← Motivos personales El egiptólogo → Trilogía del abismo julio 08, 2005 Sin opiniones William Hope Hodgson Género : Terror Este libro cuenta William H. Hodgson en su introducción a Los piratas fantasmas puede ser considerado el último de un grupo de tres. El primero se publicó bajo el título de Los botes del Glen Carrig; el segundo, como La casa en el confín de la Tierra; por fin, este tercero, completa lo que, quizá, pueda ser considerado una trilogía; pues, aun cuando los tres difieren mucho en los contenidos, todos ellos coinciden en una determinada forma de tratar unos conceptos elementales. Con este libro, el autor cree que cierra una puerta, en cuanto a lo que a él concierne, sobre una determinada fase de su etapa creadora. Los botes del Glen Carrig (1907), relata unos hechos sorprendentes en los que se ven envueltos los tripulantes de un buque náufrago. La historia está llena de colorido, aventuras y extraños sucesos, y poblada por las criaturas fantasmales y extraordinarias tan propias de Hodgson. La casa en el confín de la Tierra (1908) es posiblemente su novela más famosa. Admirada por H.P. Lovecraft, contiene varios capítulos difícilmente superados en toda la literatura sobrenatural. Es una historia de horror y es una historia cósmica, que nos comunica de manera sorprendente la soledad y el paso del tiempo en una persona aislada en una terrible casa asentada en medio de una puerta temporal. En Los piratas fantasmas (1909) nos encontramos de nuevo con una historia ambientada en el mar. Trata del acoso de un buque «maldito», el Mortzestus, que es soliviantado por la aparición de unos extraños y fantasmales hombres que van acabando con la tripulación. La descripción de la atmósfera, el relato de los hechos hasta que van alcanzando el clímax, están magistralmente narrados, y la novela tiene momentos de verdadera fuerza sobrenatural. Los fantasmas apenas se ven, pero se sienten… ANTICIPO: El día que abandonamos la isla, después de la cena, el contramaestre y el segundo oficial organizaron los turnos de guardia, y quedé muy complacido al comprobar que me había tocado en el del contramaestre. Luego ordenaron a la tripulación que cambiara el rumbo de la nave, cosa que logramos, para regocijo de todos, ya que con el aparejo que llevábamos y con toda la escoria que teníamos adosada al casco, habían temido que nos viéramos obligados a virar, en cuyo caso habríamos perdido mucha distancia a sotavento, y queríamos progresar lo más recto posible hacia el viento, ansiosos de poner la mayor distancia posible entre nosotros y el continente de algas. Ese día tuvimos que corregir el rumbo un par de veces, aunque la segunda fue para esquivar un gran banco de algas que flotaba delante de la proa; todo el mar que se extendía a barlovento de la isla, y hasta donde nos alcanzaba la vista desde la colina más alta, estaba cubierto por miles de masas flotantes de algas parecidas a islotes y, en algunos sitios, formando extensos arrecifes. Por eso, el mar que rodeaba la isla permanecía siempre muy quieto y liso, ni había olas ni rompientes, pese a que durante muchos días había soplado un viento muy fresco. Al anochecer nos inclinamos de nuevo sobre la amura de babor, haciendo alrededor de cuatro nudos por hora, aunque de haber tenido los aparejos adecuados y el barco bien carenado podríamos haber llegado a ocho o nueve. Hasta entonces, pese a todo, nuestro avance había sido bastante razonable, pues la isla quedaba ya a unas cinco millas por sotavento y quince de la popa. Entonces nos preparamos para pasar la noche. Poco antes de oscurecer, sin embargo, descubrimos que el continente de algas se nos echaba encima, de modo que seguramente había un paso libre en medio del agua y, además, no parecía razonable suponer que a semejante distancia de las algas pudiéramos ser atacados por sus extrañas criaturas. Por tanto mantuvimos el rumbo, ya que, tras pasar aquella punta, era muy probable que las algas se abrieran hacia el este, en cuyo caso podríamos bracear en cuadro de inmediato y recibir entonces el viento de través para avanzar más rápido. El contramaestre montaba guardia desde las ocho hasta medianoche, y yo, acompañado de otro hombre, lo hacía hasta las cuatro. De tal manera, cuando llegamos al saliente de algas durante nuestro turno de guardia, miramos hacia sotavento con mucho empeño, porque la noche era oscura y la luna no salía casi hasta el amanecer, y estar de nuevo tan cerca de la desolación de aquel extraño continente de algas nos traía antiguos miedos. En ese instante, el que me acompañaba me apretó el hombro y señaló a la oscuridad, por el lado de proa; descubrí que nos habíamos acercado a las algas más de lo previsto por el segundo oficial y el contramaestre que, sin duda, calcularon mal el rumbo. Al darme cuenta, me di la vuelta y grité al contramaestre que estábamos a punto de chocar contra las algas; en ese preciso momento, él gritó al timonel que virara; acto seguido, notamos cómo el costado de babor rozaba sobre los bordes del saliente, y todos contuvimos el aliento durante un minuto. Por fin, la nave pasó y pronto entramos en mar abierto, pero justo cuando habíamos pasado junto a las algas, yo había visto algo, el súbito atisbo de una cosa blanca que se deslizaba entre las masas de algas, y después vi otras más. De inmediato eché a correr por la cubierta principal hacia popa, en busca del contramaestre; pero a mitad de camino apareció sobre la barandilla de estribor una criatura horrenda y di la alarma con un fuerte alarido. Después así una barra de cabrestante que tomé del armario más cercano y golpeé con ella a la cosa mientras seguía pidiendo auxilio. El monstruo desapareció al sentirse golpeado, y vi que el contramaestre y varios marineros se encontraban ya junto a mí. El contramaestre, que me había visto golpear, se inclinó sobre la barandilla, pero al instante retrocedió, gritándome que corriera a llamar a la otra guardia, porque el mar estaba lleno de monstruos que nadaban hacia el barco. Entonces eché a correr y, después de despertar a los marineros, me precipité sobre la cabina de popa e hice lo mismo con e! segundo oficial. Un minuto más tarde volví con e! alfanje del contramaestre, mi espada y la lámpara que siempre estaba encendida en la cabina principal. Todo e! mundo estaba muy alborotado; los hombres corrían de un lado a otro en camisa y calzoncillos, algunos volvían de la cocina con tizones de fuego y otros encendieron una hoguera de algas secas en el costado de sotavento; y junto a la barandilla de estribor tenía lugar un combate tremendo, en el que los marineros utilizaban barras de cabrestante, como yo había hecho antes. Cuando tendí el alfanje al contramaestre, éste lanzó un fuerte aullido, en parte de júbilo y en parte de aprobación, y luego me arrebató la lámpara y corrió hacia el costado de babor antes de que yo me percatara de que se había llevado la luz; entonces me apresuré tras él, y gracias a Dios que se dirigió hacia allí, pues en ese instante, al resplandor de la luz, pude ver tres rostros horribles de los habitantes de las algas que trepaban por la barandilla de babor. El contramaestre los acuchilló antes siquiera de que yo estuviera a su lado, pero entonces una docena más de cabezas asomaron por la baranda, un poco hacia proa de donde me encontraba. Al verlas corrí a su encuentro y di buena cuenta de ellos pero, si el contramaestre no hubiera acudido en mi ayuda, algunos habrían logrado subir a bordo. Ya las cubiertas estaban bien iluminadas, pues ardían varias hogueras y el segundo oficial había traído más lámparas, y los marineros estaban ahora armados con alfanjes, que eran más eficaces que las barras de cabrestante. Cualquiera que hubiera estado observando habría sido testigo de una escena muy violenta: en la cubierta ardían hogueras y muchas lámparas; junto a las barandas los hombres corrían, lanzando tajos contra las caras nauseabundas que, por docenas, pugnaban por subir bajo el resplandor salvaje de las luces de combate. Y por todos lados flotaba el hedor de las bestias. Arriba, en la toldilla, el combate era tan violento como en todos los demás sitios, y al escuchar un grito de socorro me encaminé hacia allí y descubrí a la mujer robusta golpeando con un cuchillo de cocina ensangrentado a un ser repugnante que le sujetaba el vestido con un manojo de tentáculos; pero acabó con él antes de que yo pudiera hacer uso de mi espada, y luego descubrí, con asombro, que la esposa del capitán blandía una pequeña espada. Su cara parecía la de un tigre, pues apretaba los dientes y tenía la boca entreabierta, pero no decía nada ni gritaba, y no dudo de que tenía una vaga idea de estar vengando la muerte de su marido. Durante un tiempo estuve tan ocupado como todos los demás, y después corrí en busca de la cocinera para preguntarle dónde se encontraba la señorita Madison. Cuando me dijo, jadeante, que la había encerrado en su habitación para que no corriera peligro, tuve ganas de abrazada, pues estaba muy preocupado por saber que mi amada se encontraba a salvo. Poco a poco la lucha fue disminuyendo hasta que, por fin, concluyó; la nave ya se había alejado mucho del saliente de algas y navegaba ahora en aguas abiertas. Corrí entonces en busca de mi amada, abrí su puerta y, durante un rato, ella lloró abrazada a mi cuello, porque había estado aterrada pensando en mi suerte y en la de los demás marineros. Pero luego, tras secarse las lágrimas, se indignó mucho con la nodriza por haberla encerrado en su cuarto, y no quiso ni dirigir la palabra a la buena mujer durante casi una hora. Pero cuando le dije que podía ser muy útil vendando las heridas de los tripulantes heridos, recobró su alegría habitual, trajo vendas, hilas y ungüento, y enseguida estuvo muy ocupada. Más tarde hubo una nueva conmoción en el barco al descubrirse que la esposa del capitán había desaparecido. El contramaestre y el segundo oficial organizaron su búsqueda, pero no se la encontró por ningún sitio. A decir verdad, nadie volvió a verla por el barco; supusimos, entonces, que los habitantes se la habían llevado consigo, dándole muerte. Al enterarse, una enorme angustia se apoderó de mi amada, y permaneció inconsolable durante casi tres días, periodo de tiempo durante el cual el barco salió de aquellos mares desconocidos, dejando muy atrás la terrible desolación de aquel mundo de algas. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »