aprenderá que es mucho mejor aceptar nuestros sobornos que esperar nuestra misericordia. —Todavía eres joven —señaló Thren—. No estás listo para lo que ha preparado Connington. —Tengo diecisiete años. Soy un hombre, y tengo muchas muertes a mis espaldas. —Y yo he acabado con más vidas que las veces que tú has respirado —repuso Thren, endureciendo su voz—. Pero incluso así no regresaré a esa mansión. Lo están deseando. Arrasarán gremios enteros en pocos días. Los que sobrevivan heredarán esta ciudad, y no quiero que mi sucesor se precipite y muera al principio de todo esto. Thren colocó una de sus dagas en la mesa con su mano sana. Aunque mayor para ser maestro de gremio, estaba todavía lleno de fuerza y vitalidad, un hecho probado por el nacimiento de Aarón hacia el final de su matrimonio con Marion. Desafió a Randith a mirarle a los ojos. Por una vez, sentía que no tenía razón con respecto a lo que pensaba su hijo mayor. —Puede que me haya ido de la mansión —dijo Randith—. Pero no me acobardaré ni me esconderé. Tienes razón, padre. Esto es sólo el comienzo. Lo que hagamos ahora decidirá el curso de meses de lucha. Dejemos que los comerciantes y los nobles se escondan. Nosotros dominamos la noche. Se subió la capucha gris sobre la cabeza y se volvió hacia la puerta secreta. Thren le observó mientras se marchaba, con las manos temblando, pero no por causa del veneno. —Ten cuidado —le pidió Thren. —traeré a Senke. Él te cuidará hasta que Aarón vuelva con el mago. Entonces se fue. Thren golpeó la mesa. Pensó en todas las horas que había invertido en Randith, en todo el entrenamiento y las enseñanzas; todo para tratar de formar a un heredero digno de él. «Desperdiciado — pensó—. Todo desperdiciado». No tardó en oír el chasquido del picaporte, y luego la puerta rechinando al abrirse. Thren esperaba al mago, o quizás a su hijo que volvía a limar su abrupta salida, pero en lugar de eso entró un hombre de baja estatura, con una tela negra cubriendo su rostro. —No corras —le ordenó el intruso. Thren agarró de repente su daga y bloqueó las dos primeras estocadas que le lanzó su rival. Trató de responder a aquel ataque, pero su vista estaba borrosa, y su velocidad se veía reducida por sus mermados reflejos. Un salvaje golpe le quitó la daga de la mano. Thren cayó hacia atrás, y utilizó su silla para atacar a su enemigo. Sin embargo, lo más que podía hacer era cojear. Cuando el extraño le pateó una rodilla, cayó sin remedio. Quedó confuso, negándose a morir con una daga clavada en la espalda. —Connington te envía saludos —dijo el intruso, con su espada lista para asestar un golpe letal, final. Repentinamente, el extraño se vio propulsado hacia adelante. Thren abrió los ojos con sorpresa mientras su presunto asesino se desplomaba sobre él. Detrás estaba Aarón, sujetando una espada ensangrentada. Los ojos de Thren se abrieron como platos cuando su hijo menor se arrodilló junto a él, enseñándole el arma. El borde plano descansaba sobre sus palmas, la sangre corría por sus muñecas. —Tu espada —dijo Aarón. —¿por qué has vuelto? —Ese hombre estaba escondido —respondió el niño con su dulce voz. No parecía alterado—. Estaba esperando que saliéramos. Así que yo le esperé a él. Thren sintió un tic en la comisura de los labios. Cogió la espada de manos del niño, que se pasaba los días leyendo debajo de su cama y escondiéndose en los armarios. Era un niño que nunca tiraba ni una piedra cuando le forzaban a pelear; el mismo niño que había matado a un hombre con sólo ocho años. —Sé que eres brillante —dijo Thren—. ¿Pero puedes ver las intenciones de un hombre en sus palabras? No en lo que dice, sino en lo que no dice. ¿Puedes, hijo mío? —Puedo —respondió Aarón. —Bien. Espera conmigo. Randith volverá pronto. Diez minutos más tarde la puerta se abrió. —¿padre? —preguntó Randith al entrar. Senke estaba con él. Aparentaba ser ligeramente mayor que Randith, con una barba rubia bien recortada y una gruesa maza que sujetaba con una mano. Ambos se sobresaltaron al ver el cuerpo ensangrentado que yacía en el suelo, con una herida abierta en la espalda. —Esperó hasta que saliste —dijo Thren desde su silla. —¿dónde? —Inquirió su hijo—. ¿Y por qué está él aquí? —añadió señalando a Aarón. Thren negó con la cabeza. —No lo entiendes. Uno es demasiado, Randith. Un error fatal es demasiado. Luego aguardó, esperanzado. Aarón dio un paso hacia su hermano mayor. Sus ojos azules mostraban serenidad. Con un sencillo movimiento, cogió bruscamente la daga de Randith de su cinturón, la elevó en el aire, y la clavó hasta la empuñadura en el pecho de su hermano. Senke dio un paso atrás, pero sabiamente controló su lengua. Aarón sacó la daga, le dio la vuelta y se la presentó como un regalo a su padre. Los ojos de Thren centelleaban mientras se levantaba de su asiento y colocaba una mano en el hombro de Aarón. —Has hecho lo correcto, hijo mío. Mi heredero. Aarón simplemente sonrió y bajó la cabeza mientras el cuerpo de su hermano se desangraba en el suelo. 1 MAYNARD GEMCROFT CAMINABA DE ARRIBA ABAJO POR EL Vestíbulo, arrastrando sus pies desnudos por la gruesa alfombra, siempre alejado de las ventanas. Aunque había pagado una gran suma por aquellos gruesos cristales, no se fiaba de ellos. Una piedra seguida de una flecha era todo lo que se necesitaba para derribarlo sobre la alfombra, y manchar con su sangre el tejido azul. Aquel hombre delgado y nervudo vivía en su mansión, protegido por más de cien guardias. Sólo el rey estaba tan protegido. Pero hacía dos días había estado a punto de morir. Uno de los soldados abrió la puerta y entró. Llevaba puesta una coraza con una banda oscura envuelta alrededor de la cintura, lo que mostraba su lealtad hacia la familia Gemcroft. Sus dientes estaban torcidos, y cuando habló, el hecho de verlos desagradó a Maynard. —su hija está aquí para verle. —Hazla pasar —ordenó Maynard mientras comprobaba sus ropas y se alisaba el pelo. Le gustaba sentirse orgulloso de su apariencia, pero últimamente tenía cada vez menos tiempo para acicalarse. Noche sí y noche también se despertaba con los gritos de alarma provocados por los intrusos. Por la mañana, un nuevo centinela yacía muerto en algún rincón. El soldado salió un momento, y luego entró su hija. —Alyssa —dijo Maynard acercándose a ella con los brazos abiertos—. Al fin has regresado. ¿Estaban aburriéndote mucho los hombres de Kinamn? ella era bajita para ser mujer, pero su delgado cuerpo era flexible y fuerte. Maynard nunca había visto a un hombre superar a su Alyssa en una prueba de agilidad. Además, sabía que su hija era capaz de beber más que muchos. Su madre siempre resultó arrebatadora, recordó; fue una pena que se hubiera acostado con otro hombre. Los acariciadores de Connington nunca habían disfrutado de una mujer tan maravillosa. Alyssa se pasó una mano sobre sus rojos cabellos, recogidos en unas apretadas trenzas. Se cogió con los dedos el flequillo y lo colocó detrás de una oreja. Sus ojos verdes centellearon. —Mucho —dijo ella con voz ronca—. Sus mujeres charlan y cotillean como si nunca hubieran visto una verga, y los hombres se ven obligados a no retirarse para poder luego complacerlas. Se rió disimuladamente cuando vio a su padre sonrojarse. La verdad es que había muchos hombres ansiosos por meterse en su cama, pero él no necesitaba saber eso. —¿Es imprescindible que uses ese… ese… lenguaje tan vulgar? —preguntó Maynard. —Me enviaste a vivir con mujeres vulgares; criadas y niñeras cuyas riquezas no podrían comprar ni el privilegio de limpiarme… el trasero. Le guiñó el ojo a su padre. —Lo hice por tu seguridad —replicó Maynard. La alcanzó cerca de las ventanas y le cerró el paso. Cuando abrió la boca para explicarse, ella presionó un dedo contra sus labios y le besó la frente. Los sirvientes llegaron en ese momento para informarles de que la cena estaba lista. Maynard tomó la mano de su hija y la condujo por la mansión hasta el extravagante comedor. Había armaduras alineadas en las paredes, sosteniendo firmes lanzas decoradas con sedosas banderas en las que podían verse los emblemas de reyes, nobles, y antiguos miembros de la familia. Alrededor de cien sillas rodeaban la enorme mesa, con su oscura madera tapizada en púrpura. Decorando la parte superior de la mesa había doce rosas puestas en un florero con incrustaciones de rubíes. Veinte sirvientes los estaban esperando, aunque sólo iban a comer los dos Gemcroft. Maynard tomó asiento a la cabeza de la mesa y Alyssa se sentó a su izquierda. —No te preocupes por la comida —dijo su padre—. Todo ha sido catado. —Tú eres el aprensivo, no yo —contestó Alyssa. Maynard pensó que ella habría controlado su lengua si hubiera sabido que cuatro catadores habían muerto durante los últimos tres años, incluyendo uno hacía sólo dos días. El primer plato eran setas al vapor cubiertas con salsa. Los sirvientes revoloteaban alrededor de ellos, ajetreados, con prisas. Alyssa cerró los ojos y suspiró mientras mordía uno de aquellos hongos. —Tienes tus rarezas, pero por lo menos comemos alimentos de calidad —dijo al fin—. Los criados de Penh ley creen que un gato desollado es una maravilla. Comida tras comida, hacían que me pasara la tarde sacándome pelo de entre los dientes. Maynard se estremeció. —Por favor, no bromees con tales vulgaridades mientras comemos… Siempre han sido justos en el trato que me han dado, por eso pensé que el suyo era un hogar seguro para ti. Además, tienen una hija de tu edad. —Se pasaba demasiado tiempo con los tobillos cerca del cuello como para servirme de entretenimiento —señaló Alyssa—. Pero estás en lo cierto. Deberíamos hablar de negocios. El siguiente plato llegó enseguida, una carne de procedencia desconocida, cubierta con mucha salsa y condimentos, de modo que apenas podía verse lo que había debajo. El olor le hizo la boca agua. —Los negocios son agobiantes —intervino Maynard—. Y en más de un sentido. Preferiría no hablar de eso mientras estamos relajados. —preferirías no hablar de eso en absoluto. Es posible que me hayas mandado a vivir fuera como si fuese una estúpida, pero he tenido mucho tiempo para aprender. ¿Cuántos años dura ya esta bochornosa guerra con los gremios de ladrones? —Cinco años —respondió Maynard, frunciendo el ceño—. Cinco largos años. No te enfades conmigo por mandarte fuera. Sólo quería que estuvieras segura. —¿segura? —preguntó Alyssa. Soltó el tenedor; había perdido el apetito—. ¿Es eso lo que crees? Querías apartarme de tu camino, como siempre. Es más fácil conspirar para cometer asesinatos y obtener dinero cuando tu niñita no está bajo tus pies. —Te he echado de menos, de verdad —insistió Maynard. —Pues lo has demostrado muy mal —dijo Alyssa. Se levantó y apartó su plato—. Pero basta de esto. Soy una Gemcroft, como tú, y este maldito conflicto está dejando en mal lugar nuestro nombre. Esa sórdida sabandija y sus malditos hombres están acabando con el poder y las riquezas del trifect. —Yo no diría que estamos siendo derrotados. Ella se rió en su cara. —Controlamos cada mina de oro y gemas situada al norte del Kingstrip, pero tienen a un montón de bastardos atacando nuestras caravanas y a los campesinos. Connington se ha metido a lord Sully y al resto del altozano en el bolsillo; todos llenos de piojos y pulgas. ¿Y qué hay de Keenan? la mitad de los barcos del océano Thulon son suyos, pero me preocupa que sus lobos de mar empiecen a pensar que sus naves estén mejor protegidas sin él. —¡estás olvidando tu lugar! —Exclamó Maynard—. Es cierto que tenemos bastante más que ellos, pero ahí está el peligro. Nos gastamos una fortuna en mercenarios mientras ellos sacan a los hombres de las calles. Tenemos nuestras mansiones y ellos tienen sus casuchas… ¿Quién puede ocultarse más fácilmente? son como gusanos. Cortamos una cabeza y crecen dos más de los restos. —No te tienen miedo —señaló Alyssa—. A ninguno de vosotros; hombres débiles que lo perderéis todo salvo lo que podáis llevaros en unas manos que cada día son más frágiles. ¿Sabes cuántos de tus mercenarios dan parte de su dinero a los gremios? —¿Y cómo sabes tú eso? —preguntó Maynard. Se reclinó en la silla. Sentía los hombros pesados y los brazos como si fueran de piedra. Había oído muchas veces ese argumento que decía que eran unos imprudentes. Le entristeció darse cuenta de que su hija también defendía esa creencia. La cólera empezó a apoderarse de su corazón. Si Alyssa tenía tales pensamientos, dudaba que fueran ideas suyas. Ella había estado fuera de la ciudad demasiado tiempo como para ser tan consciente de esos hechos. Alguien le había dado información, sin duda siguiendo algún tipo de plan. —La forma en que lo sé no tiene importancia —respondió Alyssa con rapidez. —Todo tiene importancia —repuso Maynard. Se levantó de la silla y llamó con varias palmadas a sus sirvientes—. Yoren Kull te ha estado contando sus secretos, ¿no? le pedí a lord Pensley que no le dejara acercarse a ti, pero donde hay paredes hay ratas, ¿no es verdad? —He tenido muchos tutores. —su voz estaba perdiendo un poco de fuerza. Lo hacía bien cuando estaba a la ofensiva, pero ahora que su padre había clavado sus ojos en ella, vaciló—. ¿Y eso qué importa? estuve con lord Kull durante los meses de invierno. Su castillo está más cerca del océano, y es más cálido. —¿lord Kull? —Maynard se rió—. Cobra los impuestos de Riverrun. Mis sirvientes viven en una casa mejor. Dime, ¿te sedujo con promesas de poder y una copa de vino? —Estás evitando mi… —No —dijo Maynard; su voz era cada vez más severa—. Te han llenado la cabeza de mentiras. Todavía nos tienen miedo, pero a los gremios los temen aún más. Están desesperados. Matan sin pensar. Tienen a alguien susurrándole al rey Yaelor en el oído, convenciéndole de que todos estos asuntos son culpa nuestra. He visto a tantos hombres perder la vida en la horca real como a cuchilladas en la noche. Los que están a nuestro lado se atragantan con la comida o sus hijos desaparecen de sus camas. Además, nosotros tenemos nuestras riquezas, pero ellos tienen a Thren Felhorn. Volvió a dar unas palmadas para llamar a los sirvientes, que se amontonaron a su alrededor. Alyssa se sintió incómoda por su presencia. Llegaron también varios centinelas. —Lleváosla —dijo Maynard. —¡No puedes! —gritó ella cuando las ásperas manos de los mercenarios la agarraron de los brazos para sacarla de allí. Maynard se obligó a observar mientras la arrastraban hacia fuera, pero se negó a decir nada. No quería revelar su dolor. —¿Qué quiere que hagamos con ella? —preguntó el mayor de los soldados, un hombre inocentón y útil por sus músculos y su devoción por el trabajo. —Metedla en una de las celdas —dijo Maynard mientras se sentaba a la mesa y cogía un tenedor. —Los acariciadores harían que hablase antes —repuso el centinela. Maynard miró hacia arriba, abrumado. —De ninguna manera. Es mi hija. Démosle tiempo para que se le bajen los humos encerrada en una fría celda. Cuando esté lista, podré enseñarle lo sangrienta que se ha vuelto esta guerra. Debería haberla traído antes de vuelta; ahora lo veo. Dice que ya es una mujer, y de eso no tengo dudas. Esperemos que su astucia sobrepase incluso a la mía. No dejaré que un patético recaudador de impuestos me robe todas mis riquezas. Aarón estaba sentado a solas. Las paredes eran de madera desnuda. El suelo no tenía alfombra. No había ventanas y sólo una puerta, cerrada y atrancada desde el exterior. El silencio era pesado, roto sólo por su tos ocasional. En la esquina más lejana había una cubeta llena con sus excrementos. Por suerte, había dejado de olerlos después del primer día. Su nuevo maestro sólo le había dado una orden: esperar. Le había entregado un odre de agua, pero nada de comida, ningún horario, y lo peor de todo, nada que leer. El aburrimiento era mucho peor que las constantes palizas y los gritos de su antiguo instructor, que se hacía llamar Gus, El Brusco. Los otros miembros del gremio decían que Thren había azotado veinte veces a Gus cuando terminó el entrenamiento de su hijo. Aarón esperaba que su nuevo maestro fuese asesinado. De todos los instructores que había tenido en los últimos cinco años, comenzaba a pensar que era el más cruel. Hasta el momento no sabía ni cómo se llamaba. Era un viejo delgado con una gris y rizada barba que se extendía alrededor de su cuello. Cuando llevó a Aarón a aquel cuarto, caminaba ayudado por un bastón. A Aarón nunca le había importado la soledad, así que al principio la idea de pasar unas horas en la oscuridad le sonó más bien agradable. Siempre había estado oculto en las sombras, y prefería observar a las personas hablar antes que tomar parte en su conversación. Repentinamente, Aarón se dio cuenta de lo que pasaba. Caminó hasta la puerta y se sentó. Durante un rato había entrado un poco de luz por debajo de la madera, pero alguien había puesto un trapo para hacer que la oscuridad fuera total. Usando sus delgados dedos, empujó el trapo, y consiguió que entrara un poquito de luz. No lo había hecho antes por miedo a enfadar a su nuevo maestro, pero ya no le importaba. Querían que hablara. Querían que deseara ardientemente conversar con alguien. Quienquiera que fuera el viejo, su padre seguramente le había contratado con ese propósito. —¡dejadme salir! —trató de gritar, pero las palabras le salieron como un susurro. No obstante, el sonido de su voz le sobresaltó. Había tenido la intención de gritar con toda la fuerza de sus pulmones. ¿Era en realidad tan tímido?—. ¡He dicho que me dejéis salir! —gritó, subiendo con fuerza su voz. La puerta se abrió. La luz le lastimó los ojos y, durante la breve ceguera, su maestro se deslizó dentro y cerró la puerta. Llevaba una antorcha en una mano y un libro en la otra. Su sonrisa estaba medio escondida detrás de su barba. —Excelente —dijo—. Sólo he tenido dos estudiantes últimamente, ambos con más músculos que sentido común. —su voz era firme, y parecía tronar en aquel pequeño y oscuro cuarto. —Sé lo que está haciendo —dijo Aarón. —vamos, ¿qué dices? —Preguntó el viejo—. Hace treinta años que mis oídos dejaron de ser jóvenes. ¡Habla más fuerte, muchacho! —he dicho que sé lo que está usted haciendo. El hombre se rió. —¿Eso crees? Saberlo e impedirlo son dos cosas distintas. Puedes saber que una espada viene hacia ti, pero… ¿quiere eso decir que puedas detenerla? Bueno, tu padre me ha hablado de tu entrenamiento, así que quizás podrías, sólo quizás. Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz de la antorcha, Aarón se acercó lentamente a un rincón. Sin la oscuridad se sentía desnudo. Dirigió la mirada hacia el cubo de la esquina, y de repente sintió vergüenza. Si al viejo le molestaba el olor no lo demostraba. —¿Quién es usted? —preguntó Aarón después de estirar el silencio durante más de un minuto. —Me llamo Robert Haern. En una ocasión fui el tutor del rey Edwin Vaelor, pero él se ha hecho mayor y está cansado de mis… castigos. —¿Éste es mi castigo por no hablar? —preguntó Aarón. Robert pareció sorprendido. —¿Castigo? estimado chico, no, no… Me han hablado de tu naturaleza tranquila, pero no es por eso por lo que tu padre me ha pagado. Este oscuro cuarto es parte de una lección que espero que aprendas pronto. Ya sabes esgrimir una espada y puedes escabullirte entre las sombras. Yo, sin embargo, me guío con un bastón y hago ruido al caminar. Así que dime, ¿qué puedo querer enseñarte? Aarón se apretó con fuerza los brazos contra el cuerpo. No tenía ni idea de si era de día o de noche, pero la habitación estaba fría y no tenía más que sus finas ropas para calentarse. —Usted debe enseñarme —dijo Aarón. —Eso es constatar una obviedad. ¿Qué es lo que voy a enseñarte? se sentó en medio de la habitación, sujetando la antorcha en alto. Gruñó, y su espalda crujió cuando se estiró. —No lo sé —respondió el niño. —Un buen principio —añadió Robert—. Si no sabes la respuesta, simplemente dilo y salva a todo el mundo de sentir vergüenza. Los cortos de mente se atascan en una conversación. Sin embargo, tú deberías haber sabido la respuesta. Fui el tutor de un rey, ¿recuerdas? presta atención a lo que te digo. Siempre debes saber la respuesta a cada pregunta que te haga. —Un tutor… ya sé leer y escribir. ¿Qué más me puede enseñar un anciano? la sonrisa de Robert aumentó bajo la oscilante luz de la antorcha. —Hay hombres tratando de matarte, Aarón. ¿Lo sabías? Al principio abrió la boca para negarlo pero se paró. La mirada de su maestro le sugirió que pensara antes de hablar. —Sí —dijo finalmente—. Aunque me convencí a mí mismo de lo contrario. El Trifect quiere acabar con todos los gremios de ladrones, y yo soy miembro de uno. —Más que un miembro —intervino Robert, poniendo el libro en el suelo y cambiándose la antorcha de mano—, eres el heredero de Thren Felhorn, uno de los hombres más temidos de todo Veldaren. Algunos dicen que es el ladrón más elegante que camina por las tierras de Dezrel. —¿Lo es? —preguntó Aarón. —No sé lo suficiente de tales asuntos como para tener una opinión clara —dijo Robert—. Aunque sé que ha vivido mucho tiempo, y la riqueza que acumuló en sus años jóvenes es legendaria. El silencio cayó sobre ellos. Aarón miró por toda la habitación, pero estaba vacía, cubierta de sombras. Sentía como si su maestro esperara que hablara, pero no sabía qué decir. Su mirada permaneció fija mucho tiempo en la luz de la antorcha mientras Robert tosía hacia un lado. —hay muchas preguntas que deberías hacerme, aunque una es la más obvia e importante. Piensa, chico. Los ojos de Aarón se movieron rápidamente de la luz de la antorcha al viejo. —¿Quiénes forman el trifect? —le preguntó al fin. —¿quién es qué? habla más fuerte; estoy más sordo que una tapia. —el trifect. —Casi gritó Aarón—. ¿Quiénes son? —Ésa es una pregunta excelente —dijo Robert—. Tienen un dicho: ‘Después de los dioses, nosotros‘. Cuándo Karak y Ashhur fueron desterrados por la diosa, la tierra quedó dominada por el caos. Los países se fragmentaron, la gente se rebeló y los asaltantes marcharon de arriba abajo por todas las costas. Tres hombres ricos formaron entonces una alianza para protegerse. Hace quinientos años crearon el sello del águila posada en una rama de oro, y desde entonces han sido leales a él. —hizo una pausa y se restregó la barba. La antorcha cambió de mano—. Una pregunta para ti, chico: ¿por qué quieren acabar con los gremios de ladrones? La pregunta no era difícil. El sello era la respuesta. —Nunca se separan de su oro —dijo Aarón—. Pero nosotros se lo quitamos. —Exacto —señaló Robert—. Para estar seguros gastaban su oro, algunas veces de forma frívola y sin una buena razón. Pero nunca lo regalan voluntariamente, jamás. Toleraron a los gremios de ladrones durante muchos siglos mientras el poder de sus tres familias crecía. Ahora controlan casi todo Neldar con su riqueza. Durante mucho tiempo vieron a los gremios como una molestia, nada más. Pero eso cambió. Dime por qué, chico; ésa debe ser tu siguiente respuesta. Dicha cuestión resultaba más difícil. Aarón pensó en las palabras de su maestro. Su memoria era buena, de forma que recordaba un comentario que le parecía acertado. —Mi padre amasó una cantidad legendaria de riquezas —dijo antes de sonreír, orgulloso de haber encontrado la respuesta—. Debió de haberle quitado mucho al trifect, y ya no era sólo una molestia. —era una amenaza. Y tenía dinero. Peor, sin embargo, era el hecho de que su prestigio pudiera unir a los gremios. Tu padre tentó a los miembros más poderosos y se ganó su confianza, pero hace unos ocho años comenzó a hacer promesas, a lanzar amenazas… pago algunos sobornos, e incluso cometió varios asesinatos para quedarse con los líderes que necesitaba. Al estar unidos, pensó que el trifect no sería lo suficientemente fuerte para hacerlos caer. El viejo abrió su libro, que resultó no ser un libro. El interior estaba hueco, y contenía un poco de queso duro y carne seca. Aarón tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no abalanzarse sobre la comida. Gracias a su anterior maestro, sabía que una acción tan precipitada y descortés sería duramente reprendida. —Cógelo —dijo Robert—. Me has honrado con tu atención. Aarón no necesitó que se lo dijera dos veces. El anciano se levantó y caminó hacia la puerta. —regresaré. —pasó rápidamente los dedos sobre una ranura que había en la pared, de forma que a Aarón no le dio tiempo de ver nada. Oyó un suave crujido, y luego vio un diminuto saliente de metal. Robert acercó la tea y la dejó sujeta a la pared. —Gracias —respondió Aarón, estremeciéndose al darse cuenta de que la luz de la antorcha se quedaría. —reflexiona sobre lo que hemos hablado. Hace ocho años, tu padre unió a los gremios; y hace cinco años se desató la guerra entre ellos y el trifect. ¿Qué causó el fracaso de tu padre? La puerta se abrió, la brillante luz entró a raudales y luego el anciano se fue. Thren estaba esperando a Robert cerca de la puerta. Se encontraban en el interior de una casa grande, decorada con buen gusto. Thren estaba apoyado en la pared, colocado de modo que podía ver las dos entradas de la sala. La puerta se abrió, la brillante luz entró a raudales y luego el anciano se fue. —Usted me dijo que la primera sesión sería la más importante —dijo Thren con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Cómo se ha portado mi hijo? —Admirablemente. Y no lo digo por miedo. Les he dicho a varios reyes que sus hijos eran unos inútiles, con más mocos que materia gris. —Pero yo podría hacerle más daño que cualquier rey —repuso Thren, aunque su comentario no tuvo efecto. —Debería ver las mazmorras de Vaelor —señaló Robert—. Pero sí, su hijo es inteligente y receptivo. Además no estaba enfadado por haber sido encerrado en ese oscuro cuarto. Al menos, no cuando se enteró de que no era un castigo. Unas antorchas más y le daré algunos libros para leer. —El humo no le matará, ¿verdad? —preguntó Thren mientras miraba hacia la puerta. —Hay respiraderos en el techo —le indicó Robert a la vez que cojeaba hacia una silla—. He hecho esto unas cien veces, de modo que no se preocupe. Después de tanto tiempo en soledad, su mente estará preparada. Espero que cuando termine mi entrenamiento, recuerde este nivel de atención y concentración y lo use en ambientes más… caóticos. Thren se puso la capucha y se inclinó. —Usted me ha salido caro —dijo—. El trifect se va empobreciendo, pero nosotros también. —sean monedas, gemas o comida, un ladrón siempre tendrá algo que robar. Los ojos de Thren parecieron brillar al oír eso. —Las monedas siempre valen la pena —añadió. El maestro del gremio se dio la vuelta y luego se marchó para desaparecer en las oscuras calles de Veldaren. Robert adelantó su bastón y avanzó hacia el lado opuesto. Se sirvió un trago. Con un gruñido de placer, se sentó y se bebió la mitad del vaso que había sobre la mesa. Tenía que esperar que pasara más tiempo; parecía que la gente se volvía más impaciente a medida que Robert se hacía más viejo. Dos golpes en la puerta fueron su único aviso antes de que un hombre con algunas canas, vestido de forma sencilla, entrara en la sala. Su cara estaba desfigurada por una cicatriz que iba desde su ojo izquierdo hasta la oreja. Hizo lo que pudo por cubrirla con su capucha, pero Robert la había visto muchas veces y sabía que estaba allí. —¿se ha marchado Thren satisfecho? —preguntó el hombre mientras se sentaba. —Ciertamente —respondió Robert, dejando notar en la voz un poco de la irritación que sentía—. Aunque pienso que ese sentimiento se habría desvanecido si hubiese visto al consejero del rey entrando a hurtadillas en mí casa. —No me ha visto —dijo el hombre, algo indignado—. De eso estoy seguro. —Con Thren Felhorn nunca se puede estar seguro —replicó Robert con un movimiento despectivo de la mano—. ¿Qué te trae por aquí, Gerand Crold? El consejero inclinó la cabeza hacia la puerta detrás de la que permanecía Aarón. —No puede oírnos, ¿verdad? —preguntó. —Claro que no. Ahora contesta a mi pregunta. Gerand se pasó una mano por su rostro bien afeitado y su tono se endureció. —para ser un hombre que vive sólo por la gracia del rey, resultas bastante desagradable con sus sirvientes. ¿Debería decirle lo poco cooperativo que estás siendo en este asunto? —dile todo lo que quieras. No me da miedo ese pequeño cachorro. Se asusta con las sombras y salta con cada trueno. Los ojos de Gerand se estrecharon. —peligrosas palabras, anciano. Tu vida no durará mucho si sigues así de imprudente. —Mi vida se acerca a su fin sea imprudente o no —dijo Robert antes de terminarse la bebida—. Susurro y conspiro a espaldas de Thren Felhorn. Y puedo actuar como el hombre muerto que ya soy. Cuando Gerand se rió, su opinión estuvo clara. —Apostaste demasiado por las habilidades de ese hombre. Ha envejecido, y ya está lejos de ser el semidiós del que hablan los hombres cuando beben. Pero si mi presencia aquí te asusta tanto, me daré prisa. Además, mi esposa me está esperando, y me ha prometido una joven pelirroja que juegue con nosotros para celebrar mi trigésimo cumpleaños. Robert puso los ojos en blanco. El grosero consejero del rey siempre hacía alarde de sus cruzadas, de las que sólo serían verdaderas una tercera parte. Era la táctica favorita de Gerand cuando quería demorarse, observar, y distraer a otra persona. —Nosotros los Haern no tenemos intereses carnales —dijo Robert, levantándose de la silla con una exagerada mueca de dolor. Gerand lo vio e inmediatamente tomó el vaso, ofreciéndose a llenarlo él—. Sólo hemos salido del barro —continuó Robert—. ¿Alguna vez has oído ese sonido cuando se te encalla una bota y hay que sacarla a la fuerza? Ésos somos nosotros, haciendo otro Haern. —Muy gracioso —dijo Gerand, acercándole el vaso a Robert—. ¿Así que desciendes de un noble, o quizás del viejo calcetín de un hombre sabio? —De ninguno de los dos —replicó Robert—. Alguien orinó fuera del tiesto y salí yo, mojado y enfadado. Ahora dime por qué estás aquí, o iré a ver al rey Vaelor y le contaré lo decepcionado que estoy con tu cooperación en este asunto. Si Gerand se inquietó con la amenaza, no lo mostró. —Amo a los pelirrojos —dijo—. ¿Sabes lo que dicen de ellos? Oh, claro que no; que han nacido en el barro y todo eso. Tan luchadores. Pero tú quieres que me dé prisa, y lo haré. He venido a por el niño. —¿Aarón? Gerand se sirvió un vaso de licor y brindó por el anciano desde el otro lado de la mesa. —El rey se ha decidido, y estoy de acuerdo con su brillante sabiduría. Con el niño en nuestras manos, podemos obligar a Thren a acabar su guerra. —¿Os habéis vuelto locos? —Preguntó Robert—. ¿Quieres llevarte a Aarón de rehén? Thren está tratando de acabar esta guerra, no de prolongarla. El anciano se dio cuenta de por qué Gerand había estado dándole largas. Sus ojos habían recorrido cada esquina del cuarto, cada entrada; sus oídos, atentos, no habían detectado más signos de vida. —Tiene tropas rodeando mi casa —dijo Robert. —Vimos salir a Thren —añadió Gerand antes de tomarse la bebida y relamerse los labios—. Estaba aquí solo y ahora no hay nadie. Puedes jugar todo lo que quieras, Robert, pero eres un Haern, y no comprendes bien estos temas. Dices que Thren quiere que acabe esta guerra. Estás equivocado. Él no quiere perder, y por eso no dejará que termine. El Trifect no se inclinará ante él, jamás. Esto sólo acabará cuando un bando esté totalmente muerto. Veldaren puede vivir sin los gremios de ladrones. ¿Podemos nosotros vivir sin la comida, la riqueza y los placeres del trifect? —Vivo a base de barro —dijo Robert—. ¿Podrías tú? Alargó el bastón. Uno de sus extremos cayó sobre el vaso y golpeó a Gerand en la frente. El consejero de desplomó sobre el suelo, sangrando. Al oír gritos en la puerta de la casa, seguidos de un fuerte golpe, el viejo corrió hacia la habitación donde estaba Aarón. Robert irrumpió en el cuarto donde se entrenaba el muchacho, que se sobresaltó por la repentina invasión de luz. Se lanzó a sus pies y se quedó quieto y atento. El anciano sintió un poco de pena al darse cuenta de que nunca podría continuar entrenando a aquel estudiante tan dotado. —Debes huir —le dijo Robert—. Los soldados te matarán. Hay una ventana, ¡vete! No hubo vacilación. Ninguna pregunta. Aarón hizo lo que se le dijo. El suelo estaba frío cuando Robert se sentó en él. Pensó en coger la antorcha para usarla como arma, pero contra un grupo de soldados armados sería ridículo. Un corpulento hombre entró mientras otros iban tras él, sin duda en busca de Aarón. El extraño llevaba unas cadenas en una mano y una espada desnuda en la otra. —¿Solicita el rey mis servicios? —preguntó Robert, riéndose de manera contenida. Por respuesta, el soldado lo golpeó con la empuñadura de su espada, dejándolo inconsciente. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »